14 noviembre 2011

Reflexiones/Junco pensante o llanto contenido/Horacio González


Junco pensante o llanto contenido

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Nizzero Mauricio


Una de las tantas discusiones por las que atraviesa nuestro tiempo es la que se refiere a la expresión de los afectos, o dicho de otra manera, la mostración de las pasiones como flujo espontáneo del ser o como relación con el mundo social. Grandes tratados se han escrito al respecto, y vacilo al pronunciar los nombres de los filósofos del mundo moderno que dedicaron lo más hondo de su obra a pensar sobre los sentimientos. Pensar sobre los sentimientos. He allí un nudo dramático de la cuestión. Los sentimientos se ubicarían en un presente absoluto. Pensarlos, es darles la forma del tiempo, del olvido o de la actuación. ¿Pero hay otra posibilidad que no sea pensarlos y aceptar que esos pensamientos puedan ser declarados insensibles? Los sentimientos viven de declarar la insensibilidad de buena parte de la humanidad, pero no pueden abandonar la ciudadela de los pensamientos. Quedarían desnutridos de aquello que los hace existir: el gesto de rechazo hacia la materia pensante que les resta su digna espontaneidad, pero les recuerda que nada son sin un suave engarce reflexivo.

Si hubiera actualmente un partido de la expresión sentimental, sería algo que deberíamos declarar absolutamente triunfante en todas las situaciones y lugares imaginables. Según el “partido sentimental” el mundo se constituye sentimentalmente y la emoción es vista como certificación de una verdad cuando se expone en público. No parecen éstos los tiempos adecuados para el “pudor, la reticencia”, que un célebre escritor de este país le atribuyó ni más ni menos al alma colectiva, o digamos mejor, a la condición argentina. Pero no se puede decir que alguna vez haya existido un explícito y prefijado nivel de la contención –esa continencia que reclamaba Aristóteles en Ética a Nicomaco-, para regir en sus términos más vastos la cuestión colectiva de los sentimientos. Sin duda, podrá decirse que no es lo mismo una escena de llanto colectivo en las culturas arcaicas que asisten las tragedias públicas, que la lágrima secreta, contenida en la reserva de una manifestación apenas insinuada. El sollozo rápido, conjurado con rápida prestancia, indicaría la presencia de una lección de vida superior, pues no evita mostrar tenuemente un dolor con su pequeña emisión lagrimal, o aún algo más cauteloso que esto, apenas un lejanísimo gemido exiguo, de inmediato conjurado. Pero asimismo muestra el ápice elocuente de una punción moral, una laceración íntima evidente. Al sofocarla de inmediato, se muestra lo que le debe el sentimiento a su fantasma pensante, que aparece en un instante de reflexión que persigue con su recato irreprochable a la penuria lagrimeada.

Esa mínima brecha de tiempo que se abre entre el vagido y su contención es un acto social fundante, en el que es posible encontrar toda la sabiduría de la naturaleza convertida en gesto social. En alguna página de Marcel Mauss aparecen las lágrimas como un tipo de ofrenda, de don, que se sitúa justamente en uno de los puntos más dramáticos del intercambio social. Siempre es ingrato catalogar sentimientos, con el propósito que fuere, demostrar la superioridad del alma o por la vía de un exigente razonamiento geométrico, poner las pasiones a la altura de la razón. Sin embargo, poseedores de un don –el gemido lagrimeante-, no podemos exponerlo a cada ocasión, de modo de ganarnos la inmortal reconvención que siempre nos recuerda la fábula de las lágrimas del cocodrilo o lo contrario, el alma sentimentalizada que suele reprocharnos continencia o apatía ante las evidencias de un mundo desgarrado y con sus heridas a la vista.

Pero las lágrimas, nos parece, son el instrumento máximo del pudor, y pueden abarcar un amplio juego de posibilidades, desde el llanto copioso e indetenible, que introduce una nota de negrura en la conciencia –es abismal el espectáculo del que llora-, hasta la rápida manifestación de un diminuto gesto convulso, que rápidamente deja paso a la compostura. Esto último es quizás lo más interesante, pues establece que los sentimientos pertenecen a una emotividad primera, sedimentada en estratos que salen inesperadamente a luz, y que al mismo tiempo pueden ser dominados con un esfuerzo que se sobrepone al alma lacerada. Ahora bien, quién es el que se “sobrepone”? Este problema ocupó a los espíritus más relevantes de la antigüedad. ¿Soy yo mismo el que dice “no pude con mi genio” que ese poseedor del “genio” que debía ser contenido? Esta pregunta revela que la conciencia es apenas un desdoblamiento necesario, pues un sector de ella piensa los pensamientos que se le adjudican a otro sector encerrado en mayores profundidades, aquellas que pueden conocerse solo en el real desconocer de los que son. No es apenas el “solo sé que no se nada” –que es arrasador en su misterio profundo- sino el desconocimiento de quienes somos en nuestro yo partido. Quizás sea por eso que lloramos y las penurias reales sean solo pretextos ocasionales para hacerlo.

Todos sabemos que el psicoanálisis, y antes Spinoza, y sin ir más lejos Descartes intentaron resolver la cuestión de esa porción divina de desconocimiento de sí que hay un una conciencia, en un sujeto. Las teorías lingüísticas de la conciencia –es decir, la reducción a discurso de flujo vital de la conciencia de sí-, primero expulsaron la cuestión de los sentimientos y luego los volvieron a introducir como una sombra metafórica de la discursividad. Basta ver la obra de notorios teóricos de la política. Pero mi tema es otro. Se trata de esa minúscula porción de autoreconocimiento de sí implicada en el gesto del pudor, cuando el llanto sobreviene. Que exista la reserva de los sentimientos revela que también son parte de una actuación, la única que nos permitimos para poder reflexionar, luego del llanto, si éramos auténticos o no al desencadenarlo. Buscamos, acaso, el momento único en que podamos decir que en un momento dado éramos solo un “paño de lágrimas”. Eso y solo eso.

En verdad, no sabemos bien las causas, condiciones y constelaciones del llanto o de la emoción seca, sin aparentes signos exteriores. Precisa de señales desencadenantes que siempre nos intrigan. Puede llorarse en un teatro y ser alguien desalmado. Era uno de los temas de Rousseau. Puede lanzarse el llanto ante el recuerdo de un viejo episodio aparentemente olvidado y no ante la muerte de millones de personas. Es un tema de Benjamín, cuando relata la parábola de un rey depuesto, todopoderoso asesino, que llora cuando debe despedirse de su cocinero. En segundo lugar, el problema del llanto es que le atribuimos espontaneidad y vínculo con una verdad desoladora que habita en un nosotros magullado, excoriado. ¿No sería necesario aquí no dar por supuesto que hay un espacio público destinado naturalmente a recibir el llanto como forma de verdad? Basta percibir el procedimiento de la televisión, que por creer que ese acto es un acto de verdad esencializada, lo procura insistentemente. El llanto de las clases populares ante la televisión es uno de los misterios insondables de los medios de comunicación, incluso de la entera revolución tecnológica informacional, y de la (mal) llamada sociedad del conocimiento. En el cine, el llanto del niño en Ladrones de bicicleta, de Vittorio de Sica, es una escena que ha motivado ciertas reflexiones sobre el tenue límite entre la actuación y el ser. El llanto pone en crisis el sistema de diferenciaciones entre el ser y al parecer. Y rabiamos por eso. Y lloramos por eso.

Ver llorar: es una manera radical de poner a prueba un contrato emotivista entre la tecnología y los grandes públicos, entre la razón técnica y las emociones. Frente a eso, tiene sentido no solo seguir indagando en las condiciones del llanto. Hay que pensar, indudablemente, que aun no hemos llorado de verdad. Que un llanto futuro nos arrancará una porción del ser, seguramente. Que nuestros llantos parciales, incluso los que acontecieron en nuestra niñez, eran una preparación para un llanto total, entonces sí espontáneo, cautivante, embargador de la totalidad de nuestra conciencia. Y que, por otra parte, el gesto de reprimirlo suavemente, es un gesto de libertad, que llamaremos la emoción contenida. Quizás todo el juego civilizatorio reposa en las formas de una emoción contenida, sutileza del arte y de la vida. El hombre, definido en la acepción popular y sensitiva como un junco pensante, podría ser también considerado como sujeto que surge de un llanto contenido.


*Sociólogo, Ensayista. Dtor. De la Biblioteca Nacional

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