17 enero 2007



Juan Carlos Volnovich analiza en el presente trabajo, las relaciones entre terrorismo de estado y sociedad civil, tomando como eje del análisis “El Otro”, ese “otro” donde reside la pista que anuda lo individual con lo social y que aporta las claves para entender las relaciones del sujeto con la política.

Ilustración: Kenti
Acerca de la colaboración con los verdugos
Por Juan Carlos Volnovich

Un abismo insalvable separa a un psicoanalista burgués de un psicoanalista marxista: cuando el psicoanalista burgués se muestra indiferente a los obreros que toman una fábrica - porque ese es un hecho que no le concierne - el psicoanalista marxista sabe que la relación del obrero con el trabajo es parte fundamental de sus intereses teóricos y clínicos. Cuando el psicoanalista burgués se pregunta por qué los “desadaptados” de la sociedad ejercen la violencia, el psicoanalista marxista se pregunta por qué no la ejercen. Mientras el psicoanalista burgués intenta explicar cuales son los recursos “resilientes” que les permiten a los ciudadanos convivir con la miseria que los condena, el psicoanalista marxista intenta explicar cuales son los mecanismos conscientes e inconscientes que garantizan la subordinación pasiva y el sometimiento a las injustas condiciones que el Poder impone.
Así es que para hablar de las relaciones entre el terrorismo de estado y la sociedad civil, desde una posición lo más próximo posible al marxismo, se me hace necesario hacer un rodeo y recurrir a Freud, revisitando Psicología de las Masas y Análisis del Yo. Allí Freud dice: “En la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, ‘el otro’, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio pero plenamente justificado”
Entonces, es allí, en ese “otro”, dónde asienta la pista que une lo individual y lo social. Es ese “otro” el que aporta las claves para entender las relaciones del sujeto con la política. El “otro” está siempre presente en la vida psíquica individual y, cuando Freud incluye la determinación de la estructura social en el seno de lo propio, comienza por “las relaciones del individuo con sus padres y hermanos, con la persona objeto de amor y con su médico. Esto es, todas aquellas personas que hasta ahora han sido objeto de la investigación psicoanalítica pueden aspirar a ser consideradas fenómenos sociales...”
Porque el caso es que ese “otro” presente en el origen individual es inevitable resultado del “Otro” social, del sistema de producción y de la cultura en la que cada uno, cada una se inscribe. De manera tal que el “otro” no tiene por qué quedar clausurado en su presencia empírica de objeto; no tiene por qué soldarse con su existencia estrictamente material. Ese “otro” es el papá, la mamá, el hermano, la maestra y el médico pero es, también, un “Otro” que está siempre presente en la vida psíquica individual. Y muchas veces ese “Otro” omnipresente es un poder despótico y feroz. Entonces, como lo que me interesa es desmontar los fundamentos subjetivos del Poder – quiero decir: los procedimientos por los cuales el Poder logra capturar al sujeto apoyándose en una complicidad consciente e inconsciente y sostenerse por consenso -, intentaré señalar las trampas que desde dentro de nosotros mismos se oponen a que podamos rebelarnos y desobedecer a ese “Otro” mortífero y feroz.
Desde el inicio, desde el nacimiento y aún antes de nacer, la construcción de nuestra subjetividad lleva impresa las marcas del “Otro”. La construcción de nuestra subjetividad camina por la herida que dejó abierta el desamparo original y así, el intento de atenuar con la soldadura omnipotente al “Otro” la indefensión absoluta, se convierte en vana ilusión. De aquí en más, desde el nacimiento en adelante, la relación del sujeto con el discurso político transitará por las marcas que ha dejado en el inconsciente la relación con el “Otro”. La situación de extremo desamparo social, la experiencia de inermidad por la que atraviesa el cachorro humano bajo el Estado terrorista primero y el neoliberal, después, captura cualquier posibilidad de identificarse con algo más que con un deseo mortífero. Por ejemplo: en una sociedad dónde la exclusión social o la inclusión explotadora es norma, en una cultura que sólo desea la desaparición de los “marginales”, de los que sobran, el deseo de muerte se inscribe en el inconsciente de los sujetos como discurso del “Otro” y se expresa a través de pasajes al acto destructivos hacia los demás y hacia sí mismos. Violencia ejercida, violencia padecida, da lo mismo porque en esos sujetos se borra el límite entre víctimas y victimarios. Ese “Otro” funciona como base de la destructividad pero sobre todo de la autodestructividad que los habita.
Esa indefensión original nos predispone, decía, a quedar subordinados al Poder. Y el Poder exige sacrificios: sacrificios humanos. El Poder exige sacrificios pero, además, busca el consenso. No debemos olvidar que, en la Argentina, el sistema actual de miseria y exclusión de grandes mayorías que se impuso junto al enriquecimiento desmesurado de unos pocos se llevó a cabo con un alto grado de consenso. Consenso conseguido por la instalación y el soporte uno a uno de un poder terrorífico real que dejó lugar a un terror, no menos real, incorporado en el seno de lo propio. Triste es reconocerlo pero, capturado por el discurso del Poder, el sujeto colaboró en su construcción y, más aún, en su permanencia. Llevado al extremo: el colaboracionista. Complaciente y cómplice, el sujeto contribuye a reforzar la omnipotencia del Poder. Y el Poder consigue el consenso promoviendo la identificación que liga el deseo a las representaciones que el mismo Poder le ofrece. Representaciones mortíferas: destrúyete a ti mismo, extermina a los otros, a los minúsculos otros.
Si la dictadura militar ofició de trauma social, la democracia no impidió los efectos de la dictadura del discurso político y económico a la que contribuyó la despolitización y el desinterés de la sociedad civil frente a la violencia social explícita. Así, la masa quedó capturada y uniformada bajo los efectos de fascinación del Poder. Condenada a adorar a los verdugos. Y fue entonces cuando la adhesión o la indiferencia hacia el discurso del Poder convirtió a la sociedad civil masificada en sujetos borrados y tarados. Mascaras sin rostro. Eco, y no voz.
Pero ese Poder no es tan absoluto como parece ni son sus marcas tan implacables. Hay un plus de energía innovadora generada por las propias contradicciones del sistema que la represión no logró clausurar. Esta fuerza instituyente resiste indoblegable la intención de captura y alimenta un efecto de apertura. De modo tal que si la singularidad de los sectores “marginales” reside en el funcionamiento deseante, la multiplicidad –“rizomática”, apuntarían Deleuze y Guattari - permitiría entender aquello que llamamos “piqueteros” como un agenciamiento colectivo donde lo que cuenta es el funcionamiento deseante, los flujos en el campo social, las líneas de fuga que atraviesan el socius. En una sociedad donde todo fluye, las fugas marginales podrían ser concebidas, entonces, no como la evidencia del desorden sino como respuesta contestataria al orden instituido. Fugas deseantes que desbordan a los individuos, los arrastran, exceden sus identidades y sus representaciones. Esta multiplicidad “marginal” alude a la diversidad infinita de códigos y lugares. Por que el devenir y la errancia de los “marginales” construye territorios, tramas y plexos que, a veces, se anudan en las rutas, otras en baldíos, en barrios y plazas. Un mismo sujeto puede participar en diferentes redes: circula, transita, entra y sale de algunas, elude otras y hasta puede incluirse en espacios totalmente “normales” y convencionales. Aceptar el acontecimiento como fuerza productiva en su propia e irreductible singularidad, supone que “eso” que pasa en los márgenes no se agota, ni mucho menos, en lo que podría conceptualizarse como una mera respuesta a un centro de valores dominante. No se agota y - más aún - desborda la simple estrechez de lo que hasta ahora entendíamos como “crisis” de una sociedad que cambia vertiginosamente. Aceptar el acontecimiento como fuerza productiva abre a la posibilidad de crear, de esperar, de producir una transformación en la teoría y en la posición subjetiva. De modo tal que, en última instancia, todo puede reducirse al ineludible esfuerzo por preservar una distancia, abrir una brecha entre las ofertas de identificación mortíferas que el Poder propone, para que algo del deseo circule por ese espacio vacío. Si hay un “otro” que pueda escuchar y desear, si hay un “otro” que permita la palabra, algo de la violencia que nos aniquila, algo de la compulsión destructiva puede dejar lugar a una organización fantasmática que se inscriba en la trama social a la manera de acción transformadora.
Así, es necesario recordar que el Poder no es tan absoluto como parece ni son sus marcas tan implacables. La Revolución Cubana, los Zapatistas en México, los Sin Tierra del Brasil, el Chávez bolivariano, nuestros Piqueteros, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, con su intervención discordante, interrumpen el mandato del silencio y hacen oír su voz inadecuada, que no es otra que la voz del deseo aplastado por tanto discurso del Poder omnipotente. Por encima del silencio y la ceguera, denuncian al mismo tiempo la tragedia y el cortejo de imposturas que la hace posible. El sólo hecho de dar testimonio de existencia abre un espacio para los gritos humanos que, cuando son escuchados, se vuelven palabras. Gritos-palabras que sólo reclaman eso: ser escuchados. Palabras que inscriben en la cultura a tanta niña, tantos niños y muchachas y muchachos que reclaman un lugar en el “Otro” no absolutizado. Allí donde el tejido social se hace soporte, trama de inscripción y red de circulación solidaria y subjetivamente. Allí donde renace la esperanza de un cambio social basada en la convicción que “una cultura que deja insatisfecho a un número tan importante de sus integrantes y los empuja a la revuelta, ni tiene posibilidades de permanecer eternamente, ni se lo merece”[1].


[1] Freud, Sigmund: El malestar en la Cultura; en Obras Completas; Madrid, Biblioteca Nueva, 1948.

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