14 julio 2008

Crítica Cultural/ El gen tanático - Claudio Barbará

El gen Tanático
Por Claudio Barbará
claudio.barbara@gmail.com
(para La Tecl@ Eñe)

La pregunta es: ¿existe algo así como un gen tanático que implique nuestra irreductible tendencia a la autodestrucción como sociedad? O dicho de otro modo: ¿por qué la civilización humana no encuentra la felicidad, es decir, la ausencia de esta tendencia destructiva que se vuelve sobre sí misma? Preguntas semejantes se plantea Freud en su texto «El malestar en la cultura» (o en la civilización, dependiendo de la traducción). Y esta misma pregunta, se la han hecho muchos otros desde los albores de la historia. Por ejemplo Platón, cuya obra que es obra política, es el intento de responder al interrogante: ¿cómo es posible una sociedad ideal, en la que no exista la corrupción del orden social? Su libro «La República» es su monumental cumbre, no obstante también la demostración de que el orden humano se estrella en los ideales.
¿De qué naturaleza es ese algo que hace al malestar en la civilización? La Religión ha significado siempre una manera de hacer soportable las miserias de la vida terrenal; eso ha funcionado durante siglos. ¿Funciona aun hoy? No habría que apresurarse a responder. Lo inquietante en la existencia es para el hombre un braza caliente: existe también la religión de los ateos. Freud responde: la neurosis es la religión privada del hombre moderno; quien lleva su cruz silenciosamente, y también con padecimiento. Nada es más difícil que procurar que cada quien se deshaga de su modo de padecer su singular modo de existencia, de su cruz, de esa braza caliente que le quema el alma.


Dice Carmen Táboas: «La extrañísima condición humana, su soledad cósmica, la responsabilidad por la propia existencia lanzada al planeta con un golpe de dados; la rivalidad estructural con el semejante, las pasiones, la buena o mala fortuna, la extrañeza inquietante de lo que ignoramos de nosotros…», todo eso que es, exceso para el entendimiento, retorna de otra manera, desplazado, encubierto por la trama de las creencias, más o menos compartidas, más o menos burdas, contradictorias, para eternizar el sueño del cándido, de los bien-intencionados. Y ya se sabe, de la mano de las buenas intenciones, se cae en lo peor.


Jaques Lacan comprendió muy bien en qué medida el dispositivo analítico se constituyó en una clínica de la condición humana en la modernidad, las perturbaciones de las que se quejan los sujetos, hizo entrar en la consideración freudiana a un sujeto desplazado, atormentado por un conflicto que se desarrolla en los pliegues de su cuerpo, en actividad de su pensamiento, en sus pánicos paralizantes; un sujeto dividido entre sus modos singulares de satisfacción y el orden de la sociedad. Un sujeto que vive su existencia como desconocida, con extrañeza, dividido entre sus aspiraciones de identidad y eso que funciona mal, que lo hace trastabillar, que emerge inoportuno, que rechaza y no comprende, y que retorna siempre al mismo lugar. Es el sujeto kafkiano, el Sr. K, aplastado por un orden que está fuera de su comprensión, que mucho antes, está sujeto a leyes que desconoce, que lo determinan, que lo nombran: lo íntimo y familiar, y sin embargo extraño y ominoso. Es el hombre moderno que deambula perdido, exhausto, vencido, por los márgenes de su propia existencia alienada: es también el sujeto arltiano, sombrío, dividido en una búsqueda incesante y vana del ser, al tiempo que se hunde cada vez más en su inconsistencia, empujado a una acción en la que pierde definitivamente. El hombre moderno, señala Freud, está dividido por una exigencia impuesta por el amo de la civilización moderna: renuncia al goce como condición de armonía social.

En el capitalismo el sujeto está reducido a la condición inestable de «consumidor», de «cliente», de consumidor de objeto; y su revés: reducido a la condición de «objeto de consumo», en tanto para el capitalismo, el sujeto entra sólo como objeto para la producción de esos objetos hechos a disposición de la clientela global. Es en este sentido que el Psicoanálisis va a contrapelo del discurso coercitivo de la Época; puesto que el amo capitalista actual ordena el mundo sobre un supuesto: reducir al sujeto a una función bien limitada, la de consumidor, imponiendo un falso axioma de principio, de que todos somos libres para elegir. Esta afirmación hace al cinismo de nuestra Época. Es falso que todos somos libres de elegir; sin embargo, todo el andamiaje del discurso imperante se funda en esta falacia, en la supuesta existencia del un ser que elige libremente no sólo los bienes de consumo, sino su destino. Asumir esta creencia como una verdad, es decir, elevarla a la dignidad de la Verdad, deja al sujeto prisionero de falsas opciones, y lo que es importante resaltar, deja al sujeto mismo como el único culpable de no poder resolver adecuadamente esta antinomia.


Si se afirma que se es libre de elegir, entonces sólo el sujeto es culpable de sus malas decisiones, ya sean estas elecciones menores, como cambiar de canal en el TV, o se trate de aquellas otras que tienen un peso determinante en la vida de cada quien. Es de notarse que en todos los casos el referente es el Ideal impuesto por el discurso del amo. Lo que en apariencia puede aparecer como una revuelta contra la coerción que viene del Otro social, es llanamente una aceptación, incluso cuando se trata por la negativa. En todo caso las diversas formas con que el sujeto enfrenta las exigencias de la vida, resultan diversas formas de padecer el malestar de la civilización.


La cultura, lo que podemos llamar la estructura de las normas de la civilización, dice Freud, sirve a dos fines, una, de protección frente a las imponderables inclemencias de la naturaleza, y dos, a la regulación de los vínculos entre los hombres. Vale recordar que el ser-hablante también se determina por las exigencias pulsionales, cuyo miramiento por las cotas de la realidad, se expanden hacia esa otra realidad, que Freud reconoce como la única realidad del hombre, la realidad psíquica. Dice Freud: «La libertad individual no es un patrimonio de la civilización», lo que podemos traducir por: la libertad individual no se lleva bien con el orden cívico de la sociedad, más bien se contrapone. Shakespeare, escribió algunas cosas al respecto, por citar sólo a uno de los grandes escritores que lo han puesto de manifiesto.
La civilización, la cultura, es un orden que se impone como regulador. Regula los vínculos entre los hombres, pero en primer lugar regula las relaciones del individuo con su mundo, o dicho de otro modo, con el tratamiento que se da a sí en su relación consigo mismo. ¿Qué se regula? Hay regulación de los goces. Una vez más, la felicidad, tanto como la libertad, no es patrimonio del orden social.


Volviendo a la pregunta: ¿por qué el hombre no es feliz, en el orden cívico que se ha dado para sí y su semejante? El Psicoanálisis desbroza lo que la experiencia clínica a dado a desbrozar: por más proclamación del tipo: «ama a tu prójimo como a ti mismo», en su versión moderna de declaración de los derechos del hombre, la pulsión, que Freud descubrió en los imbricados laberintos del hombre moderno, es irreductible a la noble pedagogía edificadora de la cultura capitalista. Irreductible en sus manifestaciones subjetivas y colectivas, de la «disidencia del síntoma» y del «hombre lobo del hombre».

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