08 noviembre 2011

Lecturas Políticas/Osvaldo Bayer, ¿qué significa aquí?/Rodolfo Braceli

Osvaldo Bayer, ¿qué significa aquí?
(Leves reflexiones sobre ser o parecer de izquierda)

¿Qué significa aquí un intelectual, un tipo como Osvaldo Bayer? Significa una de las pocas excepciones. Pero no es una excepción que se consume en sí misma: es una excepción contagiosa. Porque si es contagioso el bostezo y la indiferencia y el miedo y la corrupción, también puede ser contagioso esa clase de compromiso que no se queda en las nobles palabras. Bayer es un luminoso contagioso.


Por Rodolfo Braceli *

Hay preguntas que antes de afrontar conviene poner en remojo. Como ésta: ¿hay alguien, en esta patria, que pueda decir por la mañana, al levantarse, “soy de izquierda”?

Mientras madura el interrogante, antes de desembocar en nuestro personaje, Osvaldo Bayer, recordemos que a principios del setiembre del 2011 después de Cristo fue “galardonado” por un juicio penal que le iniciaron los recontra tataranietos de un tal José Martínez de Hoz, aquel fundador de la Sociedad Rural Argentina. Para decirlo desde otra perspectiva más cercana, los enjuiciadores de Bayer (también de Felipe Pigna y Mariano Aiello) vendrían a ser también los nietos del Martínez de Hoz que encarnó el gran soporte civil, la mente brillante en la economía de esa dictadura que empezó su eternidad en 1976. Estos muchachos, los Martínez de Hoz actuales, mediante el castigo legal a Bayer, al parecer quieren salvar la honra familiar. Soy de la opinión que estos Martínez de Hoz actuales se distraen feo y fiero en su afán del lavaje del linaje (perdón por la rima). Creo que, si tanto les importa la honra, debieran observar hasta qué punto otro más cercano Martínez de Hoz, no sólo adhirió y participó, sino que se constituyó en una especie de columna vertebral civil de esa dictadura que primero violó la vida torturando. No les fue suficiente. Después violaron la vida matando, hasta arrojando humanos vivos desde los aviones al mar. No les fue suficiente. Entonces violaron la muerte desapareciendo y sembrando esto que llamamos patria de muertos sin sepultara. Tampoco les fue suficiente. A continuación afanaron criaturas desde la placenta. Caramba o carajo: ni eso les fue suficiente: hoy por hoy, quieren desmemoriar esa sucesión de atrocidades con la coartada de la reconciliación. No se cansan de desnucar colmos: quieren reconocimiento y homenaje después de haber desnucado el absurdo, después de haber desfondado el mismo abismo de la condición humana.

De todas maneras ahí los tenemos: iniciando acciones legales justamente contra Bayer, Osvaldo, DNI número…

Pero hablando de distracción, quien no debe distraerse del rumbo de este texto soy yo.

Mientras sigue en remojo la pregunta (¿hay alguien, en esta patria, que pueda decir por la mañana, al levantarse, “soy de izquierda?) empecemos por ver, como sociedad, dónde estábamos y estamos parados estos años.

Entrando al primer año del siglo 21 después de Cristo éramos habitantes de un agujero con forma de mapa, de un conato de país que milagrosamente conservaba las nueve letras de su apellido. Este entretenido sitio había sido rifatizado con el entusiasmo de la impunidad; saqueado más que afanado desde afuera; entregado obscenamente desde adentro; loteado al peor postor; en sus reservas energéticas, donado, donado sin asco. Un poco más atrás, hacia mediados de 1976, por donde se lo mire, nuestro sitio en el mundo fue desangrado por los seis costados; violado en sus vidas y en sus muertes al compás de una indiferencia civil que, por extendida, no disminuye, ni un gramo, la culpabilidad de los criminales asesinos. (La culpabilidad por asesinación no sólo no prescribe: no se reparte, no se fracciona, no se licua por más que haya diferentes grados de responsabilidad y la cantidad sea cuantiosa.)

Sabemos a esta altura, a fuerza de golpes de calamidad, que desde hace un buen rato no somos (nunca lo fuimos) los mejores del mundo. Pero encontramos consuelo cuando nos dicen y nos decimos que somos” los más inexplicables del mundo”. Siempre los más.

El caso es que aquí no quedaron ni los mástiles. Desgracia con suerte, aliviadora, porque ¿qué bandera hubiéramos izado?

Sigamos con el recuento de la civilizada barbarie: aquí hay un emporio de derechas y una manga de izquierdas, pero con una diferencia capital: las derechas son opciones camufladas en los grandes partidos, y desde siempre y hoy también, muy cobijadas en una franja que todavía se denomina peronismo (Federal, Disidente, etcétera). Hay derechas que no lo parecen y hay derechas explícitas. Éstas y aquéllas tienen un sólido rasgo común: siempre se juntan, no descansan ni en los días de guardar. Y guardan siempre.

En cuanto a las izquierdas de la Izquierda: decir que esto es un archipiélago es una piadosa dulzura. Momentos hemos tenido en el que algún promisorio bloque de dos, se dividió en dos. No parece imposible que algún bloque unipersonal se divida nomás aunque sea serruchándose el cuerpo en mitades. Claro que puede pasar. No nos privamos de nada. Aquí, a lo largo de las décadas, las izquierdas han persistido en confundir estribillo con ideología. Entre la vanidad y el capricho, cada brote de izquierda o “progresismo” se autodecapita antes, mucho antes de despuntar y probarse en la gestión concreta. La pavorosa capacidad para el temprano suicidio hace que las izquierdas de esta presunta izquierda nacional no necesiten de enemigos: al enemigo vuelta a vuelta le ahorran el trabajo.

En realidad nuestras izquierdas no mueren jóvenes, ni niñas. No pasan del presentimiento prenatal. Por eso, ni decir que son un archipiélago podemos. Son (somos) esquirlas de un sorete inodoro.

Así viene siendo. Pero quedarnos en la cómoda descripción sería una manera de consolidar esta apoteosis de la esterilidad. Sería, una vez más, confundir cinismo con lucidez. El regodeo en la autocrítica también puede ser una comodidad y sólo nos sirve para distraernos en la pueril vanidad del alarde. La autoflagelación no es ni sirve como autocrítica.

Considerando este reiterado panorama, ¿qué significa aquí un intelectual, un tipo como Osvaldo Bayer? Significa una de las pocas excepciones.

Pero no es una excepción que se consume en sí misma: es una excepción contagiosa. Porque si es contagioso el bostezo y la indiferencia y el miedo y la corrupción, también puede ser contagioso esa clase de compromiso que no se queda en las nobles palabras. Bayer es un luminoso contagioso.

Algunos rasgos del joven Bayer: aunque es argentino y es historiador y tiene barba, no es solemne. En sus actos y en sus dichos no hace como que. No descansa en la fácil comodidad de las solicitadas nuestras de cada día. No es políticamente correcto ni la trabaja de políticamente incorrecto.

Bayer no actúa de Bayer: es Bayer. A lo largo de estos años lo hemos visto haciendo, sembrando su tarea; lo hemos visto también sobreponiéndose y ganándole a la enfermedad, y sacando su cuerpo a la intemperie. Aunque él no quiera enseñarnos nada, sus palabras-acciones nos demuestran que la esperanza no es una puerilidad de ingenuos, es sí el más arduo, el más imprescindible de de los trabajos.

Si fuera un cristiano de iglesia, creyente y activo, Bayer sería tan respetado como lo es siendo un anarquista. Sea lo que sea es, con perdón por la estropeada palabra, un sacerdote.

Da gusto, anima el ánimo, da alegría saber que Osvaldo Bayer existe aquí.

Conmueve su apelación a la ética que aflora, constante, porfiada, en sus escritos cotidianos. Bayer ha hecho de la ética una ideología.

Existe Bayer no como un solitario supremo e inalcanzable; existe porque refleja con sus palabras-acciones la existencia carnal de los tantos que hacen y que sueñan: los primordiales. Ésos que encarnan y construyen, desde lo anónimo, el ejemplo que les pedimos a los famosos, o a los héroes deportivos, o a los congelados próceres patrios.

Osvaldo es un anarquista porque, después de todo y antes que nada, ama, con el fervor de los desesperados, a la Vida. Y no vayamos a suponer que es un anarquista desarmado, reducido a la impunidad de la mera metáfora. Qué va. Está armado hasta los dientes. No se conforma con criticar sin feriados al enemigo. Con inclaudicable terquedad alumbra, descubre, muestra, a esos héroes que no tienen nombre pero que están en la más honda de las pulseadas.

Con seres como Bayer uno, por fin, modifica cierta enquistada pregunta: en vez del lagañoso “¿cómo es posible que nos pase lo que nos pasa?”, empezamos a preguntar “¿cómo es posible que, siendo como somos y dejando de ser como debiéramos, estemos todavía con pulso?”

Sencillo: estamos con pulso por los primordiales. Sí, por ésos que hacen y sueñan a rajacincha. Bayer es un alumbrador de primordiales, de presuntos fracasados.

Este hombre es demasiado humano para ser un prócer-ejemplo. Es algo mejor: una porfiada linterna. Esa linterna nos viene alumbrando en este caldo desmemoriado, en este amasijo de escritores y periodistas impostados, de farsantes bajitos, de intelectualudos que licuan su condición de desertores con los rápidos reflejos del renovado oportunismo. El compromiso con la realidad consiste en muuuucho más que en tener reflejos para estar prontos en todas las solicitadas por las causas justas habidas y por haber.

Todos los años cumple años de edad nuestro Bayer. Pero cierto entusiasmo de adolescente no lo abandona. El cansancio de los infinitos viajes y jornadas lo vuelve, sin metáfora, más bello. Él no tiene ningún pacto con el diablo, ese reverso de Dios. Tiene un pacto con el entusiasmo. Aunque por momentos hasta se nos da por pensar que Bayer no tiene entusiasmo, es de entusiasmo. No hay caso, no envejece niporputa Bayer. Enjovece.

Observemos cuando escribe sus columnas: nunca pontifica para ser memorable, ni para dejar sin habla a sus pares. Escribe para ver si hacemos algo con esto que llamamos mundo, para ver si dejamos de dar por hecho que “no hay nada que hacerle”.

Ser lo que se dice, hacer lo que se enarbola, amigar el dicho con el hecho en el vértigo menudo de las acciones de cada día, es nuestra cuestión tan pendiente.

No se trata de trabajar de intelectualudos, de rozar la filosofía o la sociología, de codearse con los ruidos de la mentada ideología. Se trata de ser lo que decimos, de hacer o tratar de hacer lo que enarbolamos, de reducir el patético trecho que en estos pagos hay entre el dicho y el hecho. Se trata, como se dice en la vereda, de no seguir mandándose la parte. De tener memoria no sólo referida a las acciones de ése que llamamos el enemigo, sino memoria, antes que nada, con las mudantes e invertebradas acciones de los que presuntamente estamos en esta vereda: la vereda progresista, la vereda buena, la vereda de las causas justas. Joder con la vereda.

Bayer es una invitación renovada a que salgamos de esta procesión inocua de intelectualudos que se consideran la raya del culo sólo porque a su vocabulario le metieron tres o cuatro docenas de lugares comunes, de palabras que no se consiguen al ras de la realidad.

Vale la pena (o la alegría) aclarar que nuestro Bayer no es un solitario. Es alguien que prescinde de todas las formas del heroísmo de la soledad, porque escribe en voz alta y ha elegido desde siempre guarecerse en la intemperie. Sabe que allí, muy adentro de la intemperie, están los desgajados, los que no tienen nombre, los condenados antes de nacer, los que no tienen dónde caerse muertos. Sabe, como el hachero Valentín Céspedes, que hasta podemos perder la esperanza, pero que no tenemos que perder la fe en la esperanza.

Hace un rato escribí que este hombre está armado hasta los dientes. ¿Armado con qué? Armado por empezar con ternura. Bayer tiene una enorme capacidad de furia. Esa capacidad de furia va a la par de su capacidad de ternura. Pero, ¿desde cuándo un intelectual, un historiador, un escritor puede emocionarse y emocionar con sus denuncias, con sus reflexiones?

La respuesta a esto es: ¿y por qué no? La ternura es una prodigiosa llave secreta que no tiene prestigio entre los manipuladores del canon. No importa: la ternura también puede ser una herramienta para el conocimiento. Aunque los eruc-ditos la desprecien con el condescendiente menosprecio.

Ah, dicho sea: presiento que el día que a nuestro Bayer las Fuerzas del Orden le realicen un allanamiento de su vivienda porteña, el Tugurio, donde vive, debajo de su cama encontrarán una punta de bidones. ¿Nitroglicerina? No. Bidones llenos hasta el cuello de eso, de ternura. De ternura mezclada por partes iguales con ilusión. Ilusión, palabra mal cotizada. Palabra menudita que sin embargo sustituye a la vaciada palabra esperanza.

Padecemos en estos pagos de una suerte de desertores que sin embargo se las arreglan para figurar y estar al frente de los cantos de utopía. En este acostumbrado río revuelto, en este caldo de limbo y de niebla, nuestro Bayer más que una linterna es un linterna. Él sabe, como anarquista primordial, que a la piedra no hay que juzgarla ni perdonarla por nada. Que ya basta de echarle la culpa de la pedrada, a la piedra.

Volvamos por la pregunta que hace un rato pusimos en remojo: alguien, en este mundo, en esta patria más loteada que idolatrada, ¿puede decir por la mañana, al levantarse, “soy de izquierda”?

Pienso y siento que muchos menos que pocos pueden sostener por la mañana el “soy de izquierda”. Eso, “soy de izquierda”, sólo se puede sostener al final del día, después de revisarnos la jornada, después de ver qué dijimos con las palabras y qué hicimos con las acciones. Después de ver qué trecho hay entre nuestro dicho y nuestro hecho.

Osvaldo Bayer es, aquí, uno de los muy, pero muy pocos que por la mañana puede decir “soy de izquierda”. Él sí. Pero no siente necesidad de andar diciéndolo: siempre tiene mucho que hacer el hombre.

* rbraceli@arnet.com.ar - www.rodolfobraceli.com.ar

(((Este texto, en sus conceptos centrales, está basado en otro que Braceli escribió para el libro “Osvaldo Bayer por otras voces”. Compilación y entrevistas de Julio Ferrer, editada por la Universidad de La Plata en 2008)))


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