03 enero 2012

Política, Sociedad y Lenguajes/La crasa mitología/Por Susana Cella



La crasa mitología

Por Susana Cella*

(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Eduardo Stupía


En un sutil artículo titulado “La ´Gran Cristina´” (Página 12, 24 de diciembre de 2011), Luis Bruchstein encara una serie de cuestiones que mucho tienen de afinado análisis del discurso y de algo que podría llamarse “cómo narrar” o “la construcción del relato”. Esto último hasta podría remontarnos a los pasos de la vieja retórica (la inventio, la expositio, la elocutio), pautando la selección de tópicos y recursos, el modo de disponerlos y la consecusión del escrito o de la emisión oral. En este aspecto, analizar esos diseños y sus lugares de enunciación mucho aporta a la comprensión o interpretación. Lo que creo que hace Bruschtein, incluyendo además, y no poco importante, qué connotaciones puede tener la palabra relato en determinados contextos. Todo lo que suscita varias consideraciones. Empezando por los grandes relatos. Aun decretados finitos en lógica postmoderna, han dejado y dejan sus trazas, como no podría ser de otro modo, conformando la espesa masa de dichos (de hechos acaecidos y referidos) que incesantes van acumulándose en el vasto y heterogéneo conjunto capaz de alimentar y retroalimentar imaginarios de mayor o menor consistencia y duración. El relato ostenta la infinita posibilidad de la ficción, y, vale recordar, ficción no es mera fantasía (con tintes de falsedad) sino la manera en que se plasma el discurso, su retórica, sus imágenes, su léxico, su orientación y modos de figurar.

En el planteo de Bruschstein, la evocación del culto a la personalidad pasa de la tierra soviética a cercanías nuestras que nos hablan de caudillos y líderes. Mucho se pone en juego cuando se trata de la importancia y el papel de los líderes en los procesos históricos. Brasa ardiente, el líder tiene capacidad de convencer, conducir, promueve identificaciones, despierta fervores, activa impulsos deseantes (que no excluyen el lado oscuro de todos y cada uno). Suscita adhesiones y lealtades, cosa que no logran principios generales y descarnados. Cuando se olvida que la razón devino mito (Max Horkheimer, Theodor Adorno), nada difícil es oponerla a lo que, como mito (especie de concepción devaluada según la idea de superioridad de la razón -cuyo sueño, bien sabemos, engendra monstruos, o por lo menos fantoches), caería fuera de ella. El mito, no como mitificación –esa naturalización que justamente alguien que se autotitule pensador o intelectual debe más bien rechazar y no alimentar con una retahíla de frases que en su reiteración ya han podido ser objeto de parodia- sino como relato (relación, referencia) es una historia que interpreta, forja sentidos, es memoria susceptible de balances. Ahí es donde estamos cuando se habla de lo que despectivamente sería llamado “relato” ignorando o pretendiendo ignorar la dimensión narrativa de los discursos, la cualidad significante de los procedimientos narrativos, que bien pueden incluir formas de la argumentación.

Por otra parte, todo relato encierra un código hermenéutico, un núcleo en que anida su verdad, que como sea, insiste en manifestarse. Y que no deja de hacerlo inclusive en eso que Bruchstein llama “no relatos” –negación que es mero adjetivo, síntoma disimulado al oponer la contundencia de un no basamentado en las siempre disponibles justificaciones teóricas- erigiéndose casi como ciencia positiva desde una focalización neutralizante por medio de generalizaciones o abastracciones que parecen querer borrar la peculiar instancia subjetiva desde donde se enuncia. No sólo o no tanto por el lugar explícito y escenificado, sino sobre todo porque la ideología (la vieja y pluridefinida palabra) se evidencia en las inscripciones del texto, en modo de articular las frases, en el talante, en lo que se dice y lo que se calla o en la adopción de una objetividad inverosímil. En clave minimalista, según Bruchstein, incluso pueden llegara la estupidez.

El discurso minimalista bien puede contener cierto matiz fascistoide capaz de ir, casualmente, al lugar de las mezquindades. Sería algo así como la concesión de la razón a los instintos que apelan a sentimientos de rivalidades, celos vecinales, o cosas por el estilo. No es zonzo ese minimalismo, podría uno acordarse del buen resultado que dio creando un llamado sentido común, con nombre y todo, o sea, la doña Rosa de Neustadt ferviente adversaria de los males de la administración estatal, defensora ella entonces de las privatizaciones, por nombrar solo uno de los consensos que se fabricaron. El dinámico dúo Neudstadt y Grondona era un bien avenido matrimonio singularmente útil para esas empresas anunciantes a las que les interesa el país (sería una obviedad agregar el motivo y objetivo de ese interés). Evocarlos vale porque las dos vertientes complementarias siguen hoy circulando con elencos recienvenidos y remanentes. Por un lado la voz razonante que argumenta, reflexiona, arma silogismos, deduce y hasta invita a meditar siempre según los parámetros que ha marcado, mientras, por el otro, la voz menos atildada, directa, casi cómplice, y apuntando no a Parménides sino a la fila para ser atendido o al precio de la lechuga, singularmente llega a conclusiones más o menos similares. De ahí, a un paso, está el millón de muertos invocado como imprescindible para que cualquier problema coyuntural de quien sea, se solucione, como relata magníficamente Juan José Saer en El río sin orillas.

No se me escapa que en la nueva derecha, sobre todo en las voces de quienes han transitado en algún momento por zonas de la izquierda, es posible encontrar combinatorias parménideodoñarrosescas, variaciones sobre un mismo tema o mix de entelequias y charla del bar, según un ímpetu racionalizador resultante de pronunciar con fuerza de ley universal algo que no es sino manifestación de ideología y acá sí en su aspecto negador. Ya se ha hablado bastante de los recursos puestos en juego para construir el relato no relato, el mito no mito. Muchos son los vericuetos que se tiran en la arena para invalidar la lenta forja de los nuevos mitos que es necesario invencionar según José Lezama Lima. Porque el de la razón instrumental ya sabemos bien adónde va a parar.

La ideología en sus veladuras y denegaciones se manifiesta también por la entonación, presente en el escrito pero más evidente quizá en los medios audiovisuales. Prestar atención al modo en que se escande un discurso, al tono que se adopta, a cómo se modula, es índice de la concepción sustentada por quien enuncia aun si sus dichos parecieran apuntar hacia otro lado, lo que por otra parte, no es ninguna novedad. Sin que se trate de una relación unívoca o mecánica, uno de los modos de emergencia del discreto encanto de la ideología se ve en los discursos que podrían llamarse displicentes, aquellos que se emiten como si se estuviera hablando desde un imposible afuera del mundo, de los hechos, de la sociedad. Algo de todo esto también apunta Bruschtein, cuando señala, con certeza, la importancia del lugar (mentido y real) desde donde se profiere todo discurso.

La arremetida contra eso que despectivamente se llama “relato” acude a una variedad de tonos. En la irrespetuosa vidriera están desde los francamente guarangos, asimismo aquellos en que se apela al receptor (muchas veces con un “usted” destinado a que se comparta lo que el emisor –generalmente indignado o ingratamente sorprendido- dice convocando a la empatía y alimentando la galería de frases hechas, lugares comunes repetidos y naturalizados), hasta, al amparo de los laureles sin cebolla y de los dorados brillos de la inteligencia, los que se pueden caracterizar por la mencionada displicencia en tanto indolencia, frialdad, desapego, distancia. Estos sinónimos permiten verificar matices configurados en estilos. El que emite un relato displicente entabla una condición de distancia respecto de lo que enuncia, como si al tratar una cuestión política, social o histórica que ineludiblemente a todos (aunque de distintos modos) involucra, se estuviera refiriendo, por ejemplo, a la estructura ósea de un batracio. Y aun si tal fuera el asunto tratado, aun en aquello que parece caer en el dominio de lo puramente intelectual, no deja de haber, según un estudioso de la inteligencia como Jean Piaget, un componente afectivo y volitivo.

La entonación estudiadamente afectada con cierta catadura de aristocrático desdén por las vulgaridades, es similar en este aspecto, al tono cortante y magisteril en tanto cercenan cualquier réplica por intimidación o descalificación previa del destinatario del discurso. En ambos casos se trata de instituir el monopolio del enunciado, de reservarse la propiedad de emisor, traductor e interpretador, cuya palabra tiene que ser recibida y acatada pero jamás puesta en entredicho so pena de convertirse no en un malvado, sino en un pobre idiota. Pasar por malo, ser malo o hacerse el malo bien puede tener su encanto y atractivo, pero nadie quiere ser menospreciado por tonto. De modo que muy eficaz, esa palabra auto-autorizada y con semblante de verdad única, acalla. Para ella, lo demás es, o tiene que ser, silencio. Y si no es silencio, es simulacro. No casualmente fue el título del cuento (peronista malgré lui) de Borges, “El simulacro”, cuya conclusión vale citar por todo lo antedicho: “La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, como se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.


*Poeta y novelista. Profesora titular de la carrera de Letras, UBA. Colabora habitualmente en la sección libros de Radar. Tiene a su cargo una sección en la revista Caras y Caretas y dirige el Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación.



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