10 noviembre 2010

Política y Sociedad/Las conquistas ¿pueden ser derrotas?/María Pía López

Las conquistas, ¿pueden ser derrotas?

Por María Pía López*

(para La Tecl@ Eñe)

El gobierno nacional es acusado de destruir a las organizaciones de derechos humanos porque las pone en primer plano; impugnado porque minaría la potencia de la lucha encaminando la realización de los juicios; denostado porque insiste en ampliar la mirada sobre los años setenta. Paradojas de la Argentina, quizás


Un fantasma recorre la Argentina. A veces, se pavonea también por los escenarios internacionales. Es el fantasma de la corrosión del movimiento de derechos humanos, operada por saturación, exceso y primacía. La hipótesis es extraña. No por conocida, podemos eximirnos de explicitarla: los juicios a los genocidas, la conversión de las demandas de los organismos de derechos humanos en políticas de Estado, la extensión de una revisión de la complicidad civil con la más atroz dictadura; no habrían llegado para reforzar una política de justicia sino para impedirla, minando las fuerzas que hasta aquí la impulsaban.
Así, el gobierno nacional es acusado de destruir a las organizaciones porque las pone en primer plano; impugnado porque minaría la potencia de la lucha encaminando la realización de los juicios; denostado porque insiste en ampliar la mirada sobre los años setenta. Paradojas de la Argentina, quizás. O de un imaginario en el que la pureza sólo es garantizada por la prudente aceptación de un lugar asignado. Por un deber ser, en el que las organizaciones deben estar siempre protestando, siempre opositoras, renuentes al reconocimiento oficial; y el Estado debe cumplir cabalmente sus tareas represivas o por lo menos de ejercicio brusco del control así permite, sin confusiones, el despliegue de las luchas políticas. Y, si se trata de grupos templados en la denuncia de los crímenes de la dictadura, deben limitarse a perseverar en su ser sin atender a nuevos problemas o temas o causas.
Sueños de museo, más que de entusiasmos políticos. Intentos de congelar aquello que, necesariamente, es plena mutación. Y cuando aludo a esa condición transformista no es, siempre, para festejarla. Si no para señalar que su revés o su adversaria, la imaginación de lo que permanece siendo lo mismo y es sujeto a un deber ser, tiene un sustrato conservador –aunque se engalane de ropajes revolucionarios- y no poco de negación a la realidad.
Ninguna conquista es una derrota. En todo caso, es un nuevo umbral de exigencias. Que no se tratan sólo de exigencias hacia otro, sino hacia la dinámica misma de los actores, a su capacidad de encontrar entre sus fuerzas aquella que le permitiría reinventarse. Los juicios, la ampliación de la revisión de los setenta, la centralidad de las figuras surgidas en las luchas por los derechos humanos, son conquistas. Fundamentales. Algunas, sorprendentes o inesperadas. En su contorno surgen las preguntas por qué será la Argentina que se alumbra. Con qué grupos y organizaciones se constituirán nuevas demandas y desconocidas conquistas.
El gobierno actual supo barajar y dar de nuevo. Mucho se ha partido en ese juego. No sin dolor se pueden percibir esas fracturas que atraviesan a la central de trabajadores que más fuerzas destinó a la confrontación en los años del neoliberalismo. Pero también se han escindido los partidos políticos, los movimientos sociales, otras organizaciones gremiales. No queda claro que es lo que se rearma una vez que las cartas están echadas. Tampoco si lo que surge tendrá la fuerza suficiente para sostener lo creado. Lo que sí es claro, me parece, es que no hay retorno al mundo anterior a esas escisiones. Y que si no lo hay, lo que resta no es el lamento sino la pesquisa de aquello que permitiría un reagrupamiento en pos de la profundización de la democracia que transitamos. Que permitiría que las conquistas no sean sucedidas por las derrotas.
La conflictividad social es profunda y son muchos los actores involucrados. El reciente asesinato de un militante en Barracas durante una movilización es un dramático alerta: hay prácticas políticas y sindicales que evidencian su linaje mafioso. Están allí. Se realizan. Esta vez fueron al extremo: destruyeron una vida juvenil. El dolor por esa situación debe ser acompañado por la reflexión acerca de las particiones actuales y de la pregunta por qué tipo de rearticulación permitiría la preservación de los derechos democráticos y la pervivencia y profundización de un proyecto de reparación social.

María Pia López
*Socióloga y ensayista. Docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires.

Ensayo/Kirchner como mito político /Por Horacio González

Kirchner como mito político

Por Horacio González*


(especial para La Tecl@ Eñe)
Foto de Tito La Penna, enviada por mail a sus amigos como testimonio de un reportero que buscó una expresión especial del político en su mirada. El comentario del fotógrafo contribuye a la discusión "sobre el mito".

I

A propósito de la muerte de Néstor Kirchner, pudimos leer toda clase de opiniones, viñetas y conjeturas. Un énfasis especial surgía de numerosas reflexiones que sobrevuelan nuestro ambiente, el de la formación de un mito. Esta palabra provoca y hace temblar ligeramente las conversaciones. ¿Somos complacientes frente al mito? ¿Nos disponemos a requerirlo, a refutarlo, a hostilizarlo? Para muchos, diría que la mayoría, vivir las precondiciones y las realidades de un mito, es una forma de consuelo y un motor para la acción política. Para otros, se trata de un montaje, a la vista de todos, de un conjunto de devociones que suprimen las diferencias que existen en el vivir común y en las efectivas luchas políticas. Por lo tanto, la creación de un mito solo podría estar allí donde se sustituyen los razonamientos singulares por un arquetipo motivador pero ilusionista[1].
¿Pero qué es un mito? ¿Podemos pronunciar sin diferenciarlas las palabras mito y leyenda, aunque no nos animaríamos a hacer lo mismo con la expresión “pensamiento mágico”? Al parecer, la leyenda contiene los preparativos previos de lo que será la narración estable del mito, los presupuestos literarios de su creación. El pensamiento mágico sería apenas un caso de utilización del pensamiento argumental común, solo que con fuertes alteraciones de la relación causa-efecto y un uso volitivo extraordinario de los poderes del deseo y la imaginación.
La creación de un mito es un proceso normal del pensamiento. Sin duda, difiere la especulación civil raciocinante de los pensamientos situados en el interior de un mito. Pero entre ambas situaciones hay más bien continuidad que oposición. Así lo considera una de las más importantes escuelas de reflexión sobre el mito, que según creo, es la que se desarrolla en la sucesión genealógica de Durkheim a Mauss y de Mauss a Levi -Strauss. Verdadero secreto encerrado de la obra de estos grandes autores franceses, es la idea de que entre el mito y la ciencia, entre el mito y el arte, hay disparidades que en el fondo son indecidibles. Y por lo tanto, nunca cesa la hipótesis de que hay una extraña continuidad entre el mito y la ciencia. No empleó ninguno de estos autores la palabra “indecidible”, que es un marbete de nuestro tiempo, pero yo la uso porque siento que se adecua al tema. Son grandes las obras que menciono porque formulan problemas que no se pueden resolver en los términos en que son presentados, a pesar de que no habría otros. De ahí que el pensamiento mítico tenga vastos alcances, al punto que también se presente cuando se intenta salir de él, o por lo menos, cuando no se pude decidir si conviene o no habitar territorios concientemente denominados como mitológicos.
El mito sería toda redundancia o reincidencia inadvertida del lenguaje, en la cual se nos exime de una reflexión sobre lo novedoso del mundo, para invocarlo como un arquetipo que redimimos de su inercia con nuestra crédula manera de solicitarlo. En esta situación, no distingo entre mito, leyenda y arquetipo. Aunque son efectivamente diferentes como relatos y como acontecimientos de la conciencia, y ocupan diferentes instancias frente al relato y las actividades de la conciencia, la acción común de nuestras conversaciones los abriga por igual. Me conformo con advertir un movimiento en el mito, que lo constituye como la posibilidad de que los vivos hagan hablar a los muertos como si no hubieran muerto, y de que los objetos de la naturaleza se conviertan en símbolos de la vida. Sin duda, el derecho para hacerlo está inscripto en las religiones, la filosofía y la política. En un extremo, son las tesis milenarias sobre la transmigración de las almas, y cercanos a nosotros, los pensamientos sobre el modo en que los legados del pasado, siempre adormecidos, podrían despertar. ¿Cómo? En este caso, tanto si la voz antepasada quedase desfallecida ante el presente, como si los hombres del presente abriesen una fisura para que lo que encierra el pasado se ofrezca como “memoria de los vencidos”.
Es preciso preguntarse si hay algún pensamiento, discurso o escritura que quede exento de mito. Respondo: no. No es concebible una expresión que, como hubiera querido el iluminismo radicalizado, quede despojada de su zona nebulosa, irrevocablemente desconocida para su autor mismo. Allí donde en vez de hablar es hablado por lo que no sabe de sí mismo. ¿Y que es lo que no sabe? Lo que se habló antes, las infinitas conversaciones y palabras que se dijeron a lo largo de la historia, lo que recae en el mismo punto sobre el que se estrella la ambición de la humanidad de conocerlo todo, de ser auto-transparente. Nadie está obligado a admitir que se llega a un punto en que el pensamiento humano ya ha tropezado antes, o que ya ha transitado con mejores respuestas que las que ofrecemos nosotros. Creemos ser originales y dar “nuestro propio veredicto” sobre cuestiones ancestrales sin tener por qué saber que ya se habían transitado mejor que lo que lo hacemos nosotros o que eran directamente irresolubles. Un mito se monta sobre la inconsciencia relativa a este punto, un escollo ignorado que subsiste en nosotros sin que lo percibamos o siquiera lo consideremos presente en nuestra actividad o lenguaje.
Según este parecer, el mito es la zona ignorada de nuestro lenguaje, donde se encuentra su vacío ignorado, lo que a fuerza de estar instalado en nuestra persona hablante ya no significa sino nuestro “otro recalcado”, lo que dice sin decir, o lo que dice sin nuestra participación explícita. Es nuestra ignorada pertenencia a la comunidad milenaria de hablantes, de la que no deberíamos dar cuenta nunca, pues su alto precio es tener que callar pues todo habría sido dicho antes. ¡Y cómo admitir esta situación!
Sin embargo, hay otras formas del mito, que generalmente se ubican en un esfuerzo llamado “la construcción del mito”, como si hubiera pasos y estipulaciones necesarias para hacer de cualquier evento humano una argamasa de carácter mitológica. No hay tales metodologías porque quizás no haya ninguna autoconciencia respecto a un “recetario de mitos” verdadero, a no ser que se considere una actividad de las agencias de publicidad o del periodismo. En esos ámbitos es corriente la expresión “inventar mitos”. Si leemos el Pensamiento salvaje de Levi-Strauss, comprobamos que allí hay evidencias sobre lo ya-ahí del mito, pero no sobre su fabricación deliberada. Eso sería imposible. Simplemente los mitos ocurren, y su libre ocurrencia es su característica esencial. Sin embargo, la publicidad, la televisión en general –es decir, la maestra de las leyendas masivas-, los espíritus folletinescos que descubrieron en todos los tiempos la necesidad de recrear en la vida diaria las grandes consignas del secreto, la caída, la conspiración y los amores traicionados, nunca cesan su tarea de alimentar y alimentarse de los detritus de la historia.
Precisamente esas grandes catástrofes de la imaginación –lo que se rompe, lo que se restaura, lo que se da vuelta, lo que se metamorfosea, lo que apuñala por detrás, lo que ama con un amor loco-, son los elementos del mito. Es decir, las rupturas y derrumbes que no son pasibles de relato neutro, meramente descriptivo o exhaustivo en la consideración de sus múltiples determinaciones. O las contradicciones se estudian en el laboratorio o se intentan comprender con una soberbia paradoja: se fijan en la unidad del idioma pero hay que aceptar que resquebrajan nuestra vida. Esta es la contradicción esencial de la vida. Se intenta dar cuenta de ellas con un lenguaje que las contiene y las hace vivir en su masa despareja y continua de significados flotantes. El mito es la gran manera de tolerar las contradicciones, dejar que existan en el lenguaje sin acompañarlas hacia la ruptura final.
Esa paradoja es la tensión interna del mito. El lenguaje está a punto de desarmarse pero siempre encuentra refugio en lo-que-no-se-sabe-qué. En el elemento que hace que cosas no caigan a pesar que en la realidad pura y cruda se desbaratan y anulan. Pero el mito es la comprobación de que no hay realidad física que no reclame el universo de palabras y el régimen de símbolos articulados. En un extremo, todo lenguaje es mítico, aunque conviene llamar mito solo al procedimiento por el cual parece que hablamos de la realidad, pero en verdad hablamos del lenguaje que habla de la realidad. Si esto se verifica a través de epopeyas, simbolizaciones y relatos alegóricos, es indiferente. Lo que interesa es que un caso particular que puede considerarse como representación de un sacrificio sobrehumano (alguien inmolado a favor de los otros, es decir, de la “humanidad”) comienza a rodearse de certificaciones, parábolas, anécdotas, impregnaciones de todo tipo entre el arquetipo martirizado y la relación infinita con cada uno de los que lo conocieron y no lo valoraron lo suficiente cuando correspondía (es decir, cuando no era importante hacerlo; es el mito lo que hace importante lo que parecía irrisorio, redimiendo lo que se consideraba intrascendente).

II

Kirchner ha muerto. Sin embargo, nada de esto explica qué condiciones efectivas y vitales, realizadas alguna vez en un presente absoluto y en vida de Kirchner, son necesarias para luego desplegar la maquinaria del mito. Si el mito es el pensamiento sorprendido en un momento de pasaje entre la vida y la muerte (o entre el mundo de los vivos y el de los muertos) es necesario preguntar qué elementos de excepcionalidad son necesarios y deben ser comprobados, con algún tipo de prueba, que no provenga de un tribunal científico-racional como el que monta la Iglesia para verificar los milagros ante la inminencia de la canonización. Una prueba que no sea un mero despacho de certificados prodigiosos, consiste en la dimensión del sacrificio. Estos elementos son más convincentes cuando ocurren en la libre realidad de la vida social normal, al punto de que no son necesarios los “milagros” pero sí sus equivalentes de la teoría política, que siempre es una encubierta teología-política: las decisiones inesperadas, las irrupciones súbitas, los momentos de peligro o de lucha contra factores más poderosos, etc. En este sentido, El príncipe de Maquiavelo tiene la estructura del crimen y del milagro. Así considerado, el Príncipe es un mito soreliano porque está pensado para desatar fuerzas sociales, aglutinarlas y generar un conocimiento apto para su despliegue. En cambio, el “sacrificado” es su versión cristiana, el que encuentra la muerte en el servicio hacia los otros dejando en el camino “jirones de su vida” o encontrando una muerte repentina.
Como el mito es un proceso de canonización laico, se faculta para agregar o suplementar lo que las formas reales, efectivamente existentes, no proveían. ¿Falsifica entonces? No, el mito es la libertad legítima del agregado de lo que en vida del muerto se quería, pero era difícil hacer. Agregado que tiene poder esclarecedor y que se ejerce para revelar zonas que la vida real tenía aplacadas. El mito es la posibilidad de franquear lo que yacía o era necesario percibir en tal o cual momento. Dos ejemplos en torno a lo que se habla: la televisión, mostró imágenes de Néstor Kirchner leyendo un fragmento poético titulado Quisiera que me recuerden. Se trataba de una cartilla moral del hombre que pide indulgencia por sus acciones pero se proclama íntegro, actor de valores de justicia y amistad. Fue leída en una Feria del libro y era un poema de un joven desaparecido, Joaquín Enrique Areta. Tal como se habían elaborado las imágenes públicas, parecían palabras, declaraciones o convicciones del propio Kirchner. No que no las tuviera (precisamente las tenía) ni que se quisiera atribuirle lo que no había escrito, sino que se actuaba en nombre del procedimiento mítico. Un presente absoluto hace ingresar como pertenecientes a él palabras que tenían otro pasado y autoría.
Es decir, sin dejar de citar al verdadero autor del poema, al hacerse el montaje entre quién las leía y el texto ajeno, se producía una fusión de propiedad e identificación. Estábamos entonces recordando a Kirchner que a su vez nos decía que quería ser recordado como un hombre probo, o en su defecto, prefería ser olvidado (tal como decía el poema, pero dándosele ahora dramatismo singular a su propia muerte). La amalgama del poema de ese poeta desaparecido con la figura del político llorado, producida al modo de las construcciones de imágenes de la televisión, era uno de los grandes logros del pensamiento mítico, con las simples y conocidas armas de la tecnología contemporánea de la elaboración de imágenes-sentimiento. Un tipo de justicia mediática, tan complicada que suele ser.

Fotograma de La Patagonia rebelde, consustancación legendaria de una imagen cinematográfica con una vida política.

Otro ejemplo lo proporciona la película La Patagonia rebelde, en la que el joven Kirchner figura como extra y canta el himno anarquista “Hijos del pueblo”[2]. Efectivamente, es una película. Es la tecnología del cine, que arma encuadres ficcionales, que se basa en la actuación y en la invención de escenas que forjan la necesaria ilusión de lo real. Verlo ahora genera un extraño sentimiento. La escena está lograda y en ella se hallan conocidos actores del cine argentino. Los breves segundos en los que actúa el joven Néstor Kirchner representando un miembro de las bases sindicales del anarquismo patagónico contienen una emoción atemporal de gran interés y aquí también parece absorber –como político de una de las fuerzas clásicas de la política argentina, a la que sometió a toda clase de cimbreos-, las connotaciones libertarias de los personajes de Bayer. Así parece entenderlo el blog “anarkoperonista” que lo difunde. Otro paso, pues, hacia el mito Kirchner. Se trata de la posibilidad que tiene una imagen actuada de fusionarse con la persona que la sostiene. Es que hay una misteriosa aureola mística en toda imagen.
El mito corresponde en este caso a la posibilidad ideal de que la figura muerta, que ya venía actuando de manera entrecortada, en simultáneas direcciones no siempre compatibles y con un llamativo pasionalismo, cumpla con una multiplicidad de acciones que eran “fantasmagóricas” aunque ahora parece consustanciadas con su vida real. Esta consubstanciación, elemento religioso por excelencia, es parte de la plasticidad de los mitos para asociar en un único cuerpo señalado lo real y lo espectral.
Sin embargo, con lo interesante que resulta ver el modo en que flota el mito (y el concepto de mito en el lenguaje habitual), surge de inmediato la profunda disconformidad por esa realidad que parece inquietante. La misma existencia del mito se presenta siempre como propiciatoria y amenazadora a la vez. De ahí la vigencia en nuestro lenguaje de una acusación habitual a quién se apartaría de las lógicas efectivas del mundo (“¡no mitifiquemos!”), como el oscuro respeto hacia estas formaciones del espíritu que siempre quieren prologar en una visión metafórica –o en la metáfora de una visión-, el resultado final al que nos arroja la muerte. La Presidenta, en un discurso, dijo ver caminar a Kirchner entre los asistentes a un acto[3], y ésa es la forma apreciable de una poética que siempre nos alberga en el momento de enfrentarnos con el enigma de la muerte. Macedonio Fernández, gran pensador de estos temas, en su emotivo escrito “La imposibilidad de creer”, reflexiona sobre la injusticia de que no puedan decirse las últimas palabras luego que ocurre un deceso. Más si es por accidente o cualquier otro evento inesperado, la filosofía señalaría la “imposibilidad de creer” que no hubiera un lapso adicional, un tiempo agregado en el que se pudiera ejercer la reparación o la confesión que fuera necesaria para que una ausencia no dejara una marca de incompletud trágica.
Antes de la muerte de Kirchner la publicidad política que lo rodeaba no había pasado por alto la figura del Eternauta. En un acto de la juventud que lo apoyaba, Kirchner parecía en un afiche enfundado en las ropas del Eternauta, según el clásico dibujo de Solano López. Luego de su repentino fallecimiento, se insistió en el tema, y esa misma figura del “kirchnernauta” sirvió para realzar la fusión entre el político desaparecido y el emblema mayor de la historieta épica argentina, que combina la ternura del tiempo cíclico con la desamparada figura de héroes involuntarios, que transformaban su vida diaria con un pasaje abrupto al carisma de salvación, encarnado en un puñado de elegidos. Podrá decirse que la sociedad comunicacional, el estado de los recursos de diseño, la fusión permanente entre el comic, los ámbitos de la estética pop y la difusión de los íconos políticos (comenzado por la propia idea de ícono), habilitan estas conjunciones salidas de agencias ligadas a la praxis simbólica que apela a los vastos públicos. Pueden ser operadas por grupos juveniles partidarios que conviven cotidianamente con culturas musicales que anteriormente no penetraban más allá de un primer estrato de compromisos militantes y hoy son generalizadas y generalizables.
El Kirchnernauta, fusión entre la figura de Kirchner y la del Eternauta, collage que surge del interior del pensamiento mitopoético y de la industria cultural.

El sentimiento de ausencia que provoca una muerte no es resoluble con la creación de ningún sustituto ni equivalente real. No hay tampoco actos gemelos de reparación, como si ocurriese en otro tiempo de salvación lo que en un mundo paralelo real ha sucumbido. Eso que implicaría volver la cuerda de la vida hacia atrás. Pero lo que hay, en la sabiduría de los viejos cultos, cualquiera sea su carácter y hondura, son sustituciones devocionales y angustiosas reparaciones que ofrecen refugio a la desesperación, generalmente a través de creencias, muchas veces bellas en su inocencia y letanía, que van desde la voluntad de proclamar que el muerto sigue vivo hasta decir que se halla en un estado de desencarnamiento paradisíaco. Cultos laicos, espiritualistas, estatales, oratorias fúnebres, iconografías de beatificación, recordatorios basados en retóricas de herencia y sucesión, etc., son proyectos para ocupar el vacío con elementos de igual significación que cubran exactamente la tarea o el compromiso que quedó vacante. Dicho de este modo, fuera de la estructura mítica del consuelo, tal cosa no es posible. La muerte de Kirchner fue una sorpresa que conmocionó a un país y un día feriado corrió como un destello de angustias desbocados en esa maraña de intervínculos desparejos que es una nación. De ese vacío que se abre, surgen los flujos de indemnización que cada grupo social debe asumir o proyecta recibir con su propia acción.


III

No dejó Kirchner grandes discursos, aunque muchas de sus frases puedan celebrarse como verdaderos hallazgos, las metáforas más contundentes que se hayan pronunciado en una época turbada[4]. No tuvo tampoco una trayectoria amasada en años de un trabajo que fuera homogéneo. Lo que fue, lo fue intenso y entrecortado. Sometido a constantes golpes de fortuna. Sin que una voluntad política haya dejado de actuar empeñosamente, uniendo provisoriamente, post festum, piezas dispersas, desiguales y extraordinarias. Lanzado reacciones de último momento a situaciones de asfixia que a la postre resultaban en hechos significativos. O bien tomando decisiones de gran efecto que podrían figurar en un programa social avanzado de cualquier partido del siglo XX, pero que en una sociedad que muchas veces goza oscureciendo su juicio más atinado, para un sector profesionalmente desconfiado y encarnizado de la población pasaban como pequeñas maniobras o astucias de readecuación.
Es así que el día del Censo moría un hombre que era producto del modo virulento en que se expresaron los rumbos colectivos del país. Eso lo había comprendido, como todos, cuando inició su militancia en la Universidad de la Plata hacia comienzos de los 70. Pero también era alguien que posteriormente había elegido un marco partidario evidente para desarrollar su vocación aunque tenía una fuerte noción de las fronteras (los límites partidarios y todos los demás) que había que atravesar. Más bien, según nuestro parecer, esperaba el momento de hacerlo, sin que ese propósito se hubiera forjado explícitamente en su espíritu, a pesar de que fuertemente lo intuía. No obstante, luego de su muerte, la materia que existía para la canonización laica –más allá del modo en que los pensamientos políticos evalúan sus preferencias presentes- era la de lo inesperado y excepcional que había en su irrupción. Incluso, la idea de irrupción, contraria a los largos caminos que amasan la preparación y la paciente lucidez de una espera, era lo que se ponía en el centro de la atención pública.
Quizás lo que ofrece la existencia política de Kirchner es la noción de extrema fragilidad de las cosas (la vida, lo político, las trayectorias colectivas) como elemento profundo de todo pensamiento histórico. Muerte y vida aparecen no como momento demoradamente enlazados en una continuidad previsible sino como una sucesión de cortes y mandobles del destino. No que se lo haya dicho así por parte de propio interesado. El lenguaje del “destino”, habitual en Perón, no era el de Kirchner. Si bien llegó inopinadamente, a contrapelo de sus propios cálculos –haber, los había[5]-, traía algunas certezas y procedimientos extraídos de los silabarios peronistas. Su estilo desgonzado estaba en su fraseo, que tenía un tono oculto de no se sabe que trágico sino, pero con superficies reconocidamente argentinas, esa esgrima que afecta candor para cuestionar a los adversarios que exponen sus ardides frente a un inocente.
La crítica al “neoliberalismo”, a modo de cierre del ciclo anterior, la restitución de las facultades de la intervención pública o estatal sobreponiéndola a la lógica de la economía globalizada, la invitación a los movimientos sociales para ingresar a los pliegues del estado, haciendo que éste tome aspectos de “estado social”, etc., produjo un sinfín de medidas laterales que tenían el sentido de recuperar el nivel de actividad productiva tanto como la identidad laboral degradada. Al principio, encaró esas tareas dejando que flotase en la consideración pública la idea de un frente social ampliado, de cuño nacional-popular, aunque luego tanto el partido justicialista como la CGT aparecieron como los sostenes básicos del gobierno, lo que no implicaba ceder las piezas centrales del empeño originario (se continuaba actuando sin el lenguaje justicialista tradicional, se redoblaba el juicio a los represores y se marchaba hacia la Unasur), aunque sí desmontar las expectativas de un frentismo más extenso y a la vez incisivo, y las insinuadas posibilidades de reconocimiento de las experiencias sindicales alternativas.
Podríamos contar esta historia sin el auxilio de lo que toda sociedad produce como trabajo simbólico, esto es, desde las fuentes y despliegues de su leyenda social, su folletín interior, lo que a veces llamamos mito, pero lo cierto es que todo lo que hace al kirchnerismo, inclusive a la difusión de este nombre como una corriente de opinión, se refiere a una actividad política repleta de iniciativas, donde abundan las acciones de las llamadas “pragmáticas”, y principalmente referidas a una cuestión que cuesta identificar cabalmente pero es crucial. Y es ésta: la cuestión del peronismo. Este nombre, peronismo, como es sabido, alude a posibilidades y a obstáculos, en la misma proporción, y según los tiempos, predominado uno u otro de estos conceptos. El kirchnerismo surge dentro del peronismo no como operador ortodoxo y custodio de sus fronteras lingüísticas, de sus procedimientos y rituales. Era notorio, en cambio, un impulso centrífugo de carácter frentista que tornaba al peronismo una memoria activa –eso sí-, pero tendía a convertir a su aparato político central en un instrumento inerte, al que era mejor ver aplacado que activo.
Con el tiempo surgió la idea de que al “escollo-posibilidad” justicialista había que mantenerla dominada antes que en actitud dominante, para lo cual tanto la aceptación de los rituales y liturgias, como la asunción de su presidencia, era un gesto que parecía necesario para ejercer el control de esa maquinaria ruda e inexorable, exponiéndose a su vez a ser regulado por ella. Superando ese incordio de las expresiones partidarias, ya calcificadas pero con raíces en una infinita trama social de favores y subsidios, de dones de beneficios y sutiles vasallajes, hay una argamasa de sentimentalidades como la que caracteriza cualquier memoria nacional, tal como es puesta por el lenguaje colectivo que expresa el horizonte de excitaciones y pasionalismos de la época. El peronismo lo es. Hay para eso códigos, envíos y vigilancias de la lengua. No sólo la televisión y les medios masivos, sino los oficiantes natos de esta escuela del altar social en que se consagran las flemas amorosas más visibles de una sociedad, en sus versiones domésticas o politizables, son los que en un momento dado cincelan el llanto o la angustia que emana de la existencia social común. Últimamente, y no sólo en el arte de Santero, el peronismo aparece como la posibilidad grata para la pintura y la poesía de extraer alegorías que reinan ocultamente en el lenguaje y lo irradian de letanías soprendentes.[6]
Periodistas con firma propia, ligados o no a políticas empresariales visibles, deportistas convertidos en modelos de usos y costumbres, actores con fuerte reconocimiento, lo que la crónica barata, irónica o no, llama celebrities (esto es, ciertos prestigios creados por quienes después se arrogan derechos manipulatorios), son operadores de simbologías que ahora es imposible escindir de los espacios de la gran conversación mediática, sobre todo política, con sus héroes y sus villanos, sus polos de atracción mutua y sus rechazos acomodaticios. Esto siempre arrastra una cuota vital aunque adormecida de memoria popular reivindicativa, subterráneamente ligada a grandes ansiedades dirigidas a lo que fue prorrogado injustamente por la historia, aquello que se mantiene vivo como secreta utopía de las sociedades humanas.
Kirchner se encontró con esas dos cosas sin diferenciarlas demasiado: los arquetipos colectivos que organizan el folletín popular y las memorias políticas que arrastran su ansiedad, su impaciencia por la justicia postergada. Hizo pactos con ambas sentimentalidades. En su último tramo parecía reconciliado con los íconos mayores del peronismo, sus emblemas ya fijados y sus himnos inexcusables. Sobre los arquetipos mediáticos, se puede decir que tuvo diversas fórmulas de relación. Menem los asumió como algo natural e indiscutible y se mimetizó con ellos. Tenían el mismo estilo. De la Rúa pertenecía a una inflexión aúlica, infatuada y de una prefabricada solemnidad. Era heterogéneo a las lenguas mediáticas dedicadas al examen de la vida política en general desenfadado, muchas veces cruel y en general al servicio de intereses empresariales. Chocó con ellos “por derecha”. En cambio Kirchner los interpeló con un lenguaje coloquial, de fresca gracia deshilvanada, dejando que resbalen sobre sus hombros los estilos percutientes de la televisión y rechazándolos como si le pegara a una pelota que le cae displicentemente al delantero patadura, que termina embocándola emboca bien. Estilo tan sobrador y canchero como el que reina en el ejercicio habitual de la televisión, y cuando se peleó con ellos fue por razones profundas –obviamente: todo lo que implicaba la ley de medios-, por lo que las llamadas “divas” –máximas organizadoras de la militancia central de la chabacanería postideológica al servicio de las más oscuras formas de servidumbre del mercado-, por primera vez en la historia de las relaciones entre la televisión y la política, intentaron volcar arteramente a los consumidores de esos pobres consuelos en contra de Kirchner y de la presidenta.
Decimos esto porque parece indispensable que un proceso de índole popular pueda medirse y a la vez juzgarse –con críticas atinadas cuando corresponda-, desde adentro de la fuerza sustantiva de la vida popular, desde adentro de sus pensamientos y simbologías más perdurables referidas a la dramaturgia social que se expresa en ellas. No se sabía entretanto cómo iba a reaccionar una porción del pueblo y de la juventud, sector activo del pueblo, ante el fallecimiento de Kirchner. Lo que se vio permitió comprobar una vez más que persisten los vocablos imantados del peronismo en su forma de sacrificio, reparación y lamento. Que la voz popular tiene la sorprendente cualidad de extraer motivos de inspiración de la vastedad de las ideas religiosas, iconográficas y profanas de la historia mundial en su carne viva. Y que nunca es posible pensar una época considerando apenas sus formas culturales depuradas o permanentes, ignorando las corrientes inherentes al pensamiento popular. Sea lo atinente a la fiesta, al carnaval, a las ceremonias fúnebres, al llanto colectivo o a las poéticas egregias o rústicas que acompañan la muerte del hombre de poder. En este laberinto de efusiones, predominan las misceláneas que llevan a la carnavalización del luto o a las tragedias con escenografías populares, como romerías y ofertorios en los que culmina un pleno barroquismo social, ante la muerte de un hombre situado en el centro de las pasiones públicas.
Ferdinand Braudel, en su formidable clásico sobre el Mediterráneo y Felipe II, indica que la muerte del rey, tan importante para sus contemporáneos, la narraría al final en su libro, pues lo que le interesa son las corrientes prácticas y mentales de la “civilización material” de la época. Para nosotros, la muerte de Kirchner no puede ponerse al final de una época, subordinada a los procesos colectivos de la cultura. Por el cotnrario, “parte el corazón de una época” con su implacable contemporanidad[7]. Implica el encuentro con la sensibilidad social definida por corrientes emocionales provenientes de las luchas sociales –cuestión en la que la corriente nacional y popular es fértil-, y las existentes en el pliegue interno de la sociedad, referidas a las raíces conmocionales que yacen en la vida y el lenguaje llano, en la “cosmovisión popular”. No se acabó, quizás, la era gramsciana de la política, ahora con los ingredientes tecnológicos que proponen los medios masivos, la industria cultural y el arte en todas variantes –desde el pop hasta las criptografías de vanguardia- que se apoderan del lenguaje de las emociones sociales pasadas, para estilizarlo o alegorizarlo, dándole a veces un condimento de palabras deleuzianas perdidas en nuestro vocabulario[8].
No es concebible el kirchnerismo sin el sustrato peronista, pero éste ya es una armazón partidaria burocratizada, que posee la guarda de una mística pasada, un tejido de implicaciones ligadas a un lenguaje heredado cuyo actor esencial era su propio creador, que según le pareciera, revivía partes ocasionales de una vasta trama de vocablos y expresiones facultadas por él mismo. Pero ahora el kirchnerismo –identidad que no sabemos cómo protagonizará los próximos tramos de la política nacional-, resultó mucho más un analizador novedoso del fundamento primigenio que una confirmación ritualizada del legado, por lo que tenía condiciones de renovar los conglomerados gobernantes de ese signo. La cuestión es crucial porque hasta ahora el kirchnerismo es solo una “anomalía”[9] y no es una articulación de definiciones permanente. Como rareza conceptual es que tiene vigencia.
Por lo tanto, el kirchnerismo podrá ver al peronismo como un venero que suministra memorias, ejemplos, motivos de reflexión sobre un pasado vivo y que aún es necesario rescatar de los automatismos lingüísticos o de la administración del olvido. Esta situación no puede dejar de ser un llamado a otro plano conceptual de la política argentina, pero percibe que el trasfondo de esta posibilidad es el sostén que obtiene de la estratificación histórica del peronismo como hecho dado, tal como lo actúan los operadores generales de la identidad, generalmente interpretada, ahora, no tanto como una doctrina viviente, sino como algo más, palabras ya encerradas en estuches de un culto, pero una forma del “carácter nacional”. En suma, no como un cuerpo viviente de ideas tan solo, sino como una antropología trascendental, expandida como ilusión generalizadora a todos los rituales de convivencia, lenguaje e intercambios de una nación en su intimidad diaria, desde lo amoroso a lo procaz. No sería sostenible, desde luego, un pensamiento de este cariz, que subsume lo público en lo íntimo arrasador. Lo que en la obra de artistas como Daniel Santoro significa una reflexión sobre el modo en que la historia acumula sus propios arquetipos, no puede ser una carta de intenciones actuales de la política, pues la cerraría en un culto hierático. Esta es una disyuntiva fundamental a la que se enfrentarán ahora mismo los que acepten la denominación de kirchneristas.
Extrañamente, Kirchner había establecido una jefatura democrática muy personalizada, basada en partes enteras de una concepción en extremo realista de las fuerzas políticas junto a una mística social cuyo respaldo era un patriotismo constitucional y una emocionalidad decisionista que buscaba un punto de estabilización, entre la mística laica de un reformista práctico y un asambleísta juvenil de las viejas epopeyas. Se lo acusaba de hacer negocios durante su presidencia o de impostar perversamente su rol en la recreación de los derechos humanos, pero todo eso provenía de su concepción del mando, extraída totalmente de los pliegues cotidianos de la Argentina en pedazos. Profunda convicción en cuanto a la reforma social (ni más ni menos que ese reformismo cuyos frutos están a la vista y a la discusión de todos, de los que se sienten en peligro por ello y de los que los sienten insuficientes) y acciones de un practicismo del hombre preparado para captar oportunidades y actuar en el mundo de los patrimonios políticos con vocación empírica. Fue, pues, empirista y utopista a la vez. Las precondiciones para la leyenda (o el mito, o la mística post mortem), están allí, en esa totalidad contradictoria, y no lo estarían en cada uno de esos elementos aislados.
En la conciencia afligida de quines los lloraron, miles y miles de jóvenes, militantes y personas desvalidas en lenta marcha, se alojaba el mito de la muerte fecundante, rara paradoja esencial en las sociedades y de naturaleza inexplicable, pues se debe lamentar un deceso del hombre público, que a la luz y en los gabinetes, mantenía hilos con la dinámica nacional en su conjunto, pero a un tiempo aparece liberada una zona de pesadumbre generalizada destinada ahora a ser una plataforma nueva para la acción y la conmemoración del fallecido. Kirchner acataba las raíces remotas del mito, que son las del sacrificio de los justos, con una vida que no es la de los santos. Las hagiografías no dan mitos sino leyendas doradas. Los mitos son pasajes por la ambigüedad del vivir, a la que enhebran salvadoramente. Estos son los ramilletes de sentimentalidad que, dentro y fuera del peronismo, se giraron alrededor de un huso que los hiló sorprendentemente. Ocurrió pocas veces en la historia del país y es la primera vez que ocurría con un militante juvenil del montón, de esos idus del 73. ¿Por qué quejarse de que su velatorio fue un espectáculo donde las imágenes hicieron a la vez de discurso político, de discurso amoroso y sentimental?[10]


IV

Esas sentimentalidades, fundadas en creencias milenarias, hacen de la muerte realmente acontecida una invitación a negar lo ineluctable. La idea de eternidad surge para conjurar así lo que sabemos irreparable. Una muerte siempre deja un sentimiento ineluctable y un deseo de resurrección que se plasma en una negación lírica: lo muerto, vive. Y entonces aparece el impulso –que puede ser mítica o literariamente tratado- que nos propone ver al muerto “caminando con nosotros”, en su última tarea de sostén y consuelo a cargo del que sostendría sobre sus hombros la mayor desgracia. Esta frase pertenece a un ejercicio inmemorial de las poéticas que intentan sustituir en la conciencia la imposibilidad de volver hacia atrás los instantes irreparables. Paradoja evidente, aliento secreto del mito: el que consuela es el que cargó en su existencia con el daño mayor. Consideramos que éstos son también los elementos inevitables de la preparación y expresión del mito, que ni pueden dejar de interesar por que al cabo son los cimientos invisibles del lenguaje político, así como suelen ser reprobados por los temperamentos antimitológicos, que señalan una y otra vez que los mitos sólo consiguen sustituir la reflexión autónoma y alejar el momento de emancipación de las conciencias. Antiquísimo debate entre iluministas y románticos, que siempre vuelve aunque es evidente que así como se presenta, está considerablemente mal planteado.
No es difícil imaginar que la discusión de cuño intelectual más profunda del país es cómo nos situamos frente a la eventualidad del mito. No hay solamente dos partidos, el de los “mitológicos” y el de los “laicos”, sino que siempre se presentan distintas formas de distancia frente a la irradiación que surge del corazón del mito. No se trata de vivir dentro del mito o denunciarlo desde una exterioridad desacralizada, sino de ejercer constantemente la tarea del intérprete, pero no de cualquier interprete, sino la de quién interpreta al mismo tiempo que se yuxtapone con algunas de las partes ya tomadas por el mito. ¿Por qué sería así? Porque por un lado, nunca sabemos exactamente si estamos dentro del mito (ya la filosofía del siglo veinte denunció “el mito de la razón iluminista”, la que forja mitos diciendo que los quiere superar), y por otro lado, porque la tarea del pensar y la existencia misma, no es otra cosa que una larga reflexión sobre los mismos temas recurrentes de la historia y de la vida. El mito es precisamente lo que invita a tomar en libertad una interpretación posible de un conjunto de grandes paneles ya declarados por el arte, la religión o la ciencia, y hacer de ellos un lenguaje personal. Ese lenguaje es la marca subjetiva de libertad que el mito permite, pues es sobre él y contra él que se ejerce la novedad de los pensamientos singulares. Todo mito espera su refutación y se lanza luego, si puede, a capturarla con sus malas o buenas artes, para no dejar nuevamente nada afuera.
Desde luego, los mitos políticos son un caso especial pero no diferente del estilo mitológico general. Las grandes discusiones del siglo XX (entre Sartre y Levi-Strauss, por ejemplo) se dieron en torno a los mitos políticos. O mejor dicho, así el sujeto supone saber o no saber sobre los tipos diferentes de relación que entabla con el mito. En muestro país, basta que aproximemos mito, leyenda y relato en general –como nunca se deja de hacer, más allá de las conceptualizaciones más estrictas-, para percibir al peronismo como una fuente permanente de mitologías políticas. Nadie, nunca, podrá negar que la política tiene una primer capa de significados totalmente secularizada. En ella vivimos y nos movemos. Pero para que esto sea así, es necesario que esa secularización lo sea en contra o en el interior de “algo”. Las épocas de secularización del mito, entre nosotros, fueron sin duda las de los años 70, donde la especulación política transitaba el tema del “fin del mito Perón”. Muchos suponían que en contacto con la realidad histórica contingente y movediza, el aspecto oracular que tenía dicho mito podía disolverse. Partidarios y enemigos de Perón así lo concibieron, aunque esto no se verificara en la praxis histórica de ese modo, sino más bien del modo en que lo había previsto John William Cooke, con un “Perón” más cerca de las tesis sobre el mito de raigambre sorelianas y por lo tanto, mariateguianas. Esto es, del “marxismo latinoamericano”.
Las obras artísticas de Leonardo Favio, Daniel Santoro, Pino Solanas y otros destacados artistas vinculados a las memorias sociales y políticas argentinas, se encuentran dentro del “mito peronista”, aunque de modo diferente. Parcialmente, incluyo en esto a Leónidas Lamborghini, y remotamente, a su hermano Osvaldo. Favio cristianizando el mito en una lucha entre el bien y el mal, Santoro alegorizándolo con impulsos esotéricos y Solanas, dejándolo en el borde de una épica colectiva que cumpla con la frase “el único heredero es el pueblo”. En los últimos tiempos, el trabajo humorístico de Diego Capusotto da un Perón que emerge del montaje que permiten las tecnologías de las islas de edición, reconstituido a través de un choque de non-sense con lenguajes que le eran heterogéneos, como el del rock. Con Kirchner es diferente porque no existe el elemento de la caída y la reconstitución, el despojo y la vuelta (con el añadido de la muerte en medio de una crisis irresoluble de las interpretaciones en torno a su figura). Pero hay evidencias en toda la trayectoria de Kirchner que son inusuales: su estilo político era el de un actor político que manejaba recursos tradicionales de la operación política, pero toda su actuación revelaba excedentes de todo tipo. Enumeramos: informalidad extrema, escape a los parámetros y reglas, sentimiento de que todo podía ocurrir, decisión en momentos agónicos, formas centralizadas de gestión de una urdimbre compleja, donde los márgenes eran estimulados permanentemente, la mayoría de las veces en forma implícita, lo que –dígase- originaría el retiro de algunos sectores que cuestionaban que finalmente recalara en una centralidad donde figuraba muy especialmente el partido justicialista.
Estos “excedentes” hacían a la fragilidad y al interés de la situación. Revelaban lo que en el fondo toda historia es. Un conjunto de hechos que se entrelazan de manera heterogénea e imprevisible, a los que el pensamiento político lucha por darle un disciplinamiento, colocarlo en categorías y conceptos. El “mito Kirchner” se ve favorecido por el hecho de que su trayectoria representa la vívida condensación de esos elementos: azar, precariedad y fatalidad del vivir. Curiosamente, todo se realizaba sobre el trasfondo del peronismo, que contiene todos esos elementos para estabilizarlos en un tipo de experiencia que parece no permitir ninguna excepcionalidad remanente. Kirchner buscó trascender al peronismo y luego se reintegró a su seno. El peronismo aceptó el reintegro pero nunca quedó convencido de ese gesto adaptativo. Pero, para escribir estas frases sería necesario considerar al peronismo una unidad ya construída de la existencia política. Ninguna, de hecho, lo es. Si no, no hubiera surgido Kirchner en una de esas fisuras que una sociedad raramente produce y que el peronismo mismo se propone siempre suturar, a contrapelo de la forma que adquiriera su propia irrupción. Lo indudable es que el peronismo, además de una memoria viviente de la sociedad argentina en diversos estadios de su vida reivindicativa, compone instituciones políticas calcificadas. ¿Algo más? Sí, ahora compone las partes de un vademécum que parecería albergarse en un recetario del “carácter nacional” en lo que hace al ejercicio de la política. Por ejemplo: el olfato por el poder, el calor estatal, el control territorial, la petrificación de liturgias, las incitaciones hegemónicas, los vocabularios predigeridos, todo lo cual es suficientemente criticado por la tradición liberal-republicana, lo que no debe hacernos inmunes a la consideración profunda y reflexiva de estos señalamientos bien conocidos.
Kirchner enfrentó este problema y llegó a conclusiones que no tuvo tiempo de refinar y dotar de un lenguaje público más resguardado. A borbotones, eran perceptibles sus necesidades de respuesta inmediata ante el acoso al que era sometido. De los miembros de la clase política profesional, fue quién más profundamente tocó la urdimbre de graves problemas de época (deshilachamiento social, despojo del Estado, retorno al latinoamericanismo popular) y el que generó ráfagas de signos y símbolos para dirigirse a una sociedad erosionada, antes que programas fundamentados y duraderos. Su estilo no era ideológico, no cultivaba pedagogías especiales, y si algo podría atribuírsele a su propia reflexión sobre lo que habitualmente se llama la “imagen”, es que gozaba burlonamente de ciertos descolocamientos respecto al fundamento ceremonial de las tareas del Jefe de Estado (jugar con bastón presidencial, usar ciertas vestimentas con un tilde de descuido o simplicidad rústica, firmar documentos con lapiceras descartables de plástico). Compuso la figura del “hombre corriente” y también la del que solicitaba sostenes y ayudas con un énfasis entre implorante y urgente, entre asombrado y agónico. Basta recordar el modo en que acentuaba los finales de cada uno de sus fraseos. Había en esas culminaciones un grano de angustia, que medía cuál era la dimensión del reclamo de acompañamiento respecto a lo tacaña que era la realidad que debía proveerlo. Esa brecha, desde luego, es condicente con el ser político.
Pero Kirchner la actuaba a partir de una fragilidad que emanaba de toda su figura, incluso cuando asumía un aire de fatigado predicador, según decía, dispuesto a “poner la otra mejilla”. Frágil fue, pero los que no lo querían le atribuían capacidades dañosas, furias y caprichos. Y lo frágil iba parejo a un halo de improvisación en la sobreabundancia de temas (los “demasiados frentes abiertos”) que hacía descansar el arácnido tejido de la política argentina, por lo menos la oficial, en un solo huso o vector que parecían girar –según lo veían quienes se le oponían- como una “rueda loca”. El contraste entre organismos que parecían contenerlo todo aunque eran potencialmente quebrantables y el grado de condensación de la decisión en una persona, componía un paisaje complejo.
A los hombres les gusta pertenecer a maquinarias complejas cuya comprensión de sí mismas no puede abordarse con excesivas facilidades. Kirchner inventó una de esas maquinarias que progresivamente fue concentrando la decisión, en una situación original que la oposición se dedicó a cuestionar por su “escaso republicanismo” pero que significaba una división del trabajo entre las tareas del gobierno y las necesidades de construir el frente social amplio (cuyo nombre no se atinaba a pronunciar concretamente) de apoyo político al gobierno. La cuestión del partido justicialista es aquí que se halla enclavada, y de un modo no menos que problemático.
Una acusación habitual surgida de las filas de la oposición cultural e intelectual a Kirchner solía mencionar el hecho de que el ex presidente y la actual presidenta se habían inventado un pasado inexistente a fin de aparecer como campeones de los derechos humanos, cuestión que anteriormente no parecía figurar entre sus compromisos primigenios. Sin embargo, por un lado esas notas estaban como si dijéremos dormidas en la conciencia de quien se hallaba en medio de una carrera política conforme los modos habituales de esa ocupación, y por otro lado, su irrupción en el gobierno central de la nación había sido efectivamente un acontecimiento no “inventado” sino más bien una recreación súbita de un tema subterráneo de la conciencia colectiva, que surge en los momentos de quiebre de la institucionalidad falsa o de los simulacros institucionales que todos denuncian pero son difíciles de superar. Kirchner fue vástago de esa subitaneidad y quedó en estado de disponibilidad hacia ella, desprendido entonces de partes enteras de su carrera política, tal como la había encarado hasta allí, aunque haberla realizado era precondición de esa combustión nueva que lo afectaba. Son éstos también elementos del mito: la fragilidad de la situación personal, lo inesperado de la actuación que emergía, la recomposición autobiográfica.
Desde luego, el mito siempre es renuente a la interpretación histórico-social. Cuando ésta ocurre –y es sabido que la historia practicada como conocimiento de la praxis colectiva aparenta ser enemiga del mito-, las figuras individuales tanto como las explicaciones “destinales” ceden paso a las fuerzas sociales e institucionales, a los procesos culturales y las simbolizaciones visibles o invisibles, todo en ciclos temporales más vastos que los que aluden al plano encantado de la irrupción de un “ahora”, a la ya trillada manera benjaminiana.
Es que Kirchner era como el solicitante descolocado del famoso poema nacional, sus gestos de alto porte y sus estilos políticos de naturaleza tradicional y practicista lo hacían un personaje de cruces evidentes, entre la paciente espera en el interior de un mundo político carcomido y su resurgir hablándole a los ríos profundos de la historia nacional, con palabras que tenían muchas veces la contextura de un clishé y la fuerza sorprendente de un inesperado tumulto.

*Sociólogo, Docente Universitario, Ensayista y Director de la Biblioteca Nacional

Notas

[1] Hace tiempo, la cuestión el poder irradiante del mito sobre la vida política, ocupa un lugar importante pero tácito en nuestros debates. La muerte de Kirchner lo ha actualizado, como lo demuestran los numerosos escritos que aparecen en la prensa diaria. No me referiré a todos, pero tendré en cuenta a todos los que tuvimos oportunidad de leer.
[2] Esta escena fue difundida en Internet por un sitio llamado “anarkoperonista”. Osvaldo Bayer, sobre cuyo libro se realizó el film de Olivera, se refirió numerosas veces a las circunstancias de su filmación y la actitud que tomó Perón ante su proyección. También se refirió a la memoria que guardaba el joven Kirchner de su participación en el film como parte del grupo de anarquistas, lo que lo llevó, apenas asumido en la presidencia, a invitar a un diálogo al propio Bayer.
[3] En la interpretación del diario Clarín, citando a un profesor invitado a su maestría, Jon Lee Anderson, que menciona las frases de Cristina Kirchner, “El está caminando entre nosotros”, como una elusión del nombre, paso hacia una sacralización de su figura. Sin andarse con chiquitas, el profesor indica que esto abre la puerta a un extremo pasionalismo, “como en Irak”, lo que es citado con aprobación en el artículo de Ricardo Kirchbaum.
[4] Su frase “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo” tuvo una resonancia fundamental. Definió los contornos de una época y anexaba a su propia figura a una realidad legendaria pero actuante en las formas más actuales de la política nacional.
[5] Véase la nota que Miguel Bonasso publicó en La Nación, luego de la muerte de Kirchner.
[6] En la revista Pampa, entre los importantes materiales que contiene su número 6, encontramos un artículo de Santiago Llach donde revisa poesías de Gradin, Blatt, Machín, Jaramillo, Godoy, etc., en las que se entremezcla la industria cultural, el spam peronista, la apología del lo más recóndito del habla real, el espumarajo de ludibrio del vivir nomás y lo que llama “lectura electrónica”. Dicho de otro modo, como herencia de Lamborghini y Perlongher, una antropología lingüística final como mortaja del peronismo. Que lo “revive”. Si este no es el mito, el mito dónde está.
[7] Por más que transcurridos los tiempos correspondientes, puedan decirse otras palabras y este hecho intercalarse en otros tramos de la historia común.
[8] Tal es lo que creo de la gran tarea que está realizando la revista Pampa, antes mencionada.
[9] Tomo la expresión de las intervenciones y del libro de Ricardo Forster, con la que reflexiona sobre la excepcionalidad de este momento político a través de la excepcionalidad de la emergencia de los nombres y situaciones nuevas. La “anomalía” está cercana a la configuración del mito, por el lado de crear motivos de acción excepcionales, “llamados” antes no escuchados.
[10] Eliseo Verón, que en el pasado juzgó al peronismo como un juego de enunciaciones entendidas semiológicamente, ahora se establece en la obvia comprobación de que todo, la muerte, la vida, las conmemoraciones fúnebres, pasan por el poder difusionista de los medios. Escribe en Perfil: “Sí dije, y reitero, que tanto los medios oficialistas como los opositores han comenzado a dibujar el mito de Néstor Kichner estadista. Agrego ahora que, en el caso de los segundos, la construcción de una epopeya kirchnerista los coloca en una posición francamente contradictoria con lo que decían día tras día del Gobierno durante los últimos años…” Variaciones sobre el tema de la “construcción del mito”, que ha merecido innumerables consideraciones, desde la indudablemente despectiva de Martín Caparrós hasta la más tolerante de Vicente Palermo.

La Columna Grande/LLOREN POR ÉL, ARGENTINA/Alfredo Grande

LLOREN POR ÉL, ARGENTINA

Escribe Alfredo Grande
(especial para La Tecl@ Eñe)

No importa el acuerdo político.
Ni el enfrentamiento ideológico.
Néstor Kirchner murió combatiendo.
A muchos de nuestros enemigos.
Quizá eso no sea suficiente para convertirlo en mi amigo.
Pero es más que suficiente para recordarlo como aquel que estuvo muy cerca de ser mi compañero
. (aforismo implicado)


Dicen que a veces, cuando todo está callado, se puede escuchar el silencio. Dicen que, a veces, cuando la luz se ha escondido, se puede ver la oscuridad. Y que hay lugares donde nada nos asombra, y aquello que en circunstancias que podemos denominar normales nos espantaría, apenas despierta nuestra sana curiosidad. Así fue como Mariano se acercó a Néstor. –Disculpá , pero me parece que sos Néstor…- preguntó con una naturalidad que de todos modos permitía asomar cierta disimulada timidez. –Si, claro, que otro? –respondió el aludido con aplomo y seguridad. Se miraron, con desconfianza Mariano, con aplomo Néstor. –Bueno, la verdad es que me sorprende verte en estos lugares. No sabía que habías….Mariano se interrumpió. No estaba acostumbrado a pronunciar ciertas palabras, que a sus años siempre le parecieron que aludían a cuestiones lejanas, muy lejanas. –Muerto, supongo que querés decir muerto – completó Néstor con cierto fastidio. –No niego que es un contratiempo desafortunado. Un terrible tropezón, quizá, pero te aseguro que no es caída. Mariano se sorprendió. –Como podés estar tan seguro? Yo fui a la plaza y ni se me ocurrió que iba a terminar acá. Y mirá que en el partido siempre hablamos y aprendemos de la represión y de la persecución a los militantes. Néstor tosió. –Bueno, es diferente. -¡Ya lo creo que es diferente!- dijo Mariano sin disimular su bronca. – A mi me asesinaron, vos te moriste en El Calafate. Néstor se dio cuenta que no podía permitir esa diferencia que podía transformar el tropezón en caída. –A mi me asesinaron durante años. ¿O vos te pensás (casi dijo pendejo de mierda, pero no estaba demasiado seguro de quien podría escucharlo en ese extraño lugar y siempre hay que cuidar la política de alianzas) que la lucha contra la derecha, la oposición salvaje, el monopolio mediàtico, incluso la izquierda perdida, no destrozaron mi corazón?
Mariano no estaba dispuesto a retroceder. –Lo de la izquierda perdida me parece una provocación…-Naturalmente que lo es…No voy a cambiar de estilo justo ahora. Mariano no pudo impedir el esbozo de una sonrisa. –Así es, pibe. –dijo Néstor en un tono campechano, casi distendido- la derecha es muy jodida. Mariano lo miró fijamente. – ¿Que sentiste cuando me mataron? –En que sentido? – contestó Néstor que no tenía el menor interés en avanzar en esas cuestiones. –En el sentido que prefieras. Tenemos demasiado tiempo para luego intentar otros. Hubo una pausa, que podría haber sido de 30 segundos o de 30 años. Da lo mismo. –Mirá, pibe. Yo fui militante de toda la vida, también gobernador, bueno, llegué a la presidencia…Mariano lo interrumpió. -¡Decime que sentiste cuando me mataron!. Néstor calló. Trató de recordar si realmente había sentido algo. Algo que le pudiera responder a Mariano. –Creo que tuve miedo, pero no se lo dije a nadie. Ni a mi mismo. –Tampoco se lo pudiste decir a mis compañeros. El silencio se hizo mucho más denso. Néstor se acercó un poco, muy poco. –Vos sos de los que piensan que pude haber hecho más? –No, yo soy de los que piensan que pudiste haber hecho menos, y en demasiadas cuestiones, no hiciste nada – respondió Mariano, quizá un poco más tranquilo. –Tal vez, tal vez…Un segundo mandato hubiera sido necesario. Mariano ironizó. – De eso estoy seguro, no me queda demasiado claro para que. Néstor lo miró con algo parecido a la ternura. –Una sola cosa es cierta: tenemos una eternidad para discutirlo. Pero a lo mejor necesitamos más tiempo. Ninguno de los dos pudo evitar una carcajada. Mariano se distendió. –Para mi la revolución es un sueño eterno, y además, permanente. –Y el peronismo una terrible pesadilla – agregó Néstor, fingiendo seriedad. –Lo único que sé – agregó Mariano – es que en este momento hay muchas personas que lloran por nosotros dos. –Bueno, puede ser – agregó Néstor –pero por mí creo que habrá muchísimos más. Mariano lo miró fijo, por primera vez abrumado. -¿Y eso importa? Néstor no sostuvo esa mirada. –La verdad que no. Néstor se acercó a Mariano. –Escuchame pibe. A lo mejor podés ayudarme. Hay una sola cosa que me aterra. Mariano lo miro con ojos de pibe, con ese aroma de ingenuidad militante. –Decime, Néstor. Decime. Néstor se quebró.- ¿No estará demasiado sola Cristina sin mí? –Los muertos estás siempre solos, pero a veces los vivos no saben como hacer para seguir acompañados. Yo solo puedo decirte que espero que solo acepte las mejores compañías. Incluso la mía. –Mariano sonrió - bueno, la de mis compañeros. Néstor lo agarró del brazo. –Tenemos una eternidad para esperarlo. Y espero que no se tomen tanto tiempo. Mariano no se soltó de ese brazo. –Mientras tanto, llorarán por nosotros. Pero seguirán combatiendo. Al capital y a todos los capitalistas. Se miraron un rato largo, que pudo durar 30 segundos o 30 siglos. En otra dimensión del tiempo y el espacio, el pueblo que no quiere ser vencido, encontrará la manera de estar unido.

* Médico, Psicoanalista y Presidente Honorario de Atico Cooperativa de Salud Mental

Economía/El papel de las retenciones en el actual esquema económico/Axel Kicillof

El papel de las retenciones en el actual esquema económico.

Por Axel Kicillof*

(para La Tecl@ Eñe)

Axel Kicillof es Economista, Investigador en el Conicet y miembro del grupo de investigaciones económicas Cenda. En este artículo, escrito para La Tecl@ Eñe, Kicillof analiza la importancia de las retenciones – derechos de exportación - en el actual esquema macroeconómico.

El debate en el Parlamento ante la extinción de las Facultades Delegadas en el Poder Ejecutivo, pusieron de nuevo sobre en el centro de la escena la ya célebre cuestión de las retenciones. Entre marzo y julio de 2008, es decir, desde el nacimiento de la Resolución 125 hasta su muerte con el voto "no positivo" del vicepresidente Cobos, la sociedad fue bombardeada con información sobre las retenciones, un tema que hasta aquel momento era de escasa visibilidad y que, de pronto, dividió al país. ¿Qué significan las retenciones, cuál es su función principal y cuáles sus efectos económicos?

En primer lugar, conviene recordar que las llamadas retenciones no son otra cosa que un nombre despectivo para los “derechos de exportación”, uno de los impuestos más antiguos del sistema tributario argentino, cuya existencia se remonta a los tiempos de la colonia. No es raro que así sea en un país que durante toda su historia ha exportado alimentos debido a sus excepcionales condiciones agroambientales. Nos limitaremos aquí al caso de la soja. Con la devaluación de 2002, se estableció una alícuota para la soja de 13,5%. Pero con el paso del tiempo la tasa se elevó al 23,5% en julio 2003, al 27% en enero 2007 y por fin alcanzó el 35% en noviembre de ese mismo año.

Repasemos brevemente los argumentos que se esgrimieron. La llamada oposición, alineada detrás los empresarios del agro y su mesa de enlace, sostenía que el nuevo régimen propuesto por el gobierno llevaba a la alícuota a un nivel exageradamente elevado lo que, como mínimo, resultaría perjudicial para la actividad y como máximo, convertiría al impuesto en una verdadera confiscación, en un atentado contra la propiedad privada. Para peor, según esta postura, el único propósito perseguido por el gobierno con este aumento, era engrosar la recaudación o, en lenguaje coloquial, “hacer caja”. El argumento de fondo afirma que las retenciones son un impuesto “distorsivo” porque afecta los precios y las ganancias de los empresarios. Así, cuando el gobierno cobra retenciones, se queda con una parte del precio de venta y, por tanto, tiende a reducir la producción y la inversión. Sin embargo, el argumento es empíricamente insostenible, ya que las altas retenciones del período deberían haber restringido la producción de soja y sin embargo, se observa a simple vista que el volumen se elevó en un inusitado 50%, pasando de 30 millones de toneladas en la campaña 2001/2002 a 46 millones en 2007/2008. Para hacerlo, se extendió la frontera agropecuaria y se plantó soja donde antes había otras producciones, desde tabaco y algodón a cereales, pasando por la ganadería. Al fin y al cabo. No parece haber sido un mal negocio, aún pagando retenciones.

Pero, ¿cómo es posible que la producción no merme cuando el impuesto es tan grande? Ciertamente, una imposición de esta magnitud, donde el fisco se queda con un tercio del valor de las ventas, debería afectar a cualquier actividad. Más aún, en la mayoría d elas ramas, sólo unos pocos productores resistirían un impuesto así y el resto probablemente sería empujados a la quiebra. Con una excepción: esto no ocurre cuando el precio del producto en cuestión es extraordinariamente elevado. Y esto es precisamente lo que pasó, tal como se observa en el gráfico. El precio de la soja no sólo creció desmesuradamente en los mercados internacionales sino que, además, para el productor argentino, el precio en pesos se vio multiplicado también por el elevado tipo de cambio que rige desde el derrumbe de la convertibilidad. El resultado es que si, en promedio, durante 2001 una tonelada de soja podía venderse por magros 168 pesos, en agosto de 2010 el mercado pagaba $1500 y, en junio de 2008, cuando arreciaba el conflicto de la resolución 125, había superado el techo de los $1650, lo que multiplicaba casi por diez el precio vigente en la convertibilidad. Es, por tanto, un impuesto del 35% que se aplica sobre un precio que se ha multiplicado en ocho o más veces. Y los costos de producción, claro está, no han crecido tanto. Por eso, lejos de menguar la siembra no paró de crecer.

Precio en pesos de la tonelada de soja (2001-2010)




Fuente: IndexMundi, Chicago Soybean futures contract (first contract forward) No. 2 yellow and par.

Desde la vereda opuesta a los empresarios agrícolas, el argumento casi unánime es que las retenciones no tienen como principal función incrementar la recaudación, sino reducir el precio interno de los alimentos para “cuidar la mesa de los argentinos”. En efecto, esta es una parte de la historia, ya el precio de los alimentos se fija en el mercado mundial y cuando se aplica un impuesto como las retenciones al contraerse lo que puede obtenerse en los mercados de exportación, se reduce consecuentemente el precio doméstico. Sin embargo, eso no es todo. Hay un aspecto central del papel de las retenciones que fue pasado generalmente por alto.
Luego de la devaluación de 2002 comenzó a aplicarse una política cambiaria que consiste en sostener un dólar “caro”, en contraposición del dólar “barato” de la época de la convertibilidad. ¿Por qué? Porque esta es una forma indirecta de mejorar la competitividad de la economía a escala internacional y, al mismo tiempo, de proteger la industria local. De esta manera, cuando el dólar pasó de valer uno a valer tres pesos, todos los productos importados triplicaron su precio en pesos, lo que permitió a los fabricantes locales competir con la producción extranjera. Y también salieron enormemente favorecidos los exportadores que, como en el caso de la soja, vieron súbitamente crecer sus ingresos mucho más que los salarios y sus restantes costos en pesos. Es decir que, de pronto, los exportadores recibieron una masa de ganancias extraordinarias, creadas exclusivamente por el nuevo régimen cambiario. En conjunto, durante la etapa de la posconvertibilidad tuvo lugar una muy acelerada expansión de la producción de bienes, lo que también se manifestó en una dinámica creación de puestos de trabajo (más de 4 millones).
¿Qué tienen que ver las retenciones con todo esto? Pues bien, desde 2002, con la caída súbita de las importaciones por la crisis y el continuo crecimiento de las exportaciones, se registró un sistemático superávit comercial. Esto implica que a la economía entran muchas más divisas de las que salen por el comercio, lo que a su vez empuja sistemáticamente a la apreciación del peso. Cuando los precios mundiales crecen empinadamente, por otra parte, los precios internos crecen en proporción, encareciendo la canasta de consumo. Para mantener el esquema del dólar “caro”, este exceso de dólares debe ser absorbido por el Estado, que se ha dedicado a adquirirlos sistemáticamente, engrosando así las reservas. Una parte significativa de los recursos que se utilizan para estas operaciones cambiarias proviene, precisamente, de las retenciones.
De esta manera, quien considera a las retenciones únicamente un impuesto confiscatorio está mirando la realidad con un solo ojo. Podría decirse que bajo el actual esquema macroeconómico el gobierno otorga con una mano enormes beneficios a los exportadores mediante la política cambiaria pero para eso, con la otra mano, debe quitarles una parte (menor) de las ganancias extraordinarias bajo la forma de retenciones, precisamente para impedir que el dólar vuelva a abaratarse.
En síntesis, si se quitaran las retenciones probablemente sería imposible mantener el tipo de cambio actual con sus beneficios para la producción doméstica.

Ensayo breve/ Arturo Jauretche: ¿inductivista o materialista dialéctico?/Por Alberto Franzoia

Arturo Jauretche: ¿inductivista o materialista dialéctico?
(Breve ensayo sobre su método de investigación)

Por Alberto J. Franzoia *

(para La Tecl@ Eñe)


Arturo Jauretche es uno de los mayores sociólogos que ha dado Argentina, aunque paradojalmente no se lo incluya en la bibliografía obligatoria de casi ninguna cátedra universitaria. Seguramente el mayor inconveniente que presenta la obra de Don Arturo para ingresar allí ha radicado en su rechazo a todo tipo de conocimiento formal, academicista, tributario de las usinas donde se gestan las ideas dominantes, sean conservadoras o progresistas. Sin embargo pocos sociólogos de carrera, algunos de los cuales buscan obcecadamente en la oscuridad del discurso una profundidad de la cual carecen, han logrado penetrar como él en nuestra idiosincrasia criolla. Sería muy bueno que a partir de los procesos de descolonización mental que recorren varias provincias de la Patria Grande Latinoamericana, los textos de Jauretche se conviertan en material de estudio en nuestras facultades de ciencias sociales. Su producción fundamental en ese sentido (aunque no la única) es El medio pelo en la sociedad argentina, que no casualmente pero sí con excesiva modestia subtituló: Apuntes para una sociología nacional.

Existen diversos estudios que analizan la teoría producida por Jauretche, y no sólo en el plano sociológico, sin embargo nada demasiado significativo se ha dicho con respecto al método que empleó para construirla. Esto es así porque casi todos los estudiosos del tema han ofrecido muy poca resistencia a aquello que este intelectual nacional explicita en su obra. Fue muy claro al respecto, ya que siempre y sin dudar reivindicó al inductivismo como el verdadero método de la ciencia. Por lo tanto parece que no quedara nada por decir al respecto.

Pero ocurre que la historia del conocimiento, tanto nacional como internacional, está plagada de lugares comunes, y precisamente uno de ellos se vincula con juzgar a filósofos o científicos según lo que dicen de sí mismos. Claro que entre lo que se explicita y lo que efectivamente se practica a veces media la misma diferencia que entre la intención que políticamente se persigue y las consecuencias que efectivamente se generan. Demás está decir que tanto a un político como a un investigador de la realidad debe interesarle principalmente lo segundo (la consecuencia) y no lo primero (la intencionalidad). De allí que este trabajo está dedicado no al método que Jauretche dijo utilizar, sino al que efectivamente utilizó según logramos rastrearlo a través de su nada exigua producción.


Arturo Jauretche y su defensa del método inductivo


Jauretche nunca escribió un trabajo sobre cuestiones metodológicas, sin embargo se cansó de señalar en varios de sus libros que el verdadero método de la ciencia es el inductivo. En el otro extremo de esta opción que Jauretche nos presentaba como bipolar está el método deductivo, seguido frecuentemente por esa intelligentzia argentina a la que nuestro maestro combatió durante gran parte de su vida. Claro que en su defensa incondicional del inductivismo no se refería sólo al método propio de la ciencia natural sino también al de la ciencia social, terreno en el que incursionó con una poca común eficiencia.

Para confirmar la defensa del método inductivo se publicaron en 1984 dos conferencias que Jauretche dictó durante el tramo final de su vida acerca de dicho tema; lleva por título Metodología para el estudio de la realidad nacional. En ambas conferencias se comprueba, una vez más, que él parte siempre de nuestra realidad a la hora de construir teoría y recurre a ejemplos muy concretos para demostrar la validez del método defendido:
“He citado estos ejemplos porque para iniciar un curso como éste no creo que ni los profesores ni los jóvenes estudiantes cuenten con un material orgánico. Lo tienen que hacer ellos a través de una larga casuística, caso por caso y aprendiendo a razonar, no de las teorías hacia la realidad, sino de la realidad hacia la teoría. Van a hacer el auténtico método de la ciencia que no es deductivo, sino inductivo. Van a partir del hecho hacia la teoría y no de la teoría al hecho” (1).

En las conferencias contenidas en dicho libro Jauretche vuelve sobre uno de sus temas preferidos, la dicotomía sarmientina civilización o barbarie (que como sabemos consideró la madre de todas las zonceras) como fuente de los más gruesos errores a la hora de abordar nuestra realidad. Precisamente esa concepción paradigmática para muchos intelectuales argentinos va asociada (en la práctica concreta y más allá de lo que sostengan) a la utilización de un método, el deductivo, que Jauretche juzga como adversario del conocimiento científico:
“El mesianismo impone civilizar. La ideología determina el cómo, el modo de la civilización. Ambos coinciden en excluir toda solución surgida de la naturaleza de las cosas, y buscan entonces, la necesaria sustitución del espacio, del hombre y de sus propios elementos de cultura. Es decir "rehuir la concreta realidad circunstanciada” para atenerse a la abstracción conceptual. Su idea no es realizar un país sino fabricarlo, conforme a planos y planes, y son éstos los que se tienen en cuenta y no el país al que sustituyen y derogan, porque como es, es obstáculo” (2).

Los intelectuales que recurren al método deductivo han operado siempre desde una teoría que ha intentado civilizar (con una cultura “verdadera” que supuestamente es la europea y su exitosa aplicación estadounidense) a un pueblo inscripto en la barbarie (que en realidad es la otra cultura, la producida por los sectores populares en contacto directo con su realidad latinoamericana). Sin embargo Jauretche en su explícita defensa del método inductivo, que requiere partir de nuestra propia cultura y desarrollarla, se encarga de aclarar que esto no significa negar los aportes de la cultura europea (u otras) sino tomar aquello que resulte útil, porque se trata de adaptar la civilización a nuestra realidad y no ésta a la civilización:
“Hace un tiempo en una mesa redonda en la Escuela Normal de Paraná, yo hice un cargo a la Escuela Normal, después de haber hecho el elogio de lo que el país le debe a través de los maestros que hicieron la alfabetización, a veces heroicamente. El cargo se refería a esa mentalidad dogmática que caracterizó su enseñanza y la formación de sus maestros. Un profesor de la escuela me salió al encuentro diciendo que eran épocas en que había que adaptar el país a la civilización. Yo le contesté: ahí está el problema; es una letra nuestra diferencia. Adoptar y adaptar. Que nosotros adoptáramos la civilización para adecuarla a nuestra realidad es una cosa distinta a que nosotros adaptáramos el país a la civilización, lo que sirvió para desnaturalizarnos” (3).

Entre numerosos ejemplos que Jauretche cita para justificar la elección del inductivismo podemos encontrar no pocos extraídos del campo de la arquitectura, como cuando critica las características negativas del Centro Cívico de Santa Rosa (La Pampa) por haberse construido siguiendo, seguramente, las enseñanzas de alguna revista europea de arquitectura (4). Sin embargo, aún en todo lo que resulta explícito en su discurso nunca reniega del aporte de otras culturas, a condición de que sean siempre adaptados a las características y necesidades de lo propio. Siempre creyó que lo que hay que adaptar no es la cabeza (realidad) al sombrero (ideas, ideologías, teorías), sino exactamente al revés.


Inductivismo y positivismo

Todo paradigma científico, tanto en el campo de la ciencia natural como en el de la ciencia social, incluye entre sus elecciones una filosofía del quehacer científico (o epistemología) que da cuenta de cómo construir conocimiento, un método o camino (más las técnicas) seguido para producir y verificar concretamente el conocimiento construido; por último, cuando la teoría que se gestó resulta muy satisfactoria, suele convertirse en referente conceptual para los seguidores del paradigma.

La primera duda que me acechó cuando observaba las reiteradas adhesiones de Jauretche al inductivismo fue que dicho método se inscribe habitualmente como la elección que hacen los defensores del paradigma positivista. Sin embargo, a nadie que maneje cuestiones elementales de ciencia social (campo en el cual desarrolla Jauretche sus estudios) se le ocurriría pensar en Don Arturo como un cultor de dicho paradigma. ¿Por qué?

La búsqueda del por qué debe vincularse con una indagación sistemática sobre las elecciones que suelen realizar los positivistas a la hora de escoger tanto una epistemología como el conjunto de reglas que explícita o implícitamente van asociadas a un método, con el que finalmente producen e intentan comprobar la teoría.

Desde el punto de vista epistemológico es necesario recordar que los positivistas son partidarios de la neutralidad valorativa como garante de un conocimiento objetivo. Es decir que para que la teoría producida acerca de la realidad sea verdadera (se corresponda con la realidad del objeto), el investigador debe renunciar a cualquier compromiso previo con valores (ideológicos y políticos). Los periodistas que circulan por nuestros medios sostendrían que hay que ser “independientes”.

Mientras tanto en el plano metodológico, el uso del método propuesto, el inductivo, supone para este tipo de cientistas varias cuestiones:
1- Se debe partir de la observación de los hechos particulares para comenzar luego a construir una teoría que dé cuenta de ellos. La objetividad está garantizada por este proceder que deja de lado todo tipo de consideraciones teóricas o valoraciones previas.
2- Todos los factores que componen la realidad tienen la misma jerarquía y además son independientes, por lo tanto se los puede escindir del todo para un estudio específico. De allí que las distintas ciencia que abordan la realidad puedan tomar un único factor y convertirlo en su objeto de estudio aislándolo del conjunto (economía, sociología, política, historia, etc.). Es por esta particular visión que en tiempos de hegemonía neoliberal (neopositivismo) resultaba habitual encontrarse con un ministerio de economía manejado por “técnicos” que no aceptaban ninguna injerencia política.
3- El científico debe limitarse a explorar, describir y en la medida de lo posible (y deseable) explicar la realidad. Es por lo tanto un observador especializado que suministra información confiable para resolver problemas específicos.
4- Finalmente esas investigaciones que generan un conocimiento objetivo, confiable, sirven a los efectos de una mejor adaptación de los seres humanos a una sociedad que, al igual que la naturaleza, está gobernada por leyes que el hombre no puede modificar a voluntad. Esto se verifica con facilidad cuando uno escucha o lee a un economista liberal (positivista) que rinde pleitesía al “mercado”, o en políticos “realistas” que sólo toman decisiones “posibles”, por lo que en siglo XIX nunca hubiesen cruzado Los Andes para liberar a la Patria Grande como lo hizo San Martín.

Aclaro que estoy presentando sólo una síntesis de algunos aspectos esenciales de la concepción positivista y no pretendo agotar el tema, ya que existen variantes con menores grados de ortodoxia. Pero como tipo, o modelo paradigmático, considero que responde a aquellas decisiones a las que un defensor del inductivismo positivista no está dispuesto a renunciar. Si bien no es tema de este artículo, no puedo menos que llamar la atención sobre lo curioso que resulta comprobar que muchos de los intelectuales orgánicos de nuestra oligarquía en el siglo XIX adherían a una concepción positivista de la ciencia social, sin embargo, como bien advierte Jauretche, recurrieron a un método deductivo, como es el caso de la célebre dicotomía civilización y barbarie.

Ahora bien, si las decisiones anteriores son fundamentales para un inductivista, el abordaje sistemático de la producción jauretcheana nos conduce en otra dirección, ya que: Jauretche nunca adhirió a las decisiones paradigmáticas expuestas. Se podría sostener que es probable que no haya sido un ortodoxo del inductivismo profesado por los positivistas (desde ya no era un positivista), y que haya adoptado por lo tanto una versión muy personal del método defendido, pero como argumento resulta bastante débil ya que por momentos su práctica investigativa se convierte en la negación del inductivismo. Me inclino por considerar, a riesgo de incomodar a no pocos de mis amigos y colegas peronistas, que Jauretche practicó en realidad, con o sin conciencia de ello, una metodología muy afín con el materialismo dialéctico gestado por Marx y Engels. Para demostrarlo lo primero que se necesita es definir qué decisiones están inscriptas en un paradigma como el mencionado, y luego rastrear la presencia fuerte de las mismas en su obra.

Algunas características del materialismo dialéctico

El materialismo histórico y dialéctico adoptan una epistemología que en ocasiones se ha confundido con la positivista, ya que la defensa de un conocimiento objetivo es permanente. Sin embargo no hay científico, independientemente del paradigma con el que se identifique, que renuncie a la objetividad. Los únicos planteos subjetivistas o extremadamente relativistas son propios del posmodernismo (por ejemplo Paul Feyerabend), y si bien no es este el espacio para debatirlo, debo aclarar que considero a dicha corriente como una filosofía muy valiosa en el terreno artístico pero ajena a la producción de conocimiento científico.

En realidad la defensa de la objetividad expresada desde Marx en adelante por los exponentes de este paradigma nada tiene que ver con la neutralidad valorativa defendida por los positivistas. Todo lo contrario, el compromiso con la o las clases oprimidas es permanente, ya que se las considera el verdadero sujeto del cambio social revolucionario con el que Marx y Engels se identificaban. Un científico materialista y dialéctico debe ser por lo tanto alguien que aporte conocimientos específicos para favorecer la liberación de los oprimidos, tanto clases sociales como naciones. Objetividad y compromiso no son excluyentes.

En el plano metodológico se postula la práctica (que es lo concreto) como instancia primera para iniciar el proceso de conocimiento o construcción de la teoría, lo cual puede generar confusiones también con uno de los postulados inductivistas (observación de los hechos). Sin embargo el concepto práctica supone una relación de transformaciones mutuas entre el sujeto cognoscente y la realidad, de esa relación de ida y vuelta surge la teoría. Es decir, no se corresponde con la mera observación defendida por los inductivistas. Pero, por otra parte, la teoría producida no se la concibe simplemente como un conocimiento contemplativo (pasivo), que sirva para facilitar la adaptación de los hombres a las leyes sociales; nada de eso. La teoría si es correcta ha de servir para que los hombres logren modificar colectivamente su realidad. Tanto es así que sólo la práctica transformadora (de la realidad) es el criterio necesario para validar teorías en la perspectiva del materialismo dialéctico. Por eso la liberación de los oprimidos está fuertemente vinculada a la producción de un conocimiento objetivo (que exprese lo esencial del objeto), verdadero, pero nunca imparcial. Los científicos, como cualquier otro intelectual revolucionario, deben explicitar su compromiso social y hacerse cargo de él. Pero como esa teoría transformadora a su vez es modificada siempre por el contacto con nuevas prácticas humanas, la relación entre ambas es de influencias mutuas, una relación por lo tanto dialéctica. Como se observa la dialéctica es un concepto clave.

Por otra parte este paradigma no es materialista sólo porque el punto de partida para la construcción de conocimientos útiles sea siempre la práctica, sino porque entre todos los factores que operan en la realidad de una sociedad (que no son independientes y aislables para el estudio) hay uno que nunca es único pero sí es el principal: el factor material o estructura socio-económica. La relación que los demás factores (políticos, jurídicos e ideológicos), denominados superestructura, tienen con la estructura económica, es también dialéctica, ya que éstos vuelven sobre la estructura que facilitó su gestación modificándola. Estructura económico-social y superestructura son dos instancias que se relacionan en un ida y vuelta permanente, pero el hilo conductor del estudio de dicha relación es el factor (material) que los fundadores y principales continuadores del materialismo dialéctico siempre visualizaron como esencial (determinante, aunque sólo en última instancia):
“Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta --las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas-- ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores…” (4).


Jauretche y su uso del materialismo dialéctico


Jauretche nunca explicitó una adhesión al método creado por Marx y Engels, pero siguiendo con el tipo de abordaje que he propuesto eso no es lo importante, ya que recurriré a su obra para demostrar cuanto hay del mismo en ella.

Lo primero que se debe considerar es con qué tipo de filosofía científica se identifica, y en esta cuestión sí es muy explícito. Jamás adhirió al postulado inductivo-positivista según el cual la construcción de un conocimiento verdadero debe estar asociada a la neutralidad valorativa (imparcialidad o supuesta independencia). Por el contrario en todas sus producciones (desde los Cuadernos de Forja en los años treinta) Jauretche se define como un hombre del campo nacional y popular, enfrentado con la clase alta u oligarquía y con su aliado externo el imperialismo; desde ese lugar construye conocimiento. Sin embargo esta clara identificación no implica en la concepción jauretchiana una renuncia a construir conocimiento verdadero (es decir lo más objetivo posible). Toda su obra apunta a demostrar el carácter falso de las ideas dominantes que hemos aprendido desde la escuela primaria, y para hacerlo le opuso un conocimiento en construcción al cual mucho aportó él mismo junto con otros intelectuales del campo nacional y popular a los que suele citar, como Scalabrini Ortiz, Abelardo Ramos, José María Rosa, el uruguayo Alberto Methol Ferré, o tantos otros. El manual de zonceras argentinas, es al respecto uno de sus mayores aportes. Indaga en él los razonamientos lógicos que por partir de premisas falsas terminan construyendo por la vía deductiva un conocimiento falso, que ha servido para postrar a nuestra Patria ante intereses ajenos a ella. Dice Jorge Abelardo Ramos:

“Satirizó con inigualable poder disolvente a la petrificada y apolínea literatura de la factoría, a ese gélido mundo procedente de Paul Groussac y Enrique Rodríguez Larreta que había venido a parar a Borges. A la literatura cortesana, inclinada ante la supremacía terrateniente y enferma de anglofilia, opuso Jauretche la risa de Rabelais (o de Mansilla). Diría que en su estilo verbal y escrito hasta había algo del desenfado de Sarmiento en este adversario del autor de Facundo. Realizó la tarea de demolición político-estética que era imperioso hacer ante la cultura aristocrática y logró conmover en sus gustos a las clases medias que en esa esfera, como en todas las demás, copiaban a la oligarquía” (5).


Pasando ahora al terreno estrictamente metodológico, más allá de explicitar en forma permanente su adhesión al inductivismo, nos encontramos con que no responde positivamente a ninguno de los ítems que señalamos en el punto Inductivismo y positivismo:
1- Si bien parte de los hechos como los positivistas no tiene una actitud meramente contemplativa de la realidad, por el contrario es un actor que pretende transformar y es a su vez transformado por la realidad.
2- No le asigna el mismo peso a todos los factores que operan en la realidad argentina, ya que como se comprueba en su obra más acabada al respecto (El medio pelo) centra su estudio en la estructura económico-social. Tanta importancia le adjudica a la misma que en un libro que no casualmente se subtitula “Apuntes para una sociología nacional”, sigue su desarrollo desde los tiempos de la colonia hasta mediados de los años sesenta del siglo XX (se publicó en 1966).
Detectar los datos que comprueban lo afirmado requiere tiempo de lectura porque se manifiesta a lo largo de las 389 páginas del Medio Pelo.
3- Decía anteriormente que nunca creyó que un estudioso de la realidad deba limitarse a observar o contemplar desde su condición de intelectual. Fue un explícito defensor de una intelectualidad comprometida con el campo nacional y popular. Él lo hizo primero desde el radicalismo yrigoyenista y luego desde el peronismo, aunque como informó Ernesto Goldar, en 1973 terminó votando a la izquierda nacional a través del Frente de Izquierda Popular.
4- El objetivo de construir un conocimiento verdadero sobre nuestra realidad nada tenía que ver con lograr una mejor adaptación al statu quo (las supuestas leyes sociales), por el contrario apuntaba a utilizarlo para transformar colectivamente esa realidad, siendo el frente nacional (de clases y sectores sociales identificados con la Nación) el sujeto de la misma. Sus estudios sobre el medio pelo, el modo de operar de la colonización pedagógica” (yapa que incorpora a la redición de Los profetas del odio), y las zonceras tienen la clara intencionalidad de colaborar en el desarrollo de una conciencia nacional para la liberación de la Patria.

Por esas cuestiones que considero centrales afirmo que Jauretche nunca fue un inductivista, pero además se puede observar en su obra una clara recurrencia al materialismo dialéctico como método. En parte esto se infiere de lo que sostengo en las consideraciones anteriores, pero avancemos aún más sobre las mismas.

En El medio pelo aborda el surgimiento y desarrollo de las principales clases y sectores sociales argentinos partiendo de la función que cada uno desempeña en la producción y circulación de bienes materiales. Todo el recorrido que hace desde la colonia hasta ya avanzado el siglo XX sobre esta cuestión es lo que le permitirá, sobre el final de su texto, explicar qué cosa es el medio pelo. Y si bien nos dice que es un falso status (posición social), producto de una falsa conciencia, Jauretche creyó imprescindible abordar nuestra historia socio-económica para explicar un fenómeno superestructural como es la falsa conciencia e ironizando al mismo tiempo sobre cierta concepción de la ciencia a la que no adscribía:

El sociólogo apreciará los hechos que refiero, valorándolos según el juicio que surja de su particular inclinación interpretativa. Yo sólo pretendo señalarlos y es su tarea determinar causas, lo que no excluye que ocasionalmente me aventure hasta las mismas, cuando lo imponga la descripción de los grupos identificados. Esencialmente aspiro a señalar la gravitación en nuestra historia de las pautas de conducta vigentes en los grupos sociales que la han influido, y solo subsidiariamente referirme a las causas originarias de las mismas.Con lo ya dicho, —la naturaleza de testimonio de este trabajo— excuso la ausencia de informaciones estadísticas y de investigaciones de laboratorio que pudieran darle, con la abundancia de citas y cuadritos, el empaque científico de lo matemático y al autor la catadura de la sabiduría. Las pocas pilchas que lo visten son las imprescindibles para justificar la presentación del testimonio” (6)

El mismo Jauretche recurre al concepto superestructura (concepto central de la concepción materialista de la historia) para dar cuenta de todas aquellas manifestaciones sociales que se inscriben en el plano no material (ideas, cultura entendida como la suma de bienes simbólicos producidos). Por eso cuando aborda a los intelectuales que producen y difunden las ideas dominantes (que son las de la oligarquía y el imperialismo) nunca ubica a éstas en un plano de autonomía sino como productos surgidos en íntimo vínculo con la realidad material: la Argentina oligárquica y semicolonial. Esos intelectuales a su vez pueden ser expresiones de diversas ideologías (liberales de derecha o de izquierda, o inclusive nacionalistas reaccionarios), pero todos funcionales a un mismo modelo de país, tal como lo demuestra en Los Profetas del odio (publicado en 1957) cuando aborda a referentes como Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges y Julio Irazusta (7).

Cuando en el Manual de zonceras argentinas (1968) examina las ideas dominantes que esos intelectuales gestan y difunden ocurre exactamente lo mismo:
“Las zonceras de que voy a tratar consisten en principios introducidos en nuestra formación intelectual desde la más tierna infancia —y en dosis para adultos— con la apariencia de axiomas, para impedirnos pensar las cosas del país por la simple aplicación del buen sentido. Hay zonceras políticas, históricas, geográficas, económicas, culturales, la mar en coche. Algunas son recientes, pero las más tienen raíz lejana y generalmente un prócer que las respalda. A medida que usted vaya leyendo algunas, se irá sorprendiendo, como yo oportunamente, de haberlas oído, y hasta repetido innumerables veces, sin reflexionar sobre ellas y, lo que es peor, pensando desde ellas. Basta detenerse un instante en su análisis para que la zoncera resulte obvia, pero ocurre que lo obvio pasé con frecuencia inadvertido, precisamente por serlo” (8)).

El contenido de la superestructura cultural nunca es independiente de la Argentina material y no se entiende sin ella. Pero a su vez, esos intelectuales de los profetas, y esas ideas de las zonceras vuelven permanentemente sobre la estructura económica y social de el medio pelo garantizando su reproducción histórica.


Conclusión:

Si bien este es un trabajo de considerable extensión (aunque como ensayo resulta sintético), no puedo abusar del lector introduciendo en el mismo la cantidad necesaria de documentos para suministrar mayores pruebas de lo que sostengo. Sin embargo hay tres textos, de los más logrados de Jauretche, que resultan muy pertinentes al respecto, por eso recomiendo su lectura para quienes no lo hayan hecho, o una relectura orientada por lo sostenido en este ensayo para localizar pruebas en el caso de tratarse de lectores habituados a la obra de Don Arturo. Los tres libros han sido mencionados en estas líneas, me refiero a El medio pelo en la sociedad argentina, Los profetas del odio y El manual de zonceras argentinas. En ellos Jauretche deja clara evidencia de su concepción materialista y a la vez dialéctica a la hora de abordar los problemas de nuestra sociedad, pero para comprobarlo hay que leer los tres trabajos.

Sus excelentes análisis sobre los intelectuales que producen y difunden las ideas dominantes (profetas del odio), los medios e instituciones que utilizan (consideradas en la yapa de los profetas que es publicada recién en la reedición de 1967), el contenido de dichas ideas (o zonceras) y la clara vinculación entre estas cuestiones y la estructura socio-económica que se gestó en Argentina desde los tiempos de la colonia (de la cual da cuenta el medio pelo), son perfectamente detectables en estas tres obras. Dialéctica pura entre la estructura económico-social y la superestructura cultural. El resto de su obra (abordando cuestiones como la década infame y el surgimiento de Forja, ejército y política, el revisionismo histórico o su denuncia sobre el retorno del coloniaje con el Plan Prebisch) apunta en una dirección que completa y enriquece esa triada medular.

Jauretche nunca aisló factores de la realidad como suelen hacerlo los inductivistas. Sí puso el acento en alguno de ellos, pero dejando siempre constancia de que el factor acentuado en un determinado texto tenía fuertes vinculaciones con otros factores que muchas veces ya había tratado en libros anteriores o que trataría en futuros trabajos. En esta línea de pensamiento no podía ser otra cosa que un adversario de la independencia del factor económico propuesta por los liberales, pero nunca de considerarlo el factor central:
“La economía moderna es dirigida. O la dirige el Estado o la dirigen los poderes económicos. Estamos en un mundo económicamente organizado por medidas políticas, y el que no organiza su economía políticamente es una víctima. El cuento de la división internacional del trabajo, con el de la libertad de comercio, que es su ejecución, es pues una de las tantas formulaciones doctrinarias, destinadas a impedir que organicemos sobre los hechos nuestra propia doctrina económica”(9).

Finalmente reiteraré para cerrar este análisis sobre el método que realmente utilizó Jauretche, que renunció explícitamente y en cada una de sus obras a la neutralidad valorativa tan reivindicada por todo aquel que se precie de ser un verdadero exponente del inductivismo. Es necesario recordarlo siempre, Jauretche cumplió con plena conciencia su función como intelectual del campo nacional y popular (nunca dejó de lado esa postura a la hora de abordar los hechos), con el manifiesto objetivo de modificar la condición semicolonial de su tierra. Claro que en realidad Don Arturo tampoco creyó que sus adversarios cientificistas fuesen tan neutrales (o independientes) como ellos suelen declaran; sí individuos que promovieron la tristeza (por necesidades ideológicas y políticas) para facilitar la opresión ejercida por la oligarquía y el imperialismo:

“El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande se puede hacer con la tristeza” (10).

La Plata, noviembre de 2010


Bibliografía:

(1) Arturo Jauretche: Metodología para el estudio de la realidad nacional, Editorial Fundación Ross, Rosario, 1984.
(2) Arturo Jauretche: obra citada
(3) Arturo Jauretche: obra citada
(4) Federico Engels; Carta a Bloch, fuente en Internet: http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/cartas/oe3/mrxoe329.htm
(5) Jorge Abelardo Ramos: Réquiem para un luchador, diario La Opinión, 30 de mayo de 1974
(6) Arturo Jauretche: El medio pelo en la sociedad argentina, Peña Lillo Editor, 1966
(7) Arturo Jauretche: Los profetas del odio, Peña Lillo Editor,1957
(8) Arturo Jauretche: Manual de zonceras argentinas, Peña Lillo Editor, 1968
(9) Arturo Jauretche: Frases:
http://www.frasesypensamientos.com.ar/autor/arturo-jauretche.html
(10) Arturo Jauretche: Frases:
http://www.frasesypensamientos.com.ar/autor/arturo-jauretche.html


*Sociólogo, posgraduado en psicopedagogía, presidente del Centro Cultural América Criolla y director de los Cuadernos de la Izquierda Nacional y de la Ciencia Social en El Ortiba