Se ha estrenado en Buenos Aires la única obra de teatro que escribiera Alberto Ure, La familia argentina, bajo la dirección de Cristina Banegas, con la actuación de Luis Machín, Claudia Cantero y Carla Crespo. Sentado en la sala del teatro del Centro Cultural de la Cooperación, me di a pensar sobre el oficio del dramaturgo y del actor. ¡Qué frágil es la actuación y que convincente nos parece! Estamos aceptando a través de los actores un juego misterioso, radical y turbador. Lo recibimos con tanta naturalidad, como inexplicables son los resultados de esos engranajes escénicos. ¿Por qué no nos alcanza con el mero vivir? ¿Qué hacemos ahí sentados en fila, como hace milenios, viendo lo que parece que se refiere a nosotros, como espectadores serenos que no parecemos sufrir en ningún momento? Y sin embargo, el espectador que enjuicia y valora, que luego comenta lo visto con sapiencia y hasta un lenguaje apropiado, es el heredero del espectador catártico de la antigüedad, aún llevándose una pizza a la boca en la confitería Premier, como me pasó a mí en compañía de Alberto Szpunberg.
Evidentemente, Germán García, sentado a mi lado en la sala, por dicterio del azar que distribuyó las entradas, algo sabía del tema de La familia argentina. Comenta, pocos minutos antes de que comience la acción, que los grandes temas familiares, para los trágicos griegos, como el incesto o el estupro, al ser tomados por el psicoanálisis, podrían haber ganado en espesura moderna respecto al lenguaje y la meditación del yo lúcido, pero perdido la severa mortaja del destino que los abrigaba. Ure escribió a fines de los 80 esta obra representada ahora. Para quienes lo conocimos, siquiera de pasada a Alberto Ure, parecería estar hablándonos en persona, él con nosotros, socarrón, desde el mismo escenario. Era su zumbido irónico la estopa que rellenaba la voz de los actores, el buceo dramatúrgico profundo que consigue hablar desde el desgarramiento de una cultura social y política. ¿Es eso el teatro?
Ure habló jocosamente -¿qué tiempo verbal emplear para una vida plena que está afectada por su retiro de la actividad, cuidado con amor y ahora fuera del mundo que le era propio?-, para pensar un tema grave. Buscó, teorizó y se revolcó entre paredes en nombre de una estética nacional, que pasara de lo burlesco a lo grave. Esto está en su pensamiento teatral y en su pensamiento político. A un periodista alemán que cierta vez, con su poderoso grabador en ristre le preguntara sobre Brecht, le responde con un desafío que podría pensarse un tanto rencoroso: “de lo único que quiero hablar es de la deuda externa de mi país”. Pero esa respuesta era también un ensayo teatral. Formaba parte de su mundo encrespado de contrastes. Finalmente, como lo evidencia La familia argentina, deseaba devolverle a los trágicos antiguos, lo que el psicoanálisis parecía haber capturado …¿cómo heredero? ¿cómo usurpador? La obra es tragicómica y dolorida; el psicoanálisis está en su centro como un experimento de lenguaje que se pone a consideración del espectador moderno, que quizás encierre el recuerdo del espectador antiguo. A éste parece querer devolverle la palabra.
Escribiendo sobre aquella entrevista con el periodista alemán, Ure reconoce que hubiera querido decirle que era necesario examinar cómo Meyerhold se había empantanado en el brechtismo, cómo se contradicen el grotesco y el totalitarismo, de cómo la actuación también podría ser una técnica de control policial. ¿Por qué no se lo dice? Porque posiblemente está convencido de la inutilidad del diálogo. El pensamiento de Ure parte de una desesperanza: supone que no tiene la dicha de contar con interlocutores adecuados. Los que existen, están presos de una cárcel cultural en la que comparten los supuestos del “progresismo”, clima cultural en el cual no se habla, cree, con autonomía. En cambio, se tocan todos los puntos rutinarios de un idioma ya pronunciado, que habla por nosotros haciéndonos creer que somos libres.
Para Ure, el teatro, la interpretación, el estudio, las clases, la dramaturgia en general, debe ser el gran instrumento –casi de naturaleza filosófica y cultural- que ponga el habla sobre sus auténticas bases sociales, conceptuales y existenciales. Hablar es representar un papel del que debe aflorar una verdad sustancial. El progresista que labora sobre el sentido común, el periodista que pregunta para reencontrar su propia pregunta en la falaz respuesta, el actor que ha expresado en su técnica un núcleo redundante del existir que la propia actuación debería disolver. En fin, Ure habla para todos ellos a fin de desmontar los modos en que el habla no es vehículo de conocimiento. ¿Podría escuchar realmente ese periodista alemán una sutil observación de un director argentino respecto a cómo que Meyerhold inutiliza su arte? Hubiera exigido tener la paciencia de romper el armazón previo de esa entrevista, al punto de que ese hombre europeo aceptase el motín teórico de un sudamericano. Mejor, o más rápido, era impugnar el diálogo invocando otro límite, el de la política.
Justamente, es a propósito de la entrevista –o de la idea de entrevista- que Ure hace sus observaciones teóricas, propias del fuerte y espontáneo teórico que es. Escribe todo eso con escritura pugilística, lo que también se nota en La familia argentina. Alguna vez escribió sobre su propia entrevista con Galina Tolmacheva, actriz que había sido dirigida por Stanislavsky y que vivía en Mendoza. Las opiniones de Tolmacheva sobre Stanislavsky, Meyerhold, Komisarkievsky, eran de una agudeza superior, de una mordacidad infinita. Ure las relata en sus escritos, siguiendo las líneas de los grandes aguafuertes arltianos que lo inspiran. La actriz rusa es antisoviética y en su relato aristocrático desfilan imágenes estupendas del teatro en Rusia, donde entre maldiciones se puede entrever la extraña relación entre política y teatro.
El misterioso refinamiento de la comprensión del drama como forma última de la realidad, convierte en fantasmas brumosos a los bolcheviques y al ejército blanco. Solo queda la inconcebible presencia de Tolmacheva en un lugar donde a pocos metros Sarmiento aprendía a bailar el cielito, realidad anómala y extraordinaria a la que Ure le confiere el carácter mismo de ser la fuente nacional –exótica, profunda-, de la inspiración teatral argentina. Vamos así al teatro a ver a Ure por Banegas. Lo que vemos es esa voz, ese dolor intenso, ese “argentina” de “familia argentina”, que no está demás como adjetivo incomodante, pues se trata de ver en primer lugar cómo se habla, como se lucha al hablar, que tópicos de revuelta o sumisión aparecen en la conversada trama que conocemos muy bien. No otra cosa es una familia... argentina. Es decir, lo que se produce en el momento y el lugar en que público y actores –directora y autor- hace una comunidad imposible de ser pensada materialmente pero sin embargo está allí, sentadita y retorciéndose de un espanto admisible…porque es el nuestro.
El pensamiento de Ure es un pensamiento pedagógico desde el interior de una pedagogía astillada, desmontada de sus cimientos formales e institucionales. En su Manual de autodefensa para estudiantes de teatro, publicado en Sacate la careta, exhibe su humor destemplado, ácido. El estudiante de teatro debe ir a la primer entrevista como un ávido y desconfiado preguntón. “No se descuide…averigüe todo lo posible”, “recuerde que buena parte de los profesores de teatro son fracasados que no han logrado insertarse plenamente en ninguna actividad, no artística ni comercial, y por eso han elegido la pedagogía”, “si se enoja porque usted le pregunta por los antecedentes… tenga la plena seguridad de que no podrá enseñarle nada”. ¿Quién es el personaje inadecuado que hace esas recomendaciones malditas, implacables?
Estas frases pueden parecer el retrato de una conciencia maligna que transita fácilmente por la imputación hacia todo lo que quede envuelto en la malla pedagógica trivial o costumbrista. Pero Ure no goza con el desprecio hacia las vidas problemáticas, sino que intenta indagar el problema con su pedagogía doliente –brusca, sí, tallada con lo súbito de un despertar-, porque es un pedagogo. Un verdadero pedagogo, el que llama a desaprender lo aprendido y en ese proceso indagar en las propias bases del lenguaje adquirido. En esencia, es uno de los grandes pedagogos del teatro nacional, sobre los pliegues oscuros de la cultura argentina y su historia. Que hoy esté recluido, aquejado, ausente el día del estreno de su obra, el espectador lo comprueba por el solo hecho de tan presente que lo ve ahí en el parlamento de los actores, Machín, Cantero y Crespo.
Por eso, sus observaciones irónicas sobre la entrevista también contienen una meditación drástica y emotiva: “Diría más: lo ideal sería que una entrevista de cualquier posible alumno se transforme para el profesor en una pregunta sobre lo que ha estado enseñando y lo que ha difundido sobre sí mismo”. Aquí está la paideia teatral de Ure. Las entrevistas –sea la que a él le hace el periodista alemán, sea la que él hace a Tolmacheva, la actriz rusa, sea la que todo eventual alumno de teatro practica con su profesor- son actos dramáticos en los que hay que averiguar el sentido originario de la vida y el teatro. Por eso se cruzan allí pasiones y enmascaramientos.
Ure los investiga convencido de que el teatro es una clase rara de saber, que está siempre al acecho detrás de cualquier diálogo, de cualquier encuentro, de cualquier percepción de nosotros mismos en el momento en que chocamos con la observación que nos dedican los demás. Esta visión cuasi existencialista de la entrevista muestra cómo toca Ure la materia teatral, cómo la entresaca de la propia materia del existir. Con una revelación que parece (y es) brusca, pero que en realidad es (y parece) lírica. Nada de esto está ausente en La familia argentina. Luis Machín, el psicoanalista, es un alma doliente que no puede vivir en el interior de sus propias palabras. Ha formado pareja con la hija (Carla Crespo) de su anterior pareja (Claudia Cantero), lo que lo lleva a practicar un deshilachado cinismo en torno a lo que parece natural de lo excepcional. La situación produce un sentimiento abismal con un tipo de actuación –arriesgo una opinión- que asemeja ser la más adecuada frente a lo insondable. Esto es: una actuación que parezca de tonos contenidos, de colores apaciguados. Y cuando se producen los estallidos –la escena de las dos mujeres pegándose, que estremece por su profunda tristeza hasta dar ganas de llorar-, muy pronto sucede el desánimo ante la rasgadura inconsolable. Pero lo es tanto en cuanto al desconsuelo, que hay una resignación en los hombres y mujeres contemporáneos, que parece aconsejar un toque de reconciliación y prudencia como rápido desagüe de la mortificación más profunda.
Otra escena de gran carácter sobrecogedor es la que por fin anuncia la inscripción en los cuerpos de los signos más dolientes de la tragicomedia: el momento final en que el psicoanalista se revela finalmente con un inválido, arrastrado por la habitación con sus extremidades inútiles, o mejor paralizadas de un modo equívoco, grosero. No es metáfora, no es simbolismo. Es quizás una explicación a la manera de Ure de lo caricaturesco de toda situación dramática y de todo existir. Y es el toque sutil que la directora, Cristina Banegas, pone en todos los momentos de la obra, con una sobreescritura delicada al material que conoce tan bien.
Creeríamos que el arte de vivir consiste en escabullirnos de las caricaturas y sin cesar las producimos. El personaje del caso, a tono con los grandes ejercicios expresivos de Machín, que sabe mantener los tonos de indiferencia y de descargas contenidas en toda su actuación, puede sumergirse en un momento de conciliación luego de la destrucción. Los cuerpos han pasado por todos los estadios: vestimenta gris de oficinistas, casi desnudez refulgente, depurada, “histerismo pequeño burgués” y una suerte de hemiplejia final. La risa con que el público puntúa muchos de estos momentos es necesaria y nerviosa. La expresión “me río para no llorar” es una sublime invención para explicar estos momentos de tránsito y fractura. El teatro es una antropología clínica donde el médico de cabecera es el dramaturgo. Ure le agregó la condición del fauno dionisíaco y burlón, que busca la verdad de su tribu con los instrumentos de una autenticidad teatral, que sale por el discurso y la acción como si fueran actos políticos.
Ver la obra es extrañar a Ure, su voz en el presente momento argentino. Ver la obra, significa saber que Cristina Banegas puso su experiencia de muchas décadas como un testimonio de su propia formación como actriz y directora, quizás en su momento de rendir cuentas ante un maestro jocundo del arte de sacarse las caretas. Uno imagina paso a paso la construcción de los personajes, cada indicación para cada mínimo fragmento de escena, con ese tránsito ureniano de lo perverso a lo triste, de lo hogareño a lo siniestro. Imaginamos todo del teatro a costa de no saber nada de él. Querríamos hablar de Meyerhold y sale un chiste grosero pero de factura impecable, denunciando la precariedad del vivir. Teatro para la risa que abisma en nuestra conciencia machucada, ni un existencialismo de la libertad, ni una tragedia a lo griego, ni un vanguardismo de la índole que sea, todo lo cual nos gusta. Pero lo que ofrece Ure, lo que ofrecen Cristina Banegas y los actores –Machín, Cantero, Crespo-, es el acto de la normalidad percibida en el sutil momento en que todo se rompe. Reímos con tristeza, porque cuando venga la conciliación, los cuerpos quedarán paralizados. Trabaja el teatro de Ure para llegar a la mueca trágica, pero lo hace con la altura del arte bufonesco, con maniquíes dolientes a los que nos parecemos demasiado, nosotros, los de la “familia argentina”.
*Sociólogo, ensayista y Director de la Biblioteca Nacional
*Sociólogo, ensayista y Director de la Biblioteca Nacional
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios