11 mayo 2009

Sara Rosenberg/ Literatura/Ensayo: La frágil frontera de los géneros de ficción

La frágil frontera de los géneros de la ficción.

Por Sara Rosenberg*
para La Tecl@ Eñe

El brujo, el sacerdote, el intelectual, el escritor-funcionario, el escritor-político, son figuras que se han sucedido a lo largo de la historia de la escritura. En Argentina, estas figuras tuvieron un modo particular de existencia, ligadas al amor o a la batalla empecinada, y no siempre fácil, con las formas y el lenguaje heredado de la tradición colonial.
La proximidad o la distancia con esa lengua heredada y con el poder político, funda un modo de escribir que poco a poco altera las fronteras mismas de los géneros. Hay un arco que se tiende y se tensa desde 1880, cuando el lenguaje (la “civilización”) estaba en manos de aquellos que fundaron el país oligárquico y liberal, esa “patria de sueñera y barro” de la que tanto hablaría Borges después, y que un escritor como Walsh sería capaz de desafiar no sólo estéticamente sino con su acción, y con un modo de escribir ligado a la vida política del país de una manera indisoluble. Un largo recorrido.
Transformar la herencia colonial-imperial y definir el lugar del intelectual en relación con el poder estatal parece haber estado siempre en el centro de la polémica, y en el centro de la tensión, la temática y las formas literarias de muchos escritores argentinos. Macedonio Fernández, Quiroga, Arlt, Puig, Gombrowicz, Piglia, Walsh, Urondo, Saer, Cortazar, Viñas, Gelman, Bayer, y hasta Borges, comparten esa situación: escribir es fundar cada vez el lugar desde donde se escribe.
Más allá de las polémicas entre grupos literarios, me atrevo a decir que por la particular situación de un país colonizado y colonizador, el lugar de la escritura tuvo siempre una relación problemática con el estado, con el poder o el cuerpo del delito, como dice Josefina Ludmer, en su excelente ensayo “El cuerpo del delito, un manual”.
Quizá, y es una pregunta, sea ese lugar problemático el que ha permitido tantos cruzamientos fértiles entre los géneros narrativos clásicos con el periodismo, el ensayo, el folletín, lo popular, lo negro, la crónica policial, la enciclopedia, o el tango.
En un corto ensayo llamado “La cuestión de la prosa”, Juan José Saer escribe: “Prosa: instrumento de Estado. Si el estado según Hegel, encarna lo racional, la prosa, que es el modo de expresión de lo racional, es el instrumento por excelencia del estado”.
Y este texto, que termina planteando la necesidad de liberar la prosa del pragmatismo y el realismo, me interesa como punto de partida para indagar el modo o la forma en que la literatura argentina se ha ido modelando en relación y en contradicción con el poder del estado, con la narrativa del estado, y con los límites del propio quehacer literario.
Creo que son temas que atraviesan permanentemente la escritura y que trascienden por supuesto los límites de lo que llamamos literatura argentina. Una frontera geográfica difusa. Un país, un gran puerto, donde a principios del siglo XX se hablaban muchas lenguas que fueron mezclándose, y que lentamente produjeron un acento, un modo de pensar, de cantar y de vivir. Durante el siglo XIX la lengua del poder fue el inglés, que controló la industria y el comercio, definió bordes y relaciones entre las clases sociales, y realizó la tarea imperial que durante la colonia le correspondió a España. Contradictoriamente, la lengua culta, la lengua literaria, era el francés, con toda la carga ideológica y formal que provenía del siglo XVIII y de la revolución francesa. Esta contradicción es determinante en el modo de enfrentarse con la propia lengua, el castellano, como lengua a subvertir, a explorar y a recrear. La lengua colonial es una lengua en cuestión, un territorio de investigación que se abre en un abanico que va a generar una larga polémica sobre lo popular y lo culto, lo gauchesco y lo urbano, lo unitario y lo federal, la civilización y la barbarie. El nacionalismo de las elites literarias –colonizadas y colonizadoras-, siempre pretendió salvaguardar e impedir los procesos de cambio e intercambio que se operaban en el lenguaje mestizo, cosmopolita, e internacional, producido por la propia historia multilingüe y portuaria del país.

Ilustración: Luis Felipe Noé/Una historia más

Pero, volviendo a la tesis de Saer, la primera pregunta que me sugiere es bastante obvia: ¿Hay alguna producción humana que no sea o intente ser utilizada por el estado y el mercado? Si como él dice, los políticos no hablan en verso, el lenguaje publicitario de los políticos que hablan en prosa, forma parte también del material a analizar como contradicción propia del lenguaje y quizá como material literario no sea nada despreciable. Las palabras, afirmaba Carroll, tienen dueño, y conocer a ese dueño es quizá la tarea más fructífera para disputar o cuestionar, o al menos saber qué hacer y cómo hacer con el tejido de las palabras. Creo que ese es el lugar desde dónde se ha ido abriendo otro modo de narrar, y desde donde la literatura argentina se ha ido construyendo, bordando una línea que siempre ha tenido como problemática o temática central el poder estatal y su lenguaje.
Desde la generación del 80, la gran discusión ha pasado por quién ejerce el poder y funda ideológicamente lo que hoy llamamos país, o quién lo cuestiona, como hizo la generación a la que le correspondió el anarquismo, el populismo, el peronismo, las múltiples dictaduras, y hasta nuestros días, en los que continúa en el centro de la polémica el lugar del pensamiento en relación con el estado y el poder.
Es una capa importante y quizá esa sea la línea maestra que ha permitido un intercambio continuo entre géneros que borran las fronteras de los géneros y permiten pensar de manera simultánea cuál es el lugar del escritor, cuál es el lenguaje, los géneros, y qué formas clásicas o híbridas han surgido en el marco de esa búsqueda en una sociedad como la argentina, donde “el delito” (el estado) es y ha sido una cuestión literaria fundamental.
Un tema que atraviesa no sólo la literatura sino todas las artes, la filosofía, la historia y las ciencias. Creo que esa problemática hace que la literatura argentina sea tan particular y que los escritores, los que más me interesan, sean también periodistas, cronistas, ensayistas, pensadores, a la hora de situarse frente al hecho literario, sin soslayar la contradicción entre arte y vida, la contradicción individuo-estado, y las múltiples derivas que este tema abre.
El estado argentino desde sus comienzos se caracterizó por ser un estado autoritario y excluyente. Un estado oligárquico y militar. Una gran estancia controlada por pocos dueños, y la literatura ha debido enfrentarse o aceptar esta condición como condición inicial. Sea para negarla o para afirmarla, esa condición está como está la figura del padre en la novela familiar, ausente o presente, pero siempre activo. Más allá de los partidos políticos, el escritor, como cualquier trabajador y productor de símbolos, se ubica en este tejido de manera conciente o inconsciente.
Se podría decir, citando otra vez a Ludmer, que es el núcleo del delito -el estado- el que determina muchos modos de la ficción. No quiero decir con esto que sólo se pueda hacer literatura política sino que esa condición atraviesa incluso los textos más paradójicos de Borges, cuando nos dice (tal vez con una sonrisa irónica) que la historia también es un género literario. Una interesante observación sobre el discurso histórico que nos enseñaron, y que por lo tanto permitiría ser interpretado y reinterpretado infinitamente. Y sobre todo, la interpretación de la historia nunca es neutral, y la ficción implica siempre un punto de vista en relación con el poder y la apropiación del discurso narrativo.
Y también Borges podría dialogar y profundizar la afirmación de Saer sobre la prosa y el estado, cuando nos dice: “El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a que el Estado es una inconcebible abstracción. El Estado es impersonal; el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dinero público no es un crimen. Compruebo un hecho, no lo justifico o disculpo; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Holywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese héroe es un incomprensible canalla. Siente con don Quijote que “allá se lo haya cada uno con su pecado” y “que no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (Quijote, 1, XXII). Más de una vez ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme del error; son como el símbolo tranquilo y secreto de una afinidad. Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.” (J.L. Borges, Evaristo Carriego (1930), Historia del tango)
Y si Martín Fierro de Hernández, el Matadero de Echeverría, y el Facundo de Sarmiento son de alguna forma la trilogía fundacional de la literatura argentina, es curioso comprobar que son al mismo tiempo tres libros donde el estado es un problema central. El estado, el poder, la política. Y la resistencia, sin duda.
Tal vez, además de todas estas dudas o apuntes, que no sirven más que para seguir haciendo preguntas, hay algo especial en la geografía de Argentina, y no son sus fronteras políticas (o poéticas) sino un especial sentido de lejanía, de fin de mundo, de aislamiento que busca perderse.
La literatura europea, y la de Estados Unidos más tarde, como el propio conflicto con el estado-nación, siempre estuvieron presentes como problema o como canon sobre el cual discutir. No sólo por la lengua, sino por una inmensa necesidad de cercanía y por la contradicción de saber que al sur al sur, desde esa remota tierra es posible a través del poder de la palabra empleada por los poetas, los sabios y los locos, atravesar distancias, esas sí imposibles para los prosistas del estado, que siempre han nombrado sólo el estado inmutable de las cosas.

Febrero, 2009



*BIOGRAFÍA
(Tucumán, Argentina, 1954) ha vivido en Canadá, en México y, desde 1982, vive en Madrid. Ha publicado las novelas Un hilo rojo (finalista del premio Tigre Juan 1998), Cuaderno de invierno (2000), La edad del barro (2003) y Contraluz, 2008, editorial Siruela. También ha publicado cuentos, poesía (en la red) y teatro. Recibió el premio internacional de teatro La escritura de la diferencia 2006, en Nápoles.




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