Por Alejandro Kaufman*
(para La Tecl@ Eñe)
La calma en que nos sumerge el lapso veraniego no hace más que confirmarnos la intuición, que tenemos desde hace unos años en la Argentina, de que diciembre es un mes establecido de algún modo como una ventana de expectativas sobre lo inusual y extraordinario, sobre la aparición de sucesos y relatos que nos hablan de imposibilidades y violencias. En esos días que transcurrimos, el lenguaje del odio y el resentimiento que la muerte de Néstor Kirchner había en apariencia disipado pareció despertarse, agitarse con nostalgia por sus momentos de culminación en el 2008. Aquel despliegue que tanto nos espantó, de racismo, discriminación y violencia simbólica, y que durante 2010 fue opacado por la recuperación del campo popular, en el último diciembre pareció encontrar una oportunidad de retorno.
La llave que parece abrir la puerta a esas formas del malestar en nuestra sociedad es la muerte. Muertes que se contabilizan en una sucesión indistinta e indiferenciada de circunstancias, contextos y linajes. Ocurren, por lo que sea que ocurran, y dan forma cada vez a la misma pregunta vociferante: ¿¡quién es el culpable!? Al culpable hay que matarlo. Aunque: “No estamos de acuerdo con la pena de muerte”. Nadie está de acuerdo con la pena de muerte. El repugnante aserto de que “el que mata debe morir” expresa, por menos que nos guste, una modalidad del sentido común mucho más extendida de lo que nuestro asentimiento está dispuesto a reconocer. La expresión más corriente, que no suele suscitar mayor escándalo, es “que se pudra en la cárcel”. ¿A qué significación remite esa metáfora de la putrefacción en el encierro si no es a una muerte lenta, extendida en el tiempo hasta agotarse el ciclo biológico del condenado, arrojado a una tortura que se diría peor que la muerte? ¿De qué se nos está hablando cuando se nos habla de la muerte? Algo hay allí frente a lo cual habremos de detenernos y darle paso al desasosiego.
La cuestión se ha naturalizado: la muerte sucede allí donde se nos muestra un cuerpo inánime, un cadáver, el objeto último en el que se silencian todos nuestros afanes. La muerte es lo inaceptable –como una evidencia deslumbrante- cuando deviene del crimen. Y, con frecuencia, si hay un muerto es porque hubo un crimen. Finalmente se tiende a invertir –siempre que parezca plausible- la carga de la prueba, en tanto no podría haber muerte sin asesino. Nos encontramos ante el modo en que en nuestra sociedad político cultural tiene lugar la contemporánea negación de la muerte, la no aceptación de que morimos. Y lo hace de una forma que nos parezca indiscutible, innegable, tan ineluctable, tan patente como la muerte misma.
Es que una de las formas que tiene la muerte, -la muerte realmente existente, no la denegatoria que nuestra imaginación teme más que a la muerte misma-, es el modo en que se nos impone lo inexorable. Aquello frente a lo cual se nos quiere obligar a pensar de una manera y no de otra, a ver las cosas de una forma y no de otra, a asumir sin crítica ni doblez alguno, ni duda alguna, aquello que es el criminal: se nos conduce siempre a reaccionar frente al criminal. No se nos habla de la muerte, salvo en lo que tiene de puramente inadmisible, en lo que refiere a que de ningún modo es aceptable, dado que deberíamos vivir eternamente. De lo que se nos habla cada vez que se nos habla de la muerte es del criminal, de quién ocasionó la muerte. Si hay muerte, alguien debe haberla ocasionado, tiene que haber un criminal y solo puede haber una pregunta, sobre quién es el criminal.
En lo que concierne a la cultura de lo público, una de las formas prevalecientes en que discurrimos acerca de la muerte es orientándonos con violencia a determinar la causa criminal de esa muerte, y en consecuencia a odiar al asesino, y a requerir su muerte. ¡Pero sin pena de muerte! ¡A la cárcel! ¡Cuánto hemos escuchado esa palabra –cárcel- para bien y para mal desde hace tantos años en la Argentina! Los acontecimientos del horror demandaron su cuota de encierro frente a los cuales no hemos tenido otra alternativa que -el imposible para nosotros- consentimiento con el horror. Uno de los designios que los acontecimientos del horror lograron imponer en la sociedad argentina fue un motivo legitimador del encierro. Nos quedamos sin palabras frente a los criminales de lesa humanidad. Encuentran su límite allí el abolicionismo jurídico, la criminología crítica, el escepticismo frente al mito de la pena del encierro como resolución de la conflictividad social que implica el crimen. Dispuestos siempre a reducir el daño de la pena, admitimos ese límite, abrumados por la desmesura que nos justifica, para encontrarnos después con que esa cárcel -reanimada por los habitantes que le están destinados- no queda satisfecha, y extiende su apetito de clausura de manera creciente y sin límite aparente. Es así como durante años no hemos hecho más que escuchar sobre la necesidad de construir nuevas cárceles y sobre una inflacionaria demografía reclusa de la pobreza, la exclusión y el racismo.
No es la piedad frente a los muertos aquello que moviliza la maquinaria libidinal colectiva cuando -al discurrir sobre los muertos- no nos encontramos ante la muerte como el desenlace de una historia trágica, como el corolario desgraciado de una serie de acontecimientos que necesitamos conocer para comprender ese desenlace. La piedad trágica conduce a la comprensión, a la narración, a la pregunta sobre cómo y porqué ocurrió, y no a la mera inquisición sobre el nombre propio de quien ejecutó la última acción, aquella que terminó con una vida. Esa última acción sólo confluye en un sentido emancipatorio, reparador, comprensivo, piadoso, esperanzador, si se nos aparece como última entretejida con la historia que nos haga semejantes de aquello que ocurrió, que nos permita dialogar con los acontecimientos, conocerlos, volverlos inteligibles, sabernos responsables de ello en tanto humanos, en tanto partícipes del colectivo social que hizo posibles esos acontecimientos que culminaron con la muerte. Y esto no es menos cierto también, y sobre todo, cuando asistimos a las historias de la opresión y la libertad, la injusticia y la reparación.
Al contrario de ello, en lugar de construir colectivamente relatos, lo que recibimos es algo que se nos arroja por la cabeza, algo que se nos ofrece como presencia pánica, algo que se nos indica como extraño, incomprensible y ajeno: el cadáver. Nada más ajeno al individuo viviente y a la sociedad viviente que el cadáver. No hay forma mejor de inducir la alienación que concentrando de esa manera la atención sobre lo extraño, incomprensible y ajeno. Ninguna retórica supera en imperio metonímico al recurso del cadáver. En los momentos de divergencia o cinismo que a veces atraviesan la saga de los pánicos cadavéricos, aparece aquella expresión: “tirar un muerto”, expresión que admite la astucia, la deliberación con la que se impone la iconografía morbosa.
El efecto que produce el cadáver en su exposición obscena y brutal sobre las conciencias consiste en una forma otra de la muerte, aquella que tiene lugar cuando algo de nosotros muere porque es silenciado, intimidado, descalificado por una fuerza que se nos impone. La fuerza del extrañamiento del cuerpo muerto sobre la conciencia suspende el juicio y nos arrastra detrás de la siniestra carrera que nos lleva a levantar el patíbulo. Las clases dominantes, porque son dominantes, conocen muy bien esa fuerza opresiva que tienen siempre a su favor. En favor de las clases dominantes, siempre, opera esa fuerza que nos obliga a callar cuando hay un cadáver delante. El silencio se basta a sí mismo por la presencia propia del muerto. La muerte impone silencio. Pero ese silencio de ninguna manera es homogéneo y vacío. Si sucede a una historia, si articula un duelo, si se imbrica con la trama vital de una comunidad, podrá demandar un sentido. Si en cambio sucede eso tan habitual entre nosotros, que es desencadenar las fuerzas sociales que nos arrastran a aquella violencia punitiva que solo puede culminar con la muerte del criminal, algo muere también en nosotros, que es la competencia para desenvolver a cabo efectivamente todas las razones por las que se nos alega que hay que matar al criminal. Esas razones, si estuvieran destinadas a lo que hay de vivo en nosotros, se orientarían en otra dirección que no sería la muerte del criminal, sino la discusión colectiva sobre el conflicto, la diferencia, la discrepancia que animó el conflicto de trágica culminación. Que lo animó, que dio vida a ese conflicto que terminó con la muerte. La vida es lo que anima el conflicto, y la presencia de la vida en el conflicto lleva a preguntarnos por el conflicto mismo, por su historia social y política, por las acciones colectivas que a lo largo del tiempo, por lo general de mucho tiempo, y con la intervención activa y central o pasiva y periférica de muchos y de muchísimos ha llevado a tal o cual desenlace.
También la emancipación puede culminar en el terror que ejecuta criminales cuando se deja prevalecer la iconografía morbosa del cadáver frente a la trama inmensa del relato sobre los acontecimientos. Frente a la emancipación, a toda forma de emancipación, surge siempre esta forma que nos ocupa aquí, de gran preferencia entre nosotros, que consiste en la reducción del acontecer social a la imagen forense prontuarial de un crimen que solo puede resolverse mediante el castigo a un culpable. Ciclo de garantizada recurrencia, porque contiene entre sus condiciones fundamentales la negligencia por los acontecimientos. No se indaga, ni se interroga, ni se inquiere sobre lo que ocurrió sino solo sobre el nombre propio del culpable, convertido enseguida en condenado. En esa restricción de la pregunta reside el propósito decisivo de la lógica del cadáver como índice de las representaciones sociales. Al restringir la pregunta se halla un modo eficaz de reproducir el orden existente. Al inhibir con tanta suerte el recurso de la pregunta sobre el conflicto y remitirla a una metonimia -la identidad del ejecutor de la acción última-, se logra el propósito, que era silenciar la indagación sobre las causas del conflicto. Al silenciar la conversación sobre las causas del conflicto se encubren las preguntas verdaderas sobre las razones por las que sucedió lo que sucedió, y sus verdaderos responsables encuentran la impunidad que procuraban. La impunidad no reside en la falta de castigo, sino en la continuidad del orden social que hizo posible el acontecimiento trágico. El castigo puede ser o no ser el sello de tal continuidad. La demanda que lo procura –cuando se circunscribe a la punición- lo es sin duda alguna.
El paradigma punitivo de la conflictividad social consigue entonces tres propósitos: primero, encubrir a quienes detentan el poder efectivo, las causas reales de la opresión existente. En segundo lugar imponer silencio sobre la sensibilidad, la percepción, la competencia colectiva para comprender lo que sucede y tomar parte activa en ello. En tercer lugar establecer una forma de controlar la violencia social que se podría enfrentar a los poderosos: la canalizan hacia un destino controlado y circunscripto para que “pague” por los crímenes de los que ellos son responsables, y es así, entonces, como nunca se sabe quiénes son los responsables. Se alimenta un ciclo que reproduce sin fin el apetito por el castigo sin satisfacerlo nunca, porque es esta la propia dinámica que reproduce lo que se alega combatir.
Al respecto es interesante la siguiente inferencia: cuando las derechas acusan a un gobierno popular de establecer o incrementar la conflictividad de la que ellas son responsables, lo acusan en tanto el gobierno popular, en lugar de actuar de la forma que hemos descrito, denuncia el conflicto mismo, no a los culpables, establece las acciones necesarias para favorecer la justicia efectiva en aquello que beneficie a sus destinatarios, no formula acusaciones contra nombres propios a los que persigue para dejar todo como estaba. Y es por ello que necesitan victimizarse, para asimilar a ese gobierno popular a la dinámica que les es propia a ellos: silenciar la relatoría de la conflictividad social y sustituirla por la reducción al ícono cadavérico que les permitirá una y otra vez inducir la violencia contra su víctima propiciatoria llamada “culpable”.
Necesitamos mantenernos despiertos, escuchar, alertarnos cuando en lugar de contársenos una historia se nos muestra un muerto y se nos urge con el linchamiento, sea legal o ilegal. Algo de lo que nos pasa y se encuentra entre lo peor que nos puede pasar es que estas modalidades de la derecha (¿hace falta agregar que además es mediática?) hayan sido desde hace demasiado tiempo asimiladas por quienes proceden y se identifican con ciertas izquierdas, aun si fueran progresistas o populares.
La llave que parece abrir la puerta a esas formas del malestar en nuestra sociedad es la muerte. Muertes que se contabilizan en una sucesión indistinta e indiferenciada de circunstancias, contextos y linajes. Ocurren, por lo que sea que ocurran, y dan forma cada vez a la misma pregunta vociferante: ¿¡quién es el culpable!? Al culpable hay que matarlo. Aunque: “No estamos de acuerdo con la pena de muerte”. Nadie está de acuerdo con la pena de muerte. El repugnante aserto de que “el que mata debe morir” expresa, por menos que nos guste, una modalidad del sentido común mucho más extendida de lo que nuestro asentimiento está dispuesto a reconocer. La expresión más corriente, que no suele suscitar mayor escándalo, es “que se pudra en la cárcel”. ¿A qué significación remite esa metáfora de la putrefacción en el encierro si no es a una muerte lenta, extendida en el tiempo hasta agotarse el ciclo biológico del condenado, arrojado a una tortura que se diría peor que la muerte? ¿De qué se nos está hablando cuando se nos habla de la muerte? Algo hay allí frente a lo cual habremos de detenernos y darle paso al desasosiego.
La cuestión se ha naturalizado: la muerte sucede allí donde se nos muestra un cuerpo inánime, un cadáver, el objeto último en el que se silencian todos nuestros afanes. La muerte es lo inaceptable –como una evidencia deslumbrante- cuando deviene del crimen. Y, con frecuencia, si hay un muerto es porque hubo un crimen. Finalmente se tiende a invertir –siempre que parezca plausible- la carga de la prueba, en tanto no podría haber muerte sin asesino. Nos encontramos ante el modo en que en nuestra sociedad político cultural tiene lugar la contemporánea negación de la muerte, la no aceptación de que morimos. Y lo hace de una forma que nos parezca indiscutible, innegable, tan ineluctable, tan patente como la muerte misma.
Es que una de las formas que tiene la muerte, -la muerte realmente existente, no la denegatoria que nuestra imaginación teme más que a la muerte misma-, es el modo en que se nos impone lo inexorable. Aquello frente a lo cual se nos quiere obligar a pensar de una manera y no de otra, a ver las cosas de una forma y no de otra, a asumir sin crítica ni doblez alguno, ni duda alguna, aquello que es el criminal: se nos conduce siempre a reaccionar frente al criminal. No se nos habla de la muerte, salvo en lo que tiene de puramente inadmisible, en lo que refiere a que de ningún modo es aceptable, dado que deberíamos vivir eternamente. De lo que se nos habla cada vez que se nos habla de la muerte es del criminal, de quién ocasionó la muerte. Si hay muerte, alguien debe haberla ocasionado, tiene que haber un criminal y solo puede haber una pregunta, sobre quién es el criminal.
En lo que concierne a la cultura de lo público, una de las formas prevalecientes en que discurrimos acerca de la muerte es orientándonos con violencia a determinar la causa criminal de esa muerte, y en consecuencia a odiar al asesino, y a requerir su muerte. ¡Pero sin pena de muerte! ¡A la cárcel! ¡Cuánto hemos escuchado esa palabra –cárcel- para bien y para mal desde hace tantos años en la Argentina! Los acontecimientos del horror demandaron su cuota de encierro frente a los cuales no hemos tenido otra alternativa que -el imposible para nosotros- consentimiento con el horror. Uno de los designios que los acontecimientos del horror lograron imponer en la sociedad argentina fue un motivo legitimador del encierro. Nos quedamos sin palabras frente a los criminales de lesa humanidad. Encuentran su límite allí el abolicionismo jurídico, la criminología crítica, el escepticismo frente al mito de la pena del encierro como resolución de la conflictividad social que implica el crimen. Dispuestos siempre a reducir el daño de la pena, admitimos ese límite, abrumados por la desmesura que nos justifica, para encontrarnos después con que esa cárcel -reanimada por los habitantes que le están destinados- no queda satisfecha, y extiende su apetito de clausura de manera creciente y sin límite aparente. Es así como durante años no hemos hecho más que escuchar sobre la necesidad de construir nuevas cárceles y sobre una inflacionaria demografía reclusa de la pobreza, la exclusión y el racismo.
No es la piedad frente a los muertos aquello que moviliza la maquinaria libidinal colectiva cuando -al discurrir sobre los muertos- no nos encontramos ante la muerte como el desenlace de una historia trágica, como el corolario desgraciado de una serie de acontecimientos que necesitamos conocer para comprender ese desenlace. La piedad trágica conduce a la comprensión, a la narración, a la pregunta sobre cómo y porqué ocurrió, y no a la mera inquisición sobre el nombre propio de quien ejecutó la última acción, aquella que terminó con una vida. Esa última acción sólo confluye en un sentido emancipatorio, reparador, comprensivo, piadoso, esperanzador, si se nos aparece como última entretejida con la historia que nos haga semejantes de aquello que ocurrió, que nos permita dialogar con los acontecimientos, conocerlos, volverlos inteligibles, sabernos responsables de ello en tanto humanos, en tanto partícipes del colectivo social que hizo posibles esos acontecimientos que culminaron con la muerte. Y esto no es menos cierto también, y sobre todo, cuando asistimos a las historias de la opresión y la libertad, la injusticia y la reparación.
Al contrario de ello, en lugar de construir colectivamente relatos, lo que recibimos es algo que se nos arroja por la cabeza, algo que se nos ofrece como presencia pánica, algo que se nos indica como extraño, incomprensible y ajeno: el cadáver. Nada más ajeno al individuo viviente y a la sociedad viviente que el cadáver. No hay forma mejor de inducir la alienación que concentrando de esa manera la atención sobre lo extraño, incomprensible y ajeno. Ninguna retórica supera en imperio metonímico al recurso del cadáver. En los momentos de divergencia o cinismo que a veces atraviesan la saga de los pánicos cadavéricos, aparece aquella expresión: “tirar un muerto”, expresión que admite la astucia, la deliberación con la que se impone la iconografía morbosa.
El efecto que produce el cadáver en su exposición obscena y brutal sobre las conciencias consiste en una forma otra de la muerte, aquella que tiene lugar cuando algo de nosotros muere porque es silenciado, intimidado, descalificado por una fuerza que se nos impone. La fuerza del extrañamiento del cuerpo muerto sobre la conciencia suspende el juicio y nos arrastra detrás de la siniestra carrera que nos lleva a levantar el patíbulo. Las clases dominantes, porque son dominantes, conocen muy bien esa fuerza opresiva que tienen siempre a su favor. En favor de las clases dominantes, siempre, opera esa fuerza que nos obliga a callar cuando hay un cadáver delante. El silencio se basta a sí mismo por la presencia propia del muerto. La muerte impone silencio. Pero ese silencio de ninguna manera es homogéneo y vacío. Si sucede a una historia, si articula un duelo, si se imbrica con la trama vital de una comunidad, podrá demandar un sentido. Si en cambio sucede eso tan habitual entre nosotros, que es desencadenar las fuerzas sociales que nos arrastran a aquella violencia punitiva que solo puede culminar con la muerte del criminal, algo muere también en nosotros, que es la competencia para desenvolver a cabo efectivamente todas las razones por las que se nos alega que hay que matar al criminal. Esas razones, si estuvieran destinadas a lo que hay de vivo en nosotros, se orientarían en otra dirección que no sería la muerte del criminal, sino la discusión colectiva sobre el conflicto, la diferencia, la discrepancia que animó el conflicto de trágica culminación. Que lo animó, que dio vida a ese conflicto que terminó con la muerte. La vida es lo que anima el conflicto, y la presencia de la vida en el conflicto lleva a preguntarnos por el conflicto mismo, por su historia social y política, por las acciones colectivas que a lo largo del tiempo, por lo general de mucho tiempo, y con la intervención activa y central o pasiva y periférica de muchos y de muchísimos ha llevado a tal o cual desenlace.
También la emancipación puede culminar en el terror que ejecuta criminales cuando se deja prevalecer la iconografía morbosa del cadáver frente a la trama inmensa del relato sobre los acontecimientos. Frente a la emancipación, a toda forma de emancipación, surge siempre esta forma que nos ocupa aquí, de gran preferencia entre nosotros, que consiste en la reducción del acontecer social a la imagen forense prontuarial de un crimen que solo puede resolverse mediante el castigo a un culpable. Ciclo de garantizada recurrencia, porque contiene entre sus condiciones fundamentales la negligencia por los acontecimientos. No se indaga, ni se interroga, ni se inquiere sobre lo que ocurrió sino solo sobre el nombre propio del culpable, convertido enseguida en condenado. En esa restricción de la pregunta reside el propósito decisivo de la lógica del cadáver como índice de las representaciones sociales. Al restringir la pregunta se halla un modo eficaz de reproducir el orden existente. Al inhibir con tanta suerte el recurso de la pregunta sobre el conflicto y remitirla a una metonimia -la identidad del ejecutor de la acción última-, se logra el propósito, que era silenciar la indagación sobre las causas del conflicto. Al silenciar la conversación sobre las causas del conflicto se encubren las preguntas verdaderas sobre las razones por las que sucedió lo que sucedió, y sus verdaderos responsables encuentran la impunidad que procuraban. La impunidad no reside en la falta de castigo, sino en la continuidad del orden social que hizo posible el acontecimiento trágico. El castigo puede ser o no ser el sello de tal continuidad. La demanda que lo procura –cuando se circunscribe a la punición- lo es sin duda alguna.
El paradigma punitivo de la conflictividad social consigue entonces tres propósitos: primero, encubrir a quienes detentan el poder efectivo, las causas reales de la opresión existente. En segundo lugar imponer silencio sobre la sensibilidad, la percepción, la competencia colectiva para comprender lo que sucede y tomar parte activa en ello. En tercer lugar establecer una forma de controlar la violencia social que se podría enfrentar a los poderosos: la canalizan hacia un destino controlado y circunscripto para que “pague” por los crímenes de los que ellos son responsables, y es así, entonces, como nunca se sabe quiénes son los responsables. Se alimenta un ciclo que reproduce sin fin el apetito por el castigo sin satisfacerlo nunca, porque es esta la propia dinámica que reproduce lo que se alega combatir.
Al respecto es interesante la siguiente inferencia: cuando las derechas acusan a un gobierno popular de establecer o incrementar la conflictividad de la que ellas son responsables, lo acusan en tanto el gobierno popular, en lugar de actuar de la forma que hemos descrito, denuncia el conflicto mismo, no a los culpables, establece las acciones necesarias para favorecer la justicia efectiva en aquello que beneficie a sus destinatarios, no formula acusaciones contra nombres propios a los que persigue para dejar todo como estaba. Y es por ello que necesitan victimizarse, para asimilar a ese gobierno popular a la dinámica que les es propia a ellos: silenciar la relatoría de la conflictividad social y sustituirla por la reducción al ícono cadavérico que les permitirá una y otra vez inducir la violencia contra su víctima propiciatoria llamada “culpable”.
Necesitamos mantenernos despiertos, escuchar, alertarnos cuando en lugar de contársenos una historia se nos muestra un muerto y se nos urge con el linchamiento, sea legal o ilegal. Algo de lo que nos pasa y se encuentra entre lo peor que nos puede pasar es que estas modalidades de la derecha (¿hace falta agregar que además es mediática?) hayan sido desde hace demasiado tiempo asimiladas por quienes proceden y se identifican con ciertas izquierdas, aun si fueran progresistas o populares.
*Docente Universitario, Crítico Cultural y Ensayista
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios