18 diciembre 2009

Horacio González/ Clases medias, abran comillas

Clases medias, abran comillas.

Por Horacio González
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración. Daniel Santoro y Carlos Alonso
En una vieja carta de Jauretche a Cooke se habla de la clase media. La carta es de 1955, a lo sumo del 56, y se la lee en Cartas Peligrosas, el libro de Marta Cichero. Yo la había olvidado pero ante el oportuno recuerdo de ella, que surgió en una conversación con Juan Quintar, creo que podemos ponerla ahora en un lugar importante, quizás adelantado, en el tratamiento de la cuestión de la “clase media”. El escrito de Jauretche le reprocha a Cooke, amistosamente, que la forma en que están encarando acciones contra el gobierno que había derrocado a Perón –que implicaban el uso de distintas formas de lucha violenta-, enajenaba el respaldo de la clase media. Pero además, en un reproche directo a Perón –no era la única crítica que Jauretche le había hecho a lo largo de la difícil relación entre ambos-, le endilga que prefirió dar el voto femenino para duplicar el caudal electoral sin tener que molestarse en revisar su política frente a los sectores medios hostiles. Se aseguraba el voto popular y se daba el lujo de despreciar el voto del “medio pelo”.
Precisamente, esta noción, famosa desde que la usó Jauretche en El medio pelo, su muy leído libro de los años 60, intenta circunscribir un evanescente fenómeno social, las “clases medias”, y en el caso de ese libro, con la intención de criticarlas en los aspectos referidos a su construcción simbólica, con el propósito de atraerlas –ya producida esa crítica fenomenológica- a un verdadero “frente nacional y popular”. La crítica de Jauretche se dirigía hacia ese mundo de reproducción simbólica basado en prestigios y consagraciones tan vacuas desde el punto de vista moral e intelectual como efectivas para mantener a esos sectores en la inocuidad histórica. Pensando en una premisa de “modernización estructural” – Jauretche había asumido en gran parte el lenguaje desarrollista y los temas de la “sociología del prestigio” de moda en su momento, y fue un interesado discípulo de ella- las clases burguesas debían reconstruirse en una gran autocrítica que las desembarazara de su alianza cultural con los proyectos de las elites tradicionales y poseedoras. En suma, el “medio pelo” era una noción para señalar hasta que punto las clases medias pequeño burguesas y burguesas, se jugaban a sí mismas en contra, marginándose del espectro social que reclamaba el epicentro reconstructivo de la nación, cuyo sagitario eran los trabajadores.
Cooke toma en serio estas apreciaciones, y se muestra adverso a ellas. En sus cartas a Perón suele indicar que los ex-forjistas que están colaborando con Frondizi en virtud de sus tesis sobre la “clase media”, no son otra cosa que los representantes de ésta antes que los críticos de la facilidad con que esos sectores –tal como lo habían dicho en su publicística de los años 40- tomaban los discursos proimperialistas. La posición que expresaba el cookismo sobre las clases medias partía de las tradiciones revolucionarias clásicas. Se trataba de grupos “vacilantes” que eran atendibles solamente cuando el estudiantado, que provenía de ellos, era capaz –tanto como otros estratos intelectuales-, de negar su “extracción de clase” y dar el salto hacia los intereses históricos alternativos. Del modo que sea, esta cuestión se arrastra pesadamente como tema crucial del pensamiento político y nunca dejó de estar presente en los estudios sociales como en las incógnitas políticas, muchas veces transformando unas en otras y viceversa.
Un caso interesante, al que ya he aludido muchas veces, es el modo en que Jauretche ingresa a la cuestión sociológica, tal como la trataban las carreras de ese nombre que habían sido fundadas a fines de los años cincuenta y en los sesenta. Como éstas se munían de un conjunto de hipótesis y lenguajes que reclamaban el nombre de ciencia –para lo cual hubo un gran esfuerzo para “normalizar” un conjunto de vocablos, establecer una gramática, un diccionario, etc., lo que hoy podemos considerar un proyecto ingenuo y fracasado-, Jauretche era visto como un “outsider” que solo transitaba un terreno incierto, con terminologías vagas o literarias, denominadas despectivamente “impresionistas”, mientras que el autor del Medio pelo, en realidad, estaba atraído por esos conocimientos e intenta homologarlos en su libro, que precisamente se subtitula apuntes para una sociología nacional. Es así que Jauretche se convierte en un usuario realmente interesado en la “materia prima” que provee esa bibliografía sobre la clase media, en tanto es criticado por no poseer un lenguaje adecuado para la correcta “excepción” de esos temas. El tiempo, sin duda, ha saldado a favor de Juaretche esta cuestión, pues en algún lugar de la historia de las ideas, tal como fuimos capaces de escribirla entre nosotros, hay que poner el hecho de que había percibido casi todas las perspectivas analíticas que se hallan en la obra de Pierre Bourdieu en torno al modo en que los aparatos educativos transcriben, en términos de modalidades de intervención simbólica, la creación de sujetos sociales.
El concepto de distinción de Bourdieu, que es la clave de una conciencia forjada en los aparatos pedagógicos que reproducen como tarea suya esencial la desigualdad social a través de un “capital de símbolos”, ha sido dicho de muchas otras maneras por Jauretche. Se dirá que es relevante el modo diferente en que cada uno lo dice, pues Jauretche usa un lenguaje que evoca las poéticas gauchescas del siglo XIX y el criollismo yrigoyenista del siglo XX, y Bourdieu usa un lenguaje estricto proveniente de la teoría social de los signos y de un riguroso trazado sobre la noción del sujeto, en debate con el marxismo y el existencialismo. Sin embargo, no hay tantas diferencias cuando percibimos que cada uno lo dice con lenguajes igualmente elaborados y con gran nivel de abstracción (a pesar de que Jauretche se cree un empirista o inductivista), logrando semejantes resultados cunado analizan como se reconstituyen los grupos sociales a través de figuras de dominio que se basan en implícitos saberes aparentemente neutros, emanados de los medios de comunicación, los clishés del lenguaje, las certificaciones académicas, las citas mutuas, los ejercicios reglados de respetabilidad artificial, los horizontes de obviedad que surgen del sentido común del aparato comunicacional y pedagógico, que se presenta impermeable al examen de sus condiciones de producción.
Las clases medias, como abstracción mental o cultural, serían explicadas precisamente por esas condiciones de producción, y aparecerían entonces como cierto tipo de producción simbólica puesta como "capital intelectual” producido y reinvertido en el aparato productivo. Se revela así esencial en la instancia cultural para la reproducción de las fórmulas encubiertas de dominación. Jauretche había descubierto que había que presentar batalla en ese espacio cultural; de ahí la crítica, en su momento, a los planteos revolucionarios de Cooke, de los que temía que iban a resquebrajar “el gran frente nacional”, mientras que, como es obvio, esta idea era respondida con una crítica al desarrollismo y a la ignorancia del papel promotor esencial que tendría la clase trabajadora como sujeto de la historia. Cooke era un luckasiano; tempranamente había leído al filósofo húngaro, autor de Historia y conciencia de clase, libro capital de los años 50 y 60 en el cual la dialéctica se definía “como el punto de vista del proletariado”. [Y esto más allá de las polémicas sorbe este libro y las posteriores opiniones del mismo Lukács sobre él.]
En la sociología jauretcheana, a diferencia de estas lecturas cookistas eminentemente calificadas, se mostraba pródigo el anaquel que proveía la sociología progresista que trataba críticamente temas como el de “los buscadores de prestigio”, y sobretodo el punto de vista crítico sobre los sujetos apaciguados y alienados de las grandes corporaciones burocráticas, los white collars, los “cuellos blancos”, centro de la crítica que el pensador de izquierda Charles Wright Mills había realizado a las “elites del poder” norteamericanas. El libro sobre los Cuellos blancos había salido en 1951, y apenas traducido, había hecho un largo recorrido en los ámbitos latinoamericanos, sobretodo en la Argentina. Allí se retrataba a esos sectores de empelados como constructores de un espíritu pasivo ante la historia, fruto de un esquema de opresión que aceptaban de buen grado, a la manera de una servidumbre voluntaria, pues en ello se basaban las lógicas de prestigio, ascenso social y lucha por la existencia que emana del canon norteamericano heredero del puritanismo y su módica transgresión, cuestión a cuyo examen se dedicó la denominada “novela negra”. En paralelo, las grandes obras ficcionales de la época, como La muerte de un viajante, El hombre del traje de franela gris, el Halcón Maltés, etc., ofrecían el ambiente moral desolador en la que desarrollaba la búsqueda imposible de las pequeñas criaturas: escapar de un destino de clase aplastante o someterse al horizonte mental de sordidez reinante. De alguna manera, estos temas y autores, desde la sociología o desde la literatura liberal-progresista, intentaban dotar a los estratos medios de una suerte de “conciencia de clase activa”, concepto que sin duda provenía de los debates de época sobre el peso agobiante de las conductas de “mala fe”, crítica en la que sobresalía la obra de Sartre.
Los estudios sobre las clases medias, bajo el concepto de los “empleados” –es decir, el sector preso no a la producción sino al consumo de signos culturales que permiten generar “identidad por el gusto”-, ocupa una parte de la Sigfierd Krakauer, a quien Adorno llamó el extraño realista, quién intenta llevar a la práctica en términos de una microsociología, el pavor de la vida del “empleado” sumido en una red de pequeñas sumisiones, a la manera de Gregorio Samsa, pero sin las consecuencias en el ámbito familiar de la conciencia ritual de la máquina administrativa productora de éticas disciplinarias, lo que Max Weber intentaría describir con atributos de dignidad mientras Fraz Kafka lo introducía en una metafísica repleta de humor aciago y sabor bíblico.
Grandes tramos de la literatura argentina tratan esta cuestión, basta mencionar Los siete locos de Arlt, novela en la que la vastedad de temas no nos impide ver en Erdosain la figura caída de un empleado de una fábrica que sale de su condición social solo para protagonizar un enredo de alquimistas, nigromantes y complotados, pero bajo la metamorfosis que cobra fuerza astrológica y expresionista a partir de la vida magullada de un administrativo fracasado que cumple con sus ensueños líricos burgueses pero no a través del matrimonio burgués sino de una gran catástrofe, casi una venganza apocalíptica de fuego y suicidio, contra el horizonte “clasemediero” que impide crear individuos libres.
Una historia de la clase media argentina desde los años 30 en adelante –fecha arbitraria pero contundente, podemos elegir otras incluso del siglo XIX-, es una desafío casi insoluble. No sabríamos qué énfasis escoger de una historia educacional argentina, que siga las vetas del llamado “ascenso social” –un concepto demasiado previsible e inespecífico- sin dejar de atender la historicidad que siempre se presenta como la veta interna de un lenguaje a ser construído. ¿Cómo se construyó el lenguaje de la “clase media” atendiendo a la aparición misma del concepto de “clase media”? No sería difícil seguirlo en publicaciones clásicas o en los testimonios remanentes de aquel lenguaje hablado por seres concretos, socialmente situados. El crecimiento del cuerpo docente centralizado, munido de procedimientos, de metodologías, la educación que se ofrece como un aparato promotor de conciencias cívicas, los proyectos que se felicitan de que un espacio escolar especialmente fundado para ello, imprimirá en las nuevas almas que no sospechan enteramente su destino, un idioma y una sensibilidad nacional –así lo escribe confiadamente J. M. Ramos Mejía antes que finalice el siglo XIX-, que cimentará un ejercicio gigantesco de integración y comprensión de una memoria colectiva que primero parecía impuesta y luego palpitaría como un sello autónomo que ya acuñado, se lanzaba al mundo como un himno convencido de sus libertades. Novelas como las de Andrés Rivera –El verdugo en el umbral- o de Nicolás Casullo –El frutero de los ojos radiantes.
Si el itinerario de clase de estos sectores medios lo siguiéramos por un puñado de revistas que ocupan el quehacer publicístico de todo un siglo –Caras y caretas, La novela semanal, Plus Ultra, El Hogar, Antena- percibiríamos que hay una lenta línea de construcción de una teoría del gusto, aún imprecisa, que será luego la clave de que la “clase media” pareciera ser un concepto “macizo” y se presentara al mismo tiempo con el poder de su gran ambigüedad. Si en un polo de la descripción de la clase media hay que considerar el autoreconocimiento balbuceante (es habitual escuchar “nosotros somos clase media” como la indicación de un objeto que sin embargo se escurre de inmediato), en otro polo hay que admitir que una suerte de “salario del gusto” se ejerce cuando se expresan identidades a través de símbolos de consumo o del lenguaje como un sistema de tópicos posicionales (lo que no señala ningún objeto real de conocimiento pero construye una trama muy sólida de situaciones que distribuyen personas y lenguajes a través de invisibles barreras sociales en lo que parecería una planicie sin estamentos ni diferencias. El salario del gusto sería la atribución mutua de asignaciones de goce y presunción en una retícula que propone en forma incesante un intercambio de dones huidizos y engañosos, que no dejaban de ser los dulces simulacros que ya las tesis de las aristocracias científicas de comienzos del siglo XIX habían condenado bajo la denominación de “simuladores del talento” u “hombres mediocres”. Estas condenas deseaban elaborar para el país una “clase media” pero estableciendo claras barreras entre lo socialmente bajo y lo adecuadamente alto en materia de distinción espiritual, pero a un tiempo que se pronunciaban a favor del estamento social y mental intermediario, le dedicaban fervorosos anatemas.
Llamaríamos “clase media baja”, según un recurso descriptivo habitual, a un infrasector que desglosa a la clase media en dos campos según ingresos y simultáneamente, según el modo en que se utilizan técnicas de encubrimiento de las posiciones a través de ornamentos del goce o el grado en que se preparan las escenas de expresión de la subjetividad. En el limbo de las clases medias bajas hay una expresividad en la que todavía no hicieron su trabajo los cincelados pedagógicos de las pequeñas técnicas cortesanas, ese cálculo de respetabilidad que es la moneda acuñada de los intercambios de respeto y competencia. La televisión de masas ha venido a erosionar ese tabique imaginario y resistente entre lo alto y lo bajo, pero no puede suprimirlo porque se desplomaría la arquitectura de los consumos amasados con el pan de la imaginación. El personaje televisivo llamado “Mirtha Legrand” encarna una de las claves del lenguaje estamental claveteado con la fuerza de la “insinuación”, es decir, del habla indirecta que mantiene la escena doméstica, el anfitrionazgo con simulacros de aristocracia baja, pero expulsa una segunda cuerda indirecta que desmantela todas las escenas galantes y cordiales con la amenaza de la mazmorra.

Una manera de relatar el pequeño drama etnográfico de las clases medias frente al peronismo –que introducía la idea de un amor kitsch en la escena pública, lo que vulneraba las lógicas del cuchicheo y la intriga sentimental de los tálamos que cultivaban el sigilo y la resignación-, la logró Nicolás Casullo a través de las imágenes briosas salidas de su gozoso taller de estampas. He aquí una historización de las peripecias de la clase media frente a su otro constitutivo, el peronismo: “Viene desde aquella su ingenua estación inaugural de los años 50, donde él se puso el sombrero y la corbata con alfiler, ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron casi virginales pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de Perón al grito de “no venimos por decreto ni nos pagan el boleto”. Cancioncilla tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide para entonar “ay, ay, ay, que lo aguante el Paraguay” sin ningún tipo de grosería ni mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de pantalla pero nunca mi padre. Después la clase volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que los morochos sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y censuras, y para dedicarse no sin cierto cansino asombro a departamentos en consorcios, fiats en cuotas, palmitos con salsa golf y vino rosado. Recién a fines de los 60, principios de los 70 el gran estamento medio recibió la primera monografía fuerte a componer, de la cual culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en cambio en el jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando los hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la ‘nacionalización de las clases medias’…”
Todos los temas de actualidad del pensamiento mesocrático se encuentran maravillosamente tratados aquí. En primer lugar, la definición de la clase media por rasgos de indumentaria que no son solamente accesorios, sino que traducen arquetipos del lenguaje, formas de la lengua, como “pollera tubo”, que pueden alcanzar el carácter de un pasaje significativo del sistema de la moda a la representación de clase. La forma etnográfica de la clase alude a modalidades de la comida, los utensilios mecánicos domésticos, la reunión de consorcio y el mundo enigmático de las cuotas, préstamos, salarios: todo ello bajo cotejos comparativos y abismales, núcleo de la conversación secreta del hogar. Luego, los vástagos, que en algún momento de la historia argentina entrometida en la historia nacional, irrumpirían a la mesa donde quizás se estuviera degustando palmitos con salsa golf para proclamar sus lecturas de Hernández Arregui y, como dice Casullo, la “nacionalización de las clases medias”, concepto radiante del sector nacional-popular que en él quería ver la tarea consumada de una gran captura, como la conquista de Roma por los bárbaros, no venidos de lejos sino del subsuelo.
Eran tramos de una gran radiografía de los estratos definidos por los “consumos simbólicos”, según desfilaban las etapas políticas del país, donde al igual que en alguna película de Ettore Scola, en una misma escena doméstica, la reunión familiar o la cena frente al televisor, se superponían los momentos de la turbación pública regida por la gran discusión: peronismo y antiperonismo, libertad como simulacro o libertades colectivas. Eran discusiones fundamentales, que podían “arruinar la cena”, sobre los tramos más candentes de las teorías políticas, por qué se actúa, que nos lleva a juzgar, cómo sentimos que al hablar se mueve la aguja recóndita del miedo. Miedo, acción, juicios personales, todo ello como pedruscos íntimos de la subjetividad, eslabones esenciales del debate sobre la cultura. Lo que es lo mismo que decir, en el plano de las fantasmagorías: el debate sobre la clase media como ser social. En fin, detengo aquí esta nota, que puede desarrollarse en muchas direcciones. Las clases medias argentinas, de donde surge la conversación sobre el tiempo histórico pero bajo la forma de consigna que en su levedad asombra por su condición de acertijo capital (“no venimos por decreto ni nos pagan el boleto”), no pueden ser abominadas ni despreciadas, pues ese es también un rasgo de las clases medias, que laboran un infinito sentimiento de autocondena. Deben ser miradas sin risa, ni espanto, ni lloriqueo, ni odio, quizás a la manera spinoziana, que sin saberlo ni importarse de ello, cultivó Jauretche. Abriendo comillas al hablar de ellas, señal de ironía, pero también de disposición a la reflexión sobre cómo importan los símbolos en la acción política, y cómo suele escapar el lenguaje de entender acabadamente lo que está conminado a pronunciar.

17 diciembre 2009

Entrevista/ Rodolfo Braceli/ Por Conrado Yasenza

Entrevista a Rodolfo Braceli*
Arrojarse a las preguntas y que la vida ladre

Siempre me gustaron mucho los reportajes de Rodolfo Braceli, desbordantes en esa capacidad para lograr que la conversación fluya cómodamente sin perder la frescura que otorga el profundo conocimiento del entrevistado. Confieso que por las entrevistas llegué a su narrativa. Así es que me propuse entrevistarlo para La Tecl@ Eñe. Fruto de esas ganas es este reportaje en el que Braceli aborda la Ley de Medios Audioviduales - imprescindible, dirá -, el conflicto con el autodeniminado "campo" y, por supuesto, las fronteras casi imperceptibles entre el periodismo y la literatura.


Por Conrado Yasenza

– Se ha preguntado y escrito mucho sobre los acontecimientos devenidos del conflicto entre el Gobierno y el Campo, y ahora sobre la ley de medios audiovisuales, pero poco, muy poco se ha buscado la voz de los escritores. Es por eso que me interesaría saber cómo vivió usted aquel momento histórico como también el actual, y si elaboró alguna reflexión o sentimiento en torno a lo vivido.

– El conflicto entre el gobierno y el autodenominado “campo”, y después sobre la ley de medios, lo viví tejido por sentimientos que van desde la indignación al asco. En el primer caso es evidente que el gobierno sumó torpezas que hicieron agrandar a los muchachos que se creen el fundamento del pasado, presente y futuro de esto que todavía se llama “Argentina”. En la mesa de enlace faltaron dos sillas esenciales: la de los que se preocupan de la imprescindible cuestión ecológica y la de los reales campesinos, aquellos que laburan como negros y en negro. Además, estos señores se consideraron dueños de la escarapela. En su momento se discutió mucho sobre si con esta movida había o no “ánimo destituyente”. A la luz de las declaraciones yo descarto que haya habido “ánimo destituyente”. Lo que había y seguirá habiendo son “ganas, indisimulables ganas destituyentes”. Basta recordar el himno en la Sociedad Rural, el pícaro tributo al abuelo Martínez de Hoz. Lo de Cleto Cobos no me sorprendió. Sí me sorprendió que el gobierno se haya dejado convencer por su apariencia aguachenta, por su aspecto de acelga sumisa. Ya en Mendoza Cobos traicionó, a las 48 horas de su juramento, al sector radical del ex gobernador Iglesias que lo llevó a la gobernación. La segunda traición fue a todo el partido radical, cuando se coló bajo el paraguas de la transversalidad. Después vino la otra sucesiva traición, convirtiéndose en la principal figura de la oposición sin dejar de pertenecer al Poder Ejecutivo. Un caso único en el mundo. Nadie podrá negar la impresionante coherencia de Cobos en el arte traicionar. Lo grave es el altísimo grado de aceptación que este dirigente tiene en nuestra sociedad. Aceptación que no debe sorprendernos, porque esta sociedad, siempre alentada y aterrada por los medios de des-comunicación, en su promedio es la misma que vivió con obscena euforia la des-guerra de Malvinas. La misma que celebró el Mundial del 78 bailando sobre un país sembrado de muertos contra natura. La misma que avaló, con la complicidad de la indiferencia, desde 1976, la violación de la vida y la violación de la muerte, los muertos sin sepultara, el afano de criaturas salidas del vientre.

– ¿Tiene alguna opinión formada sobre la ley de Medios Audiovisuales?

– Por supuesto que la nueva Ley es perfectible. Siempre deberá serlo. Pero en lo básico es un paso colosal. No es una ley necesaria, es una ley imprescindible. Conseguirla fue un verdadero parto gestado por años. Ahora habrá que afrontar la reacción de los elefantes que monopolizaron más del 80 por ciento de los medios. Durante 26 años los poderosos estuvieron callados, ahora piden tiempo para reflexionar la nueva ley. ¿Qué hicieron con el tiempo durante esos 26 años de impunidad? Se llenaron los bolsillos de dinero. Al llamado Cuarto Poder lo transformaron en el primer poder. No tienen pudor, no tienen vergüenza: periodistas estelares que se autodenominan “independientes” ahora claman porque, dicen, peligra “la libertad de expresión”. ¿Pero de qué libertad de expresión hablan? De la libertad de empresa. Para hablar correctamente debieran decir que lo que ellos quieren es la “libertadura de expresión”. A todo esto, a la vista está que los multimedios tomaron a la siempre endeble democracia de rehén. Un ex ingeniero como Blumberg, si se lo sumaba a un golpe de inflación, hubiera bastado para tumbar esta democracia. Hablando de rehenes: ¿Y los periodistas en qué nos convertimos? La mayoría en voceros de los intereses de los medios. En patéticos partenaires. En rehenes atados de pies y manos y bolas, así condenados a la obediencia-indebida.

– ¿Cree usted que existe una suerte de banalización de la vida en general? Quiero decir, se banalizan los discursos cotidianos, los políticos, los televisivos ( los discursos de los medios masivos en general) y hasta se banaliza el deseo, la vida y la muerte.

– La banalización está en el aire que respiramos. Se ha convertido en normalidad. Es un modo de vida. O de desvida. Precisamente para esto trabajaron los supermedios de des-comunicación. Se fogoneó desde ellos para crear sensación de fin del mundo en cuanto a la inseguridad. El método es el del “ahorismo”. Todo ocurre hoy, no hay causas. La culpa entera es del presente. Así se alimenta, así cunde el peligroso y reaccionario “nunca se vio una cosa así”. Se convirtió a los cacerolazos en gestas épicas sin tener en cuenta que jamás hubo aquí un cacerolazo por algo que no tuviera que ver con el dios del bolsillo. Se descansó en la comodidad de considerar que la corrupción pertenece fatalmente a la dirigencia política. Poco se dijo que la corrupción, real y desaforada, se da en todos los terrenos: en la industria de los medicamentos, en la medicina, en el sindicalismo, en la iglesia, en los consorcios, en los clubes de fútbol. Y en el periodismo. Si hay algo muy bien repartido es la corrupción. Volviendo a la banalización: impera la comodidad de atribuírsela a la “televisión basura”. ¿Y la radio basura? ¿Y los diarios y revistas basura? Es cierto que Tinelli encarna al fenómeno Tinelli. Pero, ¿cuántos kilómetros de papel, de aire radial se nutren de Tinelli? Pregunta: ¿qué le pasaría a tanto periodismo si de pronto Tinelli desaparece? Creo que viviríamos escenas de descontrol y pánico.
En las últimas elecciones nos preguntamos quién fue el ganador. El ganador fue Tinelli. Sus imitadores superaron largamente a candidatos extraordinariamente huecos, monicacos, como De Narváez.
En nuestra sociedad la banalización se ha convertido en una religión. Se besa y no se besa, se desbesa. Se confunde el ruido con el sonido y el maquillaje con el semblante. Aquí sólo importa el “carisma”, la apariencia. El Hamlet argentino en vez de decir “ser o no ser” dice “parecer o no ser”.

– ¿Le parece que la literatura que esboza algún grado de compromiso político tiene mala prensa en la actualidad?

– Hay una tendencia, secuela del posmodernismo, a considerar el, en otros tiempos ineludible compromiso político, en literatura acotada, literatura de cabotaje. El compromiso político ha perdido prestigio literario.

– Y en todo caso, ¿qué significa para usted el término o categoría “Literatura Comprometida”?

– Para mí literatura comprometida significa literatura que no especula con el oportunismo. Entiendo el compromiso como algo que incluye lo social, lo político, pero que no se agota en eso. El compromiso también tiene que ver con otras éticas, por ejemplo, la ética de la sintaxis. En la poesía, en la ficción, en el teatro, al compromiso lo entiendo como dar un salto, pero sin red. Si el salto es con red no tiene gracia. No vale. Mejor callarse la pluma, callarse la boca. En boca cerrada no entran moscas. Ni salen.

– ¿Cree en la idea de que la creación literaria se vincula con la exploración de los márgenes de la vida y la existencia?

– Esa exploración es inherente a la creación misma. Se trata de vadear la prodigiosa absurdidad. Con el perpetuo, inagotable, dedondevenismo y adondevamos. Esa exploración se basa en un entusiasmo que a veces nos hace creer que podemos sembrar en el abismo. Arrojados a la creación podemos creer o no creer en Dios. Podemos escribir dios con minúscula, o Dios con mayúscula o, en el apogeo de la desesperación, escribir Diós con acento.

– ¿Cómo ve la relación entre periodismo y literatura?

– La frontera entre periodismo y literatura no se puede precisar. Por fortuna. Esa imprecisión es fascinante. Entre el periodismo y literatura hay como una bisagra, pero es una bisagra subcutánea. En mi caso, desde el colegio vengo escribiendo sin mirar a quien. Por suerte, nunca supe cuando me trasladé de la crónica verdadera al relato verosímil. Me pasó varias veces que crónicas o reportajes, sin darme cuenta fueron por más y terminaron siendo cuentos, monólogos, obras de teatro, hasta poemas. De hecho, desde hace algunos años la posdata de algunos reportajes es una suerte de poema tejido con hebras sacadas de la conversación.
A propósito, quiero aprovechar la oportunidad para decir que el Nuevo Periodismo es más viejo que el diablo. Sin ir demasiado lejos, qué otra cosa que Nuevo Periodismo hacía Sarmiento en su Recuerdos de provincia, o en Facundo. Crónica, novela y ensayo retroalimentándose. Dejémonos de joder con el Nuevo Periodismo. Sí, es más viejo que el diablo. Y el diablo tiene más años que la injusticia.

– ¿Cuál es su vinculación con lo que se conoce como la academia literaria?

– Ninguna. Los eruCditos no la van conmigo y yo no la voy con los eruCditos. La vida no se altera por eso. Siempre continúa.

– ¿Siente el reconocimiento de otros escritores?

– El de unos pocos, entre ellos, Antonio Di Benedetto, Raúl Gustavo Aguirre, Héctor Tizón. Donde encontré lectores más entusiasmados es en los actores: entre tantos, Inda Ledesma y María Rosa Gallo y Virginia Lago y Miguel Ángel Solá, que le dieron respiración a mi poesía y a varias obras de teatro.

– ¿Cómo observa el panorama de la creación y difusión poética en la Argentina?

– Quienes hacemos y publicamos poesía nos quejamos, desde siempre. Nos consideramos que somos el género maldito. Nos gusta, nos relamemos por sentirnos incomprendidos. Pero el género maldito –como bien lo señala Tito Cossa– es el teatro. El autor de teatro desaparece en las adaptaciones teatrales, ni se lo menciona en la televisión. Por otra parte publicar teatro es más difícil que publicar poesía. Ni a los amigos se les puede regalar los libros autofinanciados. La poesía, hasta donde sé, goza de buena salud. Hay infinidad de poetas escondidos. Por poeta entiendo, volviendo a lo dicho, no los fabricantes de lenguaje poético, sino los que se arrojan al vacío sin red.

– Para finalizar, ¿cuál es a su entender la función de la literatura?

– Despertarnos los cinco sentidos. Y especialmente el sexto. Hacernos respirar. Cuando respiramos, vivimos. Cuando vivimos, nos arrojamos a las preguntas. Cuando nos arrojamos a las preguntas, la vida continúa. A propósito de la Vida: no hay caso, no podemos vivir sin ella. Y ella, la muy perra, ¿podrá vivir sin nosotros?

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*RODOLFO BRACELI nació en Luján de Cuyo, Mendoza. Desde 1970 vive y trabaja en Buenos Aires. Es poeta, narrador, dramaturgo, periodista y cineasta.
Publicó más de veinte libros, algunos traducidos al inglés, francés, italiano y polaco. El primero, Pautas eneras, fue prohibido y quemado en Mendoza en 1962 por decisión del gobierno de facto. Entre otros libros, publicó El último padre; Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo; De fútbol somos; Y ahora la resucitada de la violenta Violeta (Premio Municipal de Teatro 1990-1991); Vincent, te espero desnuda al final del libro y las biografías de Julio Bocca y Mercedes Sosa. Para cine escribió y dirigió Nicolino Intocable Locche. Su publicación más reciente es Perfume de gol (Planeta), 17 cuentos de fútbol con la mujer por protagonista.
Sus reportajes latinoamericanos se tradujeron a nueve idiomas y se publicaron en veintitrés países, obteniendo en 1996 el premio Pléyade a la Mejor Nota del Año por su entrevista a Gabriel García Márquez. Para conocer más: www.rodolfobraceli.com.ar

La Columna Grande/ DE LOS CHICOS DEL PUEBLOA LA OTRA JUVENTUD MARAVILLOSA/ Alfredo Grande

DE LOS CHICOS DEL PUEBLO
A LA OTRA JUVENTUD MARAVILLOSA


Escribe ALFREDO GRANDE


“hay dos clases de personas. Las que hacen leña del árbol caído y las que, para hacer leña, primero tiran los árboles” (aforismo implicado)

(para La Tecl@ Eñe)
El trípode la implicación es: la coherencia, la consistencia y la credibilidad. Coherencia: es la ausencia de contradicciones insalvables (que yo denomino “lo incompatible”) en los diversos registros del sujeto. Lo que hace, lo que dice, lo que siente, lo que piensa. Coherencia no significa, en modo alguno, ausencia de contradicciones. Coherencia es la capacidad de dialectizar las contradicciones, incluso las más profundas, para que ninguna de “nuestras partes”, sean incompatibles con “nuestro todo”. O sea: con nuestro Yo, en su concepción amplificada. A esta concepción amplificada del Yo algunos lo denominan “sujeto”, otros “self”. No es lo mismo el sujeto contradictorio, que el sujeto incompatible. Cuando decimos que alguien es “impresentable”, en realidad estamos diciendo que tiene aspectos, momentos, conductas, que son incompatibles, y por lo tanto no dialectizables, con otros aspectos, momentos, conductas. Consistencia: es la coherencia sostenida en el tiempo. No solo en el tiempo individual, sino también en el transgeneracional. A veces para bien, a veces para mal, en cada momento de nuestra vida resignificamos toda nuestra vida. Y no solo somos mirados por lo que hacemos, sino que desde lo que hacemos es mirado lo que alguna vez hicimos. Es la expresión habitual que “pocos resisten el archivo”. Inútil negar las ansiedades persecutorias que esto genera. De todos modos, la parte buena es que implica lo mas opuesto a la impunidad. Un aforismo implicado dice: “en toda cultura no represora, uno es dueño de sus palabras y esclavo de sus silencios”. Y pienso que es bueno que así sea. Si somos sujetos de discurso, nuestras palabras nos liberan y nuestros silencios nos esclavizan. Nuestra consistencia también se valida comparando ( o scaneando para seguir las terminologías actuales) lo que dijimos e hicimos al menos, la década pasada. Si aquella coherencia que tanto costó conseguir, y mucho más sostener, la validamos al menos cada década, es posible que podamos estar seguros de mantener cierta consistencia. La ética del converso, las metamorfosis cuasi electorales, nada saben de esta consistencia. La denominada “borocotización” de la política, es un analizador potente que en aras de la denominada gobernabilidad (un reinado que debe parecer gobierno) se sacrifica, mas temprano que tarde, todo intento de consistencia de mediano y largo plazo. Este fenómeno fue evidente en los comienzos de la otra década infame, los 90, cuando revindicar las luchas obreras por el socialismo, era “haberse quedado” en alguna década pasada. La cultura represora hace una sistemática denigración de la consistencia, mostrándola como rigidez y falta de adaptación a los cambios. Justamente, porque los represores pretenden que los reprimidos se flexibilicen en todos los sentidos posibles, para facilitar la tarea de vaciamiento representacional de las utopías libertarias. Pero aquellos que sostienen la coherencia y la consistencia, obtienen el logro más preciado que en la cultura no represora podemos pretender. Credibilidad: efectos en la subjetividad que no pasan por la fascinación, la adoración, la idealización extrema, el enamoramiento o la hipnosis. En la credibilidad no se trata, como canta la hinchada de “es un sentimiento, no puedo parar”. En realidad, es un pensamiento y un sentimiento, y si se pueden parar. Credibilidad es pensamiento y sentimiento crítico. Y la crítica bien entendida pasa por el análisis de la propia implicación. Hace poco en una charla para estudiantes en la Universidad Nacional de Rosario, alguien me preguntó: “¿Qué hacer”? Más allá de la monumental obra de Lenin, poco habría para agregar. Lo que se me ocurrió en ese momento, es agregar que además de la pregunta por el “hacer”, es válida también la pregunta por el “sentir”. O sea: ¿cuál es el “sentir “ que nos potencia nuestro “hacer”?. Y en la crítica de los sentimientos, encontrar una de las claves que puede permitir halar la explicación a cierta rebeldía paralizada y anestesiada. La cultura represora, las hegemonías, siempre general adhesión desde una negatividad, el terror, pero también desde una positividad, el amor. Amar al represor es una operación subjetiva que, de no poder ser desmontada, será causa de más penas y más olvido. Esto se ha expresado en diferentes maneras con distintos referentes teóricos. Desde Wilhelm Reich hasta Gramsci. En el psicoanálisis implicado, hablamos del ideal del superyo. Un ejemplo son los ideales en los cuales todas las guerras se sustentan. “Cuando el Estado decide matar, se hace llamar Patria”, dicen los anarquistas. Y la Patria es el amor primero. Amor sagrado. Amor eterno. Por lo tanto hacer la guerra, y dejar de hacer el amor, es el deber del patriota. Y el Capitalismo, el amo actual de todas las formas de la guerra, también se hace amar. Una de esas formas de amar es el amor a los subsidios, a los préstamos de las multinacionales, el deseo por esas investigaciones que aunque se vistan de cientificidad, pactos perversos se quedan. Por ese amor al capitalismo, desmentido, contrariado, recusado, escindido, pero presente en cada acto de nuestra vida cotidiana, el amor al socialismo es apenas, amor platónico. Amor que ha decidido no consumarse, apenas expresarse en unas cuantas tretas discursivas. Por eso toleramos el hambre, el frío, la desesperación, la mendicidad, la enfermedad, el maltrato, la violación, de los chicos del pueblo. Aunque gran parte del pueblo no se hace cargo de esos chicos, y otra parte del pueblo se alegra cuando los acusan de ser apenas pibes chorros, y otra parte del pueblo suplica y consigue bajar la edad de la imputabilidad. Para muchos ni son santos, y mucho menos inocentes. Son demonios culpables hasta el tuétano de la desgracia que provocan y de la desgracia de la cual serán eternos portadores. Pero esos chicos del pueblo encuentran, saltando varias generaciones, otra juventud maravillosa. La de los estudiantes que se concentraron para repudiar las maniobras leguleyas que otorgan precaria legalidad y ninguna legitimidad. Se enfrentaron al aparato represor con gomeras y piedras, como enseñaron los piqueteros. Marché con ellos y por ellos, cantando nuevas canciones, algunas de llamativa complejidad. Cuando escuché las noticias sobre la represión, dudé, pero apenas segundos. Me fui al Congreso, donde había que estar. Funcionó mi memoria corporal, cuando enfrentamos a la dictadura de Onganía, con su noche de los bastones largos y a la intervención de Ivanisevich, ese fascismo de piernas cortas y manos largas, que se prolongó hasta la noche de los lápices. El trípode de la implicación exige que cada lucha del pasado se prolongue en cada lucha del presente. Es imposible anotarse en todas, pero es nefasto no anotarse en ninguna. Y si la memoria histórica exige la justicia absoluta para los crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de la triple A y la dictadura cívico militar, nuestra percepción histórica de este hoy exige que la justicia sea además de un tema del derecho, una conquista permanente de la cultura. Lo que hoy sucedió en Congreso también es impunidad. Y la peor de todas: la que se hace con el disfraz del estado de derecho. Pero mientras marchaba con aquellos que son bastante más jóvenes que yo, una fuerte convicción empezó a construirse: “el divino tesoro de la juventud es luchar por lo que se sabe y saber por lo que se lucha”. Entonces los chicos del pueblo podrán soñar despiertos porque hay otra juventud maravillosa que no está dispuesta a dejar de luchar.

Diciembre 2009

Sarcasmos del capitalismo / Claudio Díaz

Sarcasmos del capitalismo


Por Claudio Díaz
(para La Tecl@ Eñe)


A la hora de dar recetas los economistas liberales no tienen parangón. Le ganan por lejos a la afamada Doña Petrona C. De Gandulfo y a los posmodernos chefs de este siglo que desde canales especializados nos quieren empaquetar con hermosas ikebanas que hacen pasar como platos sustanciosos.

La ventaja con que corren estos gurúes del “buen capitalismo” es que, cuando una receta les sale mal, no la corrigen sino que le echan la culpa al cocinero. Es más: hasta nos piden que la repitamos, pero cambiando el menaje antes que la propia fórmula. Y a veces ni eso.

Ellos se limitan a explicar que, en verdad, las cosas no salieron tan mal y que todo es cuestión de explicarlo racionalmente, es decir, siguiendo al pie de la letra los consejos que aparecen en sus libros de cocina. Porque -eso sí- estos cocineros del mercado siempre pueden explicar por qué si el asado se les estropeó, aparece una nueva oportunidad para inventar otra receta a base de carne quemada.

Estas consideraciones, que parecen ser una versión irónica de los últimos sucesos de la economía mundial, tienen una sorprendente verificación, no ya en el ámbito del humor sino en el más concreto de la noticia periodística.

A ver qué les parece esta nota extraída de las páginas de un diario que pasa por ser “tribuna de doctrina”. Pongan atención: la recesión es buena para la salud… Sí, como lo leen. ¿A quién se le ocurrió semejante dislate? A un tecnócrata estadounidense llamado Christopher Rhum, quien ha descubierto que en su país el aumento del 1% en la tasa de desempleo sirve para disminuir el 0,5% la tasa de mortalidad.

Según el cráneo de marras, este guarismo sin duda virtuoso es consecuencia de que los desempleados estadounidenses “comen de forma más sana y realizan más ejercicios físicos”. Además, agrega el tal Rhum, “he encontrado que la gente que se quedó sin trabajo tiene menos posibilidades de fallecer en accidentes de tránsito”. ¿No es extraordinario? Si tienen dudas pueden recurrir a la edición del diario La Nación del 8 de octubre último.

El capitalismo es una fe a prueba de dudas. Ante las dificultades que surjan siempre habrá un ignoto Christopher Ruhm que sepa sacar las más optimistas conclusiones de los peores hechos. Aunque a veces sea a través de los más trágicos sarcasmos, como en el caso que comentamos, donde morirse de hambre es bueno para la salud; caminar interminablemente en busca de empleo es un ejercicio físico altamente recomendable; y no poder usar el coche por falta de plata para cargar el tanque, una posibilidad segura de supervivencia al no tener que manejar y evitar, de ese modo, un choque.

¿De qué período de la prehistoria surge este ejemplar único? No es difícil imaginar que cada vez que regresa a su casa, a Don Christopher (y a los escribas de La Nación que lo elevan a la categoría de “hombre pensante”) lo esperan con la bañera llena de formol para meterlo adentro y conservarlo en buen estado, porque especies de este tipo ya no se encuentran en ninguna parte del planeta. Habría que avisarle a la National Geographic sobre el singularísimo caso de un hombre del siglo XXI con mentalidad de la Edad de Piedra.


Claudio Díaz

Cortázar y el peronismo / Eduardo Jozami



Cortázar y el peronismo




Por Eduardo Jozami
(para La Tecl@ Eñe)

¿Cómo conocer mejor el pensamiento político de un escritor de ficciones? Seguramente analizando su obra. El texto revelará muchas cosas que no nos dice la biografía del autor. Sin embargo, en este abordaje, conviene recordar que la política es sólo una de las perspectivas en las que la obra puede analizarse, para evitar un reduccionismo que –como tantas veces ocurrió- impida apreciar los valores de un texto a causa de las posiciones políticas de quien lo escribió. Además –puesto que se trata de un escritor- el análisis no sólo debe apreciar sus manifestaciones abiertamente políticas sino también cuanto contribuyó a la renovación del lenguaje y a gestar nuevas miradas sobre la sociedad.

Estas precisiones, siempre necesarias, quizás, en este caso, estén manifestando la incomodidad que a quien escribe estas líneas le produce un tema en el que sus valoraciones y afectos entran en conflicto. Julio Cortázar expresó como pocos la nueva sensibilidad de los 60; mucho se ha hablado sobre su influencia en el periodismo de esos años, menos sobre las marcas que el autor de Rayuela dejó en el léxico de la militancia juvenil. Finalmente, Cortázar apoyó las luchas de liberación en América Latina, y llegó a constituirse en una figura entrañable para nuestra generación. Por otra parte, sus ficciones de la época del primer gobierno de Perón expresaron muy nítidamente el rechazo a las transformaciones y los comportamientos sociales que el peronismo instaló en la sociedad argentina. Esa mirada reactiva -expresada en tono de Catilinaria por Martínez Estrada o como postulación de la irrealidad del peronismo por Borges- registra en muchos textos de Cortázar la incomodidad de quienes se encontraban ante un mundo donde las cosas no estaban ya en su lugar. Este fue un componente fundamental en la cultura de los sectores medios argentinos y sigue siendo hoy dolorosamente actual.

A diferencia de Borges que, desmintiendo esa condición de escritor apolítico que gustaba proclamar, estuvo siempre dispuesto a suscribir iniciativas, declaraciones y textos de explícita condena al peronismo, el primer Cortázar no practicaba esas intervenciones políticas. Los escasos testimonios sobre su oposición al peronismo naciente aparecen en declaraciones y entrevistas muy posteriores a la época, cuando ya había modificado en parte sus puntos de vista.

En 1944 inicia en Mendoza su breve trayecto de profesor universitario y adopta una posición de enfrentamiento con el peronismo. En consecuencia, renunciará a su cargo dos años después, cuando Perón gana la elección presidencial. “Preferí renunciar a mis cátedras –recordará mucho más tarde - antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’, como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus cargos”.[1]

Su ingreso como gerente de la Cámara Argentina del Libro (CAL), en ese mismo año 1946, es otra prueba de su alineamiento antiperonista. Cortázar reemplazó en ese puesto a Atilio García Mellid, el escritor forjista que militaba a favor de la candidatura de Perón, postura que consideraron inaceptable los empresarios de la industria editorial alineados entonces con el frente antiperonista. Si recordamos que la CAL consideró necesario despedir a García Mellid para preservar “los postulados democráticos” y “los intereses espirituales”[2] resulta evidente que, entre las condiciones que se apreciaron para la designación del sucesor, el rechazo al peronismo no era la menos importante.

En 1949, Cortázar que ya había publicado varias notas en SUR y en otras revistas literarias, dará una muestra de que ese alineamiento antiperonista no implicaba una renuncia a su independencia intelectual, cuando comenta Adán BuenosAyres, de Leopoldo Marechal. La crítica despiadada del libro que hace Eduardo González Lanuza – integrante como Marechal del grupo de Florida un cuarto de siglo antes - es una demostración de que la adhesión al peronismo era para la élite literaria un comportamiento – el único, quizás - verdaderamente inexcusable. La reseña de Cortázar, por el contrario, considera la publicación de Adán BuenosAyres como “un acontecimiento extraordinario de las letras argentinas y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa”.[3] Años después, Marechal saludará la publicación de Rayuela, obra que la crítica no tardará en filiar con Adán Buenosayres. Cortázar contestará una amistosa carta de Marechal, recordando su comentario de 1949: “bien valía romper una lanza en su día por una obra admirable e incomprendida”-[4]

¿Puede esta independencia intelectual de Cortázar extenderse hasta el plano político, entendiendo su postura como un rechazo a alinearse con la oposición al peronismo? Algunos autores así lo entendieron. Luis Harss en el libro ya citado sostiene que Cortázar pese al cuestionamiento del gobierno de Perón, aceptaba la existencia “de valores subyacentes en el peronismo como movimiento social” y no podía “incorporarse a las filas de una oposición tan oportunista como el régimen contra el que combatía”. En un sentido similar, señalando su distancia con la oposición, Mario Goloboff define la ubicación política de Cortázar quien combina en esos años: “un antiperonismo visceral con un apartamiento de rechazo e indiferencia” [5]

Ese antiperonismo es visceral en un doble sentido. Porque nace de un rechazo muy profundo no sólo a la política sino también a la estética y a la escenificación de la vida pública que impone el peronismo y, además, porque supone menos un juicio político, el esbozo de una alternativa, que la expresión íntima de una incomodidad. Cuando, años después, Cortázar señala que le resultaba intolerable el ruido de los parlantes en la calle que le impedían
escuchar la música de Alan Berg, expresa un tópico muy frecuente entre los antiperonistas: frente a un gobierno que controlaba los medios y desarrollaba una vasta labor de propaganda, lo mejor era cerrar las ventanas, quedarse en casa y no escuchar la radio. Quizás porque su oposición no era política, porque no podía plantear una opción en ese terreno, el escritor se irá del país.

Los protagonistas de El examen –la novela que Julio Cortázar terminó en 1950 pero sólo fue publicada después de su muerte- recorren Buenos Aires sin extrañarse demasiado ante los insólitos acontecimientos a los que asisten. Entre otros males, una gigantesca contaminación de hongos amenaza la ciudad mientras perros feroces salen de los túneles de subterráneo. Antes, han asistido a un raro culto en el que se reverencia a un hueso, mientras columnas de fervorosos manifestantes son seguidas por otra gente cuyo sentimiento predominante es la curiosidad. Que esta descripción haya podido compararse con los funerales de Eva Perón, considerando premonitoria la visión cortazariana, es la mejor prueba de que ciertos círculos estaban dispuestos a considerar todo lo que tuviera que ver con el peronismo, por dramática que fuera la circunstancia, como una mera escenificación.

Los jóvenes personajes de la novela parecen haberse acostumbrado a convivir con esas situaciones excepcionales. Transitan con desgano por la ciudad que es la suya pero no se confunden con el resto de la gente: discurren sobre arte y literatura con suficiencia y con una afectación que no se encontrará en el Cortázar maduro. Hay una mirada crítica, a la que no escapan los intelectuales. De política no se habla, pero el cuestionamiento al orden de cosas peronista subyace en todas las miradas.

Quizás, la referencia más curiosa, y la que más sutilmente alude a esa idea de un país en crisis que recorre todo el libro, tenga que ver con un lugar llamado simplemente la Casa. Allí centenares de personas van diariamente a escuchar lecturas de grandes textos literarios en su lengua original. Los asistentes pasan de un salón a otro, cambiando a Shakespeare por Balzac, o a Stendhal por Goethe, aunque a veces las preferencias tengan que ver menos con el texto que con los atractivos de quien lo lee. Aunque la novela no ahorra señalamientos que permiten ver cuanto hay de superficial en esta sofisticada afición por los clásicos, es inevitable contraponer este rescate de la mejor literatura con la decadencia cultural que la clásica visión antiperonista atribuye al período: “En un tiempo en que resultaba difícil dictar cursos interesantes o pronunciar conferencias originales, -escribe Cortázar- la Casa servía para mantener caliente el pan del espíritu”.

El examen que da título al libro y que debía rendir la pareja de protagonistas resultará imposible, pero quizás ese requisito no sea ya necesario para obtener los títulos universitarios puesto que, en medio del caos ciudadano que ha alcanzado también a la Facultad, los bedeles reparten por doquier rollos con diplomas. Finalmente, Clara y Juan saldrán clandestinamente por el río –imposible no vincularlos con los hermanos de Casa Tomada- huyendo de una situación que aceptan como muy grave pero que ni ellos ni el lector terminan de entender.

Me he permitido una referencia tan extensa de la novela de Cortázar porque se trata de uno de sus libros menos leídos y porque reúne -totaliza- un conjunto de rasgos que parcialmente aparecen en muchos de los cuentos que escribió en los años del primer peronismo. Estos cuentos constituyen el material más importante para analizar la visión de nuestro autor sobre la época. Algunos de ellos fueron reunidos en Bestiario, el libro que se edita en 1951 y otros en Final de Juego, cuya primera edición es de 1956.

Lucio Medina – el protagonista de La Banda- enfrenta hechos sin duda menos graves que los que registra la novela antes citada pero no menos sorprendentes: ¿por qué la presentación de una banda de mujeres precede a la proyección de la película? ¿cómo se explica la presencia de ese público de señoras del suburbio e hijas emperifolladas, inusual en un cine como el Opera? ¿Qué justifica que se imponga a los espectadores sin previo aviso la presentación de esa banda de una fábrica textil? Finalmente, ¿cómo puede esa música sonar tan mal para que escucharla se convierta en una tortura?

La reacción del protagonista de La Banda frente a tantos cambios en un escenario habitual no pasa de la molestia o la incomodidad. Pero su rechazo a lo que está viendo alude a algunos aspectos importantes de la política cultural del peronismo: la presencia dominante que comienzan a tener los sindicatos en la vida social, la obligación de pasar un porcentaje de música nacional y la garantía de trabajo a los artistas mediante la presentación en los cines de los llamados “números vivos”, medidas –una y otra- que no siempre aseguraban un cierto nivel artístico. No podría asignarse consecuencias graves a estos hechos que sólo mostrarían el mal gusto que se atribuye a los nuevos tiempos. Pero unos meses después de esa tarde en que vio alterado su mundo habitual, Lucio Medina –que desde entonces ya no supo distinguir lo verdadero y lo falso- optó por irse del país, como lo hará Cortázar.

En “Omnibus”, otro de los cuentos publicado en Bestiario, dos pasajeros, un hombre y una mujer, se inquietan cuando advierten que, salvo ellos, todos los ocupantes del vehículo, llevan un ramo de flores. Aunque nadie adopta para con ellos ninguna actitud claramente agresiva, los protagonistas se sienten observados y cuestionados y llegan a considerarse en peligro ante las miradas hoscas de los otros pasajeros y la actitud del conductor que les reprocha que sigan el viaje hasta Retiro (una zona de clase media acomodada) mientras todos los demás bajan en Chacarita. Finalmente, como en tantos otros cuentos de Cortázar, la pareja huye. Preparan su descenso del ómnibus como si fuera una empresa arriesgada y sólo se sentirán aliviados cuando se alejen después de haber comprado su ramo de flores.

Esta muestra de un mundo que ha perdido el sentido, en el que ya nada es como era antes, un universo desconocido y, por lo tanto amenazador, alcanza su expresión literaria más lograda en Casa Tomada, la conocida historia de los dos hermanos que abandonan su morada, uno de los cuentos que más comentarios y polémicas ha provocado en la literatura argentina. Los signos que inquietan a los protagonistas –un matrimonio de hermanos, escribe Cortázar, dando pie a la hipótesis del incesto que no parece, de todos modos, una clave importante para la comprensión de la historia- son leves, quizás inexistentes. Tan ínfimo es el registro de la amenaza que puede adjudicarse a la mera subjetividad de los personajes. Sin embargo, la consecuencia –el obligado abandono del hogar conyugal- es de una inusitada gravedad.

Quizás en esta abrumadora desproporción entre la amenaza y su resultado resida el carácter paradigmático que asume Casa Tomada como metáfora del nuevo orden peronista: si cualquier mínima señal puede indicar un peligro extremo es porque se inscribe en un contexto de grave amenaza que está siempre presente y no es necesario explicitar. El autor rechazó las interpretaciones más decididamente políticas, señalando que el relato se había inspirado en una pesadilla. Sin embargo, como él mismo reconoce, nada impide pensar que ese sueño se inscriba en el contexto de una situación política y social que el escritor vivía con angustia.

La descripción de la vida de los hermanos, su actitud contemplativa, sus escasas ocupaciones cotidianas, sus limitados intereses domésticos, el valor que asignan a la tradición y a la casa familiar, dibuja personajes que pese a su singularidad son, sin embargo, arquetipos representativos de ciertos comportamientos en la sociedad argentina. Pero este esbozo realista coexiste en la resolución del cuento con rasgos de literatura fantástica. En ese componente fantástico, no menos real diría Cortázar, reside quizás, el sentido político del cuento. Un contexto de arbitrariedad como el que denunciaban los opositores, quizás no pueda expresarse mejor que recurriendo a la fantasía. Es el modo en que el peronismo termina por constituirse en metáfora de la irracionalidad.

En Las puertas del cielo, otro de los cuentos reunidos en Bestiario, Cortázar, cruza una frontera y explicita una descalificación de los “cabecitas negras” que no se encuentra en otros de sus textos. Ya no se trata de señalar el ridículo o el mal gusto de las escenificaciones del peronismo sino que el narrador protagonista analiza con actitud de entomólogo a los monstruos concurrentes a una bailanta popular. Vale la pena la extensa cita: “bajan de regiones vagas de la ciudad… las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes…las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas…A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo…Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada. Uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos…También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara”

Así como será vano buscar en La Fiesta del Monstruo de Borges y Bioy Casares, exasperados en un antiperonismo militante, la mirada sutil de sus mejores textos, en Las Puertas del Cielo, la despectiva visión de aquellos que “bajan de las regiones vagas”, explícita y recargada, reemplaza –con perjuicio para el cuento- lo que en otros textos cortazarianos eran señalamientos leves o alusiones irónicas. Sólo queda por rescatar el entrañable personaje de Celina, sujeto de las fantasías del protagonista narrador, una morocha que cuando baila un tango le hace olvidar que también pertenece a la categoría de los monstruos. La atracción que ejerce este personaje y la asidua concurrencia del protagonista a la bailanta podría llevarnos a ubicar al cuento en la línea de tantos textos de la literatura argentina que, tras la manifiesta actitud denigratoria, ocultan, sin embargo, una mirada más ambigua y compleja sobre lo popular, tal como se ha señalado para El Matadero de Echeverría.

Casi veinte años después de la publicación de Bestiario, en una entrevista que en 1970 le hace Francisco Urondo en Buenos Aires –en un tiempo en que muchos intelectuales se están replanteando su mirada sobre el peronismo histórico- el autor renegará de este texto al que calificará de reaccionario, “está hecho sin ningún cariño, sin afecto; es una actitud de antiperonista blanco, frente a la invasión de los cabecitas negras”.[6]

Otras manifestaciones de esos años contribuyen a ese replanteo. En diálogo con Ernesto González Bermejo, a fines de los años 70, lamenta que su oposición al núcleo dirigente del peronismo le haya impedido apreciar “que con Perón se había creado la primera gran convulsión, la primera gran sacudida de masas en el país; había empezado una nueva historia argentina”. Cortázar explica su actitud de entonces porque el desborde popular fue vivido como una violación y eso, la molestia de los parlantes gritando el nombre de Perón, llevó a una equivocación que califica de suicida.[7]

La figura de la violación expresa más radicalmente que la de invasión, frecuentemente utilizada, el modo como los sectores medios y altos vivieron la emergencia de los nuevos sujetos sociales. Violación expresa mejor cuanto tenía, para aquellos, la situación peronista de avasallamiento personal, de intromisión en la vida privada. Es inútil advertir que esos primeros años del peronismo –los que preceden a la publicación de Bestiario- fueron de crecimiento de la economía y el empleo, mejoras en las políticas sociales, fortalecimiento de los sindicatos y expansión de la educación. Que el clima social dominante era más de celebración que de conflicto lo reconoce un historiador fuertemente crítico del peronismo como Félix Luna que tituló Argentina era una fiesta, un libro sobre el periodo. Sin embargo, para una parte de la población, minoritaria pero no desdeñable, la percepción fue otra; en palabras de Borges, fueron “años de oprobio y bobería”.

Otro texto de Cortázar, inédito en español hasta la reciente aparición de los Papeles Inesperados[8], revela su entusiasmo durante el período del vertiginoso crecimiento de la Juventud Peronista, deslumbrado por el comportamiento de intelectuales y artistas que llevan sus espectáculos a los barrios para estimular la participación, estudian acuciosamente la realidad social o desarrollan en los territorios populares tareas educativas y de comunicación. El autor de Rayuela comparte un optimismo que los hechos no habrían de confirmar: “no me parece que esto fuera –escribe en 1973- el fruto momentáneo del pensamiento de algunos sino, por el contrario, el fruto ya maduro de la voluntad popular”.

Aunque se abstiene de hacer juicios sobre Perón y su política, Cortázar diferencia claramente la situación de 1973 y la creada con los primeros gobiernos peronistas, asegura que el proceso abierto con la elección del 11 de marzo será más positivo que aquellos y aunque reconoce el enorme prestigio de que goza el ex presidente, reivindica la cada vez mayor participación y considera que “se acabó la delegación absoluta de responsabilidades”. El entusiasmo que le provoca el peronismo del ’73 no lo lleva a modificar del todo su cuestionamiento histórico hacia Perón. Esto habrá de confirmarlo en una entrevista que le hace, en París, Osvaldo Soriano en el año anterior a su muerte, “buena parte de las críticas que yo hacía al peronismo en ese tiempo, las sigo haciendo hoy en 1983”.[9]

El peronismo que deslumbrara a Cortázar en 1973 había pasado después la nefasta experiencia de las tres A y el gobierno de Isabel Perón, lo que no puede sino haber reforzado las reservas del escritor respecto al movimiento y a su figura principal. Sin embargo, en vísperas de su muerte, alineado activamente en el apoyo a Nicaragua y dedicado a la solidaridad política como tarea fundamental, su visión de lo popular había dejado muy atrás aquellos señalamientos prejuiciosos de sus primeros textos que, sin embargo, en algunos casos, forman parte de la mejor literatura argentina.






[1] Luis Harss, “Cortázar o la cachetada metafísica”, en Los nuestros, Buenos Aires, Sudamericana 1964, pág. 262.
[2] Graciela Alejandra Giuliani, “Los editores ante el ascenso del primer peronismo”, trabajo presentado en el Doctorado en Historia, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Buenos Aires 2007.
[3] Vale la pena extenderse para apreciar la magnitud del elogio. “Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza Adán Buenos aires su más alto logro”… “Lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados -sigue diciendo Cortázar- es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.” Julio Cortázar, Obra Crítica, Vol 2, Madrid, Alfaguara, pág. 167 y sigs. El artículo se publicó originalmente en la revista Realidad, que dirigía Francisco Romero.


[4] La carta de Cortázar se publicó en Clarín, el 26 de agosto de 1982.
[5] Mario Goloboff, Julio Cortázar. La Biografía, Buenos Aires, Sudamericana 1998, pág. 59.
[6] Entrevista de Francisco Urondo, en Panorama, N° 184, Buenos Aires 1970.
[7] Ernesto González Bermejo, Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar, Buenos Aires, Contrapunto 1986, pág. 135.
[8] Julio Cortázar, “La Dinámica del 11 de marzo”, en Papeles Inesperados, Buenos Aires, Alfaguara 2009, pág. 261 y sigs. El artículo se publicó en 1973 en Le Monde de Paris.
[9] Entrevista de Osvaldo Soriano a Julio Cortázar, Humor, setiembre de 1983.

Volver al núcleo duro de la teoría del imperialismo/ Alberto J. Franzoia

Volver al núcleo duro de la teoría del imperialismo

Por Alberto J. Franzoia
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Aimée Zito Lema, Collage Variaciones , y León Ferrari

Introducción


Durante el breve recorrido de este nuevo siglo, a partir de un trabajo de Toni Negri y su discípulo Michael Hardt, se popularizó la utilización del concepto “imperio”. Según Negri él sigue siendo comunista, sin embargo su obra, que lleva por título el citado concepto, lo que en realidad intentó fue negar la vigencia de la teoría del imperialismo formulada por Lenin en 1916.

Que dicha teoría debía ser examinada a la luz de nuevos fenómenos del capitalismo mundial que no podían ser previstos por el intelectual ruso hace casi 100 años, es una verdad incontrastable y negarlo es ajeno a un abordaje dialéctico de la realidad; pero de allí a negar la existencia del imperialismo media una distancia abismal. Una cuestión es abordar con rigor cuáles son las nuevas características del comportamiento mundial del capital financiero con cede en las naciones dominantes del sistema capitalista; otra muy distinta tiene que ver con la supuesta desaparición de la contradicción país opresor-país oprimido, relación que a su vez lleva al oprimido por las naciones capitalistas constituidas hace un largo tiempo, a la imposibilidad de desarrollarse también ellas como naciones.

Sin embargo, más allá del significado atribuido al “imperio” en el discurso de Negri y Hardt, discurso funcional a los intereses de las clases dominantes independientemente de cuál haya sido el objetivo buscado por los autores, hay una nueva utilización del concepto a partir de la apropiación llevada adelante por representantes de los sectores populares (Hugo Chávez, Evo Morales) que no se puede desconocer y es necesario reivindicar. Sobre algunas de estas curiosas vicisitudes, vinculadas al destino del imperio-imperialismo en el devenir de los escasos años transcurridos desde el inicio del siglo XXI, tratan las siguientes reflexiones.


El concepto imperio en su acepción actual

“Imperio” es un texto ampliamente difundido durante los primeros años del siglo XXI en el mundo intelectual. Dijo de este libro Néstor Kohan (1):
“Ecologistas y marxistas, feministas y economistas neoliberales, posmodernos y
postestructuralistas, nacionalistas tercermundistas y populistas de variado pelaje, todos
al unísono, se sienten desafiados e interpelados por Imperio. Este texto genera
odio o adhesión inmediata. Rechaza las medias tintas y los matices. Es un libro apasionante y apasionado. Sus lectores no pueden permanecer pasivos luego de transitarlo. Su prosa es taxativa y terminante. Fuerza los argumentos de tal manera que los hace rendir frutos hasta el límite. Siguiendo el estilo de su maestro Louis Althusser,
los planteos de Negri se proponen invariablemente como tesis, afirman posiciones,
dictaminan sentencias. Quizás por eso su texto sea tan provocador y haya generado
instantáneamente tanto aleteo en el mundo filosófico y en la política, en las ciencias
sociales y en la cultura de nuestros días”.


En el terreno personal ese trabajo me condujo al siguiente juicio:
“...el título del libro analizado no es antojadizo ni anecdótico, ya que simboliza un claro cambio de orientación en los estudios de estos pensadores, afirmando una tendencia que también hemos constatado en nuestra América Latina. “Imperio” no es otra cosa que el concepto utilizado para dar cuenta del fin del imperialismo. La concepción leninista, si bien debe ser actualizada, y hay estudios propios del materialismo histórico que van en esa dirección, establece algunas de las características esenciales del fenómeno. Independientemente del tiempo transcurrido desde que “El imperialismo fase superior del capitalismo” fue producido en 1916, hay una cuestión central ha considerar, el imperialismo es producto de la expansión fundamentalmente económica de los países centrales que buscan maximizar sus ganancias aprovechando las ventajas que se obtienen en las economías periféricas. Esto genera dos realidades bien distintas dentro de un mismo sistema capitalista, a saber: la presencia de países opresores y países oprimidos.
¿Por qué Imperio no es lo mismo que imperialismo? Porque, como nos informan Hardt y Negri, el imperio es una nueva estructura mundial en la que los estados nacionales tienden a desaparecer, absorbidas por un poder omnipresente que carece de un territorio específico. A la hora de analizar la relación que a lo largo de la historia han tenido el estado y el capital nos dicen:
“Hoy ha madurado plenamente una tercera fase de esta relación, en la cual las grandes compañías transnacionales han superado efectivamente la jurisdicción y la autoridad de los estados-nación... ¡el estado ha sido derrotado y las grandes empresas hoy gobiernan la Tierra!”
Y en una entrevista concedida posteriormente por Negri agrega:
“Pensamos que no hay un lugar de centralización del imperio, que es preciso hablar de un no lugar” (2)

A cuatro años de aquel juicio sigo pensando que si lo característico de esta nueva etapa es que el poder económico reside en un no lugar, las luchas de liberación nacional carecen de sentido porque la polaridad nación opresora--nación oprimida habría desaparecido. El concepto “imperio” tal como ha sido definido en la posmodernidad por los intelectuales referidos va asociado a la noción de finitud tan difundida en los años noventa, cuando el neoliberalismo hacía estragos entre nuestros intelectuales. Representa el supuesto fin del imperialismo, así como la sociedad posmoderna estaba marcando el “fin de la historia” (entendida como conflicto) tal como sostenía el filósofo de las apariencias Francis Fukuyama, o la ciencia también concluía su historia como espacio generador de nuevas y revolucionarias teorías (como la de la Relatividad) según el periodista científico John Horton.

Claro que esta omnipresencia de la finitud nada tiene que ver con la conceptualización objetiva de la realidad actual, sino con el predominio de una visión de mundo, la neoliberal, que logró acaparar casi todos los espacios prestigiados por la intelectualidad hasta no hace mucho tiempo. Pero como a su vez muchos de esos intelectuales son la expresión simbólica de los intereses materiales de la burguesía de los países opresores y sus satélites sociales ubicados en la periferia (oligarquías nativas), nos encontramos con una proliferación de cientificistas (científicos al servicio del gran capital), tecnócratas (expertos en el manejo de técnicas muy “empiristas” y por lo tanto desvinculadas de la reflexión teórica, que acceden al poder en calidad de modernizadores) y doxósofos (filósofos de las apariencias que no logran captar el funcionamiento concreto de las cosas)

El caso de un veterano como Negri, responsable central de la producción y difusión de la teoría sobre el fin o superación del imperialismo, ha sido grave. No sólo porque la falsedad de su teoría resulta fácilmente comprobable con sólo recoger y analizar sin anteojeras los datos que diariamente produce la globalización del capital, sino porque es un intelectual de mucha experiencia, que vinculado históricamente con la izquierda más radical de Italia, terminó coptado por la ideología dominante. No es el único ni será último caso, en Argentina tenemos no pocos ejemplos para considerar, pero sus efectos son quizás de los más contundentes por el “impacto” mundial que su teoría generó entre los intelectuales. ¡Si lo sabrán muchos de nuestros académicos tan propensos a ser deslumbrados por las teorías de moda importadas desde los países hegemónicos del capitalismo! Vale la pena subrayar que “Imperio” trascendió mucho más por la función que cumplió a favor del imperialismo que por sus demostrables méritos como producción teórica. Que pensadores y científicos ubicados habitualmente en la izquierda terminen aceptando las tesis centrales de la burguesía imperialista (el fin del imperialismo), es un favor que se retribuye con buenas campañas publicitarias, acceso rápido a espacios que prestigian al intelectual, facilidades multiplicadas para la reedición del texto y nuevas publicaciones, cuando no con cargos políticos. La integración de intelectuales críticos por parte de la superestructura del gran capital, transformándolos en dóciles servidores o en el mejor de los casos en una oposición blanda, representa un triunfo que opera con un gran efecto multiplicador, de allí que algunos de los integrados durante la globalización, terminan recibiendo recompensas muchas veces superiores a las recibidas por quienes han actuado siempre como intelectuales orgánicos de las clases dominantes. Otro caso paradigmático al respecto es Pío Moa, un ex integrante de la secta GRAPO (Grupo de Resistencia Antifascista Primero de Octubre) de España, hoy convertido en periodista-historiador mimado por la derecha ultramontana gracias a que se ha convertido en un duro crítico de las fuerzas republicanas (sobre todo de su izquierda) que operaron durante la guerra civil española.

Concepto no pertinente para la teoría revolucionaria

Si el concepto “imperio”, tal como se lo ha aplica a partir de Hardt y Negri, está indicando el fin del imperialismo, cualquier planteo teórico revolucionario en América Latina, es decir cualquier planteo que apele a la necesidad de un cambio estructural para romper los vínculos de dependencia que nos han condenado a un subdesarrollo crónico, con todas sus implicancias sociales, culturales y políticas, debería prescindir de su utilización o recurrir a una redefinición del mismo. El concepto carece de pertinencia revolucionaria porque empieza por negar aquello que encierra el núcleo duro de la teoría que ha dado cuenta de nuestra frustración permanente como integrantes de la nación latinoamericana: la expansión imperialista del capital financiero y la consecuente dependencia y subdesarrollo que ésta genera. Por otra parte, rescatar el “aporte” de los autores analizados incorporando la noción de “un imperialismo desterritorializado”, como ha llegado a plantear algún “filósofo” argentino, es un error monumental por dos motivos esenciales:
1- Implica desconocer o negar el significado que adquirió el concepto imperialismo a partir del trabajo de Lenin “El imperialismo etapa superior del capitalismo”. En dicho abordaje el imperialismo es la forma en que se manifiesta el capital a partir de su gran concentración (que lo lleva a constituirse como monopolio) en los países desarrollados del sistema, los que van a penetrar en los países atrasados oprimiéndolos para maximizar así sus tasas de ganancia.
2- Y en segundo término implica una soberbia desorientación con respecto a la utilización que hacen Hardt y Negri del concepto imperio, ya que precisamente recurren al mismo porque quieren negar lo que sostenemos en el punto 1, por lo que el concepto imperialismo sería inaplicable.
Como bien afirma Arturo Roig: “La principal categoría con que se pretende caracterizar al “imperio” es con la de “poder difuso”: los intereses dominantes no tendrían un centro único, ni habría un país en particular desde el que se ejercería el poder mundial, ni siquiera los Estados Unidos” (3)

Por lo dicho no es posible confundir imperialismo con “imperio”, ya que en la actualidad han adquirido significados opuestos. Mientras que el primer caso se refiere a un poder concentrado en pocos países, y sobre todo en uno (países opresores, dominantes o imperialistas), el segundo caso se refiere a un poder difuso que no tiene nacionalidad. La utilización por lo tanto del concepto compuesto “imperialismo desterritorializado” se inscribe en el territorio del absurdo, porque cada uno de los términos que lo componen niega al otro: el capital financiero es imperialista o está desterritorializado.


Redefinición práctica del concepto “Imperio” a la luz de la recuperación del núcleo de la teoría del imperialismo

No podemos dejar de considerar en los últimos años, sin embargo, la utilización del concepto imperio con más de un sentido reconocible según el contexto teórico en el que sea inscripto. Los liberales, sobretodo si son progresistas de “izquierda”, pero también no pocos conservadores, pueden recurrir al mismo adoptando la definición de Hardt y Negri sin dudar, ya que todos están convencidos de la presencia de un poder difuso en la posmodernidad. Sin embargo, resulta extraño encontrarlo en los discursos actuales de revolucionarios como Hugo Chávez o Evo Morales. Pero cualquiera que analice dichos discursos con un mínimo de rigor intelectual, buscando a su vez la correspondencia con sus prácticas políticas, comprobará que no están recurriendo a la definición blanda del concepto tal como acostumbra la posmodernidad, sino a una interpretación dura, propia de la modernidad. Cuando Chávez o Evo mencionan al “imperio” expresan algo muy distinto a la dispersión del poder en la “aldea global”. Más bien se están refiriendo a lo contrario, es decir, al lugar donde reside la manifestación más concentrada del poder: Estados Unidos. Poder que además de ser económico puede recurrir, si resulta imprescindible, a su manifestación más violenta, expresada a través de la agresión militar a otros países como consecuencia del control monopólico que ejerce sobre las armas de destrucción masiva.

En una entrevista (que analizamos hace algunos años) a un ex agente del poder económico estadounidense, comprobamos a través de sus propias palabras la presencia de distintas instancias a las que puede recurrir el imperialismo cuando actúa en aquellos países que intenta someter:
“John Perkins, miembro de la comunidad financiera internacional, publicó en 2004 un libro autobiográfico (Confesiones de un sicario económico) en el que relata como ayudó a Washington a apoderarse de la economía de países del tercer mundo. Amy Goodman, conductora del programa “Democracia Ahora” de la Radio Nacional de Estados Unidos, entrevistó al personaje en cuestión, logrando confesiones que constituyen verdaderas perlitas del accionar imperial de la “democracia yanqui” a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. De la extensa entrevista se infiere sin dificultades que el manual del imperialismo incluye tres tácticas básicas llevadas adelante por el estado para favorecer la realización de los intereses de la clase que representa:
1- conquista pacífica de países de la periferia a través de los “sicarios económicos”(manipuladores económicos, tramposos y estafadores),
2- si hay resistencias a la acción del sicario vienen los chacales (agitadores, desestabilizadores políticos y asesinos),
3- y si todo esto falla, se recurre a las Fuerzas Armadas de EE.UU.” (4)

En cualquier caso, lo que hemos querido explicitar en este análisis teórico, es que la definición posmoderna de “imperio” dada por Hardt y Negri no resulta pertinente para la lucha revolucionaria de los pueblos de nuestra América Latina. Hemos sostenido con frecuencia en varios trabajos que el imperialismo actual ha incorporado algunas nuevas modalidades, por lo que ciertas hipótesis de la teoría leninista deben ser actualizadas. Sin embargo, es imprescindible preservar su núcleo duro, que constituye la negación del “Imperio” en su acepción posmoderna. Dicho núcleo incluye dos tesis fundamentales:
1- Existe un poder, sobretodo económico (los monopolios u oligopolios capitalistas) localizado en unos pocos países convertidos en países opresores o dominantes, que explota y domina a otros países (la mayoría) con el objetivo de maximizar su tasa de ganancia como consecuencia de los factores favorables que allí encuentra.
2- De esta primera tesis si infiere que: la posibilidad de que esa mayoría de países oprimidos o dominados se liberen completa y definitivamente pasa por una práctica política revolucionaria que apunte, por lo tanto, a modificar las relaciones de producción en una dirección socialista.


A modo de consideración final

La subestimación o desconocimiento de los límites reales que presentan las visiones de mundo capitalistas (en la etapa imperialista más globalizada del capital) para el desarrollo de capitalismos nacionales en el actual concierto internacional, implica un enorme error teórico y práctico que se paga con la derrota política. Es cierto que los países de un capitalismo subdesarrollado que luchan por su liberación tienen aún tareas democrático-burguesas por resolver, y de allí surge la aconsejable táctica para los socialistas de orientación nacional (que en nuestra tierra es lo mismo que decir latinoamericanista) de apoyar a cada movimiento de liberación que le dispute el poder, aunque sea precariamente, a las anacrónicas clases dominantes nativas y extranjeras (oligarquías y burguesías imperialistas) Pero esas tareas se deben combinar a la vez, con la necesidad de avanzar en una dirección que estratégicamente apunte al cambio revolucionario de las relaciones de producción. Porque sólo el avance sinuoso, no lineal ni exento de contradicciones, pero impostergable hacia el socialismo latinoamericano, nos permitirá consolidar progresivamente los logros que se van conquistando con tanto esfuerzo; lo contrario significaría perpetuar las condiciones objetivas y estructurales que han servido históricamente para reactivar la reacción de grupos desestabilizadores comprometidos con el pasando.

Defender como estrategia, en la actual etapa del sistema, la posibilidad de un capitalismo latinoamericano autónomo y desarrollado, implica una visión tan idealista (por desconocimiento o negación de condiciones objetivas muy distintas a las existentes en los años 40 o cincuenta) como combatir a los movimientos populares actuales por falta de pureza socialista, como gustan hacerlo las sectas de izquierdistas despistados que abundan en nuestra Patria Grande. El socialismo se construye analizando con rigor las condiciones objetivas de nuestra práctica, y desarrollando a partir de ellas las tácticas y estrategias que nos permitan ser revolucionariamente operativos. Por lo tanto, como se puede constatar en algunos planteos, el voluntarismo es un error político que juega a dos puntas: por un lado está la desviación ultraizquierdista de muchos marxistas a los que el mismo Lenin catalogó en su momento como expresión de una enfermedad infantil; por otro está la defensa irrestricta en la actualidad del pensamiento nacional-burgués como posibilidad estratégica para cambiar las reglas de la globalización del capital. Desde nuestra perspectiva resulta impostergable rescatar desde la madurez política el núcleo duro de la teoría del imperialismo y actuar políticamente en consecuencia.

La Plata, diciembre de 2009





1- Kohan Néstor: “El Imperio de Hardt y Negri”: más allá de modas, “ondas y furores”, Red de bibliotecas virtuales de América Latina y el Caribe de la red CLACSO.

2- Franzoia Alberto: “La teoría de los doxósofos”, publicado digitalmente en octubre de 2004 “Investigaciones Rodolfo Walsh”: http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article184

3- Roig Arturo: “Necesidad de una segunda independencia”, pagina 62, en “Marx Ahora”, Revista Internacional, La Habana (Cuba), N°15, año 2003.


4- Franzoia Alberto: “Tres tácticas del imperialismo”, publicado en diciembre de 2005 en Reconquista Popular http://lists.econ.utah.edu/pipermail/reconquista-popular/

El arma desestabilizadora del miedo / Por Rubén Drí

El arma desestabilizadora del miedo

Por Rubén Dri
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Mauricio Nizzero


“Todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y exprese sólo como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto”. (Hegel)

“Lo verdadero” significa aquí la realidad en sentido fuerte, es decir, la de las relaciones intersubjetivas, sociales, políticas, económicas, culturales, religiosas, en oposición a lo simplemente objetual. Significa ver la realidad no simplemente o, en primer lugar, como la de los objetos, de las cosas, sino de los seres humanos.

Ahora bien, éstos últimos pueden ser vistos como objetos o como sujetos, como sustancias o como sujetos. Pero ¿qué significa ser sujeto? ¿En que consiste la subjetualidad del sujeto? Hegel nos dice que es “el movimiento del ponerse a sí mismo o la mediación de su devenir otro consigo mismo”.

En primer lugar, el sujeto es movimiento. No se trata del movimiento espacial hacia el cual va inmediatamente nuestra imaginación. Aquí “movimiento” significa transformación, crecimiento, que no debe pensarse como una simple evolución, porque ese crecimiento se da dialécticamente mediante la negación y la negación de la negación. Continuamente, en todo momento, el sujeto deja de ser lo que es para ser otro, pero ese otro es él mismo. Continuamente es él mismo en su ser-otro.

¿Por qué entonces Hegel no abandona el concepto de sustancia? Porque expresa el momento que podemos denominar estático, seguro, del movimiento en que consiste el sujeto. El movimiento es un proceso continuo de mediaciones, es decir, de contradicciones. Ahora bien, lo contrario de la mediación es la inmediatez. Es precisamente ese momento de inmediatez la que se designa con el concepto de sustancia.

“El sujeto es el movimiento del ponerse a sí mismo”. El sujeto es tal en la medida en que se pone a sí mismo, es decir, en la medida en que decide, en que actúa, en que se enfrenta al otro o a los otros; en la medida en que convoca a una manifestación o participa en una asamblea; en la medida en que emprende un trabajo no mandado por otro, sino decidido por él.

Esto vale tanto para el sujeto individual que puede ser cada uno en particular, o para el sujeto colectivo que es siempre el grupo, ya sea la familia, el club de amigos, el curso de la escuela, la clase social, el barrio, la iglesia, el gremio, el partido político, el Estado. Ninguno de estos grupos es sujeto si no se pone como tal. Una multitud como la piensa Negri no es sujeto, pero puede serlo y lo es si “se pone” como “pueblo” y realiza una “pueblada” como la que realizó la multitud que avanzó hacia Plaza de Mayo el 19-20 de diciembre de 2000.

Tomemos el sujeto individual. Mientras está en la infancia, se encuentra protegido en la familia. Es sujeto sólo en-sí, es decir, no puesto, porque todavía no se puede poner, no puede decidir por él. Es el momento de la inmediatez, de la seguridad, de la sustancia. Para ser sujeto deberá “ponerse”, lo que significa romper con el ámbito de protección y seguridad que es el ámbito familiar.

Ponerse implica salir, exponerse, dejar de ser lo que es para ser otra cosa, ser sí-mismo en su ser-otro. La seguridad en la que se encontraba protegido ha desparecido. Ahora comienza a experimentarla como la seguridad o la paz de la muerte. De ahora en más seguridad e inseguridad, momento de reposo y momento de movimiento acelerado, momento de afirmación y negación se sucederán sin solución de continuidad.

El momento que ocupaba el ámbito familiar como contención, se transforma ahora en el ámbito de las nuevas relaciones que construye. Si esas relaciones fuesen realmente horizontales, de mutuo reconocimiento, se lograría la nueva seguridad, la paz que no es la del cementerio, sino la de una sociedad en la los sujetos se reconocen entre sí, entablando relaciones fraternales.

Ello es imposible en el capitalismo en la medida en que implica una construcción social en la que algunos sectores, o sea, clases sociales, son dominantes y otros, dominadas. Ello significa que las relaciones no son de mutuo reconocimiento, sino de mutuo desconocimiento. El dominador reduce al otro a objeto y, de esa manera, obtura completamente la posibilidad de relaciones intersubjetivas, humanas, conciliadoras.

De esa manera entramos en un ámbito de inseguridad, porque los reducidos a objetos no pueden, no deben resignarse a tal situación. Comienza la lucha que, en determinados momentos, aquéllos signados por el neoliberalismo, se transforma en la lucha de todos contra todos que Hobbes pensó que se daría en el estado natural, pre-estatal.

Esa situación se generó, en nuestro país, en la infausta y desgraciada década del 90 y se continúa hasta nuestros días. Una visión positivista como la que interesadamente presentan los diarios y canales de las empresas monopólicas del país no da cuenta de ello. Al respecto afirma Adorno con sobrada razón:

“El espíritu hegeliano, primero objetivo, y luego absoluto; la ley marxista del valor, que se impone sin necesidad de que los hombres sean conscientes de ella, son más evidentes para una experiencia independiente que los facta que prepara la rutina positivista de la ciencia, hoy día prolongada en una conciencia ingenua y precientífica”.

La visión posivista sólo ve hechos aislados, un asalto, un asesinato, un robo. No acierta a conectarlos con el entramado de causas que los han provocado. Al no lograr ver las causas, yerra completamente en la implementación del remedio, pues actúa sobre el hecho aislado. Ante un asesinato, propondrá un nuevo asesinato, que no otra cosa es la pena de muerte, o el encierro de por vida, pero sin intervenir para nada en las causales que lo provocaron.

Ahora bien, esa visión positivista le viene de perillas a quienes tienen interés en presentar la situación como absolutamente caótica, anómica. Para lograrlo repetirán infinidad de ves, durante todo el día, con infinitos detalles, y por varios canales de televisión el crimen que se cometió, de manera que aparezca como si se hubiesen cometido numerosos crímenes. Las pantallas de televisión chorrean sangre mientras mujeres lloran desesperadamente por le muerte del ser querido.

Con ello se logra instalar el miedo. Estamos rodeados de criminales que a la vuelta de la esquina nos esperan para matarnos. El Estado se muestra impotente ante tal situación, o mejor, es cómplice de la misma. Menester es, pues, suplantarlo. Por el momento, si el gobierno no renuncia y deja el lugar a otro en la línea constitucional, menester es lograr que la policía tenga más poder de intervención directa. Mano dura se requiere.

Ello no significa que no exista un determinado nivel de inseguridad, sino que ésta se encuentra maliciosamente magnificada. La instrumentación del miedo es una poderosa arma política para debilitar al sujeto colectivo que es el pueblo y someterlo a designios de dominación.

La seguridad que nos proponen los dominadores es la del objeto, de la sustancia, en otras palabras, la de la muerte, la del cementerio que San Agustín definió como “tranquilidad del orden”. Por el contrario, la verdadera seguridad, la verdadera paz, es la señalada por Jesús de Nazaret al proclamar: ¡Felices los que constructores de la paz, los eirenopoiói!. Construir la verdadera paz, la verdadera seguridad, es construir nuevas relaciones sociales, horizontales, intersubjetivas, de mutuo reconocimiento.

Buenos Aires, 9 de diciembre de 2009