Por Enrique Carpintero*
para La Tecl@ Eñe
La cultura dominante ha transformado al sujeto en un consumidor consumido por la mercancía. El fetichismo de la mercancía -como la denomina Marx- cobra la forma de ofrecer al conjunto social lo que llamamos “La utopía de la felicidad privada”[i]. La felicidad puede ser comprada en cómodas cuotas mensuales. Sin embargo la crisis económica internacional con sus créditos tóxicos y la burbuja financiera ha puesto en evidencia la crisis del tejido social y ecológico.
Digámoslo claramente. Pensar que la crisis económica internacional es producto de una coyuntura económica que se arregla inyectando billones de dólares dentro del sistema implica dejar de lado los factores sociales y políticos. Esta no es una crisis producto del “descontrol de los mercados” o como consecuencia de “factores psicológicos de los agentes económicos”. Esta es una crisis causada por las contradicciones inherentes al sistema de producción capitalista. En este sentido dentro del sistema cualquier salida es gatopardista para que algo cambie pero todo siga igual.
El capitalismo mundializado plantea una catástrofe humana sin precedentes en nuestra historia que pone en peligro el sistema ecológico y ha hecho estallar el conjunto de las relaciones sociales. Su resultado lo podemos encontrar en los cambios climáticos, la deforestación de grandes extensiones de bosques, la escasez de recursos hidrológicos, la acumulación de residuos tóxicos, etc. A esta situación le debemos agregar un sistema social y económico que se basa en la exclusión de la mayoría de la población. Mientras 1/3 de la población mundial vive con 20 u/s diarios, otro 1/3 no alcanza a tener 2 u/s diarios y el 1/3 restante que vive en la pobreza extrema tiene menos de 2 u/s diarios.
Para no abrumar con datos un solo ejemplo es suficiente para demostrar la inviabilidad de este sistema. Si la totalidad del planeta tuviera el nivel de consumo de EEUU, se necesitarían siete planetas para satisfacerlo. La otra cara del bienestar de las grandes metrópolis son las dimensiones del hambre y la miseria que se extiende a todas las regiones del planeta. Estos no disminuyen sino que aumentan. La conclusión es que, como modelo susceptible de asegurar al conjunto de la humanidad un futuro habitable, el actual sistema capitalista mundializado que impera en el planeta no solo es inservible, sino absolutamente destructivo. Uno de sus resultados es la ruptura de los vínculos de solidaridad.
Los muros que sostienen la comunidad entrópica
En los ’90, con la llamada mundialización capitalista, el sentimiento de comunidad comienza a ser reemplazado por el de individuos unidos en sociedades anónimas. Por ello la relación social se construye en una unidad paradójica, es decir una unidad en la desunión que lleva a la incertidumbre y la imprevisibilidad, en definitiva a una vorágine de permanente desintegración y renovación, de ambigüedad y angustia. Su resultado ha sido una cultura que dejó de constituirse en un espacio-soporte de la pulsión de muerte. En ella la fractura del soporte imaginario y simbólico del espacio comunitario refiere a un mundo perdido. A un mundo que no existe más. Hoy las comunidades son homogéneas. Son comunidades de iguales donde los diferentes están afuera. Ellos son los otros de los cuales hay que protegerse. Es decir, allí no hay comunidad sino mera cohabitación. Por ejemplo, encontramos comunidades privadas muy vigiladas por policías y medios electrónicos con viviendas muy caras donde se paga el precio de vivir una intimidad separada del otro. También hay comunidades de iguales que definen su pertenencia en relación a un otro del que es necesario diferenciarse. En este sentido la comunidad como espacio heterogéneo que permite los intercambios libidinales y simbólicos se ha transformado en un lugar homogéneo al servicio de un sujeto solo y aislado. Es decir, una comunidad entrópica que ha dejado de constituirse en un espacio-soporte cuya consecuencia es una subjetividad atravesada por los efectos de la pulsión de muerte: la sensación de “vacío”, de “no salida”, la violencia contra el otro y la violencia autodestructiva.
En este sentido el sueño de una sociedad “perfecta”, es decir transparente, predecible y carente de contingencias, tiene ahora como objetivo la “seguridad de la comunidad del vecindario”. Por lo tanto lo que se vislumbra en el horizonte hacia “la comunidad segura” es la extraña mutación de un “gueto voluntario”. Estos “guetos voluntarios” se diferencian de los guetos reales en que de estos últimos no se podía salir. Por el contrario en los “guetos voluntarios” no se puede entrar. Se hacen vallas y muros para que no entren los otros. Por ello el “gueto voluntario” supone la imposibilidad de comunidad ya que su objetivo es lograr el aislamiento del mundo exterior donde viven esos nuevos bárbaros que están más allá de sus murallas. De esta manera en el actual proceso de mundialización capitalista el espacio deja de tener sentido para ganar un significado que trasciende las fronteras del estado-nación. La fragmentación mundial se afirma en territorios donde cada uno se atrinchera en sus diferencias. Cada zona, cada ciudad, cada barrio, cada región es un territorio que debe ser defendido de esos bárbaros, que siempre son los otros.
Esta situación nos lleva a la fragmentación de las relaciones sociales que se intenta solucionar invocando la palabra “solidaridad”. Pero esta tiene las características de una generalización y ambigüedad que la ha transformado en una palabra vacía. Es decir, refiere a un pragmatismo que oculta diferentes formas de asistencialismo.
Nizzero,M: Otro ajuste
La seguridad privada
En la Argentina el impacto de la mundialización capitalista tiene profundas consecuencias en nuestra sociedad fragmentada. A pesar de los datos oficiales del INDEC y el doble discurso del gobierno la pobreza y las diferencias entre los más pobres y los más ricos ha aumentado. Los gastos en salud y educación han disminuido. El dengue es una epidemia de países pobres que no han tomado las medidas necesarias. Otras enfermedades erradicadas han vuelto. La tuberculosis que es una enfermedad de la pobreza y la mala alimentación. El mal de Chagas, pues el plan de fumigaciones contra la vinchuca (el animal que provoca el mal de Chagas) se dejó de aplicar en los últimos años. La sífilis, el hantavirus. La desnutrición y la mortalidad infantil también aumentaron. En el gran Buenos Aires el promedio de vida es de dos años menos que en la Ciudad de Buenos Aires debido, en gran medida, a la degradación del ambiente en las zonas pobres. Más de 400.000 jóvenes en el gran Buenos Aires no trabajan ni estudian. A esta situación debemos agregar una policía corrupta, cárceles transformadas en verdaderos campos de concentración como informa el CELS, la facilidad con que circula la droga, menores a los que se le provee armas para que salgan a delinquir. Evidentemente nos encontramos con una sociedad donde necesariamente debe predominar la violencia.
Ante esto la cultura propone la panacea del consumo haciéndonos creer que es fácil acceder a la riqueza y que la codicia y la ambición individual son algo natural que esta fuera de cuestión. De esta manera la seguridad deviene en un bien preciado cuya posesión marca fronteras sociales. Su ejemplo paradigmático es el muro que se intentó colocar entre los barrios de Villa Jardín en San Fernando y la Horqueta en San Isidro.
Esta separación entre clases sociales implica como plantea Maristella Svampa que “el enclave como forma de control y de seguridad, y el muro como dispositivo mayor, van modulando y redefiniendo varios de los nodos problemáticos de la sociedad contemporánea: tanto aquel que se refiere a las relaciones entre el Norte rico y el Sur empobrecido, como el de las relaciones de clase al interior de las diferentes sociedades nacionales. Por último, resulta claro que la forma enclave potencia -y se nutre- del avance de lo privado sobre lo público, sea que este ilustre un dispositivo de control y disciplinamiento sobre poblaciones consideradas `peligrosas`; sea que éste se manifieste como un dispositivo de apropiación -se trate de empresas o agentes privados- que avanza decididamente sobre el espacio público”[ii].
Atrincherados del otro lado del muro las clases medias altas y algunos sectores de la clase media piden que se aplique “mano dura” contra los delincuentes. Desde el gobierno se responde que la inseguridad es una “sensación generada por los medios de comunicación”. Sin embargo nadie habla de la inseguridad que padecen los pobres donde la delincuencia, las enfermedades y las drogas se cobran víctimas todos los días. Claro, ellos son los otros, los bárbaros de quienes hay que cuidarse. No son las víctimas de un sistema social, político y económico que no les puede ofrecer las condiciones mínimas para vivir dignamente.
En este sentido es ilusoria cualquier propuesta sobre seguridad que se siga sosteniendo en la ruptura del lazo social. De allí la importancia de construir redes que permitan afianzar relaciones de solidaridad. Es decir, construir alternativas sociales y políticas que produzcan comunidad donde la solidaridad da cuenta de mi socius esencial en el que yo mismo es otro. Donde la condición de ser nosotros es tener al otro en nosotros.
*Psicoanalista. Director de la editorial y la revista Topía
[i] Carpintero, Enrique, La alegría de lo necesario. Las pasiones y el poder en Spinoza y Freud, editorial Topía, Buenos Aires, 2007, segunda edición corregida y aumentada.
[ii] Svampa, Maristella, “Los muros de la exclusión”, revista Ñ, 18 de abril de 2009.
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