26 diciembre 2011

Política y Sociedad/ La entrevista a Shocklender/Por Horacio González



La entrevista a Shocklender

Por Horacio González

(especial para La Tecl@ Eñe)


¿Cómo se hace alguien un jefe? Es uno de los temas que se consideran en la entrevista de Martín Caparrós a Sergio Shocklender. En la cárcel: ¿cómo se convierte uno en un jefe? El relato de Shocklender es crudo, drástico, apasionante. Otra cuestión es, ya, lo que podríamos considerar su significado político. Pero tratemos ahora de verlo como expresión de una literatura biográfica, de un relato de vida, de un diálogo sobre lo que es un vivir complejo, o mejor dicho, sobre las distintas tácticas complejas para contar asuntos extremos de la existencia. A Caparrós le dice: “Yo empecé a ser alguien en la cárcel”. Y esa sentencia resuena con la brusca intensidad de una frase que carga con vibrantes antecedentes literarios. Comenzar a existir, a valerse de sí, a ser una identidad distinguible, a ser, en fin, un jefe, en una cárcel.

Los interrogatorios de los servicios de inteligencia eran duros; obvio, estaban ante un parricida y acusaciones de tráfico de armas. Lo molían a golpes y él resistía, hecho una bolsa de huesos. Días y días en manos de la trituradora carcelaria, el destino de un niño rico de Belgrano, que hubiera sido el de una pobre víctima en manos de la sevicia del sistema carcelario, cambia bruscamente. El relato de ese cambio es un punto central de la entrevista: se convierte en un jefe. Lo que Sartre intentó detectar en su Infancia de un jefe, por supuesto, no es lo que se halla logrado aquí. Pero el tema es el mismo, y la intención del entrevistador también. Colocar a un hombre ante las palabras de su destino. Y ese destino era el resurgir de un dominio, de un acto técnico o empresarial novedoso, desde las entrañas de una mazmorra. “Y llegué a manejar media cárcel de Caseros y media cárcel de Devoto. Hasta los guardias laburaban para mí. Monté una imprenta enorme en la cárcel, donde hacíamos apuntes para la universidad y los guardias traían los carros llenos de papel, laburaban los presos comunes, los policías, los menores. Y armamos un centro de investigación informática. Y desensamblé el formateo de disquete de Microsoft, el lenguaje binario y lo transformé en lenguaje de computación y publiqué todo el programa, fui uno de los primeros hackers, la Asociación de Programadores Libres”. Es la historia de un extraño autodidacta, que encarna su jefatura como un acto de estudio, sacrificio, tolerancia a la golpiza y reapropiación de las condiciones de producción del conocimiento. “Manejar media cárcel” es parte de una historia carcelaria plena. Maneja la cárcel el que compendia el crimen, el ascetismo y la técnica.

La entrevista de Caparrós emplea diversos modismos literarios, de alguna manera, una exacerbación de las técnicas –no sé si es la palabra correcta- del entrevistador. Hay un tiempo simultáneo presente-futuro-pasado que le da una fina extrañeza (“repetirá con voz suave…”; “entonces le preguntaré…”; “ahora dirá”…) y una lengua ya conocida, caparrosiana, que trabaja con construcciones pensadas sobre la base del sobresalto, la irrupción o –pudiéramos decir-, la interposición brusca de un contraste, una deliberada reiteración, el uso del indirecto libre: “cómo fue la llegada de un chico rico de Belgrano a la cárcel más bruta de un país muy bruto; le preguntaré, en realidad, si su miedo principal no era cómo hacer para que no se lo cogieran, y él me dirá que no: que cuando entró lo encerraron en una celda de aislamiento y lo dejaron meses a disposición de unos señores de inteligencia del Ejército que lo interrogaban –que lo mataban a golpes– para que les contara qué negocios tenía la empresa de su padre con la Marina y su ínclito jefe, el almirante Eduardo Emilio Massera. Y que en esos días le pegaron tanto, lo maltrataban tanto, y que él de puro animal se resistía…”

El entrevistador pone capas de lenguaje directo (cómo hacer para que no se lo cogieran) y una buena dosis de eufemismos (a disposición de unos señores de inteligencia del Ejército que lo interrogaban –que lo mataban a golpes–), que se resuelven en conmutaciones de una cosa en otra: el hablar “cómo se habla”, esa palabra coger que actúa como si no fuera una de las ancladuras más profundas del idioma, y lA reticencia intencionada de llamar “unos señores” a los oficiales del Ejército, que en seguida también actúan: “lo molían a golpes”. Evidentemente Shocklender sin Caparrós no hace rendir su voz que en sí misma es tremenda –es el jefe infortunado, que se reconstruye a partir de un sueño parricida que oscila entre ser verdad soterrada y ficción de pesadilla. Sin las modalidades de esta entrevista cuyo sentido es el de evocar una redención sin redentores-, Shocklender impresionaría como un simple mentiroso, lo que en la lengua porteña a veces se denomina “un fabulador”. En el seno de esta entrevista notable, entonces, Shocklender puede ser realmente comprendido como una vida que tendría un ligero sabor a los relatos de Marcel Schwob, donde hechos reales enseguida acuden a envoltorios imaginarios que los desdibujan y los hacen más nítidos a la vez. De esa eminente confusión participa también la vida de Shocklender tomada por los manierismos del oficio del entrevistador, que mezcla los tiempos, mantiene la incógnita, suspende los juicios de valor pero los convoca tenuemente, suspiros casi imperceptibles que van y vienen.

Shocklender habla de un clik. Es el momento de la iluminación, el satori, el vuelco dramático de la comprensión. Comprenderá que su tragedia, pero principalmente la reacción desesperada, casi la de un místico del sufrimiento que había tenido en la cárcel, una paráfrasis de la transfiguración de una persona en otra. El pasaje hacia un entendimiento del mundo, su funcionamiento profundo. “Ahí es donde empiezo hacer un click, en medio de toda esta locura que estaba viviendo, en medio de esa represión. Ahí empecé a entender que todo eso no tenía que ver con que el guardia fuera malo sino con un sistema que reproduce este tipo de consecuencia. Que el hecho de que la inmensa mayoría de los que estaban en la cárcel fueran pobres y analfabetos no era porque los pobres y analfabetos fueran malos. Yo siempre leí muchísimo de chico, me apasionaba la lectura; ahí empecé con la lectura política.
–¿Qué leías?
–Por supuesto todo Marx y Engels, todo Mao, el libro verde de Kadafi, todo material político. Ya era la democracia entre comillas y circulaba todo”. Sería muy fácil hablar de politización. Es más probable que en el reconocimiento de que su tragedia familiar necesitaba grandes marcos de interpretación –históricos, estructurales, psicosociales-, que lo pusiera en trance de pasar a una transcripción mística de su vida. El parricidio no podía decirse. Era lo inconfesable por naturaleza, y no hay palabras para declararlo. Es un crimen que presenta cierto poder de negatividad respecto del propio crimen, pues deja a cualquier otra criminalidad en estado literal. En cambio el parricidio no es solo un crimen sino un proyecto de fundación por el anverso de lo que no se puede dejar de ser. Un crimen contra sí mismo que llega al tramo último de lo indecible, un hecho que al hacerse no se puede admitir haberlo hecho y en que hablar sobre él se convierte en un insospechado sacrilegio. Se quiere confesarlo –porque la raigambre del crimen consiste en fundar un nuevo patrocino- y a un tiempo, no se puede hablar de él, pues la palabra misma que lo confiesa es la que fue también asesinada. Era inevitable que si el parricidio es –de todos los crímenes- el que más se aproxima a un crimen intelectual –es decir, es autopunitivo y autoreflexivo-, Shocklender buscara transcribir su drama en otro texto posible, un texto que hablara de “un sistema que reproduce este tipo de consecuencia”, y se refiere a cualquier consecuencia: la pobreza, la cohersión, la violencia, la tortura.

No es fácil saber qué cosa conduce a la lectura. Shocklender lee desde chico. Pero la literatura política y teórica a la que accede en la cárcel aparece como la apropiada para tratar de las explicaciones y los fines últimos. Sistemas, estructuras, tecnologías. Estos elementos no necesariamente componen el orden mental de un jefe, pero pueden serlo cuando se introduce en ellos el autor de un crimen, un tipo de crimen, que trata justamente de cómo una decisión inexplicable se puede alojar, y dar vida, a una articulación compleja de instancias y determinaciones. Y siempre sobre el soterrado modelo familiar, quizá la estructura subyacente a las demás estructuras.

Así se narra en la entrevista de Caparrós la aparición de Hebe: –Imaginate lo que fue tenerla ahí, que ella me quisiera conocer, me diera bola.
Me dice ahora Schoklender, fuma y fuma, y me ofrece otro café. El play room es luminoso, grande, bien dotado: un flipper de verdad, una rockola, el futbolín, los cuadros pop en las paredes. Debe ser para el hijo, pero las máquinas de diversión son fantasmas del padre, de un señor que nació en los cincuentas –y no de un chico del 2000.
–¿Y qué le habrá atraído a ella de vos?
–Creo que la rebeldía. Encontrarse con un tipo que no se doblegaba ante nada. Todo el tiempo puteando, peleando todo el tiempo. Y en esa época políticamente yo era un cuadro político revolucionario formado, faltaba el fusil y estaba todo.
Bonafini lo visitaba dos veces por semana, le llevaba sus platos a la cárcel; hacia 1993 lo convenció de que podía tener una vida afuera –y Sergio Schoklender pidió los beneficios que le correspondían: primero empezó a salir durante el día y por fin, en 1995, tras más de 14 años de cárcel, con dos tercios cumplidos, volvió a la libertad. Entre los informes que lo ayudaron a salir estaba el de la doctora Viviana Sala; tiempo después se casarían.
–¿Y en esos primeros encuentros con Hebe alguna vez hablaron del parricidio?
Le pregunto, ahora, tono grave: si él, preso por matar a sus padres, habló de su delito con esa mujer que el mundo conoce por su búsqueda de los asesinos de sus hijos. Schoklender baja la voz, baja la cabeza: estoy pasándome algún límite.
–No.
Dice, y no dice nada más. Hay un silencio. Yo le digo que él sabrá mejor que nadie que resultaba muy extraño ese encuentro entre alguien que peleó por sus hijos con alguien que mató a los padres, y él repite como si no me hubiera oído:
–No, nunca. Nunca fue un tema que habláramos. Jamás me lo preguntó.
–¿Y vos qué pensás?
–Nada, no tenía que ver con eso. Tenía que ver con que se encontraba con alguien en quien podía confiar. Que ponía todo lo que tenía al servicio de ella, que le explicaba las cosas, que trataba de darle coherencia a un discurso muy lleno de baches. Y así ayudé a construir un mito, a sostener un mito. Y bueno, después los mitos se te caen encima. Los ídolos tienen pies de barro y siempre se caen; el problema es cuando se te caen encima.
Dice, amargo. Pero, para eso, entonces, todavía le faltaban quince años.
El entrevistador es diestro; esboza su teoría del complemento, la mutua atracción entre el que mata a sus padres y la mujer que perdió a sus hijos. Los dos hechos tienen enormes diferencias y una secreta atracción respecto a que aluden a un desarreglo radical en la trama familiar. Pero la desaparición de los hijos de Hebe de Bonafini formaba parte de una trágica historia colectiva, la historia de la revolución y de la política armada en la Argentina. Shocklender acababa de incluirse en ella: “Y en esa época políticamente yo era un cuadro político revolucionario formado, faltaba el fusil y estaba todo”. Nuevamente aparece una frase fundamental –una estructura: la resistencia, el carácter tenaz frente a la adversidad, los textos y el fusil, marcados los primeros por su presencia y lo otro por su ausencia claramente mentada, su afirmada falta-, una frase que la pronuncia el jefe, el intelectual, el empresario. Tres figuras que se fusionan en la del prestidigitador que se ponía al servicio de la Madre pero para reconstruirla, “llenarle los baches”, ayudar a “construirla como mito”. La de Shocklender era una obra del pensamiento, de la planificación, de la razón ilustrada. Un tipo de iluminismo que había comenzado … ¿Cuándo?... ¿En aquel baúl del coche estacionado sobre Coronel Díaz que destilaba unas gotas de sangre, en el atributo mesiánico que escondía notoriamente el gesto de desafiar al sistema carcelario con sus verdugos e interrogadores? Frente a Caparrós se muestra reflexivo pero dice solo lo que hay en su lenguaje, que es mucho y también abundante de silencio. Un “silencio estructural”.

En toda la entrevista se presupone el parricidio. Pero no se lo acepta nunca. Es la verdadera fuerza de lo que acontece en el diálogo. Shocklender acepta la palabra. No la refuta, pero no acepta haber hablado sobre ello con Hebe. Trama una extraña teoría bíblica: forja de los mitos que luego –he allí el problema –“se te caen encima”. Este es el carozo banal de esta época: los mitos que rehacen a las personas. Tema periodístico, tema de Caparrós, entre tantos otros. Pero aquí, tenemos a la mujer que fue en rescate del caído, pues Hebe estaba interesada por el resistente pero también, es evidente, por el cismático y el hereje. Luego, en una parábola cruel, la creación se le cae encima al creador. El modo destructivo de Shocklender tiene un sabor arcaico, un gusto lejano pero reconocible. No se trata quizás de destruir para salvarse, sino es una destrucción que lo abarca, que lo seduce, que lo recrea, sí, pero como fracaso supremo del jefe e inventor de vidas. El experto en computación, aprendida también en la cárcel, por reformatear personas. Estos son los elementos de una gran fábula. Podríamos pasarlos enteramente por alto, provenientes de un mentiroso o un chantajista. Pero debemos mirarlos de frente porque poder no creerlos es también en ejercicio político que se hace introduciéndonos en los pliegues de lo que en esta entrevista se ha conversado.

La entrevista de Caparrós tiene los recursos de una entrevista de Caparrós. Desarticulación de los tiempos de habla, cinismo artístico, remoto apiadamiento, intento de no juzgar lo que se encarga a la justicia de los dioses, el interrogador sabiamente interesado por el interrogado, pero antológicamente siempre encima de él, luciéndose como un juez situado más allá del bien y del mal, y desde luego, poniendo la línea de diálogo del entrevistado antes de un “Dice” que coloca en el renglón de abajo. ¿Qué significa esto? Al parecer, significa la posibilidad máxima en la teoría de la entrevista, de que el entrevistador tome todo para sí. El “Dice” sorprende al lector, al creer que pertenece al entrevistado; pero es el entrevistador el que se lo atribuye –no se lo sustrae, es cierto- pero desde su capacidad de dominio del diálogo. Otras veces, luego de una frase del entrevistador, el renglón siguiente dice “Le digo”. Una forma de justicia.

El entrevistador, que en otro tramo de la entrevista recuerda sus antiguas clases sobre la entrevista –preguntarle a un desconocido lo que nunca le preguntaría a un amigo-, se convierte realmente en el interlocutor que sorbe para sí el néctar de una situación limítrofe, un poco a la manera beatnik, un poco como esos periodistas de la globalización que van al choque de lo humano demasiado humano. De todos modos, todas estas sutilezas y trucos ensimismados también realzan lo dicho por el entrevistado. Shoklender mantiene su ambigüedad, mantiene hasta cierto punto la figura de un maldito –el mismo se califica de monje negro- y no de aparecer como un gran fabulador ante un Caparrós que mantiene cierta distancia escéptica y se fuerza a creerle la teoría del Estado corrupto que esboza Shocklender. Robar es también una estructura de procedimientos, no un arranque de la conciencia degradada. Es una fatalidad de la que él solo reclamaba que se manejara como prudencia, que se detuvieran tan solo frente a su obra majestuosa y cesaran ante sus efluvios la mecánica de la sustracción, el reparto, el desvío de partidas o las prioridades que no eran tales. Dejemos claro esto: son sin duda formas de contraataque con vistas al proceso judicial. Pero provenientes de la inteligencia de un jefe, un matemático del mando y la tragedia.

Esos “dice” y “le digo” de Caparrós, por otra parte, son la mínima moralia del reportero, pues logra así darle a fraseos cotidianos un toque de sentenciosidad. El entrevistador lo usufructúa, al subrayar que para lo que “dice” Socklender sobre los mitos que se caen encima de los que los fabrican, “todavía faltaban quince años”. Es el tiempo que corre entre la remoración mítica y ese momento concreto de tiempo en que ocurre el reportaje. El entrevistador es el demiurgo que comprime la cifra del tiempo y expone indirectamente su tesis por boca de otro. La de los ídolos con pies de barro.

Por mi parte –introduzco aquí gazmoñamente mi persona-, he escrito bastante sobre Hebe como personaje popular, trágico y combatiente, piedra viva de un pensamiento que obedece por partes iguales a una juglaresca social y una desmesura beligerante y testimonial. Actúa entre la literalidad de sus envíos polémicos y el inextricable simbolismo del que es portadora, con el que crea poderes inflexibles. Entre lo implacable de sus juicios –con una contundencia estremecedora, un tribunal que emerge del fondo victimizado de la historia-, y la compleja inocencia con la que trata con toda clase de poderes establecidos. Entre dictámenes de desprecio contra los represores, de cuño arrollador, y abismos de la conciencia que van desde una oratoria sorprendente a un empeño de lucha que sale de la napa caliza de la más condensada vida popular. Allí, su fuerza. Y también sus fragilidades. Escribo lo que antecede en vista de la verdadera materia ígnea que contiene el encuentro Caparrós-Shocklender, del que solo estoy tratando de tomar sus consecuencias para una suerte de antropología literaria, aunque sé que no sería ésta una denominación correcta. Pero se entiende: menos trataremos la cuestión política a esta altura bastante obvia que significa la cuestión Shocklender, para detenernos un poco más en esa voz tan extraña que se animó y se anima a trazar un plan de vida, un cuadro de existencia, a partir de una autoelaboración personal que incluía un crimen, una redención, una ingeniería conceptual, un proyecto de conducción política –valga la redundancia- y una estilización de la figura del jefe como nunca se había dado en la historia argentina: como culpado y culpabilizador, como guerrillero imaginario y gerente de construcciones, como insurrecto amado por el pueblo y condenado por los poderosos, incluso por lo él “formateara”. Todas las vetas de la historia argentina contemporánea se daban cita aquí.

Sigue Caparrós, tomando algo del libro de Shocklender: –“Hebe era una mujer muy primitiva, de muy poca educación. Tenía muchas flaquezas humanas y yo era una máquina de tapar sus baches: había decidido sostener esa imagen falsa”, decís en el libro.
–Cuando me voy encontrando con esta realidad de ella, ya era mucho lo que había hecho. Habíamos organizado una biblioteca, la universidad, el centro cultural, la radio, un montón de cosas que me parecían valiosas. Me acuerdo que con Viviana vivíamos en un departamento atrás de esta casa, y lo hipotecamos para poder pagarles los viajes a declarar en la Audiencia Nacional con Garzón. Porque Hebe a eso no le daba bola, porque no lo entendía, no lo sabía. Pero vos fíjate que de ahí salieron cosas como la detención de Pinochet. Y después lanzamos el proyecto de la construcción...
Sueños Compartidos empezó en 2006: un programa de construcción de viviendas populares con un par de características distintivas. Por un lado, la decisión de contratar a pobladores pobres de las zonas donde trabajaban:
–No sabés lo que fue para mí la satisfacción de ver a esas 6.500 familias rescatadas de la marginalidad más absoluta. Vos pensá que para el 90% de esos trabajadores era el primer trabajo formal que habían tenido en su vida, gente totalmente indocumentada, que por primera vez pasó a ser ciudadana cuando le tramitamos su DNI, después el cuit, después un recibo de sueldo, que los sacamos de la calle, de cartonear o de andar juntando basura o de andar vendiendo droga o estar en la prostitución o de ser carne de estas organizaciones sociales entre comillas, de vivir del plancito, en los micros para los actos, como único trabajo. Que les dimos dignidad, les dimos alfabetización, un oficio... Y de la noche a la mañana, ¡pum!, toda esa gente que trabajaba con nosotros se quedó colgada de la brocha, pataleando en el aire. Esa gente no tiene red. Nosotros sí, nosotros vamos a sobrevivir, de alguna manera vamos a seguir. Pero ellos …
Por otro lado, dice después, está el sistema de construcción, su gran orgullo, que les permite trabajar rápido y bien, construir casas mejores y mucho más baratas.
–Y bueno, el precio para seguir adelante era sostener ese mito. Si vos querés, era tratar de darle un sentido más actual y más coherente a la lucha por los derechos humanos. Tratar de utilizar la potencia que tenía el símbolo para construir algo, no para destruir todo el tiempo. Y el precio era sostenerla a Hebe. Y qué sé yo, hicimos mucho. ¿Está bien, está mal? No sé. Hemos hecho cosas increíbles, he compartido con ella vivencias increíbles. Pero por otro lado, ¿cuánto de eso era verdad? No sé. Ahora no lo sé.

El Gran Constructor está hecho de cálculos. Se llama a sí mismo “máquina”. Máquina de tapar baches. Su conciencia, digamos mejor, la Conciencia del Gran Constructor está tamizada de esperanzas, estrategias políticas, remanejamientos del Mito, previsiones sobre el pasaje de la cuestión de los derechos humanos hacia una “potencia constructiva”. Por lo que debemos resumir otra vez. Es una conciencia calculista. Cálculo como suma de trazados políticos sobre las arenas de la política nacional hechos por alguien que conocía la raíz profunda de los estigmas y la sociología del progreso social. Shocklender intentó en algún momento de su trayecto –esa conciencia opaca capaz de tomar todos los motivos de época- absorber en su cuerpo poroso las virtudes del capitán de empresa y del ingeniero de sistemas. Por encima de los saberes clásicos y quizás sin saber hasta que punto aquel lejano encuentro de la Universidad con la Cárcel –en los cursos universitarios en locales penitenciarios-, era capaz de resumir las respectivas crisis, quebrantos e insuficiencias de las dos instituciones para colocarse él, fruto en verdad de ambas pero mucho más- como omnisciencia sublimada de un crimen probado que representaba todos los crímenes nacionales, todas las ilegalidades conocidas y todas las posibilidades miméticas de elaborar “potencias constructivas” como superhombre nietzscheano en las tinieblas de las oficinas más simbólicas de la nación.

Enfocar su vida como el proyecto de un pequeño vivillo, inconsecuente y traidor, un fantochesco magnate hedónico vestido con negras indumentarias, no le hace justicia a la envergadura de este poderoso drama de lo impensado y lo impensable de la historia nacional. Tampoco acierta Caparrós en su resumen del caso: “Cuando estalló el escándalo la estrategia del gobierno fue la más simple: correrse de un escenario incómodo y presentar todo el asunto como la lógica traición del parricida. Para eso tenían que olvidarse de que el parricida había sido, durante años, un invitado permanente. Y el parricida puteaba pero, en esa discusión, ¿a quién le creerían más personas, a la Gran Madre o al Asesino de la Suya?” No es posible que nadie pudiera pasar por alto la significación de la relación de Hebe con Shocklender, aunque se prefiriera comprenderla solo en su faz de redención social y construcción solidaria de soluciones laborales y habitacionales. Eso también era. Pero no lo era como un mundo ya revalidado frente a autoridades sapientes capaz de comprender al “recuperado”, sino como una apuesta casi pascaliana que caracteriza muy bien el presente momento argentino. Podía funcionar o no. Tenía todas las composiciones, todos los bocetos y todas las palabras enterradas con débitos ciertos ante los tribunales de explicitación de la tragedia argentina. El poder de mimesis del jefe era su ambición real, pues en la memoria nacional, un jefe es la mimesis de todas las posibilidades. Se le hacía difícil, con todo, ejercer esa jefatura sino ponía en juego su autodidactismo imantado –por el parricidio confuso, sucedido o no sucedido –entonces: sucedido-, su oscura voluntad de ingeniero de vidas, su oculto hedonismo de asceta, su ambición de empresario que iba más allá del mercado, pues también trabajada con las almas, superando los foucaultismos, los análisis de psiquiatría institucional, la antipsiquiatría de la emancipación y las sociologías de la liberación popular que recorrían los pasillos de la cárcel de Caseros en sus tiempos de universitario-jefe de carceleros.

Su mundo mimético corría con velocidad por todos los canales internos del lenguaje social y político argentino. Asumía ropajes inéditos porque todo le parecía permitido, y de alguna maneta tenía razón. No es posible saber el grado de veracidad que tienen sus historias porque él tampoco lo sabe. Su noción de la jefatura no tenía cuño tradicional, sino un toque zarathustriano que seguramente habría obtenido de sus clases en prisión con algún docente nietzscheano. No me parece verosímil lo de las armas en los sótanos de la Universidad de Madres, aunque sí me parece una tortuosa alegoría el hecho de que alguien se convierta en jefe –“uno de los primeros hackers”- en los centros universitarios de las cárceles de Caseros y Devoto, y luego, en otra Universidad, que corresponde al proceso que hace décadas viene resquebrajando las paredes clásicas de la universidad mientras se refuerzan por otro lado los lenguajes académicos, se presente como el salía a robar para mantenerla. Consideremos todo esto, pues no escribo ni un artículo político ni jurídico, parte de una gran leyenda nacional. La mimesis de Shocklender involucra la guerrilla, la universidad, la informática, los negocios de construcción, el estado, el kirchnerismo, el turismo selecto, la patronal generosa que crea trabajo para miles de obreros, y para concluir el círculo de Cárcel-Universidad-Estado-Madres-Mito, una teoría sobre la flotación etérea de los dineros públicos que concluye en una imputación generalizada a los estilos de gobierno.

Es un verdadero manual que está a la escala de los grandes estafadores que llamaron la atención a escritores como Proust o entre nosotros, a José Ingenieros. El caso Lemoine, que Proust escribe simulando la prosa de numerosos escritores franceses de la época, en un alarde de sutileza y quisquillosidad, o el caso de Lemin Terieux, entre tantos otros simuladores que estudió la naciente psiquiatría argentina. No es de creer en ella. Decimos esto por los juegos literarios que permite, que son juegos de velamiento personal y autoconstrucción biográfica que parten de una alucinación esencial que es la del parricida que al fin se convierte en alguien que utiliza la fuerza horrísona de un hecho que lo revalida aun en el caso que no lo haya cometido. No podía creer el Estado que “se había recuperado”, pues ese pensamiento edificante y redentor, no es propio de las condiciones en que se comprenden y ejecutan hoy los actos de Estado. Es que no existe tal asunto de la “recuperación”, más que para una visión autocomplaciente del sistema carcelario. Es cierto que los estados modernos quieren darle otro nombre al pastoreo de almas y hacen bien en sentirse en el lugar adecuado cuando vuelven a enviarlas a sendas de amparo y autocrítica de los daños cometidos. Pero la cuestión tiene más dimensiones, y las que existen en la cárcel entendida como centro de lenguajes especializados en la construcción de poderes tensos, con contratos de violencias sórdidas, supremacías coactivas y saberes encerrados en técnicas de sobreviviencia, suelen ser superiores a la lengua universitaria, en general ligada a unas pocas dimensiones superpuestas pues triunfa en ella el docto saber. La lengua universitaria, entonces –como bien lo descubrió Shocklender, y bien lo intuía Hebe- es una más de las lenguas del saber real, que como lo sabe todo lector de Gramsci, puede surgir en condiciones de encierro, que es donde se medita sobre el poder y la fábula. Shocklender dice que estudió sociología, abogacía y teología en la cárcel. Fue informático y lector de textos políticos. Interdisciplina total. No importaban las carreras sino el andamiaje de palabras –quizás los títulos- que servían para producir situaciones de dominio. Se imaginó una alteridad guerrillera, la de un cuadro político, un empresario del conocimiento –fabricaba apuntes masivos para la universidad de afuera-, la de un Gestor de Estado.

Sus observaciones sobre la realidad política y sus tantísimos personajes son agudas. Pero sin duda, se equivoca al hacer estas especulaciones –por otro lado, poseedoras de la fascinación que produce el fanático o el acorralado-, pues el mundo real se rige por más normas que la que un alucinado se permite para su propia vida. La fábula de Shocklender, sin embargo, nos toca a todos porque es una historia que ronda los mitos sociales de nuestra época. Nos ha afectado, en el sentido de la promoción de un sentimiento punzante, de indescifrable dolor en el cuerpo de la memoria y en nuestra propia urdimbre de explicaciones sobre las sombras que atiborran de muerte el pasado inmediato. Pero ha revelado también zonas oscuras de nuestras propias percepciones políticas. La historia de Shocklender, si se quiere, es muy fácil de contar. Un desatino genealógico lo llevó a probarse como hombre en la ergástula de los desamparados y los inquisidores. Fue victimario y víctima, y partió de este último estadio para un proyecto de dominación que incluía una desmesura insolente y vil, la de creer que él había forjado el “mito de Hebe”, pasando por alto los hechos reales de una historia nacional turbada, que era la que realmente había convocado y producido –en el sentido vital y fenomenológico- a la propia Hebe.

Por su lado, Hebe tenía un sentimiento limítrofe sobre las conciencias, dado por su apego a las formas primeras del combate puro, ofreciendo el cuerpo a los golpes, poniéndolo sin cálculos en los lugares en que pudiendo no estar, también llegaban los ramalazos del terror: plazas públicas, sacristías, vicariatos, embajadas, medios de comunicación. Hebe aprendió a reconocer símbolos y saberse símbolo ella misma. En ese aprendizaje no se privó de cultivar herejías. Buscaba estilos sacrílegos, fundados en una lengua directa de condena que no desea ponerse ella misma bajo la protección de destiladores o tamices. De esta última forma se habla, pero Hebe no. La atraía la injuria en nombre de las víctimas y los desterrados, y los grandes actos que producía salían de la simplicidad apabullante de una lengua dicha sin más, en la soberanía directa de su propio apóstrofe. La demasía de los justos.

Casi es lógico decir que se interesaba por Shocklender por un golpe de intuición elemental respecto a la comprensión de una sociedad argentina cuyo catastro último de comportamiento puede ser la incuria, la necedad, el deseo nunca puesto bajo examen de resolver las grietas de la vida con ensañamiento y sangre. Shocklender venía de allí y decidió ser a un tiempo una vida expiatoria y un gerente sin registros ni normativas. Se forjó como monje de la saga rasputinesca y leyó lo suyo en el cuaderno de los grandes poderes informales de la época, donde el inventor informático se convierte en santo y el hacker en jefe de proletarios de una empresa paraestatal. Era demasiado para todos y para él mismo. La sorpresa que traía a la política argentina se vuelve ahora un índice de sospecha sobre las denuncias que hace, en cuyo centro se halla la admiración del asceta por la vida omnipotente, cuyo único hedonismo es el de trascender, despreciar y a la vez utilizar los pobres firuletes que cualquier Estado realiza para sobrevivir en medio de las tormentas de una época. Pero esto quiere decir una sola cosa: hay que escucharlo para desentrañarnos nosotros mismos, y valorar esta pieza periodística de Caparrós, propia de una gran escuela de entrevistas, no porque en su fondo explícito no quiera ser dañosa o irritante, y sin duda lo es, sino porque contribuye a que sigamos buscando las palabras nuevas que precisamos para trascender estos tropiezos, o por lo menos, para que no se conviertan en objetos mudos que se resisten a lo que debe ser una lúcida averiguación.

*Sociólogo y ensayista. Director de la Biblioteca Nacional


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