29 abril 2011

Política y Sociedad/La igualdad, la democracia y los incontables de la historia/Forster Ricardo

La igualdad, la democracia y los incontables de la historia (parte I)*

Igualdad y Democracia exige pensar de qué manera se puede hacer compatible el ideal igualitario, la suma de los que quedan fuera de la suma en la distribución de los bienes materiales y simbólicos y su constitución en “pueblo” o en “multitud” que presiona contra la naturaleza desigual del capitalismo.

Por Ricardo Forster**
(para La Tecl@ Eñe)

Reflexionar políticamente sobre la cuestión, siempre acuciante, compleja y litigante de la “igualdad”, implica acercarse a su núcleo olvidado y, también, a aquello que la sigue colocando en la dimensión de lo subversivo, es decir, de lo que no puede ser reducido a la lógica despolitizadora del capital-liberalismo. Supone interpelar lo que de la democracia se pone en juego cuando la inquietud gira alrededor de la suma de los muchos en un sistema de cuentas que suele eludir la aritmética de los iguales en nombre de una naturalización de la desigualdad. Pero lo hace también asumiendo la diferencia y la diversidad como proliferación de multiplicidades en el interior de los iguales y nunca como negación homogeneizadora, abriendo, de ese modo, el puente de ida y vuelta entre la igualdad y la libertad, esa extraña pareja que se ha llevado tan mal a lo largo y ancho de la historia pero de cuya intercambiabilidad depende el destino de la propia democracia.
Siguiendo el hilo de esta reflexión nos encontraremos con otro de los puntos problemáticos del debate contemporáneo, de un debate que atraviesa la propia idea de “democracia” y que nos retrotrae a la operación de reducción de cierta perspectiva progresista a un republicanismo virtuoso y devorado por su matriz liberal en detrimento de la propia tradición democrática. Pero también nos exige pensar, en el interior de la demanda de “igualdad”, las relaciones, no siempre transparentes, entre las singularidades y las multitudes; o, dicho de otro modo, de qué manera se puede hacer compatible el ideal igualitario, la suma de los que quedan fuera de la suma en la distribución de los bienes materiales y simbólicos, su constitución en “pueblo” o en “multitud” que presiona contra la naturaleza desigual del capitalismo y la reivindicación de la parte individual de los incontables (la cuestión del Estado de derecho, el respeto a las libertades individuales y a la división de poderes, la protección de las minorías, aquello que Alexis de Tocqueville teorizó a partir de la sospecha, alarmante para su espíritu liberal-conservador, de “la tiranía de la mayoría” como resultado de la proliferación democrática). ¿Puede la democracia sentirse afectada y arrinconada cuando la multitud popular se presenta en el Ágora para exigir el cumplimiento de su promesa de origen? ¿Hay democracia fuera del litigio por la igualdad? ¿Cómo pensar una república democrática que, recuperando el concepto de “República de los iguales”, no quede anclada en una tradición meramente liberal como viene sucediendo entre nosotros? ¿Puede despejarse, por incompatible, la presencia tumultuosa y conflictiva de las masas de aquello que se denomina “República democrática”? Dilemas de una época, la nuestra, que vuelve a enfrentarse a aquello que se creía anacrónico y vetusto, a aquello que la hegemonía del capitalismo neoliberal había creído para siempre deslegitimado y arrojado al tacho de los desperdicios ideológicos. En nuestro país, pero también en otras geografías latinoamericanas (y ahora en Túnez y Egipto), regresa lo espectral democrático junto con los actores olvidados y ninguneados.
En una época dominada por la economía de mercado, la globalización de las mercancías, la proliferación insustancial de individuos atrapados en la homogeneidad del consumo y la nihilización posmoderna de toda intervención en la escena de una realidad desnutrida de su materialidad, el regreso de la multitud o del pueblo, la irrupción de las masas constituye un escándalo de la razón, una imposibilidad respecto a una percepción del mundo que no puede mirar aquello que ha quedado fuera de su alcance porque perteneció a otro ciclo de la historia. Y sin embargo, y más allá de este “obstáculo epistemológico” –tomando prestado el concepto bachellardiano- ha sido el propio sujeto ausente, la multitud ya no espectral, la que ha reingresado a la escena argentina de un modo que ha causado una extraordinaria sorpresa en todos aquellos que habían decretado su defunción. El dominio de la ideología de un capitalismo postproductivo traía como una de sus consecuencias fundamentales un doble vaciamiento: de la política como lenguaje del conflicto y del sujeto social capaz de encarnar la disputa por la igualdad. Lo que resultó intolerable de la irrupción kirchnerista fue su a deshora, la absoluta anacronía de su presencia en un tiempo de clausura en el que sólo podía ser reconocido el pueblo como objeto de estudio de historiadores y antropólogos, de sociólogos y psicólogos pero ya no como sujeto del cambio histórico. En ese retorno de lo inesperado, en esa vuelta de tuerca de lo ausente, radica el escándalo de lo que en otro lugar he llamado “el nombre de Kirchner”. El litigio que atraviesa la vida democrática, invisibilizado pacientemente por los dispositivos ideológico-culturales del sistema, se ha vuelto a hacer presente recobrando, en parte y bajo nuevas perspectivas e invenciones, lo que desde siempre se guarda en la memoria de las multitudes y que, bajo determinadas circunstancias, vuelve a emerger para reintegrar la parte de los incontables en la suma de la distribución.
Mientras la democracia se desplegó sin regresar sobre la cuestión de la igualdad no hubo incompatibilidades entre el poder real (las corporaciones económico-mediáticas) y la continuidad de un estado de derecho asentado sobre un supuesto orden republicano. Queda como una tragedia de la vida latinoamericana de las últimas dos décadas del siglo veinte que, una vez dejados atrás los años dictatoriales, se ingresó a un tiempo dual caracterizado por la recuperación de la democracia y la proyección exponencial de una desigualdad inédita que acabaría siendo la mayor de toda la historia del continente, superando incluso a la de África. Mientras se avanzó en esta esquizofrenia estructural lo que se impuso fue una retórica del consenso y del fin de los conflictos asumiendo que la globalización y la unipolaridad constituían el punto de cierre de la historia. Junto con el triunfo económico del neoliberalismo se desarrolló, a su vez, una profunda metamorfosis del imaginario social y cultural que acabó por avalar ese giro de la realidad hasta alcanzar la forma de un nuevo absoluto caracterizado desde los engranajes entrecruzados del mercado y de la industria del espectáculo. El neoliberalismo fue, entonces, mucho más que un trastrocamiento del capitalismo de producción para reemplazarlo por la matriz especulativo-financiera. Su “verdad” hay que ir a buscarla a lo recóndito de los lenguajes hegemónicos que se constituyeron en los ejes principales de la visión dominante del mundo.
En un estupendo y medular reportaje, Nicolás Casullo se detuvo a analizar estas profundas transformaciones que se han venido produciendo en la sociedad contemporánea y lo ha hecho haciendo eje en la estetización de los sujetos y de la política, remarcando la función central de los lenguajes mediáticos y de la industria de la cultura. “Hoy estamos en una cultura que hace política, más que en una política que hace cultura o que se dedica a la cultura los viernes a la noche en el salón de actos. Esto segundo ya no ilumina. Porque el tema que nos atañe a todos es en realidad un tema cultural: la confrontación ahora es por legitimidades en un mundo deslegitimado. Es por imaginarios a imponer, por estados de ánimo a ‘operar’, por ficcionalizaciones de lo real, y por el realismo de las ficcionalizaciones”. Allí se inscribe, con la fuerza de lo que se graba con fuego, el núcleo “espectacularizante” que el capitalismo neoliberal le ha impreso a esta época y, de ahí también, la colosal importancia de los medios de comunicación que se han convertido en el locus “verdadero” por el que se filtra inevitablemente aquello que hoy se denomina “la realidad”. Sigue afinando su análisis Casullo: “Y se refiere esta pregunta sobre cuáles son las nuevas subjetividades, cuáles son sus mundos resimbolizados, resignificados. Cuál es el status de las representaciones que definen los nuevos sujetos. Esta es una pregunta de corte estético más que político. Atañe a la sensibilidad, al yo, a lo privado, a la puesta en escena, al inconsciente, a la imaginación, a la fantasía, a la imagen de las cosas, a la edición de las cosas, al mito de la individualidad. Es decir, territorio estético”. Es en esta reconfiguración de los sujetos y de las cosas en la que se inscribe el vaciamiento de las materialidades y de una escena puramente articulada desde la lógica de la discursividad estético-ficcional. En su interior, pero rompiendo su núcleo de ficción, se juega la batalla por el sentido.
“La institución de la igualdad, señala con elocuencia Tatián, comienza por una declaración que desmantela los ordenes jerárquicos autolegitimados como naturaleza de las cosas; en ese sentido, estrictamente toda igualdad es an-árquica y deja vacío el lugar del poder –a partir de entonces apenas un lugar de tránsito, ocupado siempre de manera alternada y provisional. Igualdad es ante todo irrupción de un régimen de signos que sustrae la vida visible de la jerarquía, la dominación, el desdén, el desconocimiento, la indiferencia o el destino en tanto efectos de la desigualdad.
Iguales no quiere decir lo mismo. Como idea filosófica, según se busca proponer aquí, la igualdad se opone al privilegio, no a la excepción; a la desigualdad, no a la diferencia; a la indiferencia, no a la inconmensurabilidad; a la pura identidad cuantitativa que torna equivalentes e intercambiables a los seres, no a las singularidades irrepresentables –en el doble sentido del término. Es el alma de la democracia en tanto juego libre de singularidades irreductibles, abiertas a -y capaces de- componerse en insólitas comunidades de diferentes (de “sin comunidad”), conforme una lógica de la potencia inmanente a esa pluralidad en expansión -alternativa a la trascendencia del Poder-, definida como ininterrumpida institución de sus propias formas, y por tanto afirmativamente –lo que según entiendo quiere decir que no requiere de la impotencia de otros para su ejercicio e incremento sino, por el contrario, más se extiende cuanto más común. Así concebida, en tanto teoría y práctica de una igualdad libertaria, quizá democracia sea el equivalente de un “comunismo de los singulares” –según la expresión, acuñada y dejada sin explicitar, por el último Sartre. La igualdad permite que haya otros. La igualdad es el reino de los raros”.
Democracia como resistencia al Poder que reduce, de manera sistemática, las singularidades, pero también como deseo de darle forma al encuentro de lo diverso sabiendo, de todos modos, de su condición de ideal que se encuentra, una y otra vez, ante la dura resistencia de una realidad poco atenta a esa condición “an-árquica” de una gestualidad democrática que no se deja encerrar en fórmulas desvitalizadoras que suelen ser lo propio de un tiempo del capitalismo, el nuestro, que sólo la nombra para desactivarla y vaciarla de esos contenidos igualitarios. Democracia, tal vez, como horizonte de una sociedad que se niega a permanecer estancada en un orden de sentido que se muestra como antagónico a ese “comunismo de los singulares” lanzado al ruedo de las ideas querellantes por el último Sartre. También democracia como lo imposible que, sin embargo, insiste desde lo profundo de la historia para recordarnos lo que permanece sin resolución, aquello que la acompaña desde sus orígenes griegos y que se fue desplegando de mil maneras distintas en la multiplicidad de experiencias populares que, a lo largo de un itinerario zigzagueante y espasmódico, nunca han dejado de seguir litigando por aquello que no ha terminado de sumarse en la cifra de la igualdad.

*Esta es la primera entrega de un artículo que forma parte del próximo libro de Forster, de pronta aparición.

**Ricardo Forster es Doctor en Filosofía y ensayista.

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ Perseguidos, estigmatizados y censurados/González Horacio

Perseguidos, estigmatizados y censurados

Por Horacio González


(para La Tecl@ Eñe)

Recientes episodios que cuando pase cierto tiempo tendré ocasión de repasar más serenamente, me llevan a pensar en la condición de los medios de comunicación contemporáneos. Evidentemente, no son ellos los que promueven la censura en el sentido clásico, es decir, la voz del Estado o del Príncipe disponiendo los límites para la proliferación del sentido. El “estado de los medios”, desde por lo menos hace medio siglo, descansa especialmente en numerosos actos preparados para correr las diversas fronteras de interdicción, sea para temas domésticos o de moral pública, de lenguaje íntimo o expresión en lengua colectiva. Se puede decir que los medios masivos construyen otra lengua; lengua franca que elabora sus recursos suprimiendo en lo posible todos los arbitrios de cancelación de los que gozaban las instituciones del Estado. Es cierto que sigue habiendo controles, hay multas, tal o cual ofensa a la “moral pública” que traspasa generosamente las “convenciones”, puede ser amonestada.
Pero no concebiríamos los medios de comunicación actuales sin un acto general de supresión de los tabiques, sobre todo lingüísticos y en segundo término de imágenes, para que se imponga un uso desembarazado de lo que pudo considerarse en “tiempos pre-mediáticos” como “ofensivo al pudor”. Imaginar, por ejemplo, que la televisión no pueda regir su propio campo de lenguaje sin parapetos conservadores impuestos por la “tradición, la familia y la propiedad”, es casi imposible. Alteraría la base de la construcción de su mercado y sus sujetos, públicos multifacéticos pero amorfos que durante siglos esperaron esta manumisión ante la ansiedad de investigar y dar a conocer la trama última de las vidas privadas, aquel viejo secreto burgués que parecía impenetrable. La noción de escándalo, que hizo las delicias de la novelística del siglo XVIII, debía ser derrumbada. Y esa toma de la Bastilla, que ocurrió en las escenas comunicacionales del siglo XX, significó realmente que los medios podían disponer libremente de sus límites acudiendo por un lado a lo que reclamaban sus audiencias, y por otro lado autoimponiéndose los retoques necesarios para no jugar demasiado con los leones dormidos de la censura estatal, que se preservaban en estado de latencia.
Se dirá que hubo dictaduras y totalitarismos que prolongaron cierto ideal de control sobre los medios, hay frases muy conocidas que relativizan su poderío (en 1955 caímos con los medios a favor y en 1973 volvimos con los medios en contra, habría amortiguado Perón) y nadie cree que se pueda hacer cualquier cosa que decida el gerente de contenidos, pero lo esencial de la época lo establece el autodominio idiomático e icónico que caracteriza la era comunicacional. La televisión simula consultar a “expertos” o “doctores” pero en lo esencial se autoabastece de reglas y saberes. Un aparato mediático fuertemente internacionalizado determina a diario millones de “contenidos” (eufemismo que revela apenas la minusvaloración que se hace de la intrincada materia cultural), que componen los parámetros de la cultura mediática, una retórica general de la vida y las cosas generalizables para todas las criaturas humanas, un theatrum mundi que nada debe envidiarle a los tiempos barrocos.
Qué va, qué no va, hasta correr algo de horario tiene valor en cuanto a definir en el cedazo infinito de los medios, lo que puede salir a luz luego de insondables decisiones que solo entran en estado de excepción cuando irrumpen grandes catástrofes o accidentes. La isla de edición se convierte en un recurso técnico, artístico y ontológico. He allí una de las claves de la situación, pues el control sobre los “contenidos” (por primera vez en la historia de la civilización se lama así a las obras generales de cultura, haciéndolas depender de una “forma” técnica), adquiere la forma de la libertad y sin embargo propone un ámbito donde se deciden exclusiones, itinerarios, permisiones, salvoconductos, ascensos y caídas. Son formas de la libertad condicionada, en medio de sus situaciones concretas –tal como dijo la gran tradición filosófica del siglo XIX-, pero aquí se sustituyen las formas ominosas que en el pasado empleó el Estado para amputar las disidencias por aceptables y consensuadas decisiones de descarte que, por lo demás, cuentan con el aval de la teoría del montaje, joya irremplazable de la revolución cinematográfica.
La arcaica función del estigmatizado, el hombre lastimado que debe ser excluido para confirmar que la comunidad tiene autodefensa, pero también la función del perseguido, esencial figura que guarda una verdad marginal que la sociedad alguna vez reconocerá, son hoy estilos comunicacionales heredados de viejas leyendas que todos escuchamos alguna vez. Los recursos a la estigmatización y al perseguido que se le da la oportunidad de una reparación son movimientos profundos del pensamiento popular que el corazón de la televisión recupera: no la televisión que transmite fútbol, se dirá. No la televisión que entrecruza opiniones políticas, se dirá. Pero ellas también. Ellas también se constituyen dentro de la trama de selectividad de imágenes, de darwinismo hacia los contenidos multivariables, para dejar sobrevivir unos pocos racimos de significaciones que son en definitiva las que dan su soporte a la globalización de las inflexiones del idioma. Retiradas las articulaciones y planos diferenciales del lenguaje –el íntimo, el sexual, el “prohibido”, el soez, el conspirativo, el ceremonial y público, etc.-, quedan papillas enteras de formas de habla que asemejan la plena libertad de decir. En realidad, se han levantados las “censuras” en un acto que es por partes iguales plebeyo y democrático, pero también del mercado de las decisiones comunicacionales. En este caso, llaman política anticensura al acto de empobrecer el habla, extirpándole los separadores implícitos que regulan ancestralmente los idiomas hablados, dándoles una diversidad de planos que todo hablante sabe manejar diestramente según el motivo, la oportunidad, etc. Si eso se pierde, se pierde la diversidad y espesura de la cultura.
Pero falta algo más: el uso del concepto de censura, herencia de las viejas luchas del liberalismo antiabsolutista, para aplicarlo a cualquier cuestión de disidencia que puedan adjudicarle a las instituciones públicas cuando tienen opiniones antagónicas a la cirugía mercadoplástica de los “contenidos”. El dominio y expropiación del concepto de censura como epíteto contra los discordantes culturales que desean presentar alternativas diversas al monocorde estilo cultural de la globalización, queda pues amenazada por el estigmatizador epíteto: “censura”. Vastos públicos que están en peligro al ser la coreografía interna de esta administración de “mensajes” –y es sabido: el mensaje es el medio-, piensan que están recibiendo el último capítulo de las luchas inquisitoriales, cuando en verdad son el terreno esencial de las operaciones más importantes para proceder a una nueva estratificación cultural. “Culturas altas” y “culturas bajas”, pero ya no como un juego que produjo la propia historia cultural según las escisiones histórico sociales, sino como un arquetipo previamente dispuesto para guiar el gusto y las prácticas de habla según los demiurgos del “target”, que suelen generar comportamientos antes que encontrarlos realizados en las práctica social efectiva. Podemos convivir perfectamente con estos fenómenos; lo que no podemos es aceptar que tergiversen y disfracen las históricas luchas contra las censuras, con los velos de una abrumadora construcción tutelada del gusto cultural y del resabio autónomo de las lenguas.



*Sociólogo, ensayista y Director de la Biblioteca Nacional

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ El país en una pugna por la hegemonía/Mocca Edgardo

El país en una pugna por la hegemonía.

Es sabido que los cambios históricos de las sociedades no están fraguados en sesudas deliberaciones teóricas sino en la experiencia colectiva. Y sobre todo la experiencia de las crisis y la sensación de que las viejas certezas se disuelven en el aire en medio del sufrimiento y la incertidumbre de grandes masas de personas. Sin embargo, las crisis nunca determinan por sí solas el modo de salida de las crisis y el sentido en el que se las supera. Eso es un asunto de la política. Y un asunto de hegemonía

Por Edgardo Mocca*
(especial para La Tecl@ Eñe)

Ante la proximidad de las elecciones presidenciales, es completamente natural que el debate político gire en torno a qué partido o coalición vencerá en esa puja. Superpuesta con esa cuestión, hay, sin embargo, otros dilemas que la política argentina está resolviendo en estos días. Tienen que ver con la situación de nuestra democracia y con el modo de hacer política en la Argentina.
A fines de diciembre de 2001 entró en crisis mucho más que un gobierno e incluso que un plan –el de la convertibilidad del peso en dólar- que signó la brusca reconversión estructural de nuestro país en sintonía con los vientos mundiales abiertos por la revolución neoconservadora en los países centrales y elevado a la condición de paradigma rector de los asuntos mundiales desde la caída del muro de Berlín y la implosión del así llamado mundo socialista. Envuelto en el más absoluto desprestigio social y en la indignación de vastos sectores populares, se derrumbó en aquellos días finales de 2001 una visión de la política como mera administración pasiva de un sistema de reglas y valores inamovible. Todos recordamos aquellas épocas en las que la sola referencia al “riesgo país” condicionaba y finalmente clausuraba todo debate político sustantivo. Hasta la oposición al menemismo adoptó, en la década del 90, el régimen de certezas que sostenía una virtual naturalización de la necesidad de que el país se adaptara a los cambios mundiales sin disponer de ningún proyecto propio de inserción internacional ni de desarrollo interno. El lenguaje político de la época estaba colonizado por las metáforas de la economía neoliberal; la privatización, la desregulación, la apertura indiscriminada de la economía eran en ese léxico equiparables a la ley de gravedad: así de vano resultaba intentar salir de esos postulados.
Nuestra crisis de 2001 fue reinterpretada en los círculos hegemónicos del viejo régimen en descomposición como un producto de la falla de un sector definido de la sociedad, la así llamada “clase política”. El neoliberalismo no había fracasado, se decía, sino la incapacidad y la venalidad de quienes ocupaban los principales sitios del gobierno y la representación política en general. Curiosamente, la misma concepción antipolítica que había alcanzado posiciones dominantes en el discurso político durante la década del noventa se situó en el centro de la escena a la hora de explicar la crisis y explorar los caminos para salir de ella. Con mucho cuidado se despegó la crisis argentina de un proceso mundial que ya daba muestras del agotamiento de la globalización neoliberal. Nuestro derrumbe, junto con la crisis asiática, rusa y brasileña que la precedieron, fue presentada como un acontecimiento puntual que no debía ser considerado una señal de alarma más general sino como la consecuencia de muchas y muy variadas causas, todas ellas ligadas al carácter de los argentinos, su falta de voluntad de ser un país grande e importante, su exagerada autoestima o “razones” de ese género. Con el paso de los años, hoy tenemos la oportunidad de pensar nuestra debacle como un capítulo de una larga y no terminada saga crítica de un modelo de desarrollo a escala global: el que encabezado por la fracción financiera del capital consumó desde mediados de los años setenta una verdadera autorrevolución que desplazó al viejo capitalismo fordista-keynesiano e impuso la reestructuración neoliberal.
Es sabido que los cambios históricos de las sociedades no están fraguados en sesudas deliberaciones teóricas sino en la experiencia colectiva. Y sobre todo la experiencia de las crisis y la sensación de que las viejas certezas se disuelven en el aire en medio del sufrimiento y la incertidumbre de grandes masas de personas. Sin embargo, las crisis nunca determinan por sí solas el modo de salida de las crisis y el sentido en el que se las supera. Eso es un asunto de la política. Y un asunto de hegemonía.
Antes de seguir, es necesario llamar la atención sobre la disputa alrededor del término hegemonía. El pensamiento liberal-institucionalista sobre los sistemas políticos ha colocado el término en el lugar de enemigo del régimen democrático. El politólogo italiano Giovanni Sartori situó, en su clasificación de los sistemas de partido, al régimen de “partido hegemónico” como el más cercano, entre los sistemas partidarios, al de “partido único”, es decir el sistema en el que desaparece lisa y llanamente todo pluralismo político. Donde existe el “partido hegemónico”, dice Sartori, pueden existir otros partidos distintos al que ejerce el poder, pero solamente funcionan como decorado legitimador de un dominio incontestado, sustentado en el fraude, la violencia o la desigualdad estructural de los recursos entre quienes disputan el poder. El caso emblemático que ilustraba el concepto era el de México en las décadas de gobiernos del PRI. Hegemónico no era, entonces, el partido que ganaba varias elecciones seguidas –al que llamaba “dominante”- sino aquel cuya victoria podía descontarse y no estaba expuesta a una competencia mínimamente igualitaria.
La acepción liberal de la hegemonía sustrae las cuestiones sustantivas de lo político y sitúa en el centro exclusivo de su mirada la cuestión de las formas y los procedimientos. El temor a los abusos del estado, tema constitutivo de los liberalismos a lo largo de la historia, lo lleva a desconocer la otra cara del problema: el peligro muy visible en las sociedades del mundo de hoy de la amenaza que comporta la concentración del poder económico para la libre expresión de la soberanía democrática. Lo contrario de la “hegemonía”, en el discurso liberal sartoriano, es la “alternancia” entre partidos en el gobierno, virtuosa en sí misma, más allá de las consecuencias de sus políticas para la vida de la sociedad. El discurso se inscribe en un concepto minimalista de la democracia que la sitúa estrictamente en el nivel de los procedimientos, sin demasiada preocupación (curiosamente) por la situación del “demos” y por sus posibilidades efectivas de ejercicio de su potestad soberana. No es difícil ver la perfecta funcionalidad de este cosmos teórico con la doctrina del “estado mínimo” resurgida con enorme potencia a partir del pensamiento neoliberal a la Hayek.
La palabra hegemonía funciona de manera distinta en el discurso del político y pensador italiano Antonio Gramsci. Sin renunciar a su filiación leninista, Gramsci sostenía que la revolución no podía tener lugar en el mundo occidental (concepto histórico-político y no exclusivamente geográfico) en las mismas formas en que había ocurrido en la Rusia zarista. En los países occidentales no se trataba del “asalto al poder” sino de su “asedio”. La disputa central debía ser por la conducción político-cultural del bloque social de las clases subalternas. Esa conducción, que no equivalía al dominio basado sobre la coerción era lo que en ese juego de lenguaje se llamaba hegemonía.
Visto desde esa perspectiva nuestro desarrollo democrático a partir de 1983 puede ser interpretado como una disputa hegemónica, sin que eso suponga, por sí mismo, la negación de la vigencia de las reglas democráticas y constitucionales. Después de un primer período posdictatorial signado por el restablecimiento de las instituciones del estado de derecho después de la barbarie dictatorial, desde los últimos años del gobierno de Raúl Alfonsín se abre paso un proceso de conquista de la hegemonía por parte de la neoliberalismo, un extremadamente simple relato ideológico que triunfó con la bandera del fin de los grandes relatos. Los años de Menem y de la Alianza son tiempos de plena competencia política en los que ningún partido asume una posición dominante y mucho menos hegemónica, como lo demuestra el hecho de la alternancia entre los dos principales partidos. Pero es en esos años cuando se consolida una incontestada hegemonía político-cultural, la del neoliberalismo.
La crisis de 2001 marca el fin de una larga etapa histórica en la Argentina. El inicio de esa etapa puede situarse en el triunfo menemista de 1989 que desencadenó las así llamadas “reformas estructurales de mercado”, nombre que en esos tiempos encubrió la plena adaptación del país a los postulados del Consenso de Washington. Pero también puede reconocerse el final de un tramo histórico más prolongado, el que empieza con el golpe de 1976. La dictadura es la forma política brutal de una transformación regresiva comenzada con el tristemente célebre “rodrigazo”, en referencia al ex ministro de economía Celestino Rodrigo. A partir de la asunción de la junta militar y el comienzo del terrorismo estatal se consuma en nuestro país un proceso de reconversión política, social y cultural cuya influencia se proyecta hasta nuestros días. La destrucción de la Argentina industrial y el desmantelamiento sistemático de las instituciones del estado social argentino conformaron el suelo cultural que no pudo ser resuelto por la democracia reconquistada en 1983: la caída del gobierno de De la Rúa y el derrumbe de la convertibilidad constituyen el último acto de ese país que llegó a mostrar el trágico paisaje social de la desocupación y la exclusión masiva.
Hay dos líneas interpretativas principales del proceso político abierto en 2003, y particularmente la conflictiva etapa que se desarrolla a partir de 2008. Una de ellas supone que las tensiones políticas de los últimos años obedecen esencialmente al sello conflictivo que Néstor y Cristina Kirchner imprimieron a sus gestiones. Se postula, así, una construcción deliberada y artificiosa de confrontaciones sociales, económicas e institucionales, cuyo sentido íntimo es la acumulación de poder en manos del grupo gobernante. Desde otra mirada, los enfrentamientos actuales tienen la huella de la crisis orgánica por la que atravesamos en los años 2001 y 2002 y el camino por el que el país salió de esa crisis. El rumbo de la recuperación del rol regulador del Estado, la reindustrialización, la activación política de los actores sociales populares, el ejercicio de la soberanía política y la profundización de la integración regional y, no en último término, el proceso de ampliación de derechos para los sectores más vulnerables de nuestra sociedad sería la clave desde la cual se puede entender la dinámica conflictiva y tendencialmente polarizadora que ha adquirido la vida política argentina.
Estas líneas sostienen el segundo de los enfoques. Y desde ese punto de partida, colocan el modo en que se resuelvan la actual pugna hegemónica en el foco de atención a la hora de pensar el futuro. Está claro que las elecciones de octubre serán un jalón decisivo de esta contienda. Los meses previos a los comicios estarán atravesados de programas y promesas inevitablemente proyectadas hacia el futuro próximo. Pero los verdaderos proyectos en disputa no se revelarán de modo excluyente ni principal en las plataformas y en los discursos de campaña: será la posición que cada uno tome frente a las tensiones políticas reales la que permitirá discernir la propuesta política de cada uno. La oposición ha hecho de la negatividad sistemática de la acción de gobierno su soporte táctico-estratégico. De ese modo, cede el lugar central de la escena y se concentra en batallas laterales. No está explicitado como un programa pero se desprende de las conductas prácticas de los principales exponentes de la oposición que los aliados de un eventual gobierno de signo opuesto en el próximo período tendrá a los adversarios de este gobierno como sus principales aliados. La pregunta elemental que se desprende de esto es cómo hará ese hipotético gobierno para construir esas alianzas sin alienarse de los sectores sociales que hoy son el sostén político y electoral del kirchnerismo. Es decir cómo se hará para sostener las políticas salariales, jubilatorias, de empleo, promoción de pequeñas y medianas empresas, respaldo al desarrollo científico-tecnológico, desarrollo de infraestructura productiva, financiamiento educativo y democratización comunicativa, entre otros aspectos, sin lesionar intereses que reclaman la abstención del Estado en materia de distribución de recursos. Está claro que el programa implícito de quienes resisten el rumbo actual es el que sus expresiones más ortodoxas resumen en la consigna de “hacer crecer la torta” para después distribuir. O sea, volver a la política de liberalización del mercado y aprovechar las “grandes oportunidades” que giran fundamentalmente alrededor del crecimiento del valor internacional de nuestras exportaciones y la concentración de esa renta extraordinaria en el polo económicamente más poderoso de la sociedad; desde allí derramará virtuosamente para curar las heridas de los más débiles, según reza el archiconocido slogan neoliberal.
De modo que no es el signo político del próximo gobierno lo que estará en juego en octubre próximo. La elección será una instancia decisiva en la pugna hegemónica que se desarrolla en nuestro país. Estará en juego ni más ni menos que la autonomía de la política democrática frente a los condicionamientos de los poderes fácticos.

* Edgardo Mocca es Politólogo y analista político. Dirige la revista Umbrales

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ Conversaciones inconclusas/López María Pía


Conversaciones inconclusas

A propósito del libro de Horacio González, Kirchnerismo: una controversia cultural (Colihue, 2011)

“el mito es la gran manera de tolerar las contradicciones, dejar que existan en el lenguaje sin acompañarlas hasta la ruptura final.”
H.G.



Por María Pía López

(para La Tecl@ Eñe)


¿De dónde proviene el lúcido fervor de este libro que se piensa como conversación y a la vez cultiva una prosa lujosa? Se anuncia en las primeras páginas la idea de que vendría a sustituir una conversación nunca realizada, ya reemplazada por otras, pero sin embargo vivida como necesaria. Pero también el libro es parte de una conversación extensa, perseverante, común, que se sostiene sobre libros, instituciones, vida política, interpretaciones. En ese sentido, se percibe que la respiración es más amplia que las páginas, y que la escritura finaliza porque es necesario ese corte para que un libro se materialice. Y no lo es en su tensión ante el despliegue, tortuoso, dubitativo, feliz, del pensamiento.


Toda conversación es una esperanza, una apuesta y muchas veces un fracaso. Si este libro de Horacio González se aloja en aires conversacionales es porque despliega sus rasgos fundamentales: la impresión de presencia y la condición de apertura. Una conversación, tal como se insinúa en el libro y tal como queremos verla, es una textura política y a la vez encuentro de afectos.


"Nadie sabe lo que puede un cuerpo" escribió Spinoza y esa cita conocida es retomada por González para pensar -desde el trasfondo del materialismo de León Rozitchner- la relación del cuerpo con los sueños, los símbolos y los pensamientos informulados. Poner al cuerpo (pensado así y no como mero funcionamiento físico biológico) en el centro, lleva a pensar la política en su relación con lo ensoñado, que es, finalmente, el plano del mito, antes que en la valoración de la adecuación entre estructuras y superestructuras.



El desfasaje entre movimientos discursivos y hechos efectivizados y la tensión entre trayectorias biográficas, intencionalidades atribuidas y políticas realizadas, constituyó una argamasa discursiva organizada por la tesis de la impostura. González se detiene sobre ese movimiento para reponer la pregunta por el plano de los afectos y de las creencias: ¿por qué muchos creyeron y creímos en Néstor Kirchner?, ¿por qué lo hicimos mientras otros lo consideraron un impostor?


Evidentemente esas preguntas nos llevan a la dimensión de lo sensible, fundante de todo tipo de argumentación. Porque los argumentos racionales vienen después de la afirmación afectiva y no a la inversa, es que sólo podemos pensar nuestras posiciones políticas sin dilucidamos el funcionamiento previo de la creencia. A sabiendas, el autor de Kirchnerismo: una controversia cultural, no desdeña ningún dato de los que suelen mellar la integridad del fervor: ni la foto militar patriótica ante Malvinas, ni las inversiones inmobiliarias ni la relación con las estructuras partidarias del peronismo. Ninguno de los hechos que han sido convertidos en eslabones del tópico de la impostura, que tiende un manto de sospecha respecto de los motivos reales de la recuperación de valores e ideas de izquierda en la gestión de gobierno. Se considera estas situaciones, en función de otra interpretación de la figura de una persona que refundó, en los últimos años, la política nacional.


En el libro de Horacio, Néstor Kirchner aparece como el solicitante descolocado en un mundo político carcomido; como un hombre cuyo signo es la fragilidad y hasta la ignorancia respecto de los propios acontecimientos que en una lúcida apropiación del instante lograba constituir. Él no sabía y su ignorancia era también la nuestra. Por eso, la identificación es posible, porque estaríamos ante una fragilidad apasionada antes que frente a la lucidez calculadora del estratega. Es también, en la deriva de la explicación, aquel que pactó con los arquetipos colectivos del folletín popular y de las memorias políticas. Pactó con esas dos sensibilidades que son, también, las nuestras. Creemos, entonces, porque pertenecemos a esas sensibilidades con las cuales se engarzó vivamente.


Ante la idea de un Kirchner que habría venido a utilizar cual instrumento malversado la cuestión de los derechos humanos y la apelación a las memorias militantes, González arriesga la idea de la culpa rememorante. Esto es, la situación del sobreviviente que, por distintas razones, se sustrajo al destino de sacrificio. Todos en cierto sentido somos sobrevivientes y participamos de la rumia de una memoria que no puede eludir la sensación de culpa. El último, y fundamental, es la inscripción de su figura en la lógica misma del mito. Leemos, en uno de los tantos esplendores del libro: "Kirchner acataba las raíces remotas del mito, que son las del sacrificio de los justos, con una vida que no es la de los santos. Las hagiografías no dan mitos sino leyendas doradas. Los mitos son pasajes por la ambigüedad del vivir."

El esplendor es estilete hacia el corazón de la política: porque las hagiografías constituyen tramas religiosas y liturgias patrióticas pero no componen una praxis histórica signada por la ambivalencia y lo heterogéneo. En lo que se va constituyendo a lo largo de su obra como una vasta y cada vez más profunda reelaboración teórica y ética, largas páginas del libro de González se abocan al mito. Frente al mito, el escritor no se sitúa con el entusiasmo del oficiante ni con la indignación del ilustrado, sino con la atención -no despojada de alarma- del intérprete.


Esta figura es más que relevante en Kirchnerismo: una controversia cultural, porque el movimiento central, también en lo que hace a la conjugación de una época como tal, es la de la interpretación como conjunción, selección, traducción y acto bautismal. Es decir, el movimiento que toma un conjunto de "cuestiones diseminadas que por un generoso empeño -y en beneficio de la inteligibilidad general del mundo- optamos por ver conjugadas". Interpretar es entonces producir los cortes por los cuales un conjunto de hechos, discursos, imágenes, se piensan en afinidad, y, a la vez, en distancia con otros conjuntos. No hay operación más estrictamente política que ésta, la que identifica y nombra a la vez. La que es, en su última instancia, disputa por el nombre.


¿A qué se atribuye el nombre kirchnerismo?, ¿a una etapa más en la sucesión de transformaciones del antiguo peronismo o a la emergencia de una novedad que a la vez que relee la tradición y las estructuras produce frente a ellas una decisiva distancia? Horacio piensa esta cuestión con ciertas palabras: resto, exceso, sobrante, lo súbito. Pensado así, es la cuestión misma de la política que, en sus versiones más agudas, supone un diálogo con un legado que se abre a lo inesperado, respira en una coyuntura y vive el instante de la fortuna como ruptura del tiempo expandido de la administración. El kirchnerismo sería esa emergencia y no la reaparición de lo mismo con los tonos de la época.



No necesito abundar para que se perciba que toda interpretación es controversial y que el modo en que se arroja sobre el presente es una invitación a la disputa. El libro recorre al menos tres niveles de esa confrontación. Uno, respecto de la relación con aquel movimiento de ineludible peso en la segunda mitad del siglo XX y a cuya estructura partidaria pertenecía Néstor Kirchner. Otro, el de la lectura de otros intérpretes del momento. González actúa como intérprete en segunda instancia y elige la ironía frente a Caparrós, la sorpresa piadosa ante Feinmann, la crítica teórica de los textos de Laclau, la discusión del estilo frente a Sarlo, el silencio amistoso frente a las posiciones más discutibles de Solanas. Elige, haciendo esto, un nivel de la discusión que es la sustracción de la reducción facciosa: importa menos la trinchera en la que los escritos se inscriben que el método que los constituyen y las hebras de verdad que pueden hallarse en cualquiera de ellos.


Y el último nivel, menos evidente que el anterior y a la vez más fundamental es el de la controversia acerca del sentido y el destino del movimiento político que da título al libro. González discute que el horizonte último pueda concebirse con la idea de "capitalismo serio", idea escueta que omite considerar las cuestiones de una emancipación que estaría inhibida bajo las lógicas mismas del capitalismo. Frente a ese menoscabo de los horizontes piensa la necesidad de un frente social y político, capaz de recrear y asumir los antagonismos sociales y no privarse de la exploración de otras lógicas –menos dominadas por el desarrollismo- de la relación con la naturaleza.

Horacio elige la conversación de las disidencias, la despliega con generosidad y lucidez, antes que el silencio táctico. El espacio conversacional se revela, así, múltiple: es la conversación irrealizada y sustituida con el ausente; es la perseverante y díscola del cotidiano con amigos; y, especialmente, es la que se despliega al interior –fragmentada en muchas y distintas instancias- del movimiento que se reconoce en el nombre que titula el libro. Es una invitación, entonces. Que no debería desconocerse bajo el amparo de entusiasmos y obediencias. Porque para una vida política arriesgada y entusiasta, como la que se liga, sin dudas, a ese nombre fundamental de la época, se necesitan más conversadores que soldados. Aún para lo que se suele llamar, sin felicidad, la batalla cultural.


*Socióloga y ensayista

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/El socio del silencio

El socio del silencio


Por Marcos Cittadini*
(para La Tecl@ Eñe)



Cuando el director de esta revista me invitó a escribir acerca de la llamada “batalla cultural” recordé algo que me sucedió cuando recién comenzaba mi carrera como periodista, a principios de los noventa. Yo colaboraba en La Nación y en un artículo utilicé la palabra “dictadura”. La editora me explicó con muy buenos modos que en el diario preferían utilizar expresiones como “Proceso” o “Gobierno de facto”. Una década después, la empresa periodística fundada por Bartolomé Mitre publicaba en tapa la palabrita sin que su posición ideológica haya cambiado en nada. ¿Qué es lo que varió, entonces? Lo que sucedió es que los organismos de derechos humanos y cierto sector de la sociedad lograron un enorme triunfo en el ámbito cultural en su búsqueda de la verdad y la justicia. El mismo sobreentendido común en el que se había aceptado la teoría de los dos demonios o que permitía que cualquier almacenero considerara normal decir “con los militares estábamos mejor” ya no fue aceptable a comienzos del milenio. Hoy existe una percepción de que a nadie en su sano juicio se le ocurre decir algo como eso o comparar los actos subversivos con el más salvaje genocidio de la historia argentina. Y La Nación publica “Dictadura” en su portada.

Desde hace unos años, la sociedad argentina enfrenta otras batallas culturales en las que los medios hegemónicos son también las principales espadas de tergiversación y mentira de los sectores dominantes. Para resumir en pocas líneas, aquella idea de que los funcionarios debían ser sólo gerentes de las corporaciones y que debían decidir en función de ellas, se terminó. Hoy ese argumento que indicaba que lo que era bueno para las empresas es bueno para la Argentina y su pueblo, no es valido porque están a la vista todos los casos en los que se desposeía a gran parte de la población y algunos se enriquecían y aplaudían. Y ese es un triunfo cultural de la sociedad civil y de la política que los grandes medios y sus socios no pueden tolerar.

Es probable que el escenario en el que el funcionario representa sólo los intereses de las corporaciones no desaparezca nunca porque la imbricación entre el poder económico y político es constitutivo del modo de representación capitalista pero en esta parte del globo ha sido puesto en cuestión con mucha fuerza desde 2002 a la fecha.

Lo que es central, lo que importa más, es cuestionar la prédica de la prensa del establishment que permitió que esa matriz de corrupción y despojo se solidificara a través de la historia y que justamente colonizó la opinión de los más perjudicados por ella. La que propició que algunos aceptaran los escándalos de saqueo a lo largo de la historia argentina como algo natural e incluso bueno, fue la complicidad de los grandes medios de comunicación.

Paralelamente con el abandono de esta idea del funcionario como representante de los intereses privados en la esfera pública, lo que ha cambiado de modo radical es la presencia del Estado. En esa sociedad tripartita que integraba con las grandes empresas y con los medios, al Estado le tocaba la obligación de ser el garante material de las futuras ganancias. A veces era brazo ejecutor, otras era cómplice, pero siempre era aliado en el saqueo. Hoy, merced al trabajo político de muchos sectores, su presencia en el rol de fiscalización es evidente. Se podrá decir que todavía no es suficiente y no se estará lejos de la verdad pero la dirección de su accionar ha cambiado. Y eso también es difícil de soportar para los sectores representados por Clarín y La Nación. Por eso denuncian casi como si fueran hechos de corrupción, situaciones perfectamente normales en un país sano, como la sanción a empresas que no cumplen con contratos de concesión o la búsqueda de tener la representación numérica adecuada en los directorios de compañías en las que el Estado tiene acciones.

Un ejemplo que parece menor nos puede dar una pauta de a qué nivel extremo se lleva esto. Cuando el Gobierno de Cristina Fernández anunció que se ponía en marcha la fabricación de DNI y pasaportes por un costo mucho menor que el que se estaba pagando, la cobertura periodística fue muy recelosa. Luego, la Ministra de Seguridad, Nilda Garré, anunció que no serían más los policías los que otorgarían documentos para salir del país y que las cédulas dejarían de existir. A raíz de este anuncio hasta se publicaron reportajes acerca de cómo esa decisión impactaría de modo negativo en los comercios del barrio en el que se realizaban los trámites, en el bajo porteño. Esta cobertura puede parecer ridícula pero expresa una realidad ideológica más profunda y peligrosa. El modo en que se tramitaban los DNI hasta hace poco era uno de los ejemplos más claros de exclusión de nuestro país. Mientras los habitantes de las grandes capitales conseguían sus documentos mediante una gestión engorrosa pero relativamente rápida, quienes vivían en lugares alejados, debían esperar años para recibir aquello que acreditaba su identidad. Sus posibilidades de trabajo o de acceso a la vivienda se reducían de modo dramático por este simple hecho. En el momento en que esa realidad tan desagradable cambió, los grandes medios se mostraron indiferentes o incluso críticos.

Cuando los consumidores de esos diarios o canales entienden que el perjuicio tan mentado no existe, cambian su relación con las instituciones y se produce la “descolonización” que mencionábamos. Cuando eso sucede –y está pasando muy seguido- pequeñas batallas culturales son ganadas.



*Periodista y miembro del staff del programa Mañana es hoy, emitido por Radio Nacional.

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ El campo yermo que dejan las batallas/Igal Diego

El campo yermo que dejan las batallas

Por Diego Igal*

(para La Tecl@ Eñe)

Hace más de 15 años, un veterano periodista me dio la mejor lección que recibí cuando comenzaba a aprender a ejercer este intrincado y maravilloso oficio. Aún cuando no era mi maestro formal, sin proponérselo ni anunciarlo con pompa y circunstancia, me repartió en infinidad de encuentros de bar, anécdotas del paso que había vivido por las redacciones entre los años 60 y los 90, y poco a poco me ayudó -y esta es la enseñanza- a desacralizar a las empresas de comunicación y a muchos de los proclamados y autoproclamados referentes de la prensa.
Aquel viejo colega trabajaba entonces en lo que aún se consideraba la catedral del periodismo (el autodenominado gran diario argentino) y cada noche me divertía con jugosas historias de cierre donde informalidad, desprolijidad, hipocresía, improvisación, falta de rigurosidad, soberbia y vedettismo aparecían de manera recurrente y en abundancia.
Entonces, el periodismo en la Argentina gozaba de una reputación inmejorable y la credibilidad lo posicionaba como una de las instituciones mejor vista por la sociedad, que acudía a los cronistas en busca de justicia y reivindicación social.
Era una época de mucha fertilidad para encarar la investigación y las grandes plumas se lucían y competían en denunciar los chanchullos que encontraban entre las sobras del banquete menemista.
Había decenas de medios donde daba ganas de trabajar, un afán por indagar en los rincones más ocultos del poder y las mafias, y un anhelo por descubrir la mejor narración, historia, relato o crónica.
Pero al margen de los vaivenes gubernamentales y partidarios, el oficio comenzó a pauperizarse, un poco por la abundancia de egresados de las escuelas de periodismo, pero en gran parte en sintonía y en contemporáneo con la flexibilización laboral que azotó al trabajo en general en la Argentina en las postrimerías del menemismo, y el fugaz pero en algunas cuestiones contundente, paso de la Alianza y la Banelco de Fernando de la Rúa y Alberto Flamarique por la Casa Rosada y el Congreso.
Así, mientras declinaba el prestigio y amainaban los ya efluvios investigativos, las redacciones se inundaron de colegas encarnados en la creciente figura del colaborador facturero o la del pasante/becario; las jornadas de trabajo se extendían sin límite; los salarios se manoseaban al antojo del plan de negocios o el gerente de personal y hasta se echaban delegados, o comisiones gremiales internas completas, para eliminar o desalentar la organización; cuando no aparecían y desaparecían publicaciones en cuestión de meses.
Para completar este panorama terminó de masificarse Internet, que aún hoy no está claro si permite una nueva forma de hacer periodismo; es sólo una plataforma sin límites para ejercerlo o las dos cuestiones juntas, pero ha instalado la creciente sensación de que cualquiera -con mayor o menor pericia- puede difundir, informar, entretener o comunicar. Esta situación liberó contenidos antes restringidos y bajo canales formales de comercialización.
Con la llegada del kirchnerismo, la siempre tensa relación entre el gobierno y la prensa, se enrareció. Los santacruceños se animaron a cruzar un límite que ningún otro gobierno había intentado: enfrentar al poderosísimo Clarín y a su socio menor La Nación, pero con nombres y apellidos.
Y fue el gobierno de Cristina Fernández, y no el anterior de su esposo Néstor Kirchner, el que redobló la apuesta y presentó el proyecto que dio por terminada la nefasta ley de radiodifusión, que había permitido a la empresa que editaba el diario y tenía acciones en la papelera cuasi estatal, a convertirse en un grupo hegemónico y con posición dominante en muchos rubros del sector medios.
A partir de entonces estalló una guerra de mil batallas en la que se creó la falsa disyuntiva entre más o menos libertad de prensa/expresión; más o menos puestos de trabajo o más o menos empresas.
Y en esa contienda algunos colegas creen que deben tomar partido y lo hacen por ideología o para preservar el empleo y le ponen cuerpo y firma a un trabajo que está teñido de sospechas de parcialidad, censura y autocensura, además de la obvia subjetividad.
Pero acá no está en peligro el periodismo ni será este escenario belicoso -por momentos conventillero- el que modifique o cambie la esencia de lo que algunos enaltecen como un oficio y otros consideran una profesión.
Los gobiernos pasan y los dirigentes se reciclan. Las empresas se expanden o reestructuran, pero resultan apenas anécdotas en la vida de un trabajador y hoy, como nunca, han convertido el periodismo en un commoditie y a nosotros en meros (manu) factureros.
Por eso me parece que el conjunto de los periodistas tenemos un campo yermo para recuperar aquellas historias de negociados, de injusticias, de corrupción, de desprotección.
Tenemos la imaginación y múltiples plataformas para divulgarlas e incluso monetizarlas. Y gozamos de una herramienta poderosísima: el no.
No será fácil ni sencillo, porque hay que enfrentarse a la negativa, los silencios y el blindaje, un verbo de moda para la seguridad, pero también para cuidar personajes poderosos.
Pero nunca lo fue.
La disyuntiva entonces es participar como actores secundarios o testigos impávidos de esta guerra o buscar refundar el periodismo a partir de nosotros, trabajadores, para que deje de ser una materia prima y vuelva a convertirse en lo que alguna vez definió Tomás Eloy Martínez como la herramienta para ayudar a la construcción de una sociedad más libre y más justa.

*Periodista. Redactor jefe Sociedad en el diario Tiempo Argentino

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/¿ Batalla Cultural?: Una guerra desde el fondo de la historia/Saccomano Guillermo

Entrevista a Guillermo Saccomano


¿Batalla Cultural?: Una guerra desde el fondo de la historia


En esta breve entrevista realizada vía correo electrónico, el novelista Guillermo Saccomano reflexiona sobre el término “Batalla Cultural” y nos brinda su opinión sobre los cruces y relaciones entre literatura y política.

Por Conrado Yasenza (para La Tecl@ Eñe)


- Se habla últimamente mucho sobre el término "Batalla Cultural" dando por sobreentendido que sabemos de qué se está hablando. ¿Pero qué implica para Usted la idea de Batalla Cultural? ¿Batalla por el sentido? ¿Por la circulación democrática de la palabra?

- ¿ De qué "batalla" estamos hablando? ¿ De una empresa de comunicación mediática versus otra? De una editorial multinacional versus otra rival, las dos editando simétricas y en espejo desde la perspectiva del marketing porque no hay afuera de la cultura de la plusvalía por más que le espeluzne a las buenas conciencias de las bellas letras? ¿De los medios privados versus una política estatal de medios? ¿ De qué palabra hablamos cuando los humillados y ofendidos no encuentran su voz? ¿ Mientras los escritores se la miden a ver quién la tiene más larga y las escritoras se preocupan por la cuestión del género, el Poder divide para reinar. No hay "democracia" ( y el entrecomillado vale), no puede, no podrá haberla mientras haya chicos muertos de hambre. Un cuerpo que no come no puede asimilar otro saber que el resentimiento y la venganza. El resentimiento y la venganza tienen también su saber: fíjense en Arlt, fíjense en Puig. Como en el cuerpo, en la letra las marcas del castigo. La palabra (¿cuál palabra? ¿ la palabra del pibe de la Villa o la del puntero que responde a tal o cual comisario de tal o cual partido?) esa palabra, pregunto, ¿ puede circular en tanto existen analfabetos? Y si circula alguna, censurada, tabicada, ¿qué dice? ¿Expresa o dice? Lengua amputada. Grito primal. Ninguna batalla. Una batalla es coyuntura. Y acá se trata de una guerra. Fría. Una guerra fría. El capitalismo, el imperialismo (términos que suenan decimonónicos pero son todavía vigentes) digo. Se las ingeniaron para que ahora en nombre de la democracia se anestesie la destrucción del planeta entero en función de sus intereses energéticos. Y no sólo. Pagamos tanto la elegancia demócrata del negro bueno Obama como las fiestas de Berlusconi. Pagamos tanto los bombardeos en Medio Oriente como la corrupción en todo el Tercer Mundo. Pagamos tanto las plantas nucleares como la poda del Amazonas. El asesinato y la tortura, las enfermedades y las radiaciones no nos salpican porque las vemos por la fría internet, donde la ilusión de ser con todos es, ni más ni menos, que ser sin nadie, ser soledad. En todo caso, en vez de batalla, una guerra desde el fondo de la historia: por el alimento concreto y el "espiritual" ( y el entrecomillado acá también vale). Que no asuste el término guerra: los medios de comunicación masiva responden a técnicas bélicas de dominación. Circulación del dinero, circulación de la sangre, ¿ de esto hablamos?


- ¿Cuál es su visión sobre los cruces posibles entre literatura y política? ¿Existe una revalorización de ese vínculo?

- La literatura no tiene un cruce con la política. El cruce, en todo caso, se da en los intereses de lectura. Si uno lee haciéndose el distraído ( y la política le resulta un cruce) o nó. Se puede leer la política desde la literatura, ¿ por qué no? Y viceversa. Leer la literatura sólo desde lo político es parcelarla. Pero también leerla negando lo político es desmerecerle su índole subversiva. Así como la teoría literaria es teoría política, la literatura es ideología, como es tantas cosas, como es "todo" ( y tal vez "todo" merece una mayúscula). Me remito, por acá nomás, ni allá lejos ni hace tiempo, a David Viñas: "Nuestra literatura, nace y se organiza alrededor de una metáfora mayor: la violacion". Y Viñas, como arranque, propone El Matadero. ¿ Que pasa si leemos desde ahí? La relación literatura/violencia política es una constante en nuestra literatura. Lo que no le quita méritos de estilo ni a Borges ni Walsh.

Abril de 2011

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ El Poder en el Medio/Garaventa Jorge

El Poder En El Medio

Sobre los factores que impiden el libre acceso a la información

Jorge Garaventa*



(para La Tecl@ Eñe)

Hace algunos años, para ser más precisos, en el 2006, Lavaca Editora publicó un libro no solo esclarecedor, sino adelantado a la marcha de los medios de comunicación. Nos referimos a “El Fin del Periodismo y Otras Buenas Noticias” La contundente ironía del título fue una feroz instantánea. Se trataba de una profunda reflexión acerca de la función social de diarios, revistas, radios, portales, etc., una invitación concreta a redefinir el periodismo, y a su vez una impecable visión con relación al final de un estilo de tratar la noticia que ponía en cuestión la existencia misma de la forma de ser de los medios masivos de comunicación.
La buena noticia cuya naturalizada presencia no debería hacernos perder de vista que se trata de un proceso en construcción, es el concurso mano a mano de los llamados medios alternativos de comunicación en la misión y vocación de informar.
Ya muchos años antes, en 1987, Jorge Lanata, en tiempos en que ponía su soberbia inteligencia al servicio del bien común, inventaba Página 12, un medio que además de romper los moldes de los buenos usos periodísticos castigaba con atrevimiento desde su slogan a la ideología vigente e incuestionable: “periodismo con opinión”. Tres palabras que arrojaban por la borda la “higiene” informativa que se ostentaba en el momento de trasmitir noticias. Página 12 mostraba al emperador desnudo. Los medios opinaban!
El slogan no era inocente y atacaba la esencia del mito dominante: diarios, radios, televisión, y en menor medida las revistas “informaban objetivamente”, “mostraban la realidad tal cual era”. Ese diario, muchos de cuyos principios sucumbieron luego a las leyes del mercado o de la política, estableció una hiancia pedagógica: la comunicación no es lo que es en apariencia sino lo que es en esencia, una estratificación bastante compleja, de difícil disección, donde confluyen intenciones, ideologías, tradiciones, mandatos e intereses inmediatos entre otros
Hablábamos en ese entonces de algunas empresas periodísticas, familiares si se quiere, que disputaban el volumen de ventas de diarios, esencialmente el dominguero y que cómodas en su estilo se movían en franjas ideológicas cautivas.
El cuarto poder ponía fichas y hombres en cada uno de los tres restantes pero no tenía, o no parecía tener, pretensiones hegemónicas, (o tal vez sabía de una hegemonía silente). Había un pacto cuasi geográfico donde cada uno alambraba su quintita en una pacífica convivencia entre poderosos en la que el consumidor, si bien convidado de piedra, retozaba su fantasía de libre elección ideológica de sus lecturas, escuchas o pantallas vehículos de información.
A la luz de revelaciones tales como el affaire de Papel Prensa y la extorsión al grupo Graiver, esta lectura resulta ingenua, pero nos referimos a una cierta mirada vigente y bastante consensuada por entonces.
Fue durante el menemismo y sus sucesores que se habilitó una transformación y un sinceramiento en los medios, fundamentalmente los llamados de comunicación masiva.
Transformación en el sentido que, hoy socialmente naturalizados, los medios devinieron en multimedios conformando megaempresas que atraviesan transversalmente los dominios de la comunicación y llegan desde múltiples bocas a los sentidos de los usuarios.
Sinceramiento, si entendemos que la objetividad informativa de los medios y la independencia en la transmisión fue un elemento que ha anidado más en las arcas de la mitología que en la realidad palpable.
Redundamos entonces pero subrayamos que establecidas las cosas de esta manera responden a intereses sectoriales, empresariales y aún variables según las circunstancias socio políticas.
La cuestión se ha complejizado hoy de tal manera que, establecer quienes son los propietarios de los multimedios no necesariamente da pistas claras de a que intereses o sectores responde. Un ejemplo: salvo dinosaurios informativos como “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca, ningún otro medio se atrevería a reivindicar la acción de la dictadura genocida y sus métodos de exterminio al servicio de la imposición de un plan económico. Pero si puede ponerse el eje en la inseguridad cotidiana y en la impunidad de los menores que delinquen, aún a sabiendas que son una minoría irrelevante numéricamente en el mapa del delito. Esta política de medios busca elípticamente horadar la orientación garantista del gobierno o un sector de la justicia lo cual, por forzado carácter transitivo lleva al descrédito de cualquier política de derechos humanos.
Hoy no existe plenamente lo que podríamos llamar un receptor pasivo de comunicación, pero las distintas gradaciones de pensamiento crítico determinan el nivel de penetración de desinformación inducida.
Internet vino a desajustar un poco las cosas, y si bien los servidores van de la mano de los multimedios no es tan fácil, dadas las características de la gran red manejar y domesticar el cúmulo y estilo de información que por ahí circula.
Sin embargo hay algo que está desordenando el tablero definitivamente: La flamante ley que regula los medios de comunicación y que es tributaria del conflicto que enfrentó al gobierno con las corporaciones agropecuarias. No vamos a ahondar aquí sobre lo que pensamos como error del Gobierno al no extremar los recursos de persuasión para desbloquear a los pequeños y medianos productores del frente que lideró el conflicto, porque lo esencial es que lo que finalmente queda al desnudo es que el grito patronal agrario marchaba al son de un clarín. Es decir, en obscena exhibición quedó a la vista el engranaje de los multimedios con los factores de poder, sospechados, insinuados, pero nunca mostrados con tanta torpeza o impunidad, según quien mire, como hoy ocurre.
Se ha dicho, con algo de acierto, con algo de error, que la ley hasta hace un año vigente, de origen en la dictadura militar impidió la democratización del acceso a los medios de comunicación. En parte es cierto, pero no se puede negar que la democracia la toleró más de un cuarto de siglo. Daba la sensación de que para los gobiernos civiles era más fructífero pactar con las empresas de información y tener periodismo aliado que arriesgarse a la exposición que implica poner los medios de comunicación en función social, es decir, ni todos propiedad de empresarios con los cuales se pueda acordar, ni todos en manos del Estado, que por falta de ejercicio de cultura democrática termina estando al servicio del gobierno.
El Estado debe tener estructuras propias de difusión de información e implementar desde los poderes ejecutivo y legislativo las políticas de subvención que permita a los diversos sectores sociales la libre circulación de su palabra e intervenir en “el libre juego de la oferta y la demanda” siempre tan beneficioso para las corporaciones.
En estos 27 años democráticos de vigencia de la norma dictatorial, sólo en dos oportunidades se rompió claramente la alianza entre gobernantes y corporaciones mediáticas. La primera fue en los finales del gobierno de Alfonsín cuando el líder radical ya desgastado, avizoraba el final anticipado de su mandato. La otra es contemporánea, en los comienzos del mandato de Cristina Kirchner y su fallido intento de implementar la tristemente célebre Resolución 125. Legado de este conflicto es la ya citada ley de Medios que lleva un año largo paralizada por efecto de la alianza entre tres corporaciones, la agrícola, la mediática y la judicial. Si se suma la clerical que se evidenció con toda su anatomía, (con perdón de la palabra), cuando la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, podemos decir que nunca el poder mostró sus verdaderos rostros con tanta elocuencia.
Volvemos un momento atrás para subrayar y recuadrar algo de lo ya dicho. Pocos hechos políticos son casuales cuando se los revisa con la óptica privilegiada de la historia. Así como el gobierno de Illia se desbarranca producto de su debilidad de origen al haber asumido con menos del 25 % de los votos y de la alianza sindical- militar que lo acosó en gran parte de su mandato, poco y nada se ha dicho acerca de un factor desestabilizante que fue central en su caída, la ley que ponía marco y cerco a los laboratorios farmacéuticos multinacionales, que aún hoy visten el disfraz de autóctonos.
A la renuncia de Alfonsín le siguió la liberalización plena de la economía y el remate de las empresas estatales, pero reconozcamos que, aunque con más pruritos, el gobierno radical se iba deslizando en ese sentido. Es decir, nada de ello hubiera justificado semejante hostigamiento de parte de algunas empresas periodísticas. Se termina de entender cuando se observa que ocurrió en el gobierno que lo sucedió. El gran golpe de timón del menemismo fue el soltar amarras para que, con aval estatal, las grandes empresas pudieran acumular todo tipo de medios enarbolándolos de manera más potente aún como factores de poder y decisión.
La historia posterior la conocemos y padecemos. A un año de la sanción y promulgación de la ley por parte de dos poderes del gobierno, el tercero, la familia judicial, más que controlar obtura y juega su partida a favor de las hegemonías de la información.
Y la batalla judicial será apenas una de las tantas, que prometen ser largas y arduas porque lo que está en juego no es ingenuamente la libertad de elegir una empresa de cable, el titular de un diario o la posibilidad de tener en el aire algún programa. De lo que se trata es del libre acceso a la información, de aceitar la circulación de la misma, de que cada sector tenga calidad informativa y los medios para abordarla y difundirla.
En una sociedad igualitaria cualquiera podría tener acceso a una computadora que se oferta en cada vidriera. Cuando eso no ocurre el Estado tiene la obligación de salir a equiparar oportunidades como se está haciendo hoy.
De eso se trata también con los medios de comunicación social, de que el Estado rompa la mentira de la “libre elección” que se traduce en acumulación en unas pocas mega empresas y sesgada e interesada circulación de contenidos.
Se trata de posibilitar el alcance horizontal de la producción, recepción y emisión de la información, de entender que la presión mediática no es anárquica ni espontánea, que se disfraza de intereses comunes, primeramente prefabricados para defender privilegios. Y esto ya excede los imprescindibles instrumentos legales, reclama el concurso organizado porque de lo que se trata es de la defensa del derecho al diálogo democrático.

*Psicólogo

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ El Feo, Sucio El Malo/Américo. R. Liggera

EL FEO EL SUCIO EL MALO
El poder, la política y los medios

Especial para La Tecla Eñe
Por Rubén Américo Liggera*

“Hoy, un país pertenece a quien controla los medios de comunicación”
Umberto Eco, 1987

¿Quién no recuerda con regocijo la genial película de 1976, Brutti, sporchi e cattivi, con guión y dirección de Ettore Scola? Quizá la obra cumbre de un “neorrealismo italiano” ya próximo a su declinación por estar entrándose en otro contexto histórico y social que lo privaba de su sentido original en aquella Italia de posguerra.
Lo cierto es que hemos recurrido en varias oportunidades al film para ocuparnos, mucho después, de nuestra disparatada y tragicómica propia realidad de lejano país sudamericano.
Feos, sucios y malos son para el poder concentrado y hegemónico todos aquellos que han osado alguna vez cuestionarlo. Y mucho peor, si tuvieran la valentía de disputarlo.
Y la respuesta no se hizo esperar. Contra ellos desarrajaron todas las municiones de alto calibre disponibles. Mediante operaciones mediáticas y campañas sucias trataron de desprestigiarlos, enlodarlos, sepultarlos socialmente. Y en gran medida lo lograron. Más adelante veremos por qué han fracaso.
Nada mejor que la prensa canalla y sus febriles escribas para instalar una agenda política contraria a los intereses populares y favorable a la conservación del poder. Porque de eso se trata. De intereses políticos y económicos amenazados seriamente por un gobierno de signo nacional y popular.
Auque ya no resulte una novedad, volvemos a preguntarlos: ¿a qué le teme el poder tradicional y sus adláteres en Argentina? Y nos volvemos a responder como en notas anteriores: a perder sus cuantiosos privilegios de años, concedidos por la violencia de la espada, la corruptela institucional o la gracia divina. Lo cierto es que temen-y con fundamento-que de continuar por el camino que abrió tozudamente el ex Presidente Néstor Kirchner y su esposa, la actual presidente de la Nación, habrá más y mejor democracia, con más medidas que sigan beneficiando a las mayorías, a los industriales nacionales, a los pequeños y medianos productores, a los trabajadores.
Reindustrialización, energía barata y diversificada, más empleo registrado, menos desocupados, condena al “trabajo esclavo” y trata de personas en todas sus formas, mayor distribución de la riqueza, participación de los trabajadores en las ganancias, ampliación de la Asignación Universal por Hijo, otra Ley de Entidades Financieras, Ley Penal Tributaria para controlar la evasión, nuevo Estatuto del peón, recreación de una Junta Nacional de Granos, más inversión en salud y educación, seguridad con responsabilidad, etc., etc., etc., son, entre otras, cuestiones aún pendientes.
Por lo tanto, quienes de alguna manera trabajaron o trabajan para cambiar las relaciones de poder en nuestro país serán convertidos en personas repelentes, nefastas, inescrupulosas. Ejemplares paradigmáticos de la fealdad, la mugre y la maldad terrenales.
¿Y quiénes son el feo, el sucio y el malo más demonizados de los últimos tiempos? Apunten, listos,..¡fuego!
Comencemos por el feo: Néstor Carlos Kirchner, un plebeyo loco pero simpático, desacartonado y entrador, que de pronto, cuando vieron qué onda, se convirtió en un adefesio insoportable. ¿Por qué? Porque se jugó por sus convicciones: por la memoria y la justicia, por los derechos de los trabajadores, por paritarias libres, por el crecimiento económico, por la protección industrial, por la inclusión social, por la estatización de las AFJP, por la extensión de los derechos previsionales, por aumentos a los jubilados, por el financiamiento educativo de más del 6% del PBI, por la educación técnica, por el desendeudamiento externo, por la integración latinoamericana, por sepultura definitiva del ALCA, por rechazar las políticas del FMI que aconsejaban ajuste perpetuo y creciente endeudamiento. En fin, porque cambió radicalmente el paradigma neoliberal de los noventa. Demasiado mucho en tan poco tiempo para la patria sojera, los intereses portuarios y la voracidad financiera.
Y aunque Cristina no es para nada fea-tal vez por eso mismo- hicieron lo imposible para que lo pareciera. Por suerte no lo consiguieron. Aunque el patriciado vacuno haya contado con la traición imperdonable del hoy devaluado vicepresidente, el inefable Cleto Cobos, por esos días casi un héroe nacional para Clarín, La Nación y Perfil.
Luego de su imprevisto fallecimiento el pueblo lo lloró intensamente, con dolor verdadero. De pronto los jóvenes se manifestaron y volvieron a creer en la política como la única herramienta para lograr una revolución pacífica. La oposición quedó descolocada, sin brújula ni destino. El embuste quedó al descubierto. El costo fue altísimo pero ya no les resultaría tan cómodo imponer un único relato. El flaco, el bizcocho, el pingüino, escribió con su propia muerte la otra historia: la titánica epopeya de las clases populares luchando de manera desigual contra la indignidad y la injusticia impuesta a sangre y fuego por los poderosos.
¿Y el sucio? ¡Ah, el más sucio de todos encima es negro! Y además, detenta buena porción de poder, el que le delegaron los trabajadores. Por eso mismo, hoy por hoy, Hugo Moyano es el blanco móvil preferido de los oligopolios mediáticos.
“Los trabajadores queremos llegar al poder. Y eso es lo que a muchos les molesta”, dijo desafiante. ¿Y cuál es el problema? ¿Por qué razón los trabajadores no pueden participar en los ámbitos decisorios de la política nacional? En la superficie, prejuicios racistas que dan por tierra con derechos consagrados por nuestra Constitución. En el fondo, la detentación del poder y sus consecuencias.
Al contrario, hoy resulta casi necesario para garantizar la continuidad de un modelo exitoso que beneficia a los trabajadores. Lula –tan elogiado por nuestros periodistas e intelectuales- es el mejor ejemplo de que un obrero metalúrgico pudo gobernar al país más grande y poblado de América Latina.
¿O acaso después de la rebelión vacuna las entidades patronales no insertaron en las listas de legisladores de distintos partidos a los llamados “agrodiputados”? Un objetivo que aún no han abandonado, según lo manifiestan en todas las tribunas y cámaras que se les ofrezcan. Que hayan obtenido algunos resultados importantes en la coyuntura de 2009 es un dato de la realidad y que hayan sido luego inoperantes en el Congreso por sus propias carencias es otra historia.
De Moyano se festeja verter ríos de tinta para degradarlo, o larguísimos minutos radiales y televisivos para aterrorizar a una timorata clase media con el cuco. Pero recordemos que en pleno apogeo neoliberal fue el líder de un centenar de sindicatos nucleados en el MTA (Movimiento de Trabajadores Argentinos) que se opusieron a la conducción oficial de la CGT y por ende, a las políticas devastadoras del menemismo. Deberíamos estarle agradecidos.
Su poder inquieta, fastidia, pero es genuino, lo ganó en la calle, a la cabeza de sus compañeros. De más está que aclaremos que no todos los sindicalistas son iguales pero están dónde están por el voto de sus afiliados.
¿No llama la atención que diariamente reciba ataques y diatribas con tanta mala leche? ¿Por qué darían más de lo que el negro valdría? Mmmmmm…
¿Adivinen, por último, quién es el más malo de entre los malos? ¡Si! Señoras y señores: Guillermo Moreno, nuestro Secretario de Comercio Interior, “apretador oficial de los K”, según Perfil. "Un personaje siniestro”, dice la señora de la mañana.
¿Por qué será? Tal vez por su obstinada fiscalización en Papel Prensa como representante del Estado, por las licencias no automáticas a la importación de productos que nosotros fabricamos, por tratar de controlar precios, por desenmascarar a los “analistas privados” que meten miedo con los índices mensuales del IPC (Índice de Precios al Consumidor), por tratar de limitar la voracidad empresaria.
Tal vez no parezca un señor de buenos modales, pero la cosa no pasa por ahí. Que haya recurrido a calzar guantes de box y casco amarillo no fue más que una puesta en escena para simbolizar cómo debemos prepararnos para combatir al holding que produce el papel para diarios que se le antoja y lo vende como quiere y a quién le parece. ¡Viva la libertad de prensa!
Además de gracioso y llamativo, lo más razonable es pensar que algunas decisiones de Moreno meten el dedo donde no se debe, ¿y a quién le gusta visitar al proctólogo?
Hay otros ejemplares no tan feos, no tan mugrientos y no tan maléficos que también la ligan. De vez en cuando, pero los surten de lo lindo. Propongo a los amigos y lectores que elaboremos un ranking de contusos y lesionados del mes. Sería divertido.
Sin embargo, acordemos que el sumun de la fealdad, la suciedad y la maldad son los mencionados Néstor Kirchner, el Hugo y Guillermo Moreno o Moreno a secas.
Por suerte, luego de discutida y aprobada la Ley de Medios Audiovisuales, si bien la disputa es más encarnizada, más despiadada, más sangrienta, ahora es evidente; por suerte han surgido nuevas miradas, multiplicidad de voces y cantidad de medios para informar con la verdad, para opinar con argumentos sólidos y cierta coherencia.
Todos pueden pensar cómo quieran sin censura previa según sus propias ideologías, honremos la democracia, pero lo que resulta inadmisible hoy para la profesión periodística es la mentira, la manipulación, el ocultamiento y el odio militante disfrazado de un imposible “periodismo independiente”.
Comenzamos y terminamos con Eco: "La idea de que un día habrá que pedir a los estudiosos y educadores que abandonen los estudios de televisión o las redacciones de los periódicos para librar una guerrilla puerta a puerta, como probos de la recepción crítica puede asustar y parecer pura utopía. Pero si la Era de las Comunicaciones avanza en la dirección que hoy nos parece más probable [N de la R: atención que estamos a finales de los ochenta], ésta será la única salvación para los hombres libres. Hay que estudiar cuales pueden ser las formas de esta guerrilla cultural.
Probablemente, en la interrelación de los diversos medios de comunicación, podrá emplearse un medio para comunicar una serie de juicios sobre otro medio. Esto es lo que en cierta medida hace, por ejemplo, un periódico cuando critica una transmisión de televisión. Pero, ¿quién nos asegura que el artículo del periódico será leído del modo que deseamos? ¿Nos veremos obligados a recurrir a otro medio para enseñar a leer el periódico de manera consciente?”
Cada cual a su trinchera y ¡aguante 678!

*Poeta

Entrevista/Diego Rojas: ¿Quien mató a Mariano Ferreyra?/Por conrado Yasenza

Entrevista a Diego Rojas*

¿Quién Mató a Mariano Ferreira?

En esta entrevista el periodista Diego Rojas aborda el proceso de investigación y escritura que atravesó hasta llegar a ver publicado su libro ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?. Ofrece, también, su mirada sobre José Pedraza y su impresión sobre las actuaciones de los fiscales del juicio y el compromiso del Gobierno Nacional en el esclarecimiento del asesinato del joven militante.

Por Conrado Yasenza
(para La Tecl@ Eñe)

- ¿Cuál o cuáles fueron las motivaciones específicas que lo llevaron a investigar sobre el crimen de Mariano Ferreyra?

- El retorno de la violencia política al país, que se expresó primero con el asesinato de Mariano Ferreyra, los muertos qom -asesinados por la represión del gobernador kirchnerista Guido Insfrán- y los acontecimientos del Parque Indoamericano, en el que la represión conjunta de la policía federal y la metropolitana se cobraron dos víctimas, primero, y las bandas fascistas una más, me consternaron profundamente. Aquel 20 de octubre, cuando mataron, significó una gran conmoción para mí. Los muertos del Parque Indoamericano me llevaron a pensar que, para comprender yo mismo esa violencia, tal vez podía usar el oficio periodístico como herramienta. La noche de las bandas fascistas no pude dormir. Durante el insomnio provocado por los crímenes del Indoamericano, pensé en el proyecto de este libro.

- Los acontecimientos del Indoamericano, como lo describió en el artículo publicado en esta revista, lo movilizaron. ¿Existe alguna vinculación, desde el punto de vista de la violencia represiva contra reclamos sociales, entre los sucesos del Parque Indoaméricano y el asesinato de Mariano Ferreyra?

- El hilo conductor se encuentra en la violencia desde arriba para acallar los reclamos desde abajo. En uno y otro caso, el hacer o dejar hacer por parte del Estado y el gobierno que lo administra se convierten en el factor común.

- Más allá del título, que claramente alude a ¿Quién mató a Rosendo?, de Rodolfo Walsh, tomó Ud. como modelo de investigación periodística para su libro la impronta investigativa de Walsh?

- Walsh es un escritor y periodista apropiado indebidamente por el kirchnerismo, que quisiera postularse como heredero de aquellos que lucharon en los setenta. Pero cualquier párrafo programático de Walsh excede por kilómetros a las migajas que este gobierno considera como sustento de su carácter nacional y popular.
Walsh es el parresiasta. Los griegos le brindaban un valor sustancial a aquel que decidía llevar hasta las últimas consecuencias la voluntad de verdad. A aquel que se oponía a los poderes para pronunciar su verdad. En esta época, los intelectuales y los trabajadores de prensa que defienden al gobierno a costa de callar los errores, a costa de comerse sapos de toda índole, color y sabor en nombre del miserable juego de no hacerle el juego a la derecha no podrían postularse como sus herederos. Sin embargo, así quisieran verse en ese espejo deformado que levantan.
Ojo: en el caso Padilla, Walsh decidió callar y apoyar al gobierno cubano en nombre de ese “no hacerle el juego a la derecha”. Quizás esa decisión se haya convertido en uno de sus textos vergonzantes. Y ojo: Walsh se sometió a la disciplina montonera en los momentos de locura guerrillerista (y no por el uso de la violencia, sino por aquel gesto de querer sustituir a la clase obrera por unos fierros usados por quienes se consideraban representantes de esa clase, a costa de los intereses de esa clase).
Sin embargo, cuando tuvo que oponerse, se opuso, a riesgo de su vida. Cuando tuvo que decir que no, dijo no. Y cuando decidió hacer un acto de periodismo esencial a través de su Carta abierta a la Junta Militar, no dudó, lo hizo. Le costó la vida. En esa decisión de querer aproximarse a la verdad, más allá de los impedimentos que puedan ofrecer los poderes, creo que está la razón de ser del periodismo. Claro que no creo haber conseguido una centésima parte de esa acción valerosa, pero sí creo que esa actitud debería guiar los actos del oficio periodístico.

- Al recordar a Rodolfo Walsh también recordamos que José Pedraza militó junto a Walsh en la CGT de los Argentinos. ¿Qué impresión o reflexión le provocó este hecho?

- La historia de Pedraza es novelesca. Es literaria. Es la novela de un obrero que empieza a militar en la izquierda del Partido Socialista, de su ala filotrotskista, y que luego evoluciona hacia el peronismo combativo que se integra en la CGT de los Argentinos. Pedraza fue compañero de Walsh, de Raimundo Ongaro (cuando el personaje pensaba en la sociedad sin clases), de Agustín Tosco. Pedraza participó de la organización de la primera huelga contra la dictadura videlista. Luego, viró a la “socialdemocracia” peronista: apoyó a la renovación cafierista. Sin embargo, luego de su derrota interna ante Carlos Menem, se pasó al bando vencedor. Y nunca más volvió. Fue el aliado del menemismo en la destrucción del patrimonio ferroviario, que costó ochenta mil puestos de trabajo e incluso la existencia de pueblos enteros. Sobrevivió a esa década. Fue aliado del kirchnerismo. Fue apresado en un departamento en el barrio del poder, Puerto Madero, sede del menemismo y del kirchnerismo, en su departamento de un millón de dólares. Pagaba por mes cuatro mil pesos de expensas. Él, un representante de los trabajadores. Su biografía es novelesca. Sin embargo, es toda realidad. Y eso implica una tragedia.

- Su libro contiene la única entrevista que concedió José Pedraza. ¿Cómo se conectó con el sindicalista y qué sensaciones le produjo el entrevistarlo, teniendo en cuenta que está procesado como autor intelectual del homicidio?

- Cuando la secretaria me condujo hacia la oficina en la que Pedraza me esperaba, vi a un señor mayor, canoso, de bigotes, vestido con un pantalón de vestir marrón y una camisa color cremita. Me saludó. Sus manos temblaban (algún problema de salud produce eso). Me pareció un abuelito. Pensé: “Después de acá se va a la plaza con los nietos”. La entrevista, la única que concedió a cualquier periodista, duró una hora y veinte minutos. Pude ver quién era Pedraza. Un hombre que confiaba en la impunidad que le había permitido atravesar campante todas estas décadas. Un hombre que podía decir que a Mariano Ferreyra lo habían matado sus compañeros del Partido Obrero. Que podía defender que los ferroviarios no eran botones y que, por lo tanto, no hubieran entregado al tirador fatal, Cristian Favale. Terminamos la entrevista de un modo muy tenso, demasiado. Fue una experiencia reveladora.

- ¿Notó algún signo de preocupación o intranquilidad en Pedraza al momento de la entrevista?

- Al contrario. Esa impunidad que lo había educado existencialmente le permitía pensar que la justicia no iba actuar contra él.

-¿Investigó también la participación policial en el asesinato? ¿Pudo establecer conexiones entre el sindicalista y la policía?

- La cuestión excede los vínculos entre el sindicato y la policía, que existen. Los delegados corruptos de una organización sindical vergonzosa tenían una relación de intimidad con la policía, esto es fácilmente comprobable a través de los testimonios de la acción de la patota en episodios anteriores en los que la policía liberó la zona de violencia. Pero el 20 de octubre participaron la bonaerense y la federal. No sólo dejaron hacer a la patota, sino que luego la encubrieron. Y esa organización debe estar, necesariamente, ligada a los altos mandos policiales, que responden a alguna instancia del gobierno. Eso debe ser investigado.

- ¿Entrevistó a familiares de Mariano Ferreyra?

- Entrevisté a Beatriz, la mamá, y Pablo, Paula y Rocío, sus hermanos. Su colaboración fue esencial para la realización del libro. Me brindaron su recuerdo de Mariano para que pudiera escribir su retrato. También entrevisté a sus amigos, una ex novia, sus compañeros de militancia. Puedo decir que a través de sus testimonios aprendí a conocer a un pibe muy valioso cuya desaparición debemos lamentar tanto. Hace unos días presenté la investigación en la Feria del Libro a través de un homenaje a Mariano Ferreyra que realizó la Sociedad de Escritores y Escritoras de la Argentina. La familia de Mariano concurrió a la actividad. Me sentí muy emocionado.

-¿Qué opinión le merece el hecho de que el Gobierno Nacional se haya comprometido en el esclarecimiento del asesinato de Mariano Ferreyra proponiendo investigar a sus autores materiales e intelectuales?

- Confiaría en ese ánimo de “compromiso” del gobierno nacional si los funcionarios cómplices del negocio en el ferrocarril dejaran sus cargos y fueran incorporados, como acusados, a la querella. Si rompieran su alianza estratégica con el sindicalismo empresarial, mafioso y patotero que hoy domina el panorama de la CGT y el kirchnerismo. Si Cristina Fernández de Kirchner dejara de buscar en el Partido Obrero al victimario, cuando uno de sus cuadros políticos fue la víctima. Si José Pablo Feinmann no culpara a ese partido por la muerte a manos de la patota ferroviaria, que sólo pudo haber existido por ese dejar hacer del gobierno y por su asociación con lo peor del sindicalismo. Es difícil, pero espero que pueda ser llevado a cabo. La próxima etapa de la instancia judicial y el juicio oral del año que viene serán decisivos. Hasta el momento la Justicia, a través de la juez Wilma López y, primero la fiscal Cristina Camaño y, luego, el fiscal Fernando Fiszer, actuó de modo impecable. Cuando se deba debatir la responsabilidad de funcionarios y empresarios privados, espero que tenga la misma actitud anterior. Peso es un deseo, claro.

- ¿Cree que fue un asesinato político calculado o fue una torpeza cometida en el afán de aleccionar a los tercerizados – como se desprende de algunas declaraciones periodísticas- para que cesen en sus reclamos de incorporación formal al trabajo?

- Pensar en una torpeza implicaría dar fuerza al argumento que señala que en la dictadura hubo excesos. La patota decidió llevar armas de fuego y usarlas. Esa decisión implica la posibilidad de quitar la vida. Lo lograron. Pablo Díaz habló sobre “los fierros” con Cristian Favale, el matador de Mariano Ferreyra. Y Díaz estaba en permanente comunicación con “El Gallego” Fernández, que se hallaba en un encuentro ferroviario junto a Pedraza. No hay que dejar de señalar que en ese encuentro estaban junto a Pedraza el secretario de transporte Juan Pablo Schiavi y ejecutivos de empresas tercerizadoras. El congreso de Latinrieles fue el lugar donde se pudo sacar la foto de los culpables del ataque fatal del 20 de octubre.

- ¿Produjo algún cambio en su vida el haber desarrollado la investigación periodística y escrito el libro sobre el asesinato de Mariano Ferreyra?

- Definitivamente. Trabajo en un medio kirchnerista. Que pertenece a un pool de medios kirchneristas. La crítica al kirchnerismo trae aparejada la condena por herejía en este tipo de medios, en general. La publicación de este libro me produjo algunas complicaciones. Por otro lado, yo provengo del periodismo cultural, a pesar de que siempre incursioné en notas sobre pensamiento político. Esta incursión en el periodismo de investigación sobre cuestiones políticas de coyuntura me plantea posibilidades que todavía no resuelvo, pero que me gustan mucho. Finalmente, la investigación que realicé y, sobre todo, el retrato de Mariano Ferreyra me permitieron conocer a un cuadro político muy potente, un militante como los militantes deberían ser, un joven de la verdadera juventud maravillosa. Conocí a la gente que quiso a Ferreyra y me enseñaron el por qué de su amor. Pude observar a un partido, su partido, en un movimiento sin pausa para que se castigue a los culpables del crimen. Sigo en contacto con toda esa gente. Y el recuerdo que mantienen y la lucha que sostienen porque haya justicia me conmueve muchísimo.

*Periodista, Revista Veintitrés, y autor del libro ¿Quién mató a Mariano Ferreira?






Abril de 2011