Vargas, la Feria y los escritores argentinos
Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)
Una vez más escribimos con el trasfondo rumoroso de una polémica. Que se va ramificando, expandiendo, tomando ciertos componentes y dándoles otro sentido. Tanto, que hace difícil esquivar la tentación de reclamar cierta fidelidad a su enunciación original, tentación de volver a señalar el orden de los hechos, la secuencia en la cual una afirmación es respondida y una interpretación desechada. Positivismo de la cronología, ilusión del dato que vendría a resolver, de una vez por todas, la distinción de las responsabilidades. No es así. Debemos recordarnos, una y otra vez, que nadie es dueño de sus intervenciones ni amo de sus palabras y que, finalmente, de lo que se trata es de extraer las pepitas más valiosas para una discusión y una reflexión entre la hojarasca de interpretaciones fallidas. Escribimos, ya es hora de decirlo, en el contexto polémico abierto por la decisión de la Fundación El libro de que sea Mario Vargas Llosa el orador inaugural de la Feria.
El hecho es discutible por las muchas razones que se han esgrimido en estos días: no estamos sólo ante un escritor consagrado por las instituciones centrales de la atribución de prestigio -¿o no escuchamos, dicho en tono de devoción y con los labios fruncidos en una plegaria, “se trata de un Premio Nobel?-; se trata también de un militante que no desdeña tribuna ni espacio para convertirse en vendedor de opiniones ideológicas tan vacuas, reducidas y mezquinas, que si no fuera porque en otros momentos han sido el sustento de transformaciones destructivas de las economías latinoamericanas, más bien cabría tomarlas como objeto de parodia. O, mejor dicho, si sus afirmaciones no fueran objeto de una repetición amplificada de los medios de comunicación más empeñados en desprestigiar la situación actual de los gobiernos de la región, estaríamos, sólo, ante un hombre torpe para la comprensión política. Como lo fue, sin dudas, el nunca consagrado por el Nobel, Jorge Luis Borges, mayor expresión de una paradojal articulación entre un genio universalista y creador en su literatura y una torpeza provinciana y menor en sus opiniones políticas. Vargas Llosa se parece más a Leopoldo Lugones. Como aquel, es un militante. Como aquel, es un hombre de tribuna pública y de activos compromisos políticos. Si Lugones llamó a la hora de la espada –y puso a sus lectores, así entre la espada y la pared en la que todavía resonaban sus fuertes invenciones poéticas- ante un dictador peruano, en los festejos del centenario de la batalla de Ayacucho; el escritor limeño procura la deslegitimación de varios gobiernos surgidos de las voluntades electorales mayoritarias, en nombre de un saber que las masas desconocen, el de la verdad del libre mercado.
La discusión con ese escritor, entonces, es una discusión política, como escribe Eduardo Grüner en Página 12. Como lo es la discusión con la Fundación que organiza, anualmente la Feria del libro. No porque veamos allí el reino de una cultura democrática, la instancia redimida donde finalmente se produce la esquiva relación entre autor y lector. Antes que eso, la Feria es el hecho de la industria, es la realidad de una distribución del espacio y la visibilidad en relación al poder económico de cada empresa o institución. Es el hecho del reparto mercantil, antes que la expresión plural de un estado de la cultura. Pero a la vez hay autores y lectores, aun cuando se presenten como vendedores y compradores. Hay lectores que sólo buscan libros o miran libros en esos días, como hay quienes sólo visitan museos en la noche de los museos. Esto es lo que nos obliga a no desdeñar a la Feria, ni siquiera con todo aquello que tiene de mercado, respeto al gran poder editorial, adhesión a los sistemas más espectaculares del prestigio. No criticarla, no debatir las decisiones de sus organizadores, en nombre de otros espacios más prístinos y menos impuros de la circulación cultural, es obviar la disputa por los modos en que las multitudes buscan algo entre los libros. El entre-nos siempre es más confortable y no dejamos de cultivarlo para conversar y discutir sobre la base de acuerdos mínimos sostenidos. Sin embargo, resulta ideológico cuando se convierte en coartada para renunciar a los debates que hacen al espacio público.
La Feria, cada vez más, se organiza –incluso espacialmente- en relación a los espacios ocupados por los grandes medios de comunicación gráfica. Los diarios La Nación y Clarín, a través de sus revistas culturales, intervienen en las lógicas del mercado editorial pero también de los mecanismos de consagración. Para ningún autor esa confrontación es sencilla, menos cuando resulta subsumida en la dinámica de las facciones. El contexto para debatir esto es, como ha señalado Américo Cristófalo, el de la ley de medios. Vale recordar, quizás, esa discusión a la hora de pensar ésta que se está desplegando a propósito de la inauguración de la Feria. La ley de medios recogió una serie de reclamos del activismo social, coincidentes en el sentido de procurar una democratización del acceso a la difusión de ideas, valores y palabras. Por momentos, la profunda transformación que se anunciaba quedó opacada por el combate contra el medio que encarna no sólo las prácticas monopólicas sino el estilo más cínico de oposición. Clarín fue el nombre del mal y bajo ese eje se opacaron cuestionamientos más interesantes respecto de la mediatización, el espectáculo y la vida política. Quizás hubiéramos preferido otro destino para el escenario abierto por la ley pero tuvo la ventaja de hacer visible un conjunto de mecanismos y operaciones propios del discurso mediático respecto de los cuales ya nadie puede declamarse inocente.
Y la pérdida de ingenuidad es un hecho valioso. Aunque su primer efecto tome el aspecto de una partición facciosa del espacio público. Si sucedió eso con Clarín, se debe a la especial vocación que demostró en asumirse como facción y también a los modos en que algunos de los defensores de la ley encararon la discusión política. No decimos esto porque tengamos mejores modos, sino porque parece no haber alegría sin amargura, ni triunfo sin menoscabo en estos combates que nos son, sin dudas, fundamentales.
Un conjunto de periodistas, intelectuales, políticos, reaccionaron ante una carta de Horacio González a la Fundación El libro, reaccionaron con ira, temor y condena. Fueron desde la agitación del espantajo de la censura hasta la condenación de un error táctico. Nadie se privó de intervenir, en especial luego de conocida, a partir de la propia narración del director de la Biblioteca Nacional, la disidencia de la presidenta de la Nación con el modo en que se había planteado el debate. En los sectores más afines al gobierno comenzó la sobreactuación necesaria: si la presidenta y conductora había llamado la atención sobre un error lo que cabía era presentar al hombre del equívoco como aquel que es capaz de arrepentirse a tiempo. Entre los ajenos, se arrojó al autor de la misiva las acusaciones de proclive a las dictaduras, censor y otras lindezas por el estilo, sin reparar en aquello que cualquiera de buena fe advierte y que es que la institución que dirige tiene la más amplia política cultural imaginable.
Sin embargo, entre la hojarasca de acusaciones y llamados al arrepentimiento, algo se despliega: la más agitada discusión que ha merecido la Feria del libro y la constitución de los prestigios. También, una reflexión inacabada y difícil sobre las fronteras entre el escritor y el político y entre el intelectual y el funcionario. Cuando se intenta reducir el debate sobre Vargas Llosa a un supuesto intento de censura se elimina de la vista este campo problemático: el que hace a la consideración de las trayectorias intelectuales y la definición de qué significa hablar –en carácter de qué intervenimos y decimos. No se esquiva menos la problematización de la Feria del libro.
Hay distintos tipos de razones en juego, o de condiciones que organizan el lugar de enunciación. Cuando la presidenta reclama que no haya confusión respecto de la posibilidad de censura lo hace desde la razón de estado. Del mismo modo, en que en ciertos momentos puede tomar medidas restrictivas, no progresistas, amparadas en la misma razón. Lo que es extraño es que desde la sociedad civil se reclame esa prudencia, ya no al director de la Biblioteca Nacional sino a todos los intelectuales que participan del ámbito público. Y lo que en otros momentos, circulaba en sordina –el rumor de la incomodidad con respecto a una confrontación con Clarín que muchos percibían innecesaria o, por lo menos, inoportuna-, ahora se enuncia con altavoz, precisamente porque puede ampararse el llamado a la mesura en la voz presidencial. El trabajo intelectual, si tiene aún sus propias razones, no puede privarse de la explicitación y discusión del canon, las instituciones del prestigio y las razones del mercado.
* Socióloga y ensayista. Docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Sábato o la moral de los argentinos (en colaboración con Guillermo Korn), Mutantes. Trazos sobre los cuerpos y Lugones. Entre la aventura y la cruzada. En 2010 publicó su primera novela No tengo tiempo ( Paradiso Ediciones)
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