Por Ricardo Coler*
para La Tecl@ Eñe
¿Cómo se llega a presidente? Es indispensable que el candidato esté convencido de que puede serlo. Empezamos mal. Nadie que tenga la certeza de ser competente para conducir el destino de millones de seres humanos resulta digno de confianza. Por humilde que parezca, por amable que nos resulte, es demasiado alto el concepto que tiene de sí mismo y, probablemente, demasiado bajo el que tiene de los demás. También hay otra posibilidad: que se considere un instrumento del progreso, la moral y la justicia. Si es así, peor. Me quedo con la primera opción. Sentir que uno es el representante de la verdad absoluta es equiparable a acelerar a fondo después de haberse quedado ciego.
¿Cómo se llega a presidente? Es indispensable que el candidato esté convencido de que puede serlo. Empezamos mal. Nadie que tenga la certeza de ser competente para conducir el destino de millones de seres humanos resulta digno de confianza. Por humilde que parezca, por amable que nos resulte, es demasiado alto el concepto que tiene de sí mismo y, probablemente, demasiado bajo el que tiene de los demás. También hay otra posibilidad: que se considere un instrumento del progreso, la moral y la justicia. Si es así, peor. Me quedo con la primera opción. Sentir que uno es el representante de la verdad absoluta es equiparable a acelerar a fondo después de haberse quedado ciego.
Para llegar a presidente no hay que ser capaz de cualquier cosa, pero se está bastante cerca de eso. Hasta el más democrático, honesto y desinteresado, si quiere postularse, necesitará deseo de poder, sentirse iluminado, contar con habilidad para confundir, capacidad para hacer acuerdos y frialdad para romperlos. Son los mínimos requisitos para imponerse en una interna. Entonces, ¿cómo puede darnos esperanza alguien con estas características? No es un problema de quién ocupa el cargo; es una cuestión propia del cargo.
Un presidente, se necesita. No hay nada mejor que elegir uno. Pero ¿por qué será que nos desilusionan tan rápido?
La época de los grandes hombres ya pasó. Es muy difícil que vuelva. Cuanto antes nos demos cuenta, mejor. Si todavía tenemos un buen recuerdo de alguno es porque en ese entonces no había exposición mediática. El registro de un historiador no resiste a las cámaras, micrófonos y analistas que hoy siguen a los candidatos.
Me pregunto si alguno de los grandes hombres hubiera soportado, vivo y en funciones, la interpretación exhaustiva de sus actitudes y la pesquisa de su vida privada que exigen el desarrollo tecnológico y la cultura del comentario. Imaginemos que en plena campaña al Alto Perú, un movilero hubiera esperado a San Martín a la salida de la carpa, con una pregunta capciosa. O que la relación, tan próxima, entre Sarmiento y su madre, hubiese estado en boca de todo el mundo. ¿Serían hoy considerados próceres? Si la manera de vestirse de Belgrano hubiera sido un tema, no tendríamos todavía, una bandera. Y si en la radio un cómico talentoso hubiera imitado, cada mañana, a Moreno, a Paso o a Saavedra, probablemente la Revolución de Mayo se habría retrasado unos cuantos meses.
La degradación de la vida política está instalada y no es responsabilidad exclusiva de los candidatos. No está ni bien ni mal: es la época. Hasta que mejore, o hagamos aparecer otra cosa es preferible tenerlo en cuenta y no nos desvelemos con la imagen y la palabra de los líderes. Tanto la palabra como la imagen cuando están bien trabajadas, adquieren poder hipnótico.
La exposición intensa obliga al que se postula a cuidar más su aspecto que su proyecto, su discurso que sus ideas. Es imposible que alguien que hace tantas declaraciones y que está obligado a opinar sobre todo delante de tanta gente no termine, en algún momento, diciendo cualquier cosa. Y a no confundirse: exposición mediática y periodismo nunca fueron lo mismo.
Si tenemos en cuenta el momento y el lugar que nos ha tocado en suerte, mejor olvidarnos de las idealizaciones. En el siglo XXI no hay quien las resista.
La fascinación por la figura del candidato, la curiosidad por cómo es su familia, su aspecto y su historia personal hacen que el debate se enfoque en lo íntimo. Sacar conclusiones a partir de eso es siempre engañoso. Además, la historia está plagada de desastres llevados a cabo por líderes que trataban bien a los suyos, eran muy educados y parecían simpáticos. Por eso, nunca como ahora es preferible diferenciar al juez de sus fallos, al artista de su obra, al pensador de sus pensamientos y al que se postula de su proyecto.
Cuando esperamos tanto de alguien y firmamos en blanco por lo que promete, cerramos la otra punta del trato: sabiendo que habla de más, escuchamos demasiado.
*Ricardo Coler nació en Buenos Aires en 1956. Es médico, fotógrafo y periodista. Sus notas, fotografías y ensayos sobre sus experiencias con sociedades matriarcales, poliándricas y poligámicas han sido publicadas en diversos medios argentinos y del exterior. Es fundador y director de la revista cultural Lamujerdemivida. Publicó El reino de las mujeres (2005) con gran éxito de ventas y Ser una diosa (2006). En 2008 publicó Eterna Juventud. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas.
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