LA MUERTE COMO PROYECTO
Dispensar honores a los muertos es una actitud frecuente en todas las culturas, incluso en las más modernas y civilizadas. Basta hacer un breve recorrido por un cementerio para constatar las fortunas que ciertas familias han invertido en construir verdaderas “viviendas” destinadas a hacer perdurar el recuerdo de un ser amado como si continuara con vida. El interrogante que nos plantea el siguiente trabajo gira en torno a cómo nos comportamos frente al problema de la muerte.
Por Marcelo Manuel Benítez
La idea de la muerte
En uno de sus más intensos cuentos, “El altar de los muertos”, Henry James (1843-1916) retrata a un hombre que, desgarrado por la muerte de su esposa, destina toda una habitación de su casa a recordarla y homenajearla porque, sostiene convencido el personaje, mientras continuemos honrando a los muertos, los muertos no mueren. El ser amado desaparecido recupera la vida en los honores que se le brindan. Durante todo el relato, que mereció una versión cinematográfica de Francois Truffaut y que aquí en Buenos Aires se estrenó con el título de “La habitación verde”, el protagonista ignora su duelo y crea un subterfugio emocional para evitar la congoja. Hasta descuida, sin remordimientos, la crianza de su hijo y el gobierno de su casa. Y ni un atisbo de posibilidad de rehacer su vida sentimental pasa por su cabeza. Tan abstraído está en revivir a su esposa en los homenajes que le brinda.
Pero dispensar honores a los muertos en alguna parte de este mundo tan lleno de vida no es una originalidad del personaje de James, es una actitud frecuente en todas las culturas, incluso en las más modernas y civilizadas. Basta hacer un breve recorrido por un cementerio para constatar las fortunas que ciertas familias invierten en construir verdaderas “viviendas” destinadas a hacer perdurar el recuerdo de un ser amado como si continuara con vida (la frase común “voy a ver a mi papá”, equivalente a “voy al cementerio a visitar la tumba de mi papá” delata esta falta de resignación).
El cementerio de La Recoleta posee una de las colecciones más fastuosas de bóvedas y mausoleos que tiene, y quizás que tendrá nunca, la ciudad de Buenos Aires. Por ejemplo, ya a pocos pasos de la entrada se encuentra la bóveda de la familia Cambaceres. Eugenio Cambaceres fue, aparte de un aceptable novelista de la Generación del `80, un hombre muy rico, dueño de bastos terrenos en la provincia de Buenos Aires, hasta el punto de que la actual estación Glew se llamaba primitivamente estación Cambaceres. Murió en 1888, cuando su única hija, Rufina, tenía catorce años de edad. En esa ocasión, la familia construyó una bóveda (que aún se conserva) en un estilo lujoso y sobrio. Allí fue depositado el féretro para su descanso eterno. Cuatro años después, Rufina había estado festejando su cumpleaños número dieciocho con unas amigas durante toda la tarde y se estaba preparando para ir al teatro. Cuando su madre quiso ponerle un collar, la muchacha se desvaneció y cayó al suelo. De inmediato se llamó al médico y éste la declaró muerta. Horas después se la puso en un ataúd, se la veló y se la depositó en la bóveda familiar junto a su padre. Pero cuando se enteró su abuela, que vivía en París, ésta negó la realidad del fallecimiento. Viajó a Buenos Aires de inmediato (siendo 1892 la travesía se realizó en barco), fue hasta la bóveda, hizo abrir el cajón y se halló a Rufina Cambaceres toda rasguñada y muerta por asfixia. Había sufrido un ataque de catalepsia y se la había enterrado viva. En su honor, y hondamente conmovida, su abuela hizo construir una de las bóvedas art nouveau más bellas de este cementerio, en la que está muy presente la imagen de la vida gracias a ese estilo vegetal del art nouveau pleno de flores, curvas y agitado movimiento. Pero delante de la gran puerta se destaca una sorprendente escultura que reproduce los rasgos de la muchacha muerta y en cuya postura el escultor parece haber querido representar a la joven débil aún, como si tras una denodada lucha hubiera logrado liberarse de su encierro, sosteniéndose apenas con los dedos hundidos en la cerradura de la puerta.
Pero este no es el único ejemplo de homenaje a un muerto, también en La Recoleta podemos ver la bóveda de Pistarini, quien fuera ministro del presidente Perón y al que le debemos la construcción del Aeropuerto de Ezeiza que lleva su nombre. A fines de los años `60, Pistarini pierde a una hija en un accidente automovilístico. Entonces hace construir la bóveda que se diferencia de las demás por sus líneas más modernas. Si miramos a través de su amplia vidriera, podemos ver el ataúd de la muchacha, debajo, el de su padre y sobre el altar descansa un cajoncito pequeño muy adornado. En el momento de fallecer, la joven tenía un perrito al que adoraba por encima de todo, y que la sobrevivió mucho años. Cuando el perrito murió de viejo, su padre se lo trajo dentro de ese cajoncito. Por eso sobre el altar vemos la foto de la muchacha, la de Pistarini y la del perro.
Pero antes de terminar nuestro recorrido y casi como al descuido descubrimos algo que nos estremece. Se trata de una bóveda que no tiene puerta de ingreso. Fue construida por un matrimonio con una sola hija. Cuando el marido y la esposa murieron se los depositó allí. Muchos años después, la única hija dejó estipulado en su testamento que cuando ella muriera la dejaran junto a sus padres, tiraran la llave adentro y delante de la puerta levantaran una pared que sellara la bóveda. Los escribanos dieron fiel cumplimiento a esta última voluntad y es así que todavía yacen los tres féretros inmersos en todo ese silencio que necesitan los muertos para empezar a morir, y yacerán así por los siglos de los siglos porque la bóveda es “a perpetuidad”.
Resulta interesante especular acerca de las fantasías que despertaba en esta mujer la idea de la muerte (podemos recordar que muchos milenios atrás se dejaba a un faraón dentro de su tumba, se cerraba y también se sellaba la entrada, dejando dentro a todos los esclavos que lo habían transportado). Probablemente, esta mujer quiso morir mucho más que los demás muertos, acrecentando al máximo el descanso eterno, haciéndolo más profundo y secreto.
Sigmund Freud, en un breve ensayo de 1915, “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, escribe sobre esta idea de la finitud. El tema estaría en boca de todos porque, dado el año de su publicación, toda Europa soportaba la luctuosa realidad de la Primera Guerra Mundial. Freud sostiene que no hay idea de muerte en el inconsciente, por lo que éste actúa como si fuera inmortal. En el sujeto sólo existe la muerte del otro, ya se trate de un ser querido o de alguien odiado. Para nosotros, continúa analizando Freud, aunque la muerte del otro es siempre un hecho casual (accidente, una enfermedad, infección, etc.) adoptamos, ante la persona muerta, una actitud de admiración, la eximimos de toda crítica y le perdonamos todas sus faltas. En este sentido son elocuentes los casos de personas muertas en circunstancias injustas. En nuestro país hemos vivido la desaparición forzada de personas durante la última dictadura militar y, ante este hecho, se suspendió cualquier crítica al sector afectado. Tratándose siempre de seres humanos cabe la posibilidad de que cometieran errores, tuvieran defectos o cometieran ellos también alguna que otra injusticia. Pero de estas cuestiones ni los militares se atreven a hablar. Se trató en todos los casos de “muertes heroicas” y por tanto su recuerdo permanece inmaculado. Esto, que puede resultar comprensible dadas las atrocidades que cometió el terrorismo de Estado, tiene su inconveniente porque retrasa demasiado el realizar una consideración objetiva de ciertos actos políticos del pasado. Un trato similar de suspensión de todo juicio moral se le brinda actualmente a las “víctimas de Cromagnon”. Resulta impensable reprocharles errores a personas fallecidas en circunstancias tan dolorosas. En este caso hablamos de “muerte injusta” que también vuelve sagrada a la víctima.
Pero en el caso de una guerra, escribe Freud, ya no podemos negar a la muerte, hay que creer en ella. Los hombres mueren de a miles y ya no es una casualidad.
Nuestra idea de muerte, para el psicoanálisis, es muy similar a la que debió elaborar el hombre primitivo. Este tomó muy en serio a la muerte, reconociéndola como supresión de la vida, pero siempre se trataba de la muerte del otro, en especial la muerte del enemigo odiado. La muerte propia, para el hombre de las cavernas, era tan inimaginable como inverosímil.
La contradicción se le presentó cuando el hombre salvaje comienza a tener seres a los que ama. Cuando se vislumbra a los que serían los depositarios de su amor: la familia y los amigos. Tuvo, pues, que considerar la posibilidad de que él también podía morir, cada persona amada era “un trozo de su propio y amado yo” (Freud – op. cit.). Sin embargo, la muerte del ser amado lo tranquilizaba porque seguía siendo la muerte del otro, y podía asimilarla a la muerte del enemigo, porque todo amor contiene también una buena cuota de odio, es siempre ambivalente. Entonces, el hombre primitivo se liberaba de la angustia considerando a esos muertos amados como muertos odiados, extraños y enemigos.
Con todo y a despecho de cualquier trampa anímica, el sentimiento amoroso ya no pudo separarse de una amenaza de muerte, ya que había experimentado el dolor por la ausencia del ser amado, pero, al mismo tiempo, tampoco quiso reconocerla porque esto lo angustiaba. Entonces llegó a una transacción: admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de un aniquilamiento de la vida. Ante la muerte del ser amado el hombre creó a los “espíritus”, y la culpa que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus adoptaran la forma de perversos demonios a los que había que temer. Por su parte, el recuerdo que permanecía en él de los muertos le hizo desarrollar en su mente la idea de una vida después de la muerte. Freud escribe: ”Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teoría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz del sentimiento de culpa, sino también los primeros mandamientos éticos” (Freud, op. cit.). El primero de estos mandamientos fue “no matarás” que surgió, según Freud, como reacción contra la satisfacción del odio, oculta siempre detrás de la pena por la muerte de un ser querido (ambivalencia).
Pero volviendo al hombre moderno, Freud se pregunta: ¿Cómo se conduce nuestro inconsciente frente al problema de la muerte?. Pues se comporta al nivel de la conciencia del hombre primitivo. Nuestro inconsciente tampoco cree en la propia muerte y se conduce como si fuera inmortal (quizás, escribe Freud, sea éste el secreto del heroísmo). Para el creador del psicoanálisis, el miedo que todos sentimos ante la idea de morir es un producto secundario, originado casi siempre en sentimientos de culpa. Y concluye con una aseveración casi filosófica: ¿No sería mejor abandonar todos los subterfugios que nos alejan de la idea de muerte y acercarnos de una buena vez a la verdad de nuestra condición mortal?. Aunque esto parezca una regresión, tiene la ventaja de considerar más a la realidad y hacer de nuevo más soportable la vida.
Admitamos con Freud que en el inconsciente no existe la idea de la muerte propia, pero a nivel de la conciencia no dejamos de tenerla presente y es la responsable de intensas ansiedades, cobardías y hasta actos inmorales en muchos casos. Hay en todos nosotros, imperceptiblemente, un duelo constante por nuestra futura muerte y un profundo dolor por todo lo que no nos será posible ver de la realidad histórica. Sin embargo, y conviviendo con el duelo y el miedo, existen otros sentimientos más oscuros y complejos como, por ejemplo, un sentimiento de alivio ante la fantasía de que en la muerte no hay dolor ni molestias, y hasta el sentimiento de envidia. ¿Pero qué se le puede envidiar a un muerto?. Pues su descanso, la relajación total del músculo cuando asimilamos la muerte al placer que nos brinda un largo sueño. En una oportunidad, durante uno de sus peores (y uno de sus últimos) ataques de hemofilia, mientras se le llenaba de sangre el estómago y padecía insoportables dolores, el zarevich Alexei Romanov, en uno de los escasos momentos de lucidez que le permitió la fiebre, tomó la mano de su madre que nunca se movía de su lado y le preguntó esperanzado si cuando se muriera se le iban a pasar los dolores. Su madre le respondió que si y el niño pareció relajarse. Siempre se menciona y se analiza el miedo a la muerte pero se descuida o se ignora la atracción que nunca deja de ejercer en nosotros la idea de un estado de no dolor, libre de tensión (Freud menciona aunque no profundiza una inclinación inconsciente del hombre a volver al útero materno).
La muerte como salvación
Otro autor que consideró a la muerte como centro de su reflexión, mucho antes que Freud, fue Séneca. Para él la muerte es tan importante como la vida y se debe llegar a ella con la mayor dignidad. Nada más vergonzoso a los ojos de Séneca que en el sublime momento de la muerte la persona grite, maldiga o patalee. En primer lugar porque es un destino inevitable de todo ser viviente. Al nacer ya sabemos que vamos a morir. La muerte está implícita en el acto de nacer, entonces cómo nos puede sorprender cuando finalmente se concreta. Ante la muerte sólo cabe la resignación y darle la forma más bella posible. La muerte también puede ser un proyecto de la vida. Por otra parte, nuestro final no es más que el último empujón cuando ya hemos visto morir muchas cosas. Ya hace tiempo vimos morir a la niñez, a nuestra juventud, y hemos visto morir muchos de nuestros ideales. Hemos visto desaparecer la fortaleza, la certeza y la seguridad de antaño. Pero también debemos ver a la muerte como una posibilidad de liberación. Séneca admitía el suicidio sólo en dos circunstancias: cuando nos permitía lavar el deshonor con una valiente actitud de sacrificio, y cuando ponía fin a una situación de servidumbre. Séneca se indignaba al relatar el caso, quizás célebre en su época, del “hombre de Rodas” que, castigado por el rey, permaneció muchos años encerrado en una cueva, alimentado como un animal y se negó a poner fin a esta degradación con el suicidio. Y exaltaba los ejemplos de algunos gladiadores que se liberaban de su vil situación poniendo fin a sus vidas. La libertad humana, escribía Séneca, está garantizada porque tenemos este último recurso del suicidio.
Más hacia nuestros días, el historiador Philippe Ariès sostiene en su libro “La muerte en Occidente” que en los tiempos modernos se ha cambiado el temor que inspiraba antiguamente el acto sexual por el miedo a la muerte. Por ello cada vez se habla con mayor franqueza de la sexualidad, aun ante la presencia de niños, y se oculta tras un manto de pudor todo lo que se refiere a la muerte. Lamentablemente, considera Ariès, se ha simplificado las ceremonias del velorio y el entierro casi hasta su extinción, y aún durante este rito se reprime al máximo cualquier exteriorización de dolor. Es común hoy en día ver a los concurrentes a los velorios mantener una sonrisa distendida al tiempo que se saca del recinto a cualquiera que pierda el control y se ponga ostensiblemente a llorar.
Si para Séneca, el duelo desmedido era una expresión de la debilidad del alma que debemos manejar con la razón (ver “Consolación a Marcia” – Séneca – Obras Compl.), para Ariès, el respeto por la ceremonia del velorio y el entierro o el desahogo del llanto es lo que nos permitirá superar el dolor y evitar los síntomas posteriores del duelo patológico.
El sentimiento del duelo y su degradación
Quien abordó el tema del duelo con éxito y trascendencia fue nuevamente Sigmund Freud en su ensayo “Duelo y melancolía” (1915-1917): “El duelo es, por lo general, la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc. Bajo estas mismas influencias surge en algunas personas, a las que por lo mismo atribuimos una predisposición morbosa, la melancolía en lugar del duelo” (Freud – op. cit).
El duelo normal se caracteriza por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar y una inhibición pronunciada de las funciones psíquicas. La melancolía, si bien comparte muchas de estas características, tiene una particularidad que no se constata en el duelo normal: hay una fuerte disminución del amor propio en el sujeto, que se traduce en reproches y acusaciones que el paciente se hace a sí mismo y que lo puede conducir a una delirante espera de castigo. Por su parte hay un estado de dolor más patológico cuando la pérdida del objeto amado no se constata en la realidad, es en este caso una pérdida en el orden del delirio.
Cuando amamos, ligamos nuestra libido al objeto amado. El intenso dolor que se experimenta en el duelo se explica, según Freud, porque al desaparecer el objeto de nuestro amor nos vemos obligados a abandonar la ligadura libidinal con él. Y el sujeto se resiste a esto porque no se abandona de buen grado ninguna posición de la libido, aun cuando le hayamos encontrado un sustituto. Pero lo normal es que la realidad finalmente venza. En la melancolía, en cambio, como hay un empobrecimiento del yo, este proceso de sustitución del objeto perdido se complica. El melancólico nos describe su yo como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno y moralmente condenable. Freud escribe al respecto: “Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo. Se humilla ante todos los demás y compadece a los suyos por hallarse ligados a una persona tan despreciable” (Freud – op.cit). Incluso el sujeto está convencido de que nunca fue mejor. Y este estado también se acompaña, muchas veces, de insomnio y rechazo a alimentarse.
Es inútil contradecir a este tipo de pacientes en las acusaciones a su yo. Incluso, en la melancolía (y esto también la deferencia del duelo normal) hay una necesidad de dar publicidad a todos sus defectos como si en este rebajamiento el paciente hallara satisfacción. Como no se constata la pérdida en la realidad debemos suponer que en la melancolía, la pérdida se ha dado en el mismo yo del sujeto. Una mitad del yo juzga a la otra mitad como si fuera un objeto.
Los reproches, señala Freud, nunca se refieren a la fealdad o a defectos físicos, las fallas son siempre de tipo moral. Pero si sabemos escuchar, comprobamos que los reproches que se hace a sí mismo muy bien podrían corresponder a una persona amada, lo que nos lleva a concluir que en la melancolía, los reproches que debería dirigir a otra persona con significado erótico, se desvían y se vuelven contra el propio yo. Por eso, escribe Freud, el sujeto no se avergüenza, porque son reproches que van dirigidos a otra persona. El proceso es así:
1) Primero existió una elección de objeto, o sea, un enlace de la libido a una persona determinada.
2) Esta persona ofendió o traicionó al paciente, lo que produce una conmoción en esta relación objetal, en la cual estuvo comprometida la libido.
3) Pero esta conmoción no conduce al sujeto a una resolución normal como sería el buscarse otra persona para amar y desplazar la libido. En la melancolía se retira la libido del objeto amado pero esta queda libre y termina retrayéndose hacia el propio yo del sujeto.
4) Se termina estableciendo una identificación del yo con el objeto abandonado. La sombra del objeto amado cae sobre el yo y, así, este yo es juzgado por el objeto abandonado.
Y este proceso patológico se da porque desde un comienzo se ha realizado la elección de objeto de amor sobre una base narcisista. Por eso, ante la primera contrariedad puede la carga retroceder al narcisismo.
Por último, otra de las peculiaridades de la melancolía, según Freud, es su capacidad de transformarse en manía, es decir, en el estado opuesto. La manía expresa el triunfo delirante del yo al liberarse del objeto amado que lo torturaba, “emprendiendo con hambre voraz nuevas cargas de objeto”.
Conclusiones
Pese a todas las explicaciones y especulaciones que se han volcado en los libros, siempre nos estaremos refiriendo a uno de los hechos más trascendentes e importantes de toda vida, y que es nada menos que su final.
Nos cuesta abandonar la vida porque en ella hallamos el movimiento, la belleza, el color, la alegría, el goce de las pasiones y sobre todo la posibilidad de crear. Pero nos olvidamos insistentemente el hecho de que en la muerte, y sólo en la muerte, encontraremos la verdad. Sí, esa verdad final y única que le da sentido a toda la vida. En ella resolveremos los misterios que nunca pudimos resolver en la vida: sabremos si hay Dios, si existe un castigo, si hay reencarnación o si, como aseguran los más pesimistas, la muerte es una eterna y definitiva Nada, un silencio sin forma, un sueño sin luz y sin oscuridad. Y la posibilidad de acceder a esta Verdad es tal vez, también, lo que le envidiamos a los muertos. China Zorrilla muchas veces relató los últimos meses de su madre. Esta mujer, cuenta la actriz, siempre fue temerosa de la muerte, hasta el extremo de que ni se la podía nombrar en su presencia. Cuando le llegó, a su hora, el diagnóstico fatal las hijas se turnaron para cuidarla. Tocándole el turno a China, ésta se dirigió con preocupación a la habitación de su madre, esperando encontrarla muy angustiada, quizás aterrorizada. Sin embargo, al mirar ya desde la puerta la halló tranquila y risueña. Su madre, entonces, le hizo un gesto para que se acercara y le dijo:
- Mirá qué bien que están hechas las cosas: ahora que voy a morir, el miedo dio lugar a la curiosidad.
“Soportar la vida, escribe Freud, es y será siempre el deber primero de todos los vivientes. La ilusión pierde todo valor cuando nos lo estorba”. Y esperar la muerte con dignidad es el deber que complementa al anterior. Para Séneca, la vida es una ocasión privilegiada para prepararse para la muerte que inevitablemente, más tarde o más temprano, vendrá a buscarnos. Si se ha vivido con intensidad y goce pleno la recibiremos con alegría. Si se la ha malgastado en una neurosis del sacrificio y el sufrimiento perpetuo, nos asaltará como una fiera agazapada y cruel.
La muerte nunca debería ser una sorpresa. Debe encontrarnos en la positiva humildad de resignarnos a que todo lo que vive goza, y todo lo que ha gozado, muere. Por eso Freud concluye su ensayo parafraseando una frase latina y escribe: “Si vis vitam, para mortem”. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.
Marcelo Manuel Benítez
Dispensar honores a los muertos es una actitud frecuente en todas las culturas, incluso en las más modernas y civilizadas. Basta hacer un breve recorrido por un cementerio para constatar las fortunas que ciertas familias han invertido en construir verdaderas “viviendas” destinadas a hacer perdurar el recuerdo de un ser amado como si continuara con vida. El interrogante que nos plantea el siguiente trabajo gira en torno a cómo nos comportamos frente al problema de la muerte.
Por Marcelo Manuel Benítez
La idea de la muerte
En uno de sus más intensos cuentos, “El altar de los muertos”, Henry James (1843-1916) retrata a un hombre que, desgarrado por la muerte de su esposa, destina toda una habitación de su casa a recordarla y homenajearla porque, sostiene convencido el personaje, mientras continuemos honrando a los muertos, los muertos no mueren. El ser amado desaparecido recupera la vida en los honores que se le brindan. Durante todo el relato, que mereció una versión cinematográfica de Francois Truffaut y que aquí en Buenos Aires se estrenó con el título de “La habitación verde”, el protagonista ignora su duelo y crea un subterfugio emocional para evitar la congoja. Hasta descuida, sin remordimientos, la crianza de su hijo y el gobierno de su casa. Y ni un atisbo de posibilidad de rehacer su vida sentimental pasa por su cabeza. Tan abstraído está en revivir a su esposa en los homenajes que le brinda.
Pero dispensar honores a los muertos en alguna parte de este mundo tan lleno de vida no es una originalidad del personaje de James, es una actitud frecuente en todas las culturas, incluso en las más modernas y civilizadas. Basta hacer un breve recorrido por un cementerio para constatar las fortunas que ciertas familias invierten en construir verdaderas “viviendas” destinadas a hacer perdurar el recuerdo de un ser amado como si continuara con vida (la frase común “voy a ver a mi papá”, equivalente a “voy al cementerio a visitar la tumba de mi papá” delata esta falta de resignación).
El cementerio de La Recoleta posee una de las colecciones más fastuosas de bóvedas y mausoleos que tiene, y quizás que tendrá nunca, la ciudad de Buenos Aires. Por ejemplo, ya a pocos pasos de la entrada se encuentra la bóveda de la familia Cambaceres. Eugenio Cambaceres fue, aparte de un aceptable novelista de la Generación del `80, un hombre muy rico, dueño de bastos terrenos en la provincia de Buenos Aires, hasta el punto de que la actual estación Glew se llamaba primitivamente estación Cambaceres. Murió en 1888, cuando su única hija, Rufina, tenía catorce años de edad. En esa ocasión, la familia construyó una bóveda (que aún se conserva) en un estilo lujoso y sobrio. Allí fue depositado el féretro para su descanso eterno. Cuatro años después, Rufina había estado festejando su cumpleaños número dieciocho con unas amigas durante toda la tarde y se estaba preparando para ir al teatro. Cuando su madre quiso ponerle un collar, la muchacha se desvaneció y cayó al suelo. De inmediato se llamó al médico y éste la declaró muerta. Horas después se la puso en un ataúd, se la veló y se la depositó en la bóveda familiar junto a su padre. Pero cuando se enteró su abuela, que vivía en París, ésta negó la realidad del fallecimiento. Viajó a Buenos Aires de inmediato (siendo 1892 la travesía se realizó en barco), fue hasta la bóveda, hizo abrir el cajón y se halló a Rufina Cambaceres toda rasguñada y muerta por asfixia. Había sufrido un ataque de catalepsia y se la había enterrado viva. En su honor, y hondamente conmovida, su abuela hizo construir una de las bóvedas art nouveau más bellas de este cementerio, en la que está muy presente la imagen de la vida gracias a ese estilo vegetal del art nouveau pleno de flores, curvas y agitado movimiento. Pero delante de la gran puerta se destaca una sorprendente escultura que reproduce los rasgos de la muchacha muerta y en cuya postura el escultor parece haber querido representar a la joven débil aún, como si tras una denodada lucha hubiera logrado liberarse de su encierro, sosteniéndose apenas con los dedos hundidos en la cerradura de la puerta.
Pero este no es el único ejemplo de homenaje a un muerto, también en La Recoleta podemos ver la bóveda de Pistarini, quien fuera ministro del presidente Perón y al que le debemos la construcción del Aeropuerto de Ezeiza que lleva su nombre. A fines de los años `60, Pistarini pierde a una hija en un accidente automovilístico. Entonces hace construir la bóveda que se diferencia de las demás por sus líneas más modernas. Si miramos a través de su amplia vidriera, podemos ver el ataúd de la muchacha, debajo, el de su padre y sobre el altar descansa un cajoncito pequeño muy adornado. En el momento de fallecer, la joven tenía un perrito al que adoraba por encima de todo, y que la sobrevivió mucho años. Cuando el perrito murió de viejo, su padre se lo trajo dentro de ese cajoncito. Por eso sobre el altar vemos la foto de la muchacha, la de Pistarini y la del perro.
Pero antes de terminar nuestro recorrido y casi como al descuido descubrimos algo que nos estremece. Se trata de una bóveda que no tiene puerta de ingreso. Fue construida por un matrimonio con una sola hija. Cuando el marido y la esposa murieron se los depositó allí. Muchos años después, la única hija dejó estipulado en su testamento que cuando ella muriera la dejaran junto a sus padres, tiraran la llave adentro y delante de la puerta levantaran una pared que sellara la bóveda. Los escribanos dieron fiel cumplimiento a esta última voluntad y es así que todavía yacen los tres féretros inmersos en todo ese silencio que necesitan los muertos para empezar a morir, y yacerán así por los siglos de los siglos porque la bóveda es “a perpetuidad”.
Resulta interesante especular acerca de las fantasías que despertaba en esta mujer la idea de la muerte (podemos recordar que muchos milenios atrás se dejaba a un faraón dentro de su tumba, se cerraba y también se sellaba la entrada, dejando dentro a todos los esclavos que lo habían transportado). Probablemente, esta mujer quiso morir mucho más que los demás muertos, acrecentando al máximo el descanso eterno, haciéndolo más profundo y secreto.
Sigmund Freud, en un breve ensayo de 1915, “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, escribe sobre esta idea de la finitud. El tema estaría en boca de todos porque, dado el año de su publicación, toda Europa soportaba la luctuosa realidad de la Primera Guerra Mundial. Freud sostiene que no hay idea de muerte en el inconsciente, por lo que éste actúa como si fuera inmortal. En el sujeto sólo existe la muerte del otro, ya se trate de un ser querido o de alguien odiado. Para nosotros, continúa analizando Freud, aunque la muerte del otro es siempre un hecho casual (accidente, una enfermedad, infección, etc.) adoptamos, ante la persona muerta, una actitud de admiración, la eximimos de toda crítica y le perdonamos todas sus faltas. En este sentido son elocuentes los casos de personas muertas en circunstancias injustas. En nuestro país hemos vivido la desaparición forzada de personas durante la última dictadura militar y, ante este hecho, se suspendió cualquier crítica al sector afectado. Tratándose siempre de seres humanos cabe la posibilidad de que cometieran errores, tuvieran defectos o cometieran ellos también alguna que otra injusticia. Pero de estas cuestiones ni los militares se atreven a hablar. Se trató en todos los casos de “muertes heroicas” y por tanto su recuerdo permanece inmaculado. Esto, que puede resultar comprensible dadas las atrocidades que cometió el terrorismo de Estado, tiene su inconveniente porque retrasa demasiado el realizar una consideración objetiva de ciertos actos políticos del pasado. Un trato similar de suspensión de todo juicio moral se le brinda actualmente a las “víctimas de Cromagnon”. Resulta impensable reprocharles errores a personas fallecidas en circunstancias tan dolorosas. En este caso hablamos de “muerte injusta” que también vuelve sagrada a la víctima.
Pero en el caso de una guerra, escribe Freud, ya no podemos negar a la muerte, hay que creer en ella. Los hombres mueren de a miles y ya no es una casualidad.
Nuestra idea de muerte, para el psicoanálisis, es muy similar a la que debió elaborar el hombre primitivo. Este tomó muy en serio a la muerte, reconociéndola como supresión de la vida, pero siempre se trataba de la muerte del otro, en especial la muerte del enemigo odiado. La muerte propia, para el hombre de las cavernas, era tan inimaginable como inverosímil.
La contradicción se le presentó cuando el hombre salvaje comienza a tener seres a los que ama. Cuando se vislumbra a los que serían los depositarios de su amor: la familia y los amigos. Tuvo, pues, que considerar la posibilidad de que él también podía morir, cada persona amada era “un trozo de su propio y amado yo” (Freud – op. cit.). Sin embargo, la muerte del ser amado lo tranquilizaba porque seguía siendo la muerte del otro, y podía asimilarla a la muerte del enemigo, porque todo amor contiene también una buena cuota de odio, es siempre ambivalente. Entonces, el hombre primitivo se liberaba de la angustia considerando a esos muertos amados como muertos odiados, extraños y enemigos.
Con todo y a despecho de cualquier trampa anímica, el sentimiento amoroso ya no pudo separarse de una amenaza de muerte, ya que había experimentado el dolor por la ausencia del ser amado, pero, al mismo tiempo, tampoco quiso reconocerla porque esto lo angustiaba. Entonces llegó a una transacción: admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de un aniquilamiento de la vida. Ante la muerte del ser amado el hombre creó a los “espíritus”, y la culpa que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus adoptaran la forma de perversos demonios a los que había que temer. Por su parte, el recuerdo que permanecía en él de los muertos le hizo desarrollar en su mente la idea de una vida después de la muerte. Freud escribe: ”Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teoría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz del sentimiento de culpa, sino también los primeros mandamientos éticos” (Freud, op. cit.). El primero de estos mandamientos fue “no matarás” que surgió, según Freud, como reacción contra la satisfacción del odio, oculta siempre detrás de la pena por la muerte de un ser querido (ambivalencia).
Pero volviendo al hombre moderno, Freud se pregunta: ¿Cómo se conduce nuestro inconsciente frente al problema de la muerte?. Pues se comporta al nivel de la conciencia del hombre primitivo. Nuestro inconsciente tampoco cree en la propia muerte y se conduce como si fuera inmortal (quizás, escribe Freud, sea éste el secreto del heroísmo). Para el creador del psicoanálisis, el miedo que todos sentimos ante la idea de morir es un producto secundario, originado casi siempre en sentimientos de culpa. Y concluye con una aseveración casi filosófica: ¿No sería mejor abandonar todos los subterfugios que nos alejan de la idea de muerte y acercarnos de una buena vez a la verdad de nuestra condición mortal?. Aunque esto parezca una regresión, tiene la ventaja de considerar más a la realidad y hacer de nuevo más soportable la vida.
Admitamos con Freud que en el inconsciente no existe la idea de la muerte propia, pero a nivel de la conciencia no dejamos de tenerla presente y es la responsable de intensas ansiedades, cobardías y hasta actos inmorales en muchos casos. Hay en todos nosotros, imperceptiblemente, un duelo constante por nuestra futura muerte y un profundo dolor por todo lo que no nos será posible ver de la realidad histórica. Sin embargo, y conviviendo con el duelo y el miedo, existen otros sentimientos más oscuros y complejos como, por ejemplo, un sentimiento de alivio ante la fantasía de que en la muerte no hay dolor ni molestias, y hasta el sentimiento de envidia. ¿Pero qué se le puede envidiar a un muerto?. Pues su descanso, la relajación total del músculo cuando asimilamos la muerte al placer que nos brinda un largo sueño. En una oportunidad, durante uno de sus peores (y uno de sus últimos) ataques de hemofilia, mientras se le llenaba de sangre el estómago y padecía insoportables dolores, el zarevich Alexei Romanov, en uno de los escasos momentos de lucidez que le permitió la fiebre, tomó la mano de su madre que nunca se movía de su lado y le preguntó esperanzado si cuando se muriera se le iban a pasar los dolores. Su madre le respondió que si y el niño pareció relajarse. Siempre se menciona y se analiza el miedo a la muerte pero se descuida o se ignora la atracción que nunca deja de ejercer en nosotros la idea de un estado de no dolor, libre de tensión (Freud menciona aunque no profundiza una inclinación inconsciente del hombre a volver al útero materno).
La muerte como salvación
Otro autor que consideró a la muerte como centro de su reflexión, mucho antes que Freud, fue Séneca. Para él la muerte es tan importante como la vida y se debe llegar a ella con la mayor dignidad. Nada más vergonzoso a los ojos de Séneca que en el sublime momento de la muerte la persona grite, maldiga o patalee. En primer lugar porque es un destino inevitable de todo ser viviente. Al nacer ya sabemos que vamos a morir. La muerte está implícita en el acto de nacer, entonces cómo nos puede sorprender cuando finalmente se concreta. Ante la muerte sólo cabe la resignación y darle la forma más bella posible. La muerte también puede ser un proyecto de la vida. Por otra parte, nuestro final no es más que el último empujón cuando ya hemos visto morir muchas cosas. Ya hace tiempo vimos morir a la niñez, a nuestra juventud, y hemos visto morir muchos de nuestros ideales. Hemos visto desaparecer la fortaleza, la certeza y la seguridad de antaño. Pero también debemos ver a la muerte como una posibilidad de liberación. Séneca admitía el suicidio sólo en dos circunstancias: cuando nos permitía lavar el deshonor con una valiente actitud de sacrificio, y cuando ponía fin a una situación de servidumbre. Séneca se indignaba al relatar el caso, quizás célebre en su época, del “hombre de Rodas” que, castigado por el rey, permaneció muchos años encerrado en una cueva, alimentado como un animal y se negó a poner fin a esta degradación con el suicidio. Y exaltaba los ejemplos de algunos gladiadores que se liberaban de su vil situación poniendo fin a sus vidas. La libertad humana, escribía Séneca, está garantizada porque tenemos este último recurso del suicidio.
Más hacia nuestros días, el historiador Philippe Ariès sostiene en su libro “La muerte en Occidente” que en los tiempos modernos se ha cambiado el temor que inspiraba antiguamente el acto sexual por el miedo a la muerte. Por ello cada vez se habla con mayor franqueza de la sexualidad, aun ante la presencia de niños, y se oculta tras un manto de pudor todo lo que se refiere a la muerte. Lamentablemente, considera Ariès, se ha simplificado las ceremonias del velorio y el entierro casi hasta su extinción, y aún durante este rito se reprime al máximo cualquier exteriorización de dolor. Es común hoy en día ver a los concurrentes a los velorios mantener una sonrisa distendida al tiempo que se saca del recinto a cualquiera que pierda el control y se ponga ostensiblemente a llorar.
Si para Séneca, el duelo desmedido era una expresión de la debilidad del alma que debemos manejar con la razón (ver “Consolación a Marcia” – Séneca – Obras Compl.), para Ariès, el respeto por la ceremonia del velorio y el entierro o el desahogo del llanto es lo que nos permitirá superar el dolor y evitar los síntomas posteriores del duelo patológico.
El sentimiento del duelo y su degradación
Quien abordó el tema del duelo con éxito y trascendencia fue nuevamente Sigmund Freud en su ensayo “Duelo y melancolía” (1915-1917): “El duelo es, por lo general, la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc. Bajo estas mismas influencias surge en algunas personas, a las que por lo mismo atribuimos una predisposición morbosa, la melancolía en lugar del duelo” (Freud – op. cit).
El duelo normal se caracteriza por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar y una inhibición pronunciada de las funciones psíquicas. La melancolía, si bien comparte muchas de estas características, tiene una particularidad que no se constata en el duelo normal: hay una fuerte disminución del amor propio en el sujeto, que se traduce en reproches y acusaciones que el paciente se hace a sí mismo y que lo puede conducir a una delirante espera de castigo. Por su parte hay un estado de dolor más patológico cuando la pérdida del objeto amado no se constata en la realidad, es en este caso una pérdida en el orden del delirio.
Cuando amamos, ligamos nuestra libido al objeto amado. El intenso dolor que se experimenta en el duelo se explica, según Freud, porque al desaparecer el objeto de nuestro amor nos vemos obligados a abandonar la ligadura libidinal con él. Y el sujeto se resiste a esto porque no se abandona de buen grado ninguna posición de la libido, aun cuando le hayamos encontrado un sustituto. Pero lo normal es que la realidad finalmente venza. En la melancolía, en cambio, como hay un empobrecimiento del yo, este proceso de sustitución del objeto perdido se complica. El melancólico nos describe su yo como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno y moralmente condenable. Freud escribe al respecto: “Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo. Se humilla ante todos los demás y compadece a los suyos por hallarse ligados a una persona tan despreciable” (Freud – op.cit). Incluso el sujeto está convencido de que nunca fue mejor. Y este estado también se acompaña, muchas veces, de insomnio y rechazo a alimentarse.
Es inútil contradecir a este tipo de pacientes en las acusaciones a su yo. Incluso, en la melancolía (y esto también la deferencia del duelo normal) hay una necesidad de dar publicidad a todos sus defectos como si en este rebajamiento el paciente hallara satisfacción. Como no se constata la pérdida en la realidad debemos suponer que en la melancolía, la pérdida se ha dado en el mismo yo del sujeto. Una mitad del yo juzga a la otra mitad como si fuera un objeto.
Los reproches, señala Freud, nunca se refieren a la fealdad o a defectos físicos, las fallas son siempre de tipo moral. Pero si sabemos escuchar, comprobamos que los reproches que se hace a sí mismo muy bien podrían corresponder a una persona amada, lo que nos lleva a concluir que en la melancolía, los reproches que debería dirigir a otra persona con significado erótico, se desvían y se vuelven contra el propio yo. Por eso, escribe Freud, el sujeto no se avergüenza, porque son reproches que van dirigidos a otra persona. El proceso es así:
1) Primero existió una elección de objeto, o sea, un enlace de la libido a una persona determinada.
2) Esta persona ofendió o traicionó al paciente, lo que produce una conmoción en esta relación objetal, en la cual estuvo comprometida la libido.
3) Pero esta conmoción no conduce al sujeto a una resolución normal como sería el buscarse otra persona para amar y desplazar la libido. En la melancolía se retira la libido del objeto amado pero esta queda libre y termina retrayéndose hacia el propio yo del sujeto.
4) Se termina estableciendo una identificación del yo con el objeto abandonado. La sombra del objeto amado cae sobre el yo y, así, este yo es juzgado por el objeto abandonado.
Y este proceso patológico se da porque desde un comienzo se ha realizado la elección de objeto de amor sobre una base narcisista. Por eso, ante la primera contrariedad puede la carga retroceder al narcisismo.
Por último, otra de las peculiaridades de la melancolía, según Freud, es su capacidad de transformarse en manía, es decir, en el estado opuesto. La manía expresa el triunfo delirante del yo al liberarse del objeto amado que lo torturaba, “emprendiendo con hambre voraz nuevas cargas de objeto”.
Conclusiones
Pese a todas las explicaciones y especulaciones que se han volcado en los libros, siempre nos estaremos refiriendo a uno de los hechos más trascendentes e importantes de toda vida, y que es nada menos que su final.
Nos cuesta abandonar la vida porque en ella hallamos el movimiento, la belleza, el color, la alegría, el goce de las pasiones y sobre todo la posibilidad de crear. Pero nos olvidamos insistentemente el hecho de que en la muerte, y sólo en la muerte, encontraremos la verdad. Sí, esa verdad final y única que le da sentido a toda la vida. En ella resolveremos los misterios que nunca pudimos resolver en la vida: sabremos si hay Dios, si existe un castigo, si hay reencarnación o si, como aseguran los más pesimistas, la muerte es una eterna y definitiva Nada, un silencio sin forma, un sueño sin luz y sin oscuridad. Y la posibilidad de acceder a esta Verdad es tal vez, también, lo que le envidiamos a los muertos. China Zorrilla muchas veces relató los últimos meses de su madre. Esta mujer, cuenta la actriz, siempre fue temerosa de la muerte, hasta el extremo de que ni se la podía nombrar en su presencia. Cuando le llegó, a su hora, el diagnóstico fatal las hijas se turnaron para cuidarla. Tocándole el turno a China, ésta se dirigió con preocupación a la habitación de su madre, esperando encontrarla muy angustiada, quizás aterrorizada. Sin embargo, al mirar ya desde la puerta la halló tranquila y risueña. Su madre, entonces, le hizo un gesto para que se acercara y le dijo:
- Mirá qué bien que están hechas las cosas: ahora que voy a morir, el miedo dio lugar a la curiosidad.
“Soportar la vida, escribe Freud, es y será siempre el deber primero de todos los vivientes. La ilusión pierde todo valor cuando nos lo estorba”. Y esperar la muerte con dignidad es el deber que complementa al anterior. Para Séneca, la vida es una ocasión privilegiada para prepararse para la muerte que inevitablemente, más tarde o más temprano, vendrá a buscarnos. Si se ha vivido con intensidad y goce pleno la recibiremos con alegría. Si se la ha malgastado en una neurosis del sacrificio y el sufrimiento perpetuo, nos asaltará como una fiera agazapada y cruel.
La muerte nunca debería ser una sorpresa. Debe encontrarnos en la positiva humildad de resignarnos a que todo lo que vive goza, y todo lo que ha gozado, muere. Por eso Freud concluye su ensayo parafraseando una frase latina y escribe: “Si vis vitam, para mortem”. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.
Marcelo Manuel Benítez
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