06 septiembre 2010

Literatura/Carlos Barbarito/ Anotaciones

Anotaciones
Por Carlos Barbarito*

(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Omar Panosetti
I

¿Para qué escribir versos? No tiene objeto -le dijo Horacio Rega Molina, poco antes de morir, a su amigo Manuel Alcobre. No recuerdo, hasta hoy, haber o haberme planteado algo semejante, no porque esté seguro sino porque temo. Escribo versos desde hace unos cuarenta años, desde aquel día en que hice mi primer poema, sólo recordable por ser el primero, acerca del mar -yo todavía por entonces no conocía el mar-. No tuve nunca facilidad para escribir, siempre me costó escribir, no sólo hablo del mero hecho de escribir a mano, claro, pero hablando de eso, escribir a mano me cansa, desde hace años lo hice a máquina primero y ahora ante una pantalla. ¿A qué le temo? Tal vez a no hallar una respuesta contundente al para qué. Y entonces, ¿qué? Si bien nunca hubo un tiempo propicio para los poetas, estos tiempos que corren y desde hace mucho lo son menos. No exagero si afirmo que los poetas somos invisibles. Nos sostiene el orgullo. Somos orgullosos, al menos en mi caso, cosa que otros confunden con vanidad o egocentrismo. El orgullo es, o sería, aquello que defiende la carne del aguijón, un escudo. Y también un motor. Sin escudo y motor sería el final, un veloz consumirse en la noche. No me pregunto para qué por miedo -repito-, sin los versos sería para mí un gran hambre sin pan, una gran sed sin agua. Tal vez, tal vez la poesía sea además un fármaco. Un intento de cura. No conocí jamás a alguien que estuviese sano. Hablo de salud física y mental perfectas, de calma interior, de profunda armonía; cuando no hay mal funcionamiento renal, estomacal o hepático hay problemas de sueño, o neurosis, o algún tic, o ansiedad, caída del cabello, caries, cierta fobia a entrar o salir o comer con cuchara. Supongo que los ángeles, seres improbables, deben ser sanos de toda sanidad y por ello se limitan a estar, por ejemplo, en un ángulo de algún cuadro renacentista, no tienen necesidad alguna, están completos y saciados desde el principio. Y, como si fuera poco, no les espera el final. ¿Para qué querrían escribir un poema, enamorarse, pintar un cuadro, comer y beber?


II
Traigo del pasado unas palabras de José Gorostiza: Ahora puedo decirme ya, sin angustia, que nunca fui un escritor o un poeta. Acaso, y eso sí desmedidamente, no haya sido siempre más que un vanidoso. Esto, en una carta a Villaurutia, en 1935, cuando el autor de Muerte sin fin tenía 34 años. Quiero detenerme en un concepto, el de la vanidad. Vanidad, según el diccionario, es calidad de vano, siendo vano, entre otros significados, lo arrogante, lo presuntuoso. Y también, lo inútil, lo infructuoso o sin efecto. Gorostiza, en uno de sus momentos críticos, debe haber tenido muy en cuenta el pasaje bíblico vanidad de vanidades, todo es vanidad, resultado del cotejo entre su autoexigencia -que en él hasta incluía la destrucción de escritos- y lo hasta allí conseguido a través del ejercicio literario.

Tengo 55. Seguido se me cruza por la cabeza la frase hasta aquí llegué. No como un no va más, sino como un esto es lo que hice hasta hoy. Pocas veces, por no decir ninguna hasta ahora, renegué de mi arte u oficio, pero, sí, muchas veces, sentí la infructuosidad de lo hecho. También soy autoexigente, con frecuencia más allá del límite admisible, y aquí y allá, releyéndome -cosa que no hago, por las dudas, muy seguido- encuentro más vanidad que fruto. De inmediato, entonces, lo mismo que sintió Gorostiza y que expresó en otra carta, en 1928, a Villaurutia: He fracasado. He fracasado. He fracasado. No una vez, sino tres. Entonces, sin demora, me apuro y abro la canilla, me lavo la cara, me miro al espejo, lloro un poco, vuelvo a lavarme la cara, otra vez me miro al espejo.

Lo sé, esto no me dejará. Hablo de la sensación del fracaso. No sé si alguna vez, mañana, dentro de diez años, ya no servirá el agua en la cara y deba abandonar la poesía. Mientras tanto, una constante lucha entre lo que soy y lo que logro, lo que pretendo y lo que consigo. Cierta vez, una amiga me preguntó cómo hago para vivir con lo que me habita, según denuncian mis poemas. Medité largamente al respecto y terminé rindiéndome ante la evidencia de un exterior que oscila entre la amabilidad y la neurosis que, sin embargo, no refleja la complejidad que, de algún modo, desnudan mis poemas -digo de algún modo porque por lo general el poema revela una porción, y mínima, de corrientes y mareas internas-. ¿Cómo puede, el que saca a pasear al perro y va al mercado, el que hace bromas entre amigos sentado a una mesa de café, ser el autor de una poesía obsesionada con el tiempo, preocupada por la muerte, atravesada por la angustia?

Esta no es la única paradoja en mi vida. Hay otra. Me asusta la soledad, jamás viví solo y la sola idea de ser el único habitante de una casa me produce escalofríos. Un sueño se me repite, me quedo solo, sin nadie. Siempre me rodeé de amigos, desde mi más tierna infancia. Sin embargo, jamás integré grupo alguno y me mantuve, ya en el plano de la literatura, no aislado, sino aferrado a una orgullosa individualidad. Soy orgulloso. Tal vez sea el orgullo lo que me sostiene. Alguien, alguna vez, me dijo que si algo admiraba en mí era mi carácter de lobo estepario. No lo hago adrede, es mi naturaleza.

Lo que hay, sí, es incertidumbre. No trataré aquí del asunto desde el punto de vista filosófico, no es lugar para ello, sólo de lo concerniente a la expresión. Alguien sostuvo lo que parece obvio y sin embargo algunos parecen ignorar: La poesía está hecha de palabras. Frase que bajo su aspecto de simpleza esconde una ardua problemática. ¿Por qué esta palabra y esta no? ¿Cómo decir esto y esto otro? Tal vez siempre estuve escribiendo el mismo e interminable poema. Esto, desde hace cerca de cuarenta años. Antes, desde que aprendí a leer, tuve una fascinación por los diccionarios. ¿Qué buscaba en ellos? Buscaba significados, qué significa cada palabra. Me preocupaba, entonces de un modo difuso, un ansia de precisión. Ansia que se fue haciendo más y más conciente con el paso del tiempo. Otra vez, el tema de la autoexigencia. Todo dentro de una aventura personal, orgullosa, empecinada, abierta a influencias diversas pero cerrada a los dictados de lo que se usa o estila; tempranamente, alguien deslizó su parecer en una carta: Un poeta raro. Quiso decir, seguro, no estás en la manada.

No se piense en vida de invernadero. Es decir, artificial. Si bien soy visitante de bibliotecas y fervoroso lector desde niño, no soy, no creo ser, una persona libresca. Un libro no fue para mí un refugio -tal vez, sí, al principio, yo era un niño hipersensible- sino una herramienta para conocer el mundo. ¿De qué otro modo el chico nacido en una ciudad de llanura, que vivía en una vieja casa frágil de toda fragilidad, podía saber del Telstar, la Torre de Londres, el Lanín y la vida de Mozart? Yo no sabía que mi destino iba a ser literario -como sí supo siempre Borges-, ignoraba que ya entonces, en lo más secreto en mí, se forjaba ese destino. Pasados los años, una tarde algo me impulsó a escribir, por primera vez sin obligación escolar, y lo que me salió fue un poema. Un poema sobre el mar, que no conocía más que en fotos. Rememoro aquel momento y pienso en lo que, hace siglos, dijo Lao-Tsé: Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja, puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás.

San Miguel, julio/setiembre, 2010
*Poeta y Crítico de Arte

2 comentarios:

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  2. Estimado Conrado: Gracias por publicar estas anotaciones. Con ellas no pretendo otra cosa que hablar un poco de lo que me impulsa y sostiene. Este escrito fue hecho de una vez, sin que me detuviera a pulirlo, y asì te lo hice llegar. Se notan, por un lado, fallas en la sintaxis, y, por el otro, el propósito de que sea un testimonio al cabo tantos años de literatura. No te pediré que corrijas esto y aquello. Que quede así. Claro, no será mi última colaboración, ya pienso en la siguiente. Un abrazo.

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