Por Vicente Zito Lema*
(para La Tecl@ Eñe)
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Luis Felipe Noé
Para Regine, de Holanda
Si me hubieran llamado Walter, como quería mi madre,
en sus dulces ilusiones de radioteatro,
o Lucas, que es el nombre que soñé para ese hijo varón,
que nunca tuve, y que debía lanzar la pelota hasta el sol
y otras estrellas, más allá del tiempo
-lo soñé mientras me arrastraban las aguas en un remolino,
coronado con algas negras,
movido por una soga que rasgó mi cuello
y me dejó una luna por señal-,
ahora tocaría el fagot, en alguna pequeña orquesta de
provincia, en el sur argentino, bajo su bóveda de raso
que nunca se arruga,
cuando los vientos más fuertes de la tierra,
resucitan a los ángeles, perdidos entre las araucarias;
pero me bautizaron Vicente, por esos hombres de mirada severa,
que descubrí en gastadas fotos amarillas, y por mi padre,
que me dejó su corazón aventurero, la lágrima pronta y una
locura mansa, que viene de familia,
igual que los lunares en la espalda y la sospecha
ante quien va o viene de uniforme;
así que tuve, como mi tío Orestes, una vida reservada
a la poesía, los grandes viajes y los peores naufragios;
por eso esta noche no toco a Mozart,
junto a los fantasmas con dientes de plata,
del lago Aluminé, ni tampoco un tango de Piazzola entre
las luces, mirando el cauce de polvo, donde alguna vez
estuvo el río Atuel, y refrescaron sus potros los mapuches
bajo el sol y bajo la luna perseguidos, siempre perseguidos,
sin tiempo para las danzas;
esta noche con pureza de noche que se encarna otoño
en el silencio de mi pieza,
sobre el sigilo de los gatos sin maldad,
llevado de la mano por la música oscura de mi alma,
cruzo otra vez los puentes, palpo la tierra que espera la flor
debajo del horizonte y de las aguas,
y me abro paso en la claridad pobre de las velas
de los bares marrones del Jordaan,
donde mejor suena el acordeón y mayor fue la resistencia,
cuando la segunda guerra,
hasta que el invasor de la cruz gamada amenazó con volar
los diques (o sea la marea negra que arrima la sequedad
de la muerte, sin misterio),
según cuentan los obreros jubilados, que vuelven rojos
sus iris celestes, y bajan
con pesada armonía sus cervezas,
mientras llega el alba, que huele
a pescado frito en la feria de Lindengracht;
y yo aquí, sostenido a dura pena entre las nubes y los desgarros,
escribo, recuerdo y sueño sobre el murmullo dorado de las hojas,
y me entrego a la antigua fantasía
que me ampara,
con los ojos muy abiertos,
igual que un niño, que escucha un cuento,
en espera de que para la lluvia,
triste como todas la lluvias que vi caer,
sobre el desierto de la memoria,
en un silencio sin prisa que deja oír,
la respiración de la muchacha que duerme cerca de mí,
ligera, sostenida y dulce, como la leche,
que pronto soltarán sus pechos,
para la niña que ya se anuncia y araña los cristales púrpuras
del cielo de la vida;
la noche en el destierro es un barco que ha encallado,
algo dice en duermevela la muchacha que ahora suspira
y se mueve como la ola de un lago;
me ahoga, su belleza,
es un diamante entre mis manos rústicas, su belleza;
ella vino de Leiden, con una gota de lluvia en la nariz,
ella entra y sale de la casa con su bicicleta,
ella está en mi vida, y se va de mi vida, y abre
las puertas de la vida,
con una llave que arroja al fuego, y sube al aire,
y calma mi corazón, que late a los tumbos, que teme la vigilia,
y me deja beber el perfume de su cuerpo,
igual que un jazmín de fiesta,
para que haya luz, donde hubo pesadilla;
ya no llueve, corro el velo que me separa
de los dioses -los viejos dioses de la infancia-,
y pienso una vez más en el fagot de mi otro destino,
que pude tocar junto a un lago, de pura quietud para las músicas,
pero en mi pasaporte azul, ajado en hoteles sin ascensor
y duras policías de frontera,
mi nombre es Vicente, nacido en Buenos Aires y domicilio
precario en Amsterdam, por gracia de la reina de Holanda;
así que dejo el fagot,
y salto a mi navío, que va por la mar, hacia la orilla
siempre fugaz del deseo,
y trepo a mi estrella, la más pequeña de la bóveda celeste,
sobre las Tres Marías,
y soy un pez, entre las redes de la bajura, ciego,
y soy un animal de nubes, arrastrado por la tormenta,
-la tormenta viva de mi corazón-,
y bebo en el alcohol del pasado (es un áspero Beerenburger de 67 hierbas)
y sueño que esta noche rodean mi mesa ,
en la Calle del Arbol, en la ciudad del naufragio, en la soledad
de un hombre que conoce el adiós,
todos mis amigos; ellos mis bellos perdidos, que sonríen como nunca,
y se embriagan, junto a mí, y hablan de sus amores eternos y de
la revolución que todavía los espera, junto a mí,
y llevan a su boca la fruta del paraíso perdido, junto a mí,
como si la muerte fuera una viejita de pelo blanco,
que jamás esgrimió su guadaña,
y el destierro -y la vuelta sin gloria, envejecidos-
apenas la excusa para escribir de países lejanos,
de combates que se perdieron con más penas que olvidos,
y del cuerpo de la muchacha que uno abrazaba,
sin entender el murmullo de sus labios.
Ámsterdam / Buenos Aires
en sus dulces ilusiones de radioteatro,
o Lucas, que es el nombre que soñé para ese hijo varón,
que nunca tuve, y que debía lanzar la pelota hasta el sol
y otras estrellas, más allá del tiempo
-lo soñé mientras me arrastraban las aguas en un remolino,
coronado con algas negras,
movido por una soga que rasgó mi cuello
y me dejó una luna por señal-,
ahora tocaría el fagot, en alguna pequeña orquesta de
provincia, en el sur argentino, bajo su bóveda de raso
que nunca se arruga,
cuando los vientos más fuertes de la tierra,
resucitan a los ángeles, perdidos entre las araucarias;
pero me bautizaron Vicente, por esos hombres de mirada severa,
que descubrí en gastadas fotos amarillas, y por mi padre,
que me dejó su corazón aventurero, la lágrima pronta y una
locura mansa, que viene de familia,
igual que los lunares en la espalda y la sospecha
ante quien va o viene de uniforme;
así que tuve, como mi tío Orestes, una vida reservada
a la poesía, los grandes viajes y los peores naufragios;
por eso esta noche no toco a Mozart,
junto a los fantasmas con dientes de plata,
del lago Aluminé, ni tampoco un tango de Piazzola entre
las luces, mirando el cauce de polvo, donde alguna vez
estuvo el río Atuel, y refrescaron sus potros los mapuches
bajo el sol y bajo la luna perseguidos, siempre perseguidos,
sin tiempo para las danzas;
esta noche con pureza de noche que se encarna otoño
en el silencio de mi pieza,
sobre el sigilo de los gatos sin maldad,
llevado de la mano por la música oscura de mi alma,
cruzo otra vez los puentes, palpo la tierra que espera la flor
debajo del horizonte y de las aguas,
y me abro paso en la claridad pobre de las velas
de los bares marrones del Jordaan,
donde mejor suena el acordeón y mayor fue la resistencia,
cuando la segunda guerra,
hasta que el invasor de la cruz gamada amenazó con volar
los diques (o sea la marea negra que arrima la sequedad
de la muerte, sin misterio),
según cuentan los obreros jubilados, que vuelven rojos
sus iris celestes, y bajan
con pesada armonía sus cervezas,
mientras llega el alba, que huele
a pescado frito en la feria de Lindengracht;
y yo aquí, sostenido a dura pena entre las nubes y los desgarros,
escribo, recuerdo y sueño sobre el murmullo dorado de las hojas,
y me entrego a la antigua fantasía
que me ampara,
con los ojos muy abiertos,
igual que un niño, que escucha un cuento,
en espera de que para la lluvia,
triste como todas la lluvias que vi caer,
sobre el desierto de la memoria,
en un silencio sin prisa que deja oír,
la respiración de la muchacha que duerme cerca de mí,
ligera, sostenida y dulce, como la leche,
que pronto soltarán sus pechos,
para la niña que ya se anuncia y araña los cristales púrpuras
del cielo de la vida;
la noche en el destierro es un barco que ha encallado,
algo dice en duermevela la muchacha que ahora suspira
y se mueve como la ola de un lago;
me ahoga, su belleza,
es un diamante entre mis manos rústicas, su belleza;
ella vino de Leiden, con una gota de lluvia en la nariz,
ella entra y sale de la casa con su bicicleta,
ella está en mi vida, y se va de mi vida, y abre
las puertas de la vida,
con una llave que arroja al fuego, y sube al aire,
y calma mi corazón, que late a los tumbos, que teme la vigilia,
y me deja beber el perfume de su cuerpo,
igual que un jazmín de fiesta,
para que haya luz, donde hubo pesadilla;
ya no llueve, corro el velo que me separa
de los dioses -los viejos dioses de la infancia-,
y pienso una vez más en el fagot de mi otro destino,
que pude tocar junto a un lago, de pura quietud para las músicas,
pero en mi pasaporte azul, ajado en hoteles sin ascensor
y duras policías de frontera,
mi nombre es Vicente, nacido en Buenos Aires y domicilio
precario en Amsterdam, por gracia de la reina de Holanda;
así que dejo el fagot,
y salto a mi navío, que va por la mar, hacia la orilla
siempre fugaz del deseo,
y trepo a mi estrella, la más pequeña de la bóveda celeste,
sobre las Tres Marías,
y soy un pez, entre las redes de la bajura, ciego,
y soy un animal de nubes, arrastrado por la tormenta,
-la tormenta viva de mi corazón-,
y bebo en el alcohol del pasado (es un áspero Beerenburger de 67 hierbas)
y sueño que esta noche rodean mi mesa ,
en la Calle del Arbol, en la ciudad del naufragio, en la soledad
de un hombre que conoce el adiós,
todos mis amigos; ellos mis bellos perdidos, que sonríen como nunca,
y se embriagan, junto a mí, y hablan de sus amores eternos y de
la revolución que todavía los espera, junto a mí,
y llevan a su boca la fruta del paraíso perdido, junto a mí,
como si la muerte fuera una viejita de pelo blanco,
que jamás esgrimió su guadaña,
y el destierro -y la vuelta sin gloria, envejecidos-
apenas la excusa para escribir de países lejanos,
de combates que se perdieron con más penas que olvidos,
y del cuerpo de la muchacha que uno abrazaba,
sin entender el murmullo de sus labios.
Ámsterdam / Buenos Aires
*Inédito, especial para La Tecl@ Eñe
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