Diferencia y desaparición
Por Sara Rosenberg
(Especial para La Tecl@ Eñe)
La escritora y artista plástica Sara Rosenberg, ganó en el pasado mes de abril el premio “La escritura de la differenza”, en Nápoles, Italia, por la obra de teatro “El Tripalio”. En el trabajo que se publica en este número de La Tecl@ Eñe, la autora reflexiona sobre la relación de los desaparecidos en la sociedad y en la literatura. El eje del texto surge de dos palabras clave: diferencia y desaparición.
Ilustración: Figuras, por Sara Rosenbreg
Diferencia y desaparición.
Sobre la palabra Diferencia.*
Por Sara Rosenberg.**
Sobre la palabra Diferencia.*
Por Sara Rosenberg.**
La diferencia define toda una manera de entender la escritura. Un nombre que implica un pensamiento y un espacio múltiple, polifónico, social, donde sea posible crear juntos un discurso diferente al dominante. Diferente al discurso del mercado, y de las pautas culturales que este manipula con tanta habilidad. Diferente al discurso que sostiene y justifica el robo, el crimen, la guerra, y que siembra de muerte nuestros sueños y nuestra vigilia. Diferente porque rechaza el sacrificio, el hambre y el dolor como hechos naturales y eternos. Diferente porque es capaz de imaginar al mismo tiempo, otra forma de relación entre los que habitamos este hermoso y lastimado planeta. Diferente en el sentido profundo que tiene afirmar la vida, la justicia y la igualdad, frente al discurso del poder y de los señores de la guerra, la corrupción y la ley de la máxima ganancia. Reivindicar la diferencia es resistir la explotación brutal y la muerte.
Sin embargo, la Diferencia, ha sido siempre una palabra peligrosa para los dueños del poder. El otro, el diferente, ya deshumanizado, fue el objeto de explotación de todas las potencias coloniales y es el sujeto invisibilizado de nuestro tiempo, el trabajador precario, el explotado de hoy, nosotros. Desde 1492, millones de indios –eran diferentes- fueron “cristianizados”, es decir sometidos y asesinados en América Latina. Cuando necesitaron más mano de obra esclava, el diferente negro, el salvaje, temible y oscuro africano, fue cazado, trasladado a América, y obligado a llenar las arcas de la Europa colonial. La violencia de la conquista, que fue brutal, construyó sus fantasmas y proyectó en el otro sus propias conductas, para sembrar el miedo. La diferencia, la alteridad, en manos del amo siempre fue un instrumento para criminalizar la resistencia. Eran tontos, brutos, salvajes, caníbales, negros, indios, no humanos, una deshumanización necesaria para su gran empresa extractiva. El otro, el no-humano, sólo era apto para ser sometido y robado. Sobre esta barbarie, la Europa colonial, blanca y satisfecha, erigió su imperio y su cultura. Este proceso iniciado en los albores del capitalismo, no cesó durante todos los siglos posteriores. América continuó siendo saqueada durante cinco siglos y sus habitantes condenados a la barbarie en nombre de la civilización.
Como dice el Calibán-caníbal de Shakespeare, “Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve el saber maldecir: ¡La roja plaga caiga sobre ustedes por esa enseñanza!”. Qué duda cabe que “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”. Tal vez por eso mismo nombrar es comprometido y no existe la neutralidad.
En América, la iglesia y la espada que siempre estuvieron juntas en la misión “civilizatoria”, no sólo prohibieron las religiones locales, esos dioses de los otros, los no-humanos, sino y sobre todo la narración oral, el cuento, la imaginación, la posibilidad de recordar y auto narrase. El combate contra la memoria y contra la historia fue implacable. Un indio que se atreviera a contar un cuento merecía que le cortaran la lengua, o la muerte.
Y ya en siglo XX, cuando Alemania se atrevió a colonizar Europa, continuó esta línea maestra de la barbarie, masacró al diferente: fuera judío, comunista, gitano, homosexual, republicano, disidente, cualquier diferencia debía ser suprimida, porque la identidad de la raza aria fue el concepto que les sirvió para dar cohesión a su política de genocidio, explotación y expansión económica. La identidad tiene una especial carga de muerte.
Qué decir de nuestro siglo XXI, cuando siguen cayendo las bombas en Bagdad y en Palestina, y en todo el Oriente el demonio usa turbante, mientras el petróleo fluye hacia los coches que circulan por las amplias avenidas de la modernidad contaminando y destruyendo poco a poco la dignidad del ciudadano de a pie. Para robar el oro negro, también se demoniza y se masacra al que ha sido previamente deshumanizado. Llamado terrorista, y utilizado para investirlo de los fantasmas del opresor, que ejercita día tras día el terrorismo contra un pueblo que resiste como puede la invasión y el saqueo.
El “bárbaro” de hoy se agolpa en las fronteras del bienestar, muerto de hambre, agobiado por el saqueo y la guerra post-colonial; se ahoga en el Estrecho de Gibraltar, esa inmensa fosa común, o se electrocuta sobre las vallas inteligentes, o deambula en el desierto. Algunos llegan a la tierra de promisión, donde serán parias sin derechos sociales. Los derechos sociales no son rentables para el imperio que levanta siniestros muros de contención. El campo de concentración se ha extendido. Tal como decía el cartel en la puerta de Azwitch, una promesa mortal, “El trabajo os hará libres”. Su concepto sólo se ha ampliado y ha cambiado de forma: un ejército de mano de obra barata y desesperada espera a las puertas de Europa obtener un trozo de pan, una migaja que jamás podrá ser más que una migaja. Un ejercito de diferentes, de oscuros diferentes que han sido previamente condenados por el amo, el mismo amo, al hambre y a la barbarie.
Decía Lewis Carroll que las palabras tienen dueño, y tienen historia, están modeladas y creadas por ese conjunto inmenso de voces que nos precedieron, que nos hablan, y reclaman con urgencia ser escuchadas. Por eso nombrar es siempre comprometido. No existe la palabra ni el lenguaje neutral, porque no es posible escribir ni pensar sin tener un punto de vista, una concepción del mundo y de nuestra vida, de nuestro lugar en él. La “objetividad” programática de los medios de información, nos satura de mentiras día tras día, e impide la articulación, la relación de cada suceso con sus causas. La formación de lo que suele llamarse opinión pública, es bochornosa. No hay objetividad sino desinformación, manipulación del conocimiento en función de un objetivo muy concreto: desarmar el pensamiento libre, la diferencia, la voz propia que se rebela y disiente, porque cuando digo robo no digo beneficios ni guerra humanitaria, cuando digo explotación de los recursos naturales, no digo inversiones, cuando digo democracia, no digo monopolios, cuando digo amor, no digo contrato mercantil, cuando digo libertad, digo igualdad y justicia.
2. Diferencia y Desaparición.
Argentina ha sido un laboratorio de lo siniestro. Allí se experimentó el método terrorista del estado para aniquilar cualquier resistencia a su proyecto económico y político: máxima ganancia para las empresas extranjeras y los bancos, saqueo de los recursos naturales, destrucción de la industria nacional, mano de obra barata y sin derechos sociales, es decir hambre para la mayoría de la población.
El proyecto de saqueo neoliberal necesitaba acabar con la resistencia de los trabajadores -la diferencia de criterio que se llamó subversión- para poder imponerse. El ejército, la iglesia, y los partidos políticos de la burguesía financiera se aliaron en esta tarea. El método empleado fue el terrorismo de estado.
Primero utilizaron bandas armadas del ejército, la policía y la derecha peronista, que se hicieron llamar Triple A, y que operaron contra la población durante los años 74 al 76. En el 76, las fuerzas armadas dan un golpe militar y asumen desembozadamente la tarea de eliminar a la oposición e implantar el sistema neoliberal. La guerra sucia del ejército se libró contra una población civil desarmada, a la que se invistió de un infernal poder de subvertir el orden. ¿Cuál orden?. Obreros, estudiantes, intelectuales, sindicalistas, mujeres, niños, viejos, pasaron a formar parte desde entonces de la trágica figura del Desaparecido. Una figura dolorosa y aterradora.
Como bien dice Eric Howsbaum, las guerras del siglo XX se libraron sobre todo contra la población civil, y en Argentina esta máxima se cumplió absolutamente. Hay una continuidad que no es posible soslayar. Nuestra historia personal, arranca en el siglo XX, necesaria y decisivamente cruzada por los nombres de Azwitch e Hiroshima. Noche y niebla, millones de desaparecidos en el humo de los campos, y en el humo de las bombas atómicas, lanzadas también después del cese de las hostilidades de la 2º guerra mundial. Azwitch e Hiroshima son las coordenadas que dan lugar al comienzo de lo que se llamó la guerra fría. La guerra contra todo aquello que no se alineara detrás del vencedor imperio americano. El demonio entonces era el comunismo y el poderoso imperio no escatimó medios para llevar la guerra de conquista a los confines del mundo.
Vuelvo sobre las dos palabras que he nombrado antes: Subversión (diferencia) y Desaparecido. Ambas se acuñaron durante esos años siniestros. Ambas tienen su historia y es a nosotros a los que nos corresponde contarlas. Ambas son los extremos de un arco tensado en aquellos años terribles, y que siguen dejándonos en las manos una larga tarea de reflexión y de lucha, porque los asesinos hoy gozan de buena salud, están en libertad, aunque algunos hayan sido juzgados y condenados, continúan siendo impunes. Alguno de ellos cumple arresto domiciliario, pero la mayoría compra el pan por la mañana en la panadería al lado de mi casa, o sigue trabajando como siempre en los servicios de seguridad e inteligencia, ya sean privados o públicos.
Durante los años setenta, en el cono Sur de América Latina se funda una empresa a la que llamo “Asesinatos Sociedad Anónima” para exterminar a la población que se resistía a ser saqueada en silencio o que simplemente podía estorbar sus planes de enriquecimiento ilícito. Los gobiernos de Chile, Paraguay, Argentina, Uruguay, Bolivia y hasta Brasil, crearon esta empresa criminal, una mafia terrorista, llamada “Operación Cóndor”, y colaboraron intensamente secuestrando, matando y despareciendo a miles y miles de ciudadanos que no tuvieron ni siquiera derecho a ser juzgados. Las líneas aéreas nacionales, como Lan Chile, sirvieron para trasladar prisioneros secuestrados de un país a otro, los edificios públicos fueron transformados en bases operativas de los torturadores, todas las infraestructuras de los estados terroristas se pusieron al servicio de la represión. Los militares latinoamericanos que participaban en los interrogatorios y torturaban lo hacían según las enseñanzas recibidas en la Escuela de las Américas, dirigida por Estados Unidos y donde previamente se habían formado como torturadores, terroristas y asesinos. Millones de dólares se invirtieron para destruir a las poblaciones civiles, que reclamaban su derecho a una vida digna. Millones de dólares ganaron los asesinos con esta tarea. Fueron bien pagados por los bancos americanos, y cosecharon inmensas fortunas. Trabajaron a conciencia y sembraron la muerte, además del desempleo, la miseria, la corrupción, y toda la situación económica y social que aún padecemos. Las empresas americanas hicieron sin embargo suculentos negocios y los bancos duplicaron y triplicaron sus beneficios.
En ese contexto surge la atroz figura del desaparecido. En ese contexto, y con un programa claro de aniquilación y exterminio, del que no debían quedar pruebas, es decir cuerpos, nombres, ni memoria. El desaparecido es básicamente una figura de la impunidad.
Contaron con el apoyo de una parte envilecida de la sociedad: médicos, notarios, abogados, periodistas, empresarios, curas, obispos, nuncios, una larga lista que colaboró con el crimen y que también continúa impune, probablemente trabajando en alguna empresa conocida, que los debe haber premiado con altos dividendos.
Me da pavor decir que ni los métodos son nuevos ni han dejado de operar. Son los mismos métodos que hoy se aplican en Guantánamo, en Abu Ghirab, en Masin Sharif, en todas las cárceles y prisiones dirigidas por Estados Unidos y sus aliados. Son los mismos métodos de terror que hoy se utilizan contra la población de Afganistán, de Palestina, de Irak, y que antes, hace pocos años se ejercitaron en Yugoeslavia.
En Argentina muchos de nuestros desaparecidos fueron lanzados vivos al río, desde aviones militares. También ahora usan aviones que sobrevuelan el espacio aéreo europeo y democrático para transportar a miles de prisioneros secuestrados de un país a otro, hacia cárceles que nadie conoce y adonde no se puede reclamar por ellos.
El método del terrorismo de estado es el mismo, se ha perfeccionado, se ha internacionalizado, se ha globalizado, como se dice ahora. Está operando, y decirlo, lo reconozco, me produce cólera y por supuesto, terror.
En Argentina, todos los que no colaboraron con la dictadura fueron definidos como diferentes-subversivos, y posteriormente “desaparecidos”. La palabra se usó como demonio, se creó un monstruo para justificar la represión y contar con el silencio aterrado de la mayoría. Sin límites legales, cualquiera podía ser asesinado. La palabra desaparecido nombra la ausencia en el doble sentido de ausencia de cuerpo e identidad, y la ausencia de un sistema legal. Generó miedo, dolor y sirvió para expandir el terror. Pero esa palabra, operó como un boomerang, porque fue defendida y transformada gracias a la lucha de las Madres de Plaza de mayo, y de los familiares que reclamaron desde los primeros momentos su aparición con vida y hasta hoy siguen reclamando el castigo para los autores del crimen. Volver a darles nombre será una tarea larga, porque nos faltan años todavía para conseguir que se haga justicia, es decir que los asesinos sean no sólo juzgados, sino encarcelados.
El miedo fue la droga del terrorismo de estado y narcotizó
la conciencia de la gente. Te decían “se lo llevaron, algo habrá hecho”. Métodos de terror que se expandieron y lograron que la ciudadanía se transformara en un montón de solos aterrorizados, desprovistos de cualquier capacidad de reacción contra lo que estaba sucediendo. El resultado, un país que ha sido destruido, saqueado, y que ha retrocedido tanto como para cerrar el siglo con una crisis económica tan profunda que condenó al 70 % de la población a pasar hambre, en una de las regiones más ricas de la tierra.
En el caso de Argentina, han pasado ya treinta años. La mayor parte de los terroristas están en libertad. Este año se ha juzgado y condenado en Madrid a Scillingo, y este juicio sienta un precedente importante, en relación a la posibilidad de juzgar también los crímenes del franquismo que aún continúan impunes. En España los asesinos jamás fueron juzgados, y se pactó el silencio, el olvido más atroz de las víctimas de la guerra civil iniciada por el General Franco contra la República Española y la democracia.
Mucho se ha hablado de literatura y compromiso. Ha habido grandes discusiones sobre el lugar del artista en la sociedad. Sin embargo, creo que sólo hay dos lugares posibles, el de la dependencia del poder o el de la independencia del pensamiento. Toda escritura es comprometida: o bien con el conservadurismo y el poder, o bien con la invención de otro modelo de sociedad.
El poder tiene otras formas menos violentas y extremas, pero permanentes, de hacer desaparecer. Otras formas de crear desaparecidos en nuestra sociedad y en nuestra cultura. Son aquellos invisibles para el mercado y la cultura oficial. Todo lo que no sea “ontológicamente comercial”, es decir todo aquello que el mercado no promociona porque contradice su propia estructura. Y lo ontológicamente comercial, promocionado, es aquello que explica o se refiere a lo que no cuestiona y no exige el sano arte de la duda y la contradicción. Todo aquello que se expresa como diferencia, es invisible, desaparecido. Hay que vender distracción y entretenimiento. Hay que vender evasión. Todo es posible mientras el sistema no sea puesto en cuestión. Esa es la eternidad que promueve el poder y el poder necesita que la cultura provoque inercia. Gastan millones para conseguirlo. Pero, no sólo hay censura, aunque se diga que estamos en sistemas con libertad de expresión, sino algo mucho más temible, y muy común, que es la autocensura, cuando no, la participación abierta en la construcción del bochornoso sentido común, la degradación del nivel de exigencia y el gran negocio del espectáculo. No vale la pena dar nombres, pero basta con mirar lo programas culturales de la televisión o leer las páginas culturales de los periódicos. Hay una desaparición de la función crítica del intelectual. Esa es la cultura desaparecida en este tiempo de poder mediático. Diez grupos de poder controlan todas las publicaciones en el mundo, la televisión, las editoriales, los periódicos, las radios, el cine.
Es la cultura de la exclusión, y el desaparecido existe, tiene una presencia inmensa. Es la gran masa, la oscura masa que trabaja cada día para sostener la sociedad del bienestar para otros, y que aún no tiene voz. La masa de pobres, humillados, ofendidos y sobre todo silenciados de nuestro tiempo. Ellos no divierten ni son vendibles como evasión. Su presencia en nuestra vida y en nuestra literatura es paradójica, claro, porque su inmensa presencia es la de los ausentes. En la sociedad de la mercancía, el trabajador desaparece, porque el trabajo ya no es un derecho y mucho menos un placer, o una función social, sino una forma de perder la identidad, el cuerpo, la voluntad y la dignidad.
Por eso, el desparecido, es sobre todo la complicidad con el olvido y el silencio. Un silencio al que se llega por el tenaz trabajo que se ejercita con el miedo. En la medida que podamos contar, simbolizar y nombrar las causas de la injusticia, estaremos sembrando un camino hacia otra situación. Desaparecer es estar condenados, o elegir, el cómodo silencio. La inercia y la falta de preguntas. El pacto con el olvido y por lo tanto la incapacidad de relacionar el presente con el pasado y con la voluntad de transformarlo.
Decía Bertold Brecht,
No acepten lo habitual como cosa natural,
Pues en tiempos de desorden sangriento,
De confusión organizada,
De arbitrariedad consciente,
De humanidad deshumanizada,
Nada debe parecer natural,
Nada debe parecer imposible de cambiar.
28 marzo, 2006.
Sara RosenbergÓ
*En este mes de abril la obra de teatro “El triplalio”, de Sara Rosenberg, ganó el premio “La escritura de la differenza”, en Nápoles, Italia. La autora del artículo dio una conferencia en la universidad sobre “Los desaparecidos en la sociedad y la literatura”. Las dos palabras, diferencia y desaparición, fueron los ángulos de su disertación.
**Sara Rosenberg ha escrito las novelas: "Un hilo rojo", 1998, Editorial Espasa Calpe; “Cuaderno de invierno”, 2000, Ed. Espasa Calpe y “La edad del barro”, 2003, Editorial Destino. Ha escrito también cuentos, publicados en varias antologías (Lengua de Trapo, Edaf)
Sin embargo, la Diferencia, ha sido siempre una palabra peligrosa para los dueños del poder. El otro, el diferente, ya deshumanizado, fue el objeto de explotación de todas las potencias coloniales y es el sujeto invisibilizado de nuestro tiempo, el trabajador precario, el explotado de hoy, nosotros. Desde 1492, millones de indios –eran diferentes- fueron “cristianizados”, es decir sometidos y asesinados en América Latina. Cuando necesitaron más mano de obra esclava, el diferente negro, el salvaje, temible y oscuro africano, fue cazado, trasladado a América, y obligado a llenar las arcas de la Europa colonial. La violencia de la conquista, que fue brutal, construyó sus fantasmas y proyectó en el otro sus propias conductas, para sembrar el miedo. La diferencia, la alteridad, en manos del amo siempre fue un instrumento para criminalizar la resistencia. Eran tontos, brutos, salvajes, caníbales, negros, indios, no humanos, una deshumanización necesaria para su gran empresa extractiva. El otro, el no-humano, sólo era apto para ser sometido y robado. Sobre esta barbarie, la Europa colonial, blanca y satisfecha, erigió su imperio y su cultura. Este proceso iniciado en los albores del capitalismo, no cesó durante todos los siglos posteriores. América continuó siendo saqueada durante cinco siglos y sus habitantes condenados a la barbarie en nombre de la civilización.
Como dice el Calibán-caníbal de Shakespeare, “Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve el saber maldecir: ¡La roja plaga caiga sobre ustedes por esa enseñanza!”. Qué duda cabe que “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”. Tal vez por eso mismo nombrar es comprometido y no existe la neutralidad.
En América, la iglesia y la espada que siempre estuvieron juntas en la misión “civilizatoria”, no sólo prohibieron las religiones locales, esos dioses de los otros, los no-humanos, sino y sobre todo la narración oral, el cuento, la imaginación, la posibilidad de recordar y auto narrase. El combate contra la memoria y contra la historia fue implacable. Un indio que se atreviera a contar un cuento merecía que le cortaran la lengua, o la muerte.
Y ya en siglo XX, cuando Alemania se atrevió a colonizar Europa, continuó esta línea maestra de la barbarie, masacró al diferente: fuera judío, comunista, gitano, homosexual, republicano, disidente, cualquier diferencia debía ser suprimida, porque la identidad de la raza aria fue el concepto que les sirvió para dar cohesión a su política de genocidio, explotación y expansión económica. La identidad tiene una especial carga de muerte.
Qué decir de nuestro siglo XXI, cuando siguen cayendo las bombas en Bagdad y en Palestina, y en todo el Oriente el demonio usa turbante, mientras el petróleo fluye hacia los coches que circulan por las amplias avenidas de la modernidad contaminando y destruyendo poco a poco la dignidad del ciudadano de a pie. Para robar el oro negro, también se demoniza y se masacra al que ha sido previamente deshumanizado. Llamado terrorista, y utilizado para investirlo de los fantasmas del opresor, que ejercita día tras día el terrorismo contra un pueblo que resiste como puede la invasión y el saqueo.
El “bárbaro” de hoy se agolpa en las fronteras del bienestar, muerto de hambre, agobiado por el saqueo y la guerra post-colonial; se ahoga en el Estrecho de Gibraltar, esa inmensa fosa común, o se electrocuta sobre las vallas inteligentes, o deambula en el desierto. Algunos llegan a la tierra de promisión, donde serán parias sin derechos sociales. Los derechos sociales no son rentables para el imperio que levanta siniestros muros de contención. El campo de concentración se ha extendido. Tal como decía el cartel en la puerta de Azwitch, una promesa mortal, “El trabajo os hará libres”. Su concepto sólo se ha ampliado y ha cambiado de forma: un ejército de mano de obra barata y desesperada espera a las puertas de Europa obtener un trozo de pan, una migaja que jamás podrá ser más que una migaja. Un ejercito de diferentes, de oscuros diferentes que han sido previamente condenados por el amo, el mismo amo, al hambre y a la barbarie.
Decía Lewis Carroll que las palabras tienen dueño, y tienen historia, están modeladas y creadas por ese conjunto inmenso de voces que nos precedieron, que nos hablan, y reclaman con urgencia ser escuchadas. Por eso nombrar es siempre comprometido. No existe la palabra ni el lenguaje neutral, porque no es posible escribir ni pensar sin tener un punto de vista, una concepción del mundo y de nuestra vida, de nuestro lugar en él. La “objetividad” programática de los medios de información, nos satura de mentiras día tras día, e impide la articulación, la relación de cada suceso con sus causas. La formación de lo que suele llamarse opinión pública, es bochornosa. No hay objetividad sino desinformación, manipulación del conocimiento en función de un objetivo muy concreto: desarmar el pensamiento libre, la diferencia, la voz propia que se rebela y disiente, porque cuando digo robo no digo beneficios ni guerra humanitaria, cuando digo explotación de los recursos naturales, no digo inversiones, cuando digo democracia, no digo monopolios, cuando digo amor, no digo contrato mercantil, cuando digo libertad, digo igualdad y justicia.
2. Diferencia y Desaparición.
Argentina ha sido un laboratorio de lo siniestro. Allí se experimentó el método terrorista del estado para aniquilar cualquier resistencia a su proyecto económico y político: máxima ganancia para las empresas extranjeras y los bancos, saqueo de los recursos naturales, destrucción de la industria nacional, mano de obra barata y sin derechos sociales, es decir hambre para la mayoría de la población.
El proyecto de saqueo neoliberal necesitaba acabar con la resistencia de los trabajadores -la diferencia de criterio que se llamó subversión- para poder imponerse. El ejército, la iglesia, y los partidos políticos de la burguesía financiera se aliaron en esta tarea. El método empleado fue el terrorismo de estado.
Primero utilizaron bandas armadas del ejército, la policía y la derecha peronista, que se hicieron llamar Triple A, y que operaron contra la población durante los años 74 al 76. En el 76, las fuerzas armadas dan un golpe militar y asumen desembozadamente la tarea de eliminar a la oposición e implantar el sistema neoliberal. La guerra sucia del ejército se libró contra una población civil desarmada, a la que se invistió de un infernal poder de subvertir el orden. ¿Cuál orden?. Obreros, estudiantes, intelectuales, sindicalistas, mujeres, niños, viejos, pasaron a formar parte desde entonces de la trágica figura del Desaparecido. Una figura dolorosa y aterradora.
Como bien dice Eric Howsbaum, las guerras del siglo XX se libraron sobre todo contra la población civil, y en Argentina esta máxima se cumplió absolutamente. Hay una continuidad que no es posible soslayar. Nuestra historia personal, arranca en el siglo XX, necesaria y decisivamente cruzada por los nombres de Azwitch e Hiroshima. Noche y niebla, millones de desaparecidos en el humo de los campos, y en el humo de las bombas atómicas, lanzadas también después del cese de las hostilidades de la 2º guerra mundial. Azwitch e Hiroshima son las coordenadas que dan lugar al comienzo de lo que se llamó la guerra fría. La guerra contra todo aquello que no se alineara detrás del vencedor imperio americano. El demonio entonces era el comunismo y el poderoso imperio no escatimó medios para llevar la guerra de conquista a los confines del mundo.
Vuelvo sobre las dos palabras que he nombrado antes: Subversión (diferencia) y Desaparecido. Ambas se acuñaron durante esos años siniestros. Ambas tienen su historia y es a nosotros a los que nos corresponde contarlas. Ambas son los extremos de un arco tensado en aquellos años terribles, y que siguen dejándonos en las manos una larga tarea de reflexión y de lucha, porque los asesinos hoy gozan de buena salud, están en libertad, aunque algunos hayan sido juzgados y condenados, continúan siendo impunes. Alguno de ellos cumple arresto domiciliario, pero la mayoría compra el pan por la mañana en la panadería al lado de mi casa, o sigue trabajando como siempre en los servicios de seguridad e inteligencia, ya sean privados o públicos.
Durante los años setenta, en el cono Sur de América Latina se funda una empresa a la que llamo “Asesinatos Sociedad Anónima” para exterminar a la población que se resistía a ser saqueada en silencio o que simplemente podía estorbar sus planes de enriquecimiento ilícito. Los gobiernos de Chile, Paraguay, Argentina, Uruguay, Bolivia y hasta Brasil, crearon esta empresa criminal, una mafia terrorista, llamada “Operación Cóndor”, y colaboraron intensamente secuestrando, matando y despareciendo a miles y miles de ciudadanos que no tuvieron ni siquiera derecho a ser juzgados. Las líneas aéreas nacionales, como Lan Chile, sirvieron para trasladar prisioneros secuestrados de un país a otro, los edificios públicos fueron transformados en bases operativas de los torturadores, todas las infraestructuras de los estados terroristas se pusieron al servicio de la represión. Los militares latinoamericanos que participaban en los interrogatorios y torturaban lo hacían según las enseñanzas recibidas en la Escuela de las Américas, dirigida por Estados Unidos y donde previamente se habían formado como torturadores, terroristas y asesinos. Millones de dólares se invirtieron para destruir a las poblaciones civiles, que reclamaban su derecho a una vida digna. Millones de dólares ganaron los asesinos con esta tarea. Fueron bien pagados por los bancos americanos, y cosecharon inmensas fortunas. Trabajaron a conciencia y sembraron la muerte, además del desempleo, la miseria, la corrupción, y toda la situación económica y social que aún padecemos. Las empresas americanas hicieron sin embargo suculentos negocios y los bancos duplicaron y triplicaron sus beneficios.
En ese contexto surge la atroz figura del desaparecido. En ese contexto, y con un programa claro de aniquilación y exterminio, del que no debían quedar pruebas, es decir cuerpos, nombres, ni memoria. El desaparecido es básicamente una figura de la impunidad.
Contaron con el apoyo de una parte envilecida de la sociedad: médicos, notarios, abogados, periodistas, empresarios, curas, obispos, nuncios, una larga lista que colaboró con el crimen y que también continúa impune, probablemente trabajando en alguna empresa conocida, que los debe haber premiado con altos dividendos.
Me da pavor decir que ni los métodos son nuevos ni han dejado de operar. Son los mismos métodos que hoy se aplican en Guantánamo, en Abu Ghirab, en Masin Sharif, en todas las cárceles y prisiones dirigidas por Estados Unidos y sus aliados. Son los mismos métodos de terror que hoy se utilizan contra la población de Afganistán, de Palestina, de Irak, y que antes, hace pocos años se ejercitaron en Yugoeslavia.
En Argentina muchos de nuestros desaparecidos fueron lanzados vivos al río, desde aviones militares. También ahora usan aviones que sobrevuelan el espacio aéreo europeo y democrático para transportar a miles de prisioneros secuestrados de un país a otro, hacia cárceles que nadie conoce y adonde no se puede reclamar por ellos.
El método del terrorismo de estado es el mismo, se ha perfeccionado, se ha internacionalizado, se ha globalizado, como se dice ahora. Está operando, y decirlo, lo reconozco, me produce cólera y por supuesto, terror.
En Argentina, todos los que no colaboraron con la dictadura fueron definidos como diferentes-subversivos, y posteriormente “desaparecidos”. La palabra se usó como demonio, se creó un monstruo para justificar la represión y contar con el silencio aterrado de la mayoría. Sin límites legales, cualquiera podía ser asesinado. La palabra desaparecido nombra la ausencia en el doble sentido de ausencia de cuerpo e identidad, y la ausencia de un sistema legal. Generó miedo, dolor y sirvió para expandir el terror. Pero esa palabra, operó como un boomerang, porque fue defendida y transformada gracias a la lucha de las Madres de Plaza de mayo, y de los familiares que reclamaron desde los primeros momentos su aparición con vida y hasta hoy siguen reclamando el castigo para los autores del crimen. Volver a darles nombre será una tarea larga, porque nos faltan años todavía para conseguir que se haga justicia, es decir que los asesinos sean no sólo juzgados, sino encarcelados.
El miedo fue la droga del terrorismo de estado y narcotizó
la conciencia de la gente. Te decían “se lo llevaron, algo habrá hecho”. Métodos de terror que se expandieron y lograron que la ciudadanía se transformara en un montón de solos aterrorizados, desprovistos de cualquier capacidad de reacción contra lo que estaba sucediendo. El resultado, un país que ha sido destruido, saqueado, y que ha retrocedido tanto como para cerrar el siglo con una crisis económica tan profunda que condenó al 70 % de la población a pasar hambre, en una de las regiones más ricas de la tierra.
En el caso de Argentina, han pasado ya treinta años. La mayor parte de los terroristas están en libertad. Este año se ha juzgado y condenado en Madrid a Scillingo, y este juicio sienta un precedente importante, en relación a la posibilidad de juzgar también los crímenes del franquismo que aún continúan impunes. En España los asesinos jamás fueron juzgados, y se pactó el silencio, el olvido más atroz de las víctimas de la guerra civil iniciada por el General Franco contra la República Española y la democracia.
Mucho se ha hablado de literatura y compromiso. Ha habido grandes discusiones sobre el lugar del artista en la sociedad. Sin embargo, creo que sólo hay dos lugares posibles, el de la dependencia del poder o el de la independencia del pensamiento. Toda escritura es comprometida: o bien con el conservadurismo y el poder, o bien con la invención de otro modelo de sociedad.
El poder tiene otras formas menos violentas y extremas, pero permanentes, de hacer desaparecer. Otras formas de crear desaparecidos en nuestra sociedad y en nuestra cultura. Son aquellos invisibles para el mercado y la cultura oficial. Todo lo que no sea “ontológicamente comercial”, es decir todo aquello que el mercado no promociona porque contradice su propia estructura. Y lo ontológicamente comercial, promocionado, es aquello que explica o se refiere a lo que no cuestiona y no exige el sano arte de la duda y la contradicción. Todo aquello que se expresa como diferencia, es invisible, desaparecido. Hay que vender distracción y entretenimiento. Hay que vender evasión. Todo es posible mientras el sistema no sea puesto en cuestión. Esa es la eternidad que promueve el poder y el poder necesita que la cultura provoque inercia. Gastan millones para conseguirlo. Pero, no sólo hay censura, aunque se diga que estamos en sistemas con libertad de expresión, sino algo mucho más temible, y muy común, que es la autocensura, cuando no, la participación abierta en la construcción del bochornoso sentido común, la degradación del nivel de exigencia y el gran negocio del espectáculo. No vale la pena dar nombres, pero basta con mirar lo programas culturales de la televisión o leer las páginas culturales de los periódicos. Hay una desaparición de la función crítica del intelectual. Esa es la cultura desaparecida en este tiempo de poder mediático. Diez grupos de poder controlan todas las publicaciones en el mundo, la televisión, las editoriales, los periódicos, las radios, el cine.
Es la cultura de la exclusión, y el desaparecido existe, tiene una presencia inmensa. Es la gran masa, la oscura masa que trabaja cada día para sostener la sociedad del bienestar para otros, y que aún no tiene voz. La masa de pobres, humillados, ofendidos y sobre todo silenciados de nuestro tiempo. Ellos no divierten ni son vendibles como evasión. Su presencia en nuestra vida y en nuestra literatura es paradójica, claro, porque su inmensa presencia es la de los ausentes. En la sociedad de la mercancía, el trabajador desaparece, porque el trabajo ya no es un derecho y mucho menos un placer, o una función social, sino una forma de perder la identidad, el cuerpo, la voluntad y la dignidad.
Por eso, el desparecido, es sobre todo la complicidad con el olvido y el silencio. Un silencio al que se llega por el tenaz trabajo que se ejercita con el miedo. En la medida que podamos contar, simbolizar y nombrar las causas de la injusticia, estaremos sembrando un camino hacia otra situación. Desaparecer es estar condenados, o elegir, el cómodo silencio. La inercia y la falta de preguntas. El pacto con el olvido y por lo tanto la incapacidad de relacionar el presente con el pasado y con la voluntad de transformarlo.
Decía Bertold Brecht,
No acepten lo habitual como cosa natural,
Pues en tiempos de desorden sangriento,
De confusión organizada,
De arbitrariedad consciente,
De humanidad deshumanizada,
Nada debe parecer natural,
Nada debe parecer imposible de cambiar.
28 marzo, 2006.
Sara RosenbergÓ
*En este mes de abril la obra de teatro “El triplalio”, de Sara Rosenberg, ganó el premio “La escritura de la differenza”, en Nápoles, Italia. La autora del artículo dio una conferencia en la universidad sobre “Los desaparecidos en la sociedad y la literatura”. Las dos palabras, diferencia y desaparición, fueron los ángulos de su disertación.
**Sara Rosenberg ha escrito las novelas: "Un hilo rojo", 1998, Editorial Espasa Calpe; “Cuaderno de invierno”, 2000, Ed. Espasa Calpe y “La edad del barro”, 2003, Editorial Destino. Ha escrito también cuentos, publicados en varias antologías (Lengua de Trapo, Edaf)
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