Por Estela Calvo
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: SVANASCINI OSVALDO
“La Tecl@ Eñe” tomó la inseguridad como eje de la edición de mayo último. Meses después, la cuestión sigue siendo tan candente, que produce una serie de interrogantes y la necesidad de seguir trabajando el tema, a fin de complejizarlo, sacarlo de la superficialidad o de la aviesa intención con que es tratado por algunos medios de comunicación, de construirlo como problema, de intentar recorrer sus diferentes aristas, los variados puntos de vista desde los cuales puede ser abordado.
Hay una consigna que viene siendo levantada por algunos grupos y quiero tomarla en este escrito porque creo que abre algunas puertas de entrada al problema. Salvo que uno sea un lombrosiano y abone la teoría genética de la delincuencia, supongo que podría haber consenso en torno a esa consigna: “ningún pibe nace chorro”. Pero algo pasa a partir del nacimiento de una cantidad creciente de pibes que los lleva a convertirse en tales. Si no nacen pero se vuelven “chorros”, a veces ni siquiera transcurrido el breve tiempo de la infancia, entonces debe tratarse de un proceso que ha de tener un comienzo. ¿Cómo y dónde empieza en un chico el proceso de delinquir? es una pregunta que toma el tema por el lado opuesto a como se lo suele tratar. En los medios es habitual que el acento esté puesto en cómo terminar con esa delincuencia, con una rápida respuesta de represión, baja de edad de imputabilidad, muerte.
No es que la pregunta sobre “qué hacer”, “de que manera frenar” la delincuencia, la violencia, no sea una pregunta válida, más allá de cómo sea tomada y utilizada por quienes no tienen intención de resolverla sino de llevar agua para su molino. Es válida y es preciso tomarla seriamente. Pero no puede ser única. Hay muchos otros interrogantes que formular. Propongo uno de ellos: cómo no empezar a formar delincuentes.
¿De qué manera comienza el derrotero delictivo de un menor? ¿Donde? ¿En que fuentes se nutre? Cada caso es particular, pero sin duda hay una combinación de elementos familiares, escolares, políticos, económico-sociales, donde la adicción, la falta de contención familiar, el analfabetismo, los padres presos o delincuentes, la inexistencia de trabajo, la escuela poco ajustada a las situaciones sociales complejas y sin saber que hacer con la violencia; el rechazo y la discriminación en el seno mismo de la institución escolar, la desprotección laboral, la precarización, las condiciones de trabajo salvajes, la desocupación crónica; la calle como eje educativo con sus circuitos de droga y delincuencia, entre otras cosas, configuran una realidad urbana en la que difícilmente se generen conductas de convivencia y solidaridad social.
Hay miles de chicos que nacen en mundos violentos y marginales, que conocen las escenas más crueles y miserables desde que son bebes. Chicos que en las condiciones en las que crecen, apenas si pueden construir un nivel simbólico. Que son poseedores de un vocabulario mínimo, cien, doscientas palabras que alcanzan para nombrar las cosas elementales, las que necesitan para hacer lo suyo. Lenguaje puramente instrumental. Porque la miseria embrutece. Chicos que no reciben cuidados en su casa ni en la escuela, cuando van. Que sus vidas no valen nada. Que para su accionar les basta con dos categorías: los propios, los que están en la misma y los enemigos: todos los demás. No hay ni siquiera palabras con las que considerar otras opciones. Cuando estos pibes roban o matan, sea por azar o respondiendo a una organización con jerarquías, -aunque de vez en cuando se manejen solos, siempre hay adultos detrás- actúan sin códigos, a menudo sin culpa y detentan poder. Un poder que jamás habrían conocido por su condición de clase, intentando amoldarse a una sociedad que los expulsa y los considera basura, desecho, desperdicio, detritus. Robando, matando, generando miedo, terror, dispuestos a morir porque sus vidas no valen nada, son poderosos, dueños de todo.
Y aún así, solo son un síntoma, lo que aparece, lo fenoménico, pero que remite a otra cosa. La causa está en otro lugar. La violencia que ejecutan no la engendraron ellos. Una sucesión de políticas ha determinado el barrido de cientos de miles de obreros y trabajadores que quedaron fuera de toda posibilidad, de toda oportunidad. La inseguridad comienza cuando se decide eliminar por decreto o por ley (con responsabilidad compartida por el ejecutivo y el legislativo en su momento) las leyes de la seguridad social. Vaya palabritas. Justamente, la seguridad social. La sociedad que acompañó de algún modo la eliminación de las leyes de seguridad social no advirtió que la cuestión semántica estaba señalando algo fundante: si se elimina la seguridad lo que viene es la inseguridad. El trabajo y la seguridad social eran la base de otras seguridades. Varias generaciones sucumbieron a la falta de trabajo y subsistieron a través de planes sociales y de la lógica del cazador: salir cada día para ver que se puede conseguir. Hay importantes sectores de por lo menos una generación, que no sabe lo que es tener padres con trabajo y todo lo que ello implica como organización familiar y social. La crisis del ‘89 expulsó a una buena cantidad de trabajadores de fábricas y empresas. Los ‘90 implicaron la pérdida de derechos y del uso social de bienes y servicios, además del comienzo de la brutal precarización de las condiciones de trabajo y la desaparición del estado como garante de una distribución un poco más equitativa de la riqueza. El 2001 fue un tsunami que se tragó a otros cientos de miles. Ahora todos conforman un ejército infinito de desocupación, marginación y miseria. Algo se mejoró, pero la profundidad y la extensión del daño no serán revertidas fácilmente.
Y todo sobre el telón de fondo de una pantalla de televisión que muestra que el valor principal de la época es el éxito basado en la posesión de dinero. Los dueños de todo –que concentraron más riquezas en torno a esas crisis- y sus representantes en la prensa gráfica, radial y televisiva, muestran a quien quiera verlo que nada valen los que no tienen nada. Ser dueño es todo. Y muestran también, cada vez con menor velo, que eso no se logra a través del trabajo. Hay que ser emprendedor, empresario. Si es necesario, parásito y estafador. Y lo es, tanto que se multiplican los casos que se conocen de “empresarios” que se enriquecen a costa de evasión, operaciones “truchas”, corrupción, falsificación, lavado de dinero y otras virtuosas conductas ciudadanas. Pero estos “empresarios-delincuentes” que perjudican y matan a cientos o miles de personas –solo hay que pensar en el estrago que habrán causado los medicamentos adulterados o vencidos en personas con cáncer o sida- no son tan maltratados por los medios ni por la sociedad. A estos se los denomina “jóvenes empresarios” y no se alientan marchas ni pedidos de endurecimiento de las leyes ni penas especiales para ellos. A los otros, a los pobres, en cambio, se les pide paredón. Ni justicia. Es raro, teniendo en cuenta que mientras los jóvenes empresarios han tenido buena alimentación, educación, salud, oportunidades y, por lo tanto, todas las posibilidades de elegir otra cosa, la sociedad podría exigirles que respondan por lo que recibieron. Sin embargo se los aplaude, en la tele, en sus autos, en sus casas, en sus countries, en sus playas. Entre tanto los otros, a los que se propone matar o encerrar desde chiquitos, ya nacieron sin opciones.
Pero ¿a santo de qué, los que resultan excluidos por políticas económicas y sociales devastadoras y productoras de pobreza y miseria para grandes mayorías, deberían resignarse al injusto reparto de la riqueza nacional, que es de todos? ¿A santo de que deberían renunciar a eso que en todas partes se muestra como lo único que vale en la vida: tener dinero y poder? Y entre las muchas maneras de no resignarse a esa suerte, una es la violencia delictiva, que no deja de ser un medio de participar del poder y distribuir por la fuerza.
Hace unos años, la banda carcelaria de Brasil liderada por Marcos Camacho produjo un ataque sincronizado a mas de 50 comisarías en San Pablo y obligó a las autoridades a conceder mejores condiciones en las cárceles. El 23 mayo del 2006, el diario O’ Globo en su Sección Segundo Cuaderno, publicó un reportaje a Camacho (a) Marcola, digno de ser tenido en cuenta para analizar la inseguridad y la violencia social. Dice Camacho: …”yo soy una señal de estos tiempos. Yo era pobre e invisible. Ustedes, durante décadas, jamás me miraron. Antes era fácil resolver el problema de la miseria. El diagnóstico era obvio: migración rural, desnivel de renta, pocas favelas, periferias discretas; pero la solución nunca aparecía… ¿Qué hicieron? Nada. ¿El Gobierno Federal reservó alguna vez un presupuesto para nosotros? (…) Pero ahora nosotros, con la multinacional de la droga, somos ricos y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el inicio tardío de su conciencia social”.
Cuando el periodista le pregunta cuál es la solución, Marcola le responde: “¿Solución? No hay solución, hermano. La misma idea de solución ya es un error. (…) Ustedes sólo pueden llegar a algún suceso si desisten de defender la “normalidad”. No hay normalidad alguna. Ustedes precisan hacer una autocrítica de su propia incompetencia. Pero a ser franco en serio: en la moral. Estamos todos en el centro de lo insoluble. Sólo que nosotros vivimos de él y ustedes no tienen salida: sólo la mierda y nosotros, ya trabajamos dentro de ella. Entiéndame, hermano, no hay solución. ¿Sabe por qué? Porque ustedes no entienden la extensión del problema”.
Y culmina, como si esto fuera poco: “Como escribió el divino Dante: pierdan todas las esperanzas… estamos todos en el infierno”.
El reportaje –aparentemente realizado con un celular desde la cárcel hacia la columna radial del periodista Arnaldo Jabor[1]- ha sido considerado falso, pero muy difundido, sobre todo a través de blogs[2]. Se lo ha equiparado a la operación de Orson Welles cuando en 1938 transmitió una adaptación de una ficción de H. Wells que daba cuenta de una invasión extraterrestre, sin aclarar que se trataba de un radioteatro. A pesar de que en ese espacio radial Welles difundía obras literarias, todos creyeron en la realidad de lo que se decía, sembrando pánico y terror en todos los EEUU. Quizás porque el tema tenía enorme pregnancia en el imaginario social, y el público estaba dispuesto a dar crédito a lo que se dijera en ese sentido. La dificultad para dirimir la verdad o falsedad[3] del reportaje a Marcola, contribuye a darle un carácter mítico y la mayoría de los comentarios sobre el tema atribuyen, sino “verdad”, verosimilitud a sus supuestos dichos, llamando la atención sobre ese discurso que, si no fue emitido por él, es una impresionante traducción a palabras e interpretación de los hechos producidos por los altos comandos del narcotráfico y el crimen. Un comentario en uno de los blogs[4], remitió al final de “Emma Zunz”, el cuento de Borges, para saldar la cuestión. El reportaje es extenso y vale la pena leerlo porque permite conocer o conjeturar lo que podría construirse como pensamiento desde quienes lideran las producciones delictivas y así entender un punto de vista fundamental en la cuestión de la violencia y la inseguridad. Es revulsivo porque se sale de los parámetros con los que acostumbramos a considerar ciertas cosas y produce un quiebre que obliga a pensar de cero. “Ustedes” y “nosotros” dice Marcola y es el primer quiebre que divide en dos mundos uno de los cuales ya no es entendido por el otro, que no tiene las categorías para entenderlo. “Es otra lengua”, sigue diciendo, “es la post-miseria” que genera una cultura asesina ayudada por la tecnología: satélites, celulares, Internet, armas modernas. Mis comandados son una mutación de la especie social”.
¿Qué hacer? ¿Encerrarlos a todos? No hay ni puede haber una cantidad de cárceles, presupuesto y funcionarios destinados al control de semejante aparato penitenciario. No hay tampoco transparencia en los distintos niveles de conducción y ejecución como para que eso pudiera resultar eficaz. ¿Matarlos a todos? ¿De que serviría si por otra parte no se deja de producirlos? Pareciera más eficiente, inteligente y justo, desactivar los generadores de la situación, el narcotráfico, por supuesto, pero también apuntar a la transformación de un sistema económico y social que no produzca una riqueza concentrada y desmedida en unos pocos, con exclusión de enormes sectores de población. Aunque está claro que para quienes sostienen la tesis represiva, de eso, ni hablar. Porque son quienes se beneficiaron y se benefician con el proceso de acumulación capitalista post industrial, que implicó la transformación en el rol del estado y el desplazamiento de la producción de bienes a servicios con su consecuencia de desempleo masivo, precarización laboral, crecimiento de la desigualdad y la inequidad en el ingreso; políticas que generaron en las últimas décadas el empobrecimiento de toda América Latina. Por eso, cuando se afirma que el problema no es la pobreza, que el problema es la riqueza, suena tan certero como un disparo.
Estela Calvo
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