TANATOS
Quienes vivimos la época sabemos las consecuencias de esta posición y no es el tema narrar aquí acontecimientos conocidos sino precisar lo tanático en ellos.
Imbuidos por un discurso al que estaban alienados, sin saber en muchos casos el porqué de esta alienación, los grupos armados desataron una violencia inusitada en la Argentina. ¿Medían las consecuencias probables de sus actos? Me basta recordar mis discusiones con algunos de ellos para saber que se negaban a pensar en las consecuencias funestas de sus actos de violencia.
La certeza irracional de que iban a ganarle a un ejército preparado desde sus bases a combatir y matar no dejaba lugar a la palabra: había que pasar a la acción.
La satisfacción sin ambages de la pulsión tenía en estos militantes su expresión social más acabada.
Claro que, como dijera anteriormente, la vuelta contra sí mismo es también un destino pulsional.
Sin extrapolar lo individual a lo social podría decirse que esa vuelta contra sí mismo hizo pagar un precio muy caro a quienes vivimos esos años.
Vuelvo al libro de Laura Alcoba, quien era una niña que vivía en la clandestinidad por decisión de sus padres militantes.
La lectura, además de hacerme pensar, me conmovió como lo hiciera hace muchos años El Diario de Ana Frank.
Es que habla una niña a través de la adulta que hoy escribe el libro. Se trataba también de estar alienada a significantes que no comprendía pero que, en su caso, la colocaban al borde de un peligro mortal.
La represión ejercida por quienes la tenían a cargo evoca, a veces, la represión que se respiraba fuera de esa casa en la que ella vivía. Paradójicamente se trataba de una imprenta clandestina de la organización montonera. Se trataba de la letra escrita, esa que a veces, como dice el refrán, con sangre entra.
Para comprender es necesario un tiempo de discurrir. Pasaron 30 años pero ver, dice Lacan, es un instante. Un relámpago, aclara. A veces enceguecedor.
En el caso de lo que ha quedado marcado en una niña, en su condición de hija, viviendo una violencia que no le es posible procesar sino mucho tiempo después podemos comprender que los actos siempre tienen consecuencias. O de manera individual o de manera colectiva.
Dado que en nuestra historia reciente la violencia ejercida ha sido enorme conviene, ante cada acción colectiva, pensar en sus probables consecuencias.
No es posible calcular con exactitud el resultado de las determinaciones que comprometen a otras personas. Tampoco el inconciente realiza su conteo exacto. Sin embargo, bajo la forma del síntoma neurótico en el sujeto o de la destrucción de aquello que podría considerarse un bien común las consecuencias de esas decisiones se dejan escuchar. Aunque haya pasado mucho tiempo.
De allí que sea conveniente traer a nuestra vida cotidiana la reflexión y el debate de ideas que le falta. Evidentemente Internet mediante sus sitios y, últimamente sus blogs posibilita el encuentro y el disenso verbal que se había generalizado en los 60. Son otros contenidos y otros protagonistas pero comparte el hecho discursivo.
Le invención de significantes nuevos implica también una satisfacción pulsional. Mediatizada por la palabra la pulsión, al fin, recorre un camino menos mortífero hasta su encuentro con el punto final: la muerte.
Mirta Vazquez de Teitelbaum
Psicoanalista
Miembro de la Escuela de la Orientación lacaniana y de la AMP (Asociación Mundial de psicoanálisis)
La satisfacción de la autodestrucción
Por Mirta Vazquez de Teitelbaum
Freud descubre la pulsión de muerte como constitutiva del sujeto a partir de 1920. En su texto Más allá del Principio del Placer nos advierte, desde el título, que el hombre no busca su bienestar sino una satisfacción que puede conllevar hasta su propia destrucción.
El 11 de septiembre de 2001 coloca a la civilización occidental en una nueva encrucijada. El ataque mortal del enemigo implica, necesariamente, su propia muerte. Es decir que, paradójicamente, la guerra convencional que consiste en dar de baja a la mayor cantidad de personas sin perder muchas vidas propias se transforma en insuficiente para contrarrestar la agresión externa. La tropa del enemigo está dispuesta a morir feliz de haber cumplido su misión. Así el Hezbollah nos da una lección: con respecto a la destrucción no está todo dicho.
Ni mucho menos hecho ya que no es la primera vez ocurre algo semejante. Las guerras santas fueron una muestra de ello así como todo el martirologio al que fue tan afecta la Iglesia occidental y cristiana.
Por eso nuestras argucias occidentales de supervivencia se agudizan para descubrir en el semejante con el cual convivimos esta vocación suicida que podría aniquilarnos. Las matanzas “preventivas” dan una muestra de ello aunque se confunda con un terrorista subversivo a un pobre inmigrante latino en la democrática Londres o se masacre a niños en sus países de origen por las dudas…
Cómo llegamos a este punto podrían preguntarse quienes suponen que el ser humano lucha en pos de un bienestar que para todos tendría el mismo principio: sufrir lo menos posible.
La respuesta del psicoanálisis es escéptica. Sin dejar de tomar en cuenta el principio del placer que lleva a la obtención de la menor tensión posible considera que el sujeto mismo se procura sufrimiento: bajo la forma del síntoma histérico en el cuerpo o con los pensamientos que torturan al obsesivo.
La vuelta contra sí mismo, como destino pulsional, no ha sido considerada por la política cuyo lema general es “el arte de lo posible para alcanzar el bien común”.
Dos falacias a mi entender sugiere esta noción: si hay arte es porque el artista se topa con lo imposible de decir, de allí extrae el goce que vierte en su creación. La segunda es que no hay un bien “para todos”. El Malestar en la Cultura, otro texto freudiano nos lo indica. Uno por uno tenemos que vérnosla con el malestar inherente a la época en la que vivimos y debemos hacer algo con ello. Es un imperativo individual.
Se podría argumentar que lo que la política propone es una distribución más justa de los bienes. Conviene preguntarse, entonces, porqué hay cada vez más pobres en el mundo.
De modo que en estas contradicciones nos encontramos y parece que no hay saber que nos permita modificar este estado de cosas.
Sin embargo…
En un párrafo anterior esgrimí la idea de la creación artística como una forma de soportar el malestar. Freud la toma como paradigma de la sublimación que es un destino de la pulsión mientras Lacan nos indica que al fin de un análisis “el síntoma se invierte en efectos de creación”.
De modo que el destino final de la pulsión puede producir algo diferente a la destrucción y la muerte.
El 11 de septiembre de 2001 coloca a la civilización occidental en una nueva encrucijada. El ataque mortal del enemigo implica, necesariamente, su propia muerte. Es decir que, paradójicamente, la guerra convencional que consiste en dar de baja a la mayor cantidad de personas sin perder muchas vidas propias se transforma en insuficiente para contrarrestar la agresión externa. La tropa del enemigo está dispuesta a morir feliz de haber cumplido su misión. Así el Hezbollah nos da una lección: con respecto a la destrucción no está todo dicho.
Ni mucho menos hecho ya que no es la primera vez ocurre algo semejante. Las guerras santas fueron una muestra de ello así como todo el martirologio al que fue tan afecta la Iglesia occidental y cristiana.
Por eso nuestras argucias occidentales de supervivencia se agudizan para descubrir en el semejante con el cual convivimos esta vocación suicida que podría aniquilarnos. Las matanzas “preventivas” dan una muestra de ello aunque se confunda con un terrorista subversivo a un pobre inmigrante latino en la democrática Londres o se masacre a niños en sus países de origen por las dudas…
Cómo llegamos a este punto podrían preguntarse quienes suponen que el ser humano lucha en pos de un bienestar que para todos tendría el mismo principio: sufrir lo menos posible.
La respuesta del psicoanálisis es escéptica. Sin dejar de tomar en cuenta el principio del placer que lleva a la obtención de la menor tensión posible considera que el sujeto mismo se procura sufrimiento: bajo la forma del síntoma histérico en el cuerpo o con los pensamientos que torturan al obsesivo.
La vuelta contra sí mismo, como destino pulsional, no ha sido considerada por la política cuyo lema general es “el arte de lo posible para alcanzar el bien común”.
Dos falacias a mi entender sugiere esta noción: si hay arte es porque el artista se topa con lo imposible de decir, de allí extrae el goce que vierte en su creación. La segunda es que no hay un bien “para todos”. El Malestar en la Cultura, otro texto freudiano nos lo indica. Uno por uno tenemos que vérnosla con el malestar inherente a la época en la que vivimos y debemos hacer algo con ello. Es un imperativo individual.
Se podría argumentar que lo que la política propone es una distribución más justa de los bienes. Conviene preguntarse, entonces, porqué hay cada vez más pobres en el mundo.
De modo que en estas contradicciones nos encontramos y parece que no hay saber que nos permita modificar este estado de cosas.
Sin embargo…
En un párrafo anterior esgrimí la idea de la creación artística como una forma de soportar el malestar. Freud la toma como paradigma de la sublimación que es un destino de la pulsión mientras Lacan nos indica que al fin de un análisis “el síntoma se invierte en efectos de creación”.
De modo que el destino final de la pulsión puede producir algo diferente a la destrucción y la muerte.
Tánatos
Lo tanático, entonces, es algo que nos constituye desde que sabemos que vamos a morir. La muerte no es representable porque no hay experiencia de ella para el sujeto ya que cuando se muere se deja de ser. De allí el término con que en inglés de designa al cadáver: body que quiere decir cuerpo. Un cuerpo sin alma, sin la vida que lo anima. Nuestra literatura gauchesca nos da otra acepción. Cuando alguien muere se dice que se despena, con lo cual el malestar, el sufrimiento, la pena es inherente a quien vive.
El psicoanálisis nos da las herramientas para que, a través de la palabra, podamos hacer algo con ese sufrimiento Pero su respuesta es individual. La alienación a los significantes primordiales del medio en que se nace, lo que se llama la lengua materna, produce un sujeto cuya combinatoria dependerá, entre otras cosas, del azar. Es decir que dos niños nacidos en la misma ciudad el mismo día no tendrán la misma posición subjetiva ante la vida. Esa combinatoria se llama inconciente y es particular. Es decir que no hay inconsciente colectivo.
No obstante los conjuntos de personas que habitan una misma cultura y comparten un discurso tienen algo en común que no es, justamente, el bien. Tiene una manera de ubicarse frente a los hechos que, por ser compartida, les parece “natural”.
El modo de conquista que conduce a un hombre a acercarse a una mujer está determinado por consideraciones sociales aunque los signos corporales de la excitación sexual sean inequívocos y los mismos en todo tiempo y lugar.
Por ello, para el psicoanálisis, la naturaleza está perdida para el que habla y las condiciones de goce son diferentes entre los sujetos entre sí como entre las sociedades que las prescriben.
Hay acá una distinción entre lo universal y lo particular que conviene destacar. La pulsión se satisface en su recorrido, es decir en los vericuetos en los que el deseo la hace desplazar para su satisfacción. No es lo mismo, como ya señalaba Freud, que un hombre invite a una mujer a un buen lugar para conquistarla que darle con un palo en la cabeza y poseerla sin más.
Pero si se da este ejemplo extremo es porque todo sujeto tiene la potencialidad de actuar con extrema violencia: basta, a veces, que se den ciertas condiciones.
Por otra parte algunos, no todos, serán capaces aún en tales condiciones de no obrar así.
De modo que para pensar el momento actual y lo tanático en la sociedad a la que pertenecemos me resulta necesario aclarar desde que perspectiva voy a abordarla.
Intentaré, entonces, reflexionar sobre algunos puntos de intersección entre lo particular y lo universal para entender como se articulan en la Argentina actual.
No obstante los conjuntos de personas que habitan una misma cultura y comparten un discurso tienen algo en común que no es, justamente, el bien. Tiene una manera de ubicarse frente a los hechos que, por ser compartida, les parece “natural”.
El modo de conquista que conduce a un hombre a acercarse a una mujer está determinado por consideraciones sociales aunque los signos corporales de la excitación sexual sean inequívocos y los mismos en todo tiempo y lugar.
Por ello, para el psicoanálisis, la naturaleza está perdida para el que habla y las condiciones de goce son diferentes entre los sujetos entre sí como entre las sociedades que las prescriben.
Hay acá una distinción entre lo universal y lo particular que conviene destacar. La pulsión se satisface en su recorrido, es decir en los vericuetos en los que el deseo la hace desplazar para su satisfacción. No es lo mismo, como ya señalaba Freud, que un hombre invite a una mujer a un buen lugar para conquistarla que darle con un palo en la cabeza y poseerla sin más.
Pero si se da este ejemplo extremo es porque todo sujeto tiene la potencialidad de actuar con extrema violencia: basta, a veces, que se den ciertas condiciones.
Por otra parte algunos, no todos, serán capaces aún en tales condiciones de no obrar así.
De modo que para pensar el momento actual y lo tanático en la sociedad a la que pertenecemos me resulta necesario aclarar desde que perspectiva voy a abordarla.
Intentaré, entonces, reflexionar sobre algunos puntos de intersección entre lo particular y lo universal para entender como se articulan en la Argentina actual.
Un libro, una idea
Acabo de leer un libro. Se llama La casa de los conejos y su autora es Laura Alcoba, hija de Montoneros.
Los significantes que dominan en un tiempo dado no son solo creaciones colectivas, algunos los hemos heredado. Así, se habla en determinada época de unos temas más que de otros o se renuevan o se inventan palabras.
En los años 70 la militancia política era discutida, avalada, criticada y llevada a la acción por quienes tendríamos entre 20 y 30 años. Éramos la generación del cambio social, la que tenía “problemas generacionales” con sus mayores.
En los lugares de encuentro era “natural” hablar con términos como militante, guerrillero o compañero. Este último definía tanto el lazo social con la pareja sexual como con los que militaban en el mismo grupo.
Los años 60 habían dejado paso a una juventud “esclarecida” (otro término en boga) que tuvo la posibilidad de estudiar en la Universidad y comprender mejor que los viejos como eran las cosas. Quienes no estaban de acuerdo con estas ideas eran despreciados. Como ocurre en cada generación se quería cambiar el estado de las cosas que causaban malestar.
En esta época surge un significante primordial: el hombre nuevo. Se tenía la esperanza de que quizás pudiera haber una sociedad solidaria y no competitiva donde los seres humanos se ayudaran antes que rivalizar.
El tema era ¿cómo llegar a ello?
Y aquí aparecen dos respuestas antagónicas. Había quienes pensaban que con el estudio, el trabajo, la militancia, la denuncia social se lograría esta nueva sociedad y quienes pensaban que no, que como había acontecido en Cuba se debía llegar al cambio social por las armas. La revolución, el término mismo, implicaba la violencia. Por ende la lucha debía ser armada.
Esta lucha armada contó con el aval de cierta parte de los argentinos y, a partir de la muerte de Aramburu, pasó a ser una forma organizada para alcanzar el poder.
Los significantes que dominan en un tiempo dado no son solo creaciones colectivas, algunos los hemos heredado. Así, se habla en determinada época de unos temas más que de otros o se renuevan o se inventan palabras.
En los años 70 la militancia política era discutida, avalada, criticada y llevada a la acción por quienes tendríamos entre 20 y 30 años. Éramos la generación del cambio social, la que tenía “problemas generacionales” con sus mayores.
En los lugares de encuentro era “natural” hablar con términos como militante, guerrillero o compañero. Este último definía tanto el lazo social con la pareja sexual como con los que militaban en el mismo grupo.
Los años 60 habían dejado paso a una juventud “esclarecida” (otro término en boga) que tuvo la posibilidad de estudiar en la Universidad y comprender mejor que los viejos como eran las cosas. Quienes no estaban de acuerdo con estas ideas eran despreciados. Como ocurre en cada generación se quería cambiar el estado de las cosas que causaban malestar.
En esta época surge un significante primordial: el hombre nuevo. Se tenía la esperanza de que quizás pudiera haber una sociedad solidaria y no competitiva donde los seres humanos se ayudaran antes que rivalizar.
El tema era ¿cómo llegar a ello?
Y aquí aparecen dos respuestas antagónicas. Había quienes pensaban que con el estudio, el trabajo, la militancia, la denuncia social se lograría esta nueva sociedad y quienes pensaban que no, que como había acontecido en Cuba se debía llegar al cambio social por las armas. La revolución, el término mismo, implicaba la violencia. Por ende la lucha debía ser armada.
Esta lucha armada contó con el aval de cierta parte de los argentinos y, a partir de la muerte de Aramburu, pasó a ser una forma organizada para alcanzar el poder.
Quienes vivimos la época sabemos las consecuencias de esta posición y no es el tema narrar aquí acontecimientos conocidos sino precisar lo tanático en ellos.
Imbuidos por un discurso al que estaban alienados, sin saber en muchos casos el porqué de esta alienación, los grupos armados desataron una violencia inusitada en la Argentina. ¿Medían las consecuencias probables de sus actos? Me basta recordar mis discusiones con algunos de ellos para saber que se negaban a pensar en las consecuencias funestas de sus actos de violencia.
La certeza irracional de que iban a ganarle a un ejército preparado desde sus bases a combatir y matar no dejaba lugar a la palabra: había que pasar a la acción.
La satisfacción sin ambages de la pulsión tenía en estos militantes su expresión social más acabada.
Claro que, como dijera anteriormente, la vuelta contra sí mismo es también un destino pulsional.
Sin extrapolar lo individual a lo social podría decirse que esa vuelta contra sí mismo hizo pagar un precio muy caro a quienes vivimos esos años.
Vuelvo al libro de Laura Alcoba, quien era una niña que vivía en la clandestinidad por decisión de sus padres militantes.
La lectura, además de hacerme pensar, me conmovió como lo hiciera hace muchos años El Diario de Ana Frank.
Es que habla una niña a través de la adulta que hoy escribe el libro. Se trataba también de estar alienada a significantes que no comprendía pero que, en su caso, la colocaban al borde de un peligro mortal.
La represión ejercida por quienes la tenían a cargo evoca, a veces, la represión que se respiraba fuera de esa casa en la que ella vivía. Paradójicamente se trataba de una imprenta clandestina de la organización montonera. Se trataba de la letra escrita, esa que a veces, como dice el refrán, con sangre entra.
Para comprender es necesario un tiempo de discurrir. Pasaron 30 años pero ver, dice Lacan, es un instante. Un relámpago, aclara. A veces enceguecedor.
En el caso de lo que ha quedado marcado en una niña, en su condición de hija, viviendo una violencia que no le es posible procesar sino mucho tiempo después podemos comprender que los actos siempre tienen consecuencias. O de manera individual o de manera colectiva.
Dado que en nuestra historia reciente la violencia ejercida ha sido enorme conviene, ante cada acción colectiva, pensar en sus probables consecuencias.
No es posible calcular con exactitud el resultado de las determinaciones que comprometen a otras personas. Tampoco el inconciente realiza su conteo exacto. Sin embargo, bajo la forma del síntoma neurótico en el sujeto o de la destrucción de aquello que podría considerarse un bien común las consecuencias de esas decisiones se dejan escuchar. Aunque haya pasado mucho tiempo.
De allí que sea conveniente traer a nuestra vida cotidiana la reflexión y el debate de ideas que le falta. Evidentemente Internet mediante sus sitios y, últimamente sus blogs posibilita el encuentro y el disenso verbal que se había generalizado en los 60. Son otros contenidos y otros protagonistas pero comparte el hecho discursivo.
Le invención de significantes nuevos implica también una satisfacción pulsional. Mediatizada por la palabra la pulsión, al fin, recorre un camino menos mortífero hasta su encuentro con el punto final: la muerte.
Mirta Vazquez de Teitelbaum
Psicoanalista
Miembro de la Escuela de la Orientación lacaniana y de la AMP (Asociación Mundial de psicoanálisis)
Julio de 2008
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