04 marzo 2009

El Damero/Belleza,paradojas y perversión - Por Vicente Zito Lema

Belleza, paradojas y perversión
Por Vicente Zito Lema
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Maurici Nizzero

Las nubes, ardiendo veloces hacia los púrpuras del alba; las nubes y las melodías plácidas del azul en los follajes de luz que levanta el ocaso... Es una armonía que estremece, enfrentada sin treguas, hasta el horizonte, con la basura y el hedor de los cadáveres que engendra en la tierra una sociedad que vive en pos de la basura y de la muerte, cerrando sus ojos frente a los espejos que le ofrece el murmullo de las aguas...
Allí las nubes, acarreando sin fatiga belleza para las almas. Aquí la sociedad, sostenida sobre las espaldas del dolor; acumulando riqueza para la riqueza y pobreza para la pobreza,
sin distinguir, en la voracidad de la usura que todo lo corroe, el oro de la carne podrida, las cajas de seguridad de los cajones de manzanas blanqueados a la cal, con que se entierra a los angelitos que el diablo del hambre se llevó -¡tremendo! ¡tremendo!-, en la oscuridad del oscuro... más oscuro cielo...

Las nubes, siempre las nubes, la perfección de su misterio que nos sobrecoge, que arrima alegría a los labios, claridad en las miradas, verdad sobre el corazón... La belleza, acumulada en el regazo de las eternas nubes, también socorriendo el devenir de la conciencia, el apetito de las mañanas celestes...
Las nubes, su gloria inocente pero implacable, que desnuda el orden del cielo y de la tierra, que pone las cartas boca arriba...
Las nubes, la belleza del consuelo en los ojos de ese niño y de esa mujer vejados, por esto o por aquello, porque alguien tiene que pagar...
Las nubes, el rigor de la memoria abierta, siempre abierta, rasgando la noche de los hombres que llevan en su frente la marca del poder, como ayer la de la bestia...
Las nubes, el silencio rojo de las nubes, para que los hombres que deciden a punta de pistola, o a puertas cerradas, el número de vivos, el número de muertos, y como se vive, y como se muere, ¡den cuenta!, ¡den cuenta!
Las nubes, su andar perfectísimo, como las vísperas de un juicio perfectísimo...
Para que los hombres de sombra sombría, que decidieron en un arrebato funesto, en su impunidad sin límites, prender fuego a los viejos dioses del amor, lloren; en el temor ante su vecina muerte, lloren...
Desesperados, acorralados, aferrados a la oscuridad...
Con las manos apretadas contra el pecho de su odio, jadeantes...
Jadeantes, alzando sus ojos del temblor maligno hacia las nubes, que pasan y pasan, indiferentes, que nunca dejan de pasar...

Igual que bailarinas, las nubes en su gracia, mientras aquellos hombres de boca maldita claman por una piedad que no mostraron, por ese amor que jamás les preocupó, en el principio de la desolación, acorralados por la mirada del olvido...

¡Qué; imaginaban que matar a los sufrientes de todos los días era moco de pavo!
¡Qué; sentían que esclavos, siervos de la gleba, carne para la mita, almas hundidas en los socavones, proletarios sin trabajo, fugitivos de las hambrunas, uno a uno y día a día iban a poner su cuello en la horca hasta el fin de la fiesta...!
¡Qué de los viejos dioses! ¡Había que llenar el vacío de sus muertes con pasiones alegres! ¡Pasión y no pavor! ¡Delicias de los cuerpos poniendo la noche estrellada boca abajo!
¡Aquellos hombres que sobaron los caballos del poder, jamás amaron! ¡Los cielos de las pampas -sin gasas, sin gasas-, dan testimonio!
¿O fue por amor que soltaron la mano de ese niño? ¡Estaba en alta mar! ¡Venía de las tierras pobres, venía de las tierras conquistadas y empobrecidas, llagadas y envilecidas, hostigado hasta enloquecer por la sed y la búsqueda de comida...! (Soñaba que era una fiera y que un Dios muy antiguo y muy dulce le besaba la boca... y ya no tenía miedo, ni dolor...)

Nubes, nubes... Un cuerpo sin malicia, despertando en el sopor de la madrugada, poniendo un paño de agua fría sobre la frente de quien suspira, balbucea y después grita,- ¡estremecido! ¡estremecido!-: No me maten: soy un ángel...
Lo han perseguido, lo molieron a palos. Lo han violado desde antes de nacer.
Sus ojos desaparecen entre la lluvia que llega, traspirado igual que un muerto, un muerto que amó, con fuertes sollozos a la manera de los cuerpos vivos en la vida, a la manera de los dioses que descubrieron la eternidad... A la manera de los pobres que al fin mueren de tanto morir.


¡Esas nubes...! ¡Allá van esas nubes...! ¡Parecen ráfagas de muerte y son delicias de vida...! Ungiendo en la luz, después de la tormenta y su penumbra, una frágil certeza que ansía ser: existe la belleza... Aunque jamás una gota de rocío se deposite en la palma de la mano, esa mano se abre hacia las nubes, esperanzada, -oh, nubes, nubes del abandono del cuerpo- en la agonía de la cruz... En la perpetua agonía de la pobreza...

La sagrada belleza de las nubes ocurre en un espacio superior de la misma belleza: los cielos. Cielos de permanente ser y ocurrir, palidísimos, descarnados hasta correr el velo de su inmensidad...
Tanto la belleza de las nubes, incansable en sus idas y venidas, su aquí para allá, como la belleza del cielo, que estuvo en el inicio de la vida y nos recogerá en su seno, igual de inmóvil para el ojo humano, en el fin de la muerte, puros y resucitados porque nunca estuvimos muertos, son la Belleza que augura el descubrimiento de la verdad, y permite en su buenaventura poner freno al suicidio y a la resignación, a la hora de la mayor tristeza...
Cuando pareciera que nada nos espera para ver y oír... Cuando queda al desnudo la raíz de un sufrimiento tan vasto, tan extendido por las tierras de la pobreza, que el poder, responsable del acontecimiento atroz (en la tradición del victimario que marca al hierro su dominio sobre el cuerpo y las cosas que prolongan el cuerpo de la víctima), ya no puede ocultar, trasverter, negar. Se dice: ¡Salta a la luz!

También se dice, y obra en el imaginario social, que el poder viene del mar, de las cavernas, y acecha en el fuego del infierno...
La historia, a su vez, se obstina en recordar a un poder instituido en nombre de Dios, del Padre, de los usos y costumbres, de las leyes que aseguran la propiedad como si fuera un sepulcro sagrado. Un espacio de absoluta privacidad, donde no entran el cielo, las nubes y
menos aún la belleza...

Así como el poder rechaza con arte y malicia la belleza –esa belleza que desnuda lo que el poder tapa–, por igual niega que el sufrimiento general sea la consecuencia necesaria de un sistema violento de reproducción material de la existencia. Ese sistema, esa violencia, y ese consumo como ardid que representa la vida, caen sobre el sufriente con una determinación cruel, que excede al destino, a la naturaleza, a la ira o al despecho de los dioses. Va en razón directa a las relaciones de fuerza, se nutre en el miedo, la debilidad y la sumisión. No hay aquí desgracias personales ni azarosas, sino un conjunto minuciosamente organizado de actos del mal.
Con la misma intención de correr apenas unos metros el muro de la historia, y afirmar que una sombra fantasmal es ahora el mundo real de las luchas que construye el discurso de la historia, el poder (desde el centro a la periferia, con decididores y lacayos...) proclama como legales y deseantes los actos del bien: en esencia el gozo público, común y pacífico de los bienes espirituales y materiales, la puesta en acto de la dignidad humana.
Hoy y aquí, como en los viejos tiempos, el poder no sólo se organiza para la guerra, sino que después de sus victorias devora el corazón del caído, se apropia, para destruirlas mejor, de las causas que eran la razón de su existencia.
La paradoja es cruel: quien cuida con más empeño a las ovejas es el lobo...
A su par, la perversión será sistematizada. Nada ni nadie escapa de la vista y control del poder. Hay una tarea y se cumple: paralizar las conciencias y agobiar con el miedo la voluntad; hacer de los que entiende como ideas peligrosas una oración repetida hasta el hartazgo por las beatas del domingo por la noche...
Así, se robará la infancia a los niños de la pobreza, pero habrá una ley prohibiendo que trabajen, mostrando un cuidado que jamás existió. Así, las cárceles serán para rehabilitar y los hospicios para devolver la razón, pero la realidad enseña que la muerte se convierte allí en una buena salida del horror...
La necesidad se castiga como crimen, el delirio es tratado como peligro y la poesía se convierte en un pecado mortal...
El sinsentido, el absurdo y la crueldad gratuita organizan las relaciones, el tiempo y el espacio...
El lenguaje será objeto de un ataque directo, donde está escrito amor deberemos leer indiferencia...
¿En semejante mundo podrá la belleza ser sombra de su propia luz...?
¿Quién se detendrá un instante para acompañar el vuelo de las nubes...?

De allí en más el poder se limpia con sus manos de toda culpa, y más a fondo todavía, de cualquier responsabilidad dolosa; de lo que fue y sigue siendo su voluntad manifiesta, su visión de la realidad, sus intereses concretos y defendidos caiga quien caiga a la vera del camino. Así sea la mayor parte de la humanidad.
Es cierto que el discurso y las leyes cambian en sus formas hacia el bien. Ni siquiera un poder exacerbado se atreve a fustigar a viva voz las conductas humanísticas.
Sin embargo, ese bien permanece en el mundo de las ideas. Allí donde la belleza de las nubes y la dignidad intrínseca de los seres quedan tan lejos de las prácticas de los cuerpos, que los cuerpos se quejan sin su alma. Lo que fue tierra de humanidad, languidece, se seca,
igual que un rosal ahogado de pena entre los soles negros...

Conmovidos, exaltados por la belleza acariciamos las nubes, besamos el cielo, somos nuevamente criaturas del paraíso...
Soñamos, ¡oh, sí!, nos embarga el delirio más dulce, obra en nosotros el mejor consuelo, incluso frente a las calamidades de todos los días y la angustia permanente de la finitud...
Hasta que llega el grito... Ese grito a borbotones de una multitud de sufrientes -pobres de toda pobreza, perseguidos entre perseguidos-, hace del sueño de la belleza y las glorias celestes apenas unas hojas de papel de arroz en el medio de una tremenda hoguera...
Cenizas, cenizas... ¿Ese viento de mar, no se lleva las cenizas hacía las nubes...?

Vicente Zito Lema
Verano de 2009

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