A continuación se reproduce el primer capítulo de Contraluz, última novela de la escritora y artista plástica Sara Rosenberg, recientemente publicada en España por la editorial Siruela Nuevos Tiempos y aún inédita en Argentina.
1
Ese año viajaron a Buenos Aires para asistir al entierro del padre de Jerónimo. Griselda casi se había olvidado del frío húmedo de julio, y de los vientos del río. Fue un viaje con olor a flores muertas, sudor de condolencias y caras viejas. Era el comienzo de la disolución de la tribu y de una guerra que, como casi todas, se hacía por usura y en nombre de dios, la familia o el estado.
Los familiares les hicieron preguntas, alabaron la vida en Europa, que compararon con el desastre argentino, hablaron de la suerte que tenían, aunque de verdad ellos no estaban teniendo una buena temporada de trabajo, y seguían en salas pequeñas, haciendo lo que se podía.
No les hizo falta hablar mucho, porque nadie tenía interés en escucharlos; longevos, ricos y enfermos crónicos, siguieron recomendándose consultas de médicos milagrosos y caros, o financieras para invertir, mientras las flores comenzaban a marchitarse en las coronas.
Sólo Laura se acercó a Griselda con cierto cariño y curiosidad. Tímida, con esa rigidez propia de las jóvenes educadas en un colegio inglés, o quizá temerosa de aproximarse a su padre, que era quien debía haberle dicho algo, abrazarla,
o mostrar un gesto de afecto. Pero Jerónimo tenía una incapacidad crónica para comunicarse con ella. La agarró del brazo, salieron y fueron a sentarse cerca de la raíz de un ombú, esa hierba gigantesca donde hubiera tenido que quedarse a vivir, o acampar al menos.
Laura estaba decidida a hacer su tesis sobre el Teatro del Ande, quizás como única forma de acercarse a Jerónimo. La escuchó hablar sobre las dificultades de encontrar materiales interesantes, se dejó comprometer para responder a sus preguntas, y también para tratar de que Jerónimo lo hiciera. Nunca se debería hacer una tesis sobre el padre, aunque este fuera Shakespeare, Einstein o Tolstoi, pensó Griselda, pero no se lo dijo.
Jerónimo y Nicolás empezaron a discutir en el momento en que el cajón se cerró, como niños a los que se les hubiera abierto la puerta del patio para ir a jugar. Los escuchó sin mucho interés, hasta que Jerónimo le advirtió que no iba a permitir que vendiera la finca La Cruz. No, mientras no terminara el juicio a los militares. Nicolás trató de convencerlo, de explicarle que el viejo los había dejado en una situación comprometida, pero Jerónimo era empecinado. Se podía confiar en lo que decía. No como ella, que hablaba y dudaba al mismo tiempo.
Cuando llegaron al cementerio, los dos tenían el rostro congestionado, y quizás se habían dicho muchas más cosas de las que ella suponía o había oído. Sin embargo, la frase «Yo no soy Pacheco», con el tono feroz que tan raramente usaba Jerónimo, se le quedó grabada.
Bajaron el cajón y avanzaron por los caminos empedrados del cementerio entre los monumentos cubiertos de moho. Ángeles adolescentes, victorias, compungidas vírgenes, santas piadosas, alas inmóviles, caballos de belfos altivos, sables civilizadores, en memoria de los apellidos bárbaros, los acompañaron hacia el panteón de los Larrea. ¿Por qué las vacas no adornaban los panteones?
Allí estaban el bisabuelo general y sicario de los indios del Chaco, el musicólogo acusado de plagio, el cura confesor de banqueros y militares, los sucesivos abogados, dos opas, varios jueces y otros tantos notarios. También los nombres de las mujeres, de vientres tan prolíficos. Todos amparados por la estatua de un ángel neogótico, sufridor y desnutrido, un híbrido destinado a volar y a transmitir terribles mensajes, nada que ver con el hombre araña, que era mucho más coherente con el orden zoológico y que al menos volaba con su propia baba.
El cura recitó, las caras apergaminadas se sonaron la nariz, Jerónimo echó la primera palada, Nicolás la segunda, y el cajón descendió al fondo de la tierra. Los invitó a comer y la discusión continuó, en otro tono, casi protector. Quería decirles que su escribanía funcionaba cada vez mejor, y que además de las empresas agropecuarias tenía amigos en el gobierno y socios en el mundo. Se preparaba para ser diputado, mientras propiciaba la venta acelerada del país. Jerónimo hizo una broma sobre su flamante peronismo y la conversación se volvió hacia ellos, los patitos feos, las ovejas negras, los que se fueron, los inevitables. Era hora de aterrizar, de hacer algo que tuviera sentido, los años no pasan en vano, y el teatro era un asunto de juventud si en la madurez sólo te ha dejado deudas, dijo Nicolás.
Cuando volvieron a la casa del Tigre, con ese olor a humedad eterna, hacía frío y no abrieron las ventanas sino una botella de vino que se fue mientras decidían cómo hacer para impulsar una investigación sobre la finca La Cruz.
Pase lo que pase, dijo Jerónimo, no puedo hacer otra cosa. Quizás tendríamos que volver por un tiempo, le contestó; pero él ya había decidido que no volverían más.
Fueron días de trámites, de encuentros y desencuentros con gente que decía saber o podía saber algo más sobre la finca y la cárcel clandestina que había funcionado allí durante dos años. Días en los que Jerónimo la mantuvo al margen. Cuando le preguntó qué significaba ese «Yo no soy Pacheco», él le explicó que no lo conocía personalmente, pero que le había enviado información sobre La Cruz, a cambio de una suma importante de dinero; le contó que Pacheco trabajaba para su padre, y que la muerte lo había sorprendido en el aire, sobre las altas cumbres de Bolivia; dijeron que había tragado demasiadas bolas de coca y que cuando el cielo se acercó, reventaron como pompas de jabón y lo inundaron por dentro. Quizás estaban mal envueltas, pensó Griselda, pero Jerónimo no quiso hablar más del tema.
Los nuevos tiempos exigían ciertos blanqueos, y Nicolás le ofreció pagarle su parte, para poder dirigir él solo las empresas y la escribanía. La investigación sobre la finca estaba detenida, los arqueólogos, los historiadores y los forenses, amenazados. El general Bussi, a quien ellos habían apoyado sin ensuciarse directamente las manos, disfrutaba del arresto domiciliario en su chalet de un country en las afueras de Tucumán, un lugar donde la miseria es proporcional al gran negocio del tráfico de cocaína, el lavado de dinero y otras artimañas agrícolas y comerciales.
Nicolás no fue a despedirlos, pero llamó por teléfono y aclaró que cualquier movimiento relacionado con esa finca podía hundir su carrera. Era, y lo seguiría siendo, el heredero del prestigio familiar y los negocios políticos. Le aclaró que al viejo lo habían obligado y que tenían que mantener el secreto para honrar su memoria. Esa palabra, memoria, que a Jerónimo terminó por sacarlo de quicio.
La escena se le antojó bíblica, y le dio risa. Abel y Caín, discutiendo sobre ovejas o sembrados, fincas y repartos. Cuando Jerónimo colgó se lo dijo, pero a él no le hizo la más mínima gracia.
Durmieron abrazados debido a la humedad y el frío que venía del río, y al día siguiente tomaron el avión de vuelta a Madrid.
Los familiares les hicieron preguntas, alabaron la vida en Europa, que compararon con el desastre argentino, hablaron de la suerte que tenían, aunque de verdad ellos no estaban teniendo una buena temporada de trabajo, y seguían en salas pequeñas, haciendo lo que se podía.
No les hizo falta hablar mucho, porque nadie tenía interés en escucharlos; longevos, ricos y enfermos crónicos, siguieron recomendándose consultas de médicos milagrosos y caros, o financieras para invertir, mientras las flores comenzaban a marchitarse en las coronas.
Sólo Laura se acercó a Griselda con cierto cariño y curiosidad. Tímida, con esa rigidez propia de las jóvenes educadas en un colegio inglés, o quizá temerosa de aproximarse a su padre, que era quien debía haberle dicho algo, abrazarla,
o mostrar un gesto de afecto. Pero Jerónimo tenía una incapacidad crónica para comunicarse con ella. La agarró del brazo, salieron y fueron a sentarse cerca de la raíz de un ombú, esa hierba gigantesca donde hubiera tenido que quedarse a vivir, o acampar al menos.
Laura estaba decidida a hacer su tesis sobre el Teatro del Ande, quizás como única forma de acercarse a Jerónimo. La escuchó hablar sobre las dificultades de encontrar materiales interesantes, se dejó comprometer para responder a sus preguntas, y también para tratar de que Jerónimo lo hiciera. Nunca se debería hacer una tesis sobre el padre, aunque este fuera Shakespeare, Einstein o Tolstoi, pensó Griselda, pero no se lo dijo.
Jerónimo y Nicolás empezaron a discutir en el momento en que el cajón se cerró, como niños a los que se les hubiera abierto la puerta del patio para ir a jugar. Los escuchó sin mucho interés, hasta que Jerónimo le advirtió que no iba a permitir que vendiera la finca La Cruz. No, mientras no terminara el juicio a los militares. Nicolás trató de convencerlo, de explicarle que el viejo los había dejado en una situación comprometida, pero Jerónimo era empecinado. Se podía confiar en lo que decía. No como ella, que hablaba y dudaba al mismo tiempo.
Cuando llegaron al cementerio, los dos tenían el rostro congestionado, y quizás se habían dicho muchas más cosas de las que ella suponía o había oído. Sin embargo, la frase «Yo no soy Pacheco», con el tono feroz que tan raramente usaba Jerónimo, se le quedó grabada.
Bajaron el cajón y avanzaron por los caminos empedrados del cementerio entre los monumentos cubiertos de moho. Ángeles adolescentes, victorias, compungidas vírgenes, santas piadosas, alas inmóviles, caballos de belfos altivos, sables civilizadores, en memoria de los apellidos bárbaros, los acompañaron hacia el panteón de los Larrea. ¿Por qué las vacas no adornaban los panteones?
Allí estaban el bisabuelo general y sicario de los indios del Chaco, el musicólogo acusado de plagio, el cura confesor de banqueros y militares, los sucesivos abogados, dos opas, varios jueces y otros tantos notarios. También los nombres de las mujeres, de vientres tan prolíficos. Todos amparados por la estatua de un ángel neogótico, sufridor y desnutrido, un híbrido destinado a volar y a transmitir terribles mensajes, nada que ver con el hombre araña, que era mucho más coherente con el orden zoológico y que al menos volaba con su propia baba.
El cura recitó, las caras apergaminadas se sonaron la nariz, Jerónimo echó la primera palada, Nicolás la segunda, y el cajón descendió al fondo de la tierra. Los invitó a comer y la discusión continuó, en otro tono, casi protector. Quería decirles que su escribanía funcionaba cada vez mejor, y que además de las empresas agropecuarias tenía amigos en el gobierno y socios en el mundo. Se preparaba para ser diputado, mientras propiciaba la venta acelerada del país. Jerónimo hizo una broma sobre su flamante peronismo y la conversación se volvió hacia ellos, los patitos feos, las ovejas negras, los que se fueron, los inevitables. Era hora de aterrizar, de hacer algo que tuviera sentido, los años no pasan en vano, y el teatro era un asunto de juventud si en la madurez sólo te ha dejado deudas, dijo Nicolás.
Cuando volvieron a la casa del Tigre, con ese olor a humedad eterna, hacía frío y no abrieron las ventanas sino una botella de vino que se fue mientras decidían cómo hacer para impulsar una investigación sobre la finca La Cruz.
Pase lo que pase, dijo Jerónimo, no puedo hacer otra cosa. Quizás tendríamos que volver por un tiempo, le contestó; pero él ya había decidido que no volverían más.
Fueron días de trámites, de encuentros y desencuentros con gente que decía saber o podía saber algo más sobre la finca y la cárcel clandestina que había funcionado allí durante dos años. Días en los que Jerónimo la mantuvo al margen. Cuando le preguntó qué significaba ese «Yo no soy Pacheco», él le explicó que no lo conocía personalmente, pero que le había enviado información sobre La Cruz, a cambio de una suma importante de dinero; le contó que Pacheco trabajaba para su padre, y que la muerte lo había sorprendido en el aire, sobre las altas cumbres de Bolivia; dijeron que había tragado demasiadas bolas de coca y que cuando el cielo se acercó, reventaron como pompas de jabón y lo inundaron por dentro. Quizás estaban mal envueltas, pensó Griselda, pero Jerónimo no quiso hablar más del tema.
Los nuevos tiempos exigían ciertos blanqueos, y Nicolás le ofreció pagarle su parte, para poder dirigir él solo las empresas y la escribanía. La investigación sobre la finca estaba detenida, los arqueólogos, los historiadores y los forenses, amenazados. El general Bussi, a quien ellos habían apoyado sin ensuciarse directamente las manos, disfrutaba del arresto domiciliario en su chalet de un country en las afueras de Tucumán, un lugar donde la miseria es proporcional al gran negocio del tráfico de cocaína, el lavado de dinero y otras artimañas agrícolas y comerciales.
Nicolás no fue a despedirlos, pero llamó por teléfono y aclaró que cualquier movimiento relacionado con esa finca podía hundir su carrera. Era, y lo seguiría siendo, el heredero del prestigio familiar y los negocios políticos. Le aclaró que al viejo lo habían obligado y que tenían que mantener el secreto para honrar su memoria. Esa palabra, memoria, que a Jerónimo terminó por sacarlo de quicio.
La escena se le antojó bíblica, y le dio risa. Abel y Caín, discutiendo sobre ovejas o sembrados, fincas y repartos. Cuando Jerónimo colgó se lo dijo, pero a él no le hizo la más mínima gracia.
Durmieron abrazados debido a la humedad y el frío que venía del río, y al día siguiente tomaron el avión de vuelta a Madrid.
BIOGRAFÍA
(Tucumán, Argentina, 1954) ha vivido en Canadá, en México y, desde 1982, vive en Madrid. Ha publicado las novelas Un hilo rojo (finalista del premio Tigre Juan 1998), Cuaderno de invierno (2000) y La edad del barro (2003). También ha publicado cuentos, poesía (en la red) y teatro. Recibió el premio internacional de teatro La escritura de la diferencia 2006, en Nápoles.
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