(Conferencia pronunciada en el VII Encuentro de Arte y Poesía “La de las 7 Colinas”, Victoria, Entre Ríos, 7 de noviembre de 2009)
Somos el resultado de 10 mil años de desarrollo cultural. Vale decir, nosotros y el mundo que nos rodea somos el producto de la interrelación de más de 330 generaciones de seres humanos con sus principios, sus valores y la praxis de éstos que ellas mismas forjaron.
Antes de ese desarrollo, la relación entre los individuos de la misma especie seguía los principios del mundo natural, los únicos que entonces existían. Principios que indican que el más débil se somete al fuerte, por aquello de que “la fuerza es el derecho de las bestias”, como lo acuñó Plutarco. Esto es, que el mono más fuerte le roba la fruta al más débil, que si intenta defenderla, se expone a un castigo justificado por su propia debilidad. En el mundo natural donde aún vivía, lentamente el hombre fue introduciendo un elemento inusitado, el derecho según lo entiende nuestra especie; en el desarrollo antedicho, este derecho fue evolucionando a la par de su autor, hasta abarcar hoy prácticamente todas las situaciones derivadas de la interrelación entre los sujetos de nuestra especie.
Así, hablamos en lo contemporáneo de un cuerpo de derechos y de su correspondiente representación, esto es, la ley, no ya desde la escala elemental de sus albores, sino desde la óptica acrecentada de su historia. Una historia que es la de nuestra cultura, la que en sus comienzos estableció las bases de este cuerpo de principios del derecho, que ofrece una interesante característica. En aquellos comienzos la relación entre los distintos grupos humanos era muy diferente de la actual. La globalización era impensable, por el aislamiento en que vivían éstos; por el contrario, lo habitual era que cada grupo humano se singularizara respecto de los demás, en cuanto a organización social, costumbres, dietas, proto-leyes, etcétera. Sin embargo, entre estos grupos aislados y que por lo tanto, no se contagiaban cultura entre sí, es observable una característica común, salvo muy raras excepciones, una vez que alcanzaban un cierto elemental grado de cultura. Esta característica es la asombrosa coincidencia en cuanto a la ética y los principios básicos que corresponden a una eficaz y sostenible convivencia entre semejantes.
Principios que antes de ser asentados en normas que podríamos llamar “jurídicas”, se expresaron como convicciones y costumbres, como tabúes y prácticas sociales, de los que derivó el aspecto ético de las religiones, donde podemos rastrear la consolidación de dichas coincidentes convicciones y costumbres.
Llamativamente, todas las grandes religiones coinciden en algunos puntos claves para el desarrollo de la cultura, el imperio de la paz y la posibilidad de la reconciliación entre las partes, luego de los inevitables conflictos que son, también –como esos hábitos y principios- el resultado de la interrelación entre los individuos pertenecientes a una misma horda, tribu o un mismo Estado. Así, ninguna de las religiones recomienda matar, robar, mentir, explotar o humillar a nuestros semejantes; en realidad, abogan conjuntamente por todo lo contrario.
Aquí es importante entender que, para la mentalidad primitiva que forjó esta importante serie de ideas y las comenzó a llevar a la práctica, semejante era exclusivamente cualquier otro miembro de su misma familia, clan, tribu o, posteriormente, ciudad-estado: el resto de los hombres eran extraños a esta noción. La idea de humanidad fue muy posterior al surgimiento de lo que abarca; aunque la evolución de la humanidad, muy luego, permitió comprender la semejanza entre todos y cada uno de los hombres y, más posteriormente, su destino común. En realidad, la sociedad global-mundial-total, en términos del Dr. Ronald David Laing, todavía está digiriendo este concepto.
Para el empirista inglés Thomas Hobbes, quien realizó esta importante afirmación hace ya más de 300 años, “el hombre es el lobo del hombre”; todos conocemos esta frase, pero muchos no la conocen completa y viene a cuento, porque se relaciona con el origen posible de esta asombrosa coincidencia de la primera humanidad en cuanto a los preceptos básicos que deberían de haber regido este desarrollo del que somos hijos y únicos herederos. Decía Hobbes que, naturalmente, el hombre tiende a perseguir y matar al hombre (tal cual lo hacía antes del establecimiento de los aludidos principios básicos). Efectivamente, lo hacía para saciar sus necesidades de recursos naturales, sus pretensiones territoriales o jerárquicas, o por un mero afán de dominio. Sin embargo, de persistir en dicha actitud, tarde o temprano se acabaría la especie humana, simplemente por eliminación de sus miembros, como consecuencia de una guerra permanente de todos contra todos, llevada hasta sus últimas consecuencias. Esta necesidad de preservación social es más fuerte que la de la detentación individual de todos los derechos naturales que dan la fuerza y la astucia; no por convencimiento intelectual, sino por imperio y demostración de la experiencia, como les gustaba a los empiristas del siglo XVII basar las causas y los efectos. Habremos de admitir nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, que tal suposición de un origen experiencial de las primeras reglas sociales se amolda más que perfectamente a la condición y las posibilidades de comprensión de aquellos seres primitivos. Se les impondría a éstos antes la experiencia concreta de la extinción de enteros grupos humanos, que la intelección del origen de esa extinción, explicitada por el muy posterior Thomas Hobbes. Este, al continuar con su razonamiento, agrega que ese hombre, hasta entonces lobo del hombre, se vio obligado por la experiencia a reducir sus ambiciones de poder y dominio totales sobre sus semejantes, por la perspectiva más humilde pero segura para la existencia individual que le ofrecía otra creación de la joven humanidad: el bien común, base del derecho y origen, más que probable, de la sociedad y su autopreservación; amén de hacer posible, para el individuo, la experiencia de vivir la vejez, un estadio antes prácticamente desconocido de la vida humana.
Es decir, que el individuo renuncia a su pulsión animal más inmediata –según Hobbes- a cambio de algo que debe de ser tan tangible y concreto como esa pulsión, aunque mucho más perdurable. Y que no lo hace por convencimiento intelectual en un ideal, mecanismo de construcción de la cultura que es muy posterior al estadio al que nos estamos refiriendo, sino por una necesidad perentoria e ineludible, so pena de muerte no ya del individuo aislado, sino de toda la especie, lo que también involucra necesariamente a su progenie.
Sobre esta idea de Hobbes, posteriormente John Locke, el barón de Montesquieu y finalmente Jean-Jacques Rousseau irían moldeando la noción del contrato social, la regulación del pacto entre individuo y Estado. Tratado de no agresión y colaboración activa, por el cual el sujeto social le cede al Estado parte de sus derechos de orden natural –el ejercicio de la violencia es uno de ellos- a cambio de que vele por y resguarde el bien común; básicamente la misma perspectiva, objetivo y transacción que obligó a nuestros antepasados todavía semisalvajes.
Desde la perspectiva esbozada hasta ahora, esta notabilísima construcción de la cultura que demandó 10 mil años edificar, se acerca bastante a un ideal, que de haber alcanzado a ser una realidad concreta, pasado tanto tiempo, hubiese significado para lo contemporáneo, al menos, aunque no para las instancias de su laborioso pasado, una edad de oro bastante completa. Un mecanismo social basado en los intereses más primarios de los individuos y que tendría sus reaseguros y llaves térmicas accionados por esos mismos intereses, equivaldría a un triunfo completo de la cultura, forjadora de los principios éticos que dan cuerpo teórico y práctico a todas las consecuencias de ese pacto inicial.
Como mujeres y hombres de la cultura, es decir, como contribuyentes activos a este buscado desarrollo, no podríamos menos que entenderlo así y honraríamos a nuestros antepasados, quienes fueron cediendo porciones y más porciones de su salvajismo original, en pro de alcanzar el ideal que fueron tan progresivamente formulando.
Obviamente, el resultado no puede diferir más de ese ideal de 10 mil años de elaboración. El ideal existe, tan cabalmente como su contrapartida real… ¿debemos ahora ser demasiado obvios? Nuestro mundo es tan peligroso, hoy, para amplias capas de la población (independientemente de su posición social) como lo era el período paleolítico para sus contemporáneos. Tras 10 mil años de cultura, según el caso, se puede morir de hambre, de sed, por enfermedades y por accidentes –hoy prevenibles, como no lo eran hace 300 generaciones- y se puede tener también y muy fácilmente una muerte de mono: asesinado por defender una fruta transfigurada en otro bien, tal vez el único que poseamos.
Además, y siempre en contra del resultado cultural que tendría que ser lo real y concreto ya pasado tanto tiempo desde sus primeras y vacilantes formulaciones, también los seres humanos sufrimos y morimos por conflictos que no se producen ya entre individuos, ni entre hordas, clanes o tribus, como sucedía en el pasado; sufrimos y morimos por conflictos entre Estados y entre bloques políticos y económicos, cuyas motivaciones simplemente llevan a una mega escala el impulso del mono fuerte, anterior a cualquier idea de cultura.
Sin embargo, la violación de los preceptos y valores establecidos desde antiguo por la cultura no sucede exclusivamente a escala de lo macrosocial; tiene también su correlato a nivel de las relaciones interindividuales. Aunque la obviedad de lo que estamos expresando agregue aquí una matiz que puede parecer insignificante y hasta inofensivo, en relación a lo explicitado en los párrafos anteriores, no escapará a nuestra atención que su condición es la de una continuidad de la ruptura de la paz y del establecimiento de obstáculos concretos para una reconciliación social, del mismo modo que a una escala mucho más amplia lo son las guerras, los atentados terroristas y la inseguridad general motivada por la posibilidad constante de asaltos a mano armada en plena calle o en la propia vivienda.
Nos referimos al clima de hostilidad y animadversión generalizada instalado en el espacio público, donde los individuos se relacionan obligadamente entre sí. Asistimos a una escena transgresiva constante, donde parece haber ganado espacio lo privado, en detrimento de lo antes exclusivamente público. El individuo contemporáneo deambula por el espacio público inmerso en una buscada y hasta evidenciada soledad, como si ese espacio –universo de lo interrelacional- le perteneciera en su conjunto y sus semejantes simplemente no existieran en absoluto; precisamente, como si en lo simbólico y lo concreto el individuo hubiese recuperado aquel derecho absoluto a hacer su más extrema voluntad, derecho sólo consagrado por el mundo natural, como antes vimos. La brutalidad de la conducta, la ausencia de los “buenos modales” –hoy un término anticuado y hasta directamente ridículo para buena parte de la población, cuando en realidad son códigos imprescindibles para la convivencia y el reconocimiento de la identidad del Otro- el uso y abuso de lo público como ámbito de la voluntad individual, son síntomas claros del conflicto entre lo real social actual y la preceptiva cultural que tan lentamente se desarrolló en el tiempo.
Así, las acciones de las personas que hacen defecar impunemente a sus mascotas en plena calle; aquellas que empujan y hasta golpean a otras al entrar o al salir de los medios de transporte; aquellas que realizan actos íntimamente privados en el espacio público –son éstos apenas unos pocos ejemplos- desde esta óptica pierden su aparente intrascendencia, su casi inofensividad, para revelarse como lo que son: testimonio de un retroceso del proceso cultural que venía desarrollándose desde antaño, retroceso que tiene un correlato mayor pero definitivamente emparentado en las catástrofes amenazantes que sacuden a nuestro mundo día a día.
En este contexto, sin embargo, se puede insertar el pensamiento y la necesaria creencia de que la paz y la reconciliación son posibles, partiendo no de un punto de vista idealista, sino basándonos en lo mismo que motivó el surgimiento de los principios y los valores culturales. Esto es, en la necesidad tan real hoy como ayer, de la preservación de nuestra especie, tan amenazada hoy por el desequilibrio del marco natural donde vive –marco que ella misma ha contribuido a alterar, como es notorio- como acechada por el peligro concreto que representa la erosión y la posibilidad de destrucción de los vínculos socio-culturales que la sostienen y ensamblan. Esto es, que la paz y la reconciliación entre los individuos y entre las macroestructuras sociales, políticas, económicas y en definitiva, culturales en la más amplia acepción del término, no son hoy, como antaño, una probabilidad deseable ni un ideal a alcanzar, sino algo mucho más perentorio. La paz y la reconciliación entre individuos, Estados y bloques socioeconómicos son una necesidad de la especie a la que pertenecemos, a riesgo de que desaparezca por una violación suicida de los principios y valores que, desde hace 10 mil años, viene construyendo y obstaculizando interminablemente.
Somos el resultado de 10 mil años de desarrollo cultural. Vale decir, nosotros y el mundo que nos rodea somos el producto de la interrelación de más de 330 generaciones de seres humanos con sus principios, sus valores y la praxis de éstos que ellas mismas forjaron.
Antes de ese desarrollo, la relación entre los individuos de la misma especie seguía los principios del mundo natural, los únicos que entonces existían. Principios que indican que el más débil se somete al fuerte, por aquello de que “la fuerza es el derecho de las bestias”, como lo acuñó Plutarco. Esto es, que el mono más fuerte le roba la fruta al más débil, que si intenta defenderla, se expone a un castigo justificado por su propia debilidad. En el mundo natural donde aún vivía, lentamente el hombre fue introduciendo un elemento inusitado, el derecho según lo entiende nuestra especie; en el desarrollo antedicho, este derecho fue evolucionando a la par de su autor, hasta abarcar hoy prácticamente todas las situaciones derivadas de la interrelación entre los sujetos de nuestra especie.
Así, hablamos en lo contemporáneo de un cuerpo de derechos y de su correspondiente representación, esto es, la ley, no ya desde la escala elemental de sus albores, sino desde la óptica acrecentada de su historia. Una historia que es la de nuestra cultura, la que en sus comienzos estableció las bases de este cuerpo de principios del derecho, que ofrece una interesante característica. En aquellos comienzos la relación entre los distintos grupos humanos era muy diferente de la actual. La globalización era impensable, por el aislamiento en que vivían éstos; por el contrario, lo habitual era que cada grupo humano se singularizara respecto de los demás, en cuanto a organización social, costumbres, dietas, proto-leyes, etcétera. Sin embargo, entre estos grupos aislados y que por lo tanto, no se contagiaban cultura entre sí, es observable una característica común, salvo muy raras excepciones, una vez que alcanzaban un cierto elemental grado de cultura. Esta característica es la asombrosa coincidencia en cuanto a la ética y los principios básicos que corresponden a una eficaz y sostenible convivencia entre semejantes.
Principios que antes de ser asentados en normas que podríamos llamar “jurídicas”, se expresaron como convicciones y costumbres, como tabúes y prácticas sociales, de los que derivó el aspecto ético de las religiones, donde podemos rastrear la consolidación de dichas coincidentes convicciones y costumbres.
Llamativamente, todas las grandes religiones coinciden en algunos puntos claves para el desarrollo de la cultura, el imperio de la paz y la posibilidad de la reconciliación entre las partes, luego de los inevitables conflictos que son, también –como esos hábitos y principios- el resultado de la interrelación entre los individuos pertenecientes a una misma horda, tribu o un mismo Estado. Así, ninguna de las religiones recomienda matar, robar, mentir, explotar o humillar a nuestros semejantes; en realidad, abogan conjuntamente por todo lo contrario.
Aquí es importante entender que, para la mentalidad primitiva que forjó esta importante serie de ideas y las comenzó a llevar a la práctica, semejante era exclusivamente cualquier otro miembro de su misma familia, clan, tribu o, posteriormente, ciudad-estado: el resto de los hombres eran extraños a esta noción. La idea de humanidad fue muy posterior al surgimiento de lo que abarca; aunque la evolución de la humanidad, muy luego, permitió comprender la semejanza entre todos y cada uno de los hombres y, más posteriormente, su destino común. En realidad, la sociedad global-mundial-total, en términos del Dr. Ronald David Laing, todavía está digiriendo este concepto.
Para el empirista inglés Thomas Hobbes, quien realizó esta importante afirmación hace ya más de 300 años, “el hombre es el lobo del hombre”; todos conocemos esta frase, pero muchos no la conocen completa y viene a cuento, porque se relaciona con el origen posible de esta asombrosa coincidencia de la primera humanidad en cuanto a los preceptos básicos que deberían de haber regido este desarrollo del que somos hijos y únicos herederos. Decía Hobbes que, naturalmente, el hombre tiende a perseguir y matar al hombre (tal cual lo hacía antes del establecimiento de los aludidos principios básicos). Efectivamente, lo hacía para saciar sus necesidades de recursos naturales, sus pretensiones territoriales o jerárquicas, o por un mero afán de dominio. Sin embargo, de persistir en dicha actitud, tarde o temprano se acabaría la especie humana, simplemente por eliminación de sus miembros, como consecuencia de una guerra permanente de todos contra todos, llevada hasta sus últimas consecuencias. Esta necesidad de preservación social es más fuerte que la de la detentación individual de todos los derechos naturales que dan la fuerza y la astucia; no por convencimiento intelectual, sino por imperio y demostración de la experiencia, como les gustaba a los empiristas del siglo XVII basar las causas y los efectos. Habremos de admitir nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, que tal suposición de un origen experiencial de las primeras reglas sociales se amolda más que perfectamente a la condición y las posibilidades de comprensión de aquellos seres primitivos. Se les impondría a éstos antes la experiencia concreta de la extinción de enteros grupos humanos, que la intelección del origen de esa extinción, explicitada por el muy posterior Thomas Hobbes. Este, al continuar con su razonamiento, agrega que ese hombre, hasta entonces lobo del hombre, se vio obligado por la experiencia a reducir sus ambiciones de poder y dominio totales sobre sus semejantes, por la perspectiva más humilde pero segura para la existencia individual que le ofrecía otra creación de la joven humanidad: el bien común, base del derecho y origen, más que probable, de la sociedad y su autopreservación; amén de hacer posible, para el individuo, la experiencia de vivir la vejez, un estadio antes prácticamente desconocido de la vida humana.
Es decir, que el individuo renuncia a su pulsión animal más inmediata –según Hobbes- a cambio de algo que debe de ser tan tangible y concreto como esa pulsión, aunque mucho más perdurable. Y que no lo hace por convencimiento intelectual en un ideal, mecanismo de construcción de la cultura que es muy posterior al estadio al que nos estamos refiriendo, sino por una necesidad perentoria e ineludible, so pena de muerte no ya del individuo aislado, sino de toda la especie, lo que también involucra necesariamente a su progenie.
Sobre esta idea de Hobbes, posteriormente John Locke, el barón de Montesquieu y finalmente Jean-Jacques Rousseau irían moldeando la noción del contrato social, la regulación del pacto entre individuo y Estado. Tratado de no agresión y colaboración activa, por el cual el sujeto social le cede al Estado parte de sus derechos de orden natural –el ejercicio de la violencia es uno de ellos- a cambio de que vele por y resguarde el bien común; básicamente la misma perspectiva, objetivo y transacción que obligó a nuestros antepasados todavía semisalvajes.
Desde la perspectiva esbozada hasta ahora, esta notabilísima construcción de la cultura que demandó 10 mil años edificar, se acerca bastante a un ideal, que de haber alcanzado a ser una realidad concreta, pasado tanto tiempo, hubiese significado para lo contemporáneo, al menos, aunque no para las instancias de su laborioso pasado, una edad de oro bastante completa. Un mecanismo social basado en los intereses más primarios de los individuos y que tendría sus reaseguros y llaves térmicas accionados por esos mismos intereses, equivaldría a un triunfo completo de la cultura, forjadora de los principios éticos que dan cuerpo teórico y práctico a todas las consecuencias de ese pacto inicial.
Como mujeres y hombres de la cultura, es decir, como contribuyentes activos a este buscado desarrollo, no podríamos menos que entenderlo así y honraríamos a nuestros antepasados, quienes fueron cediendo porciones y más porciones de su salvajismo original, en pro de alcanzar el ideal que fueron tan progresivamente formulando.
Obviamente, el resultado no puede diferir más de ese ideal de 10 mil años de elaboración. El ideal existe, tan cabalmente como su contrapartida real… ¿debemos ahora ser demasiado obvios? Nuestro mundo es tan peligroso, hoy, para amplias capas de la población (independientemente de su posición social) como lo era el período paleolítico para sus contemporáneos. Tras 10 mil años de cultura, según el caso, se puede morir de hambre, de sed, por enfermedades y por accidentes –hoy prevenibles, como no lo eran hace 300 generaciones- y se puede tener también y muy fácilmente una muerte de mono: asesinado por defender una fruta transfigurada en otro bien, tal vez el único que poseamos.
Además, y siempre en contra del resultado cultural que tendría que ser lo real y concreto ya pasado tanto tiempo desde sus primeras y vacilantes formulaciones, también los seres humanos sufrimos y morimos por conflictos que no se producen ya entre individuos, ni entre hordas, clanes o tribus, como sucedía en el pasado; sufrimos y morimos por conflictos entre Estados y entre bloques políticos y económicos, cuyas motivaciones simplemente llevan a una mega escala el impulso del mono fuerte, anterior a cualquier idea de cultura.
Sin embargo, la violación de los preceptos y valores establecidos desde antiguo por la cultura no sucede exclusivamente a escala de lo macrosocial; tiene también su correlato a nivel de las relaciones interindividuales. Aunque la obviedad de lo que estamos expresando agregue aquí una matiz que puede parecer insignificante y hasta inofensivo, en relación a lo explicitado en los párrafos anteriores, no escapará a nuestra atención que su condición es la de una continuidad de la ruptura de la paz y del establecimiento de obstáculos concretos para una reconciliación social, del mismo modo que a una escala mucho más amplia lo son las guerras, los atentados terroristas y la inseguridad general motivada por la posibilidad constante de asaltos a mano armada en plena calle o en la propia vivienda.
Nos referimos al clima de hostilidad y animadversión generalizada instalado en el espacio público, donde los individuos se relacionan obligadamente entre sí. Asistimos a una escena transgresiva constante, donde parece haber ganado espacio lo privado, en detrimento de lo antes exclusivamente público. El individuo contemporáneo deambula por el espacio público inmerso en una buscada y hasta evidenciada soledad, como si ese espacio –universo de lo interrelacional- le perteneciera en su conjunto y sus semejantes simplemente no existieran en absoluto; precisamente, como si en lo simbólico y lo concreto el individuo hubiese recuperado aquel derecho absoluto a hacer su más extrema voluntad, derecho sólo consagrado por el mundo natural, como antes vimos. La brutalidad de la conducta, la ausencia de los “buenos modales” –hoy un término anticuado y hasta directamente ridículo para buena parte de la población, cuando en realidad son códigos imprescindibles para la convivencia y el reconocimiento de la identidad del Otro- el uso y abuso de lo público como ámbito de la voluntad individual, son síntomas claros del conflicto entre lo real social actual y la preceptiva cultural que tan lentamente se desarrolló en el tiempo.
Así, las acciones de las personas que hacen defecar impunemente a sus mascotas en plena calle; aquellas que empujan y hasta golpean a otras al entrar o al salir de los medios de transporte; aquellas que realizan actos íntimamente privados en el espacio público –son éstos apenas unos pocos ejemplos- desde esta óptica pierden su aparente intrascendencia, su casi inofensividad, para revelarse como lo que son: testimonio de un retroceso del proceso cultural que venía desarrollándose desde antaño, retroceso que tiene un correlato mayor pero definitivamente emparentado en las catástrofes amenazantes que sacuden a nuestro mundo día a día.
En este contexto, sin embargo, se puede insertar el pensamiento y la necesaria creencia de que la paz y la reconciliación son posibles, partiendo no de un punto de vista idealista, sino basándonos en lo mismo que motivó el surgimiento de los principios y los valores culturales. Esto es, en la necesidad tan real hoy como ayer, de la preservación de nuestra especie, tan amenazada hoy por el desequilibrio del marco natural donde vive –marco que ella misma ha contribuido a alterar, como es notorio- como acechada por el peligro concreto que representa la erosión y la posibilidad de destrucción de los vínculos socio-culturales que la sostienen y ensamblan. Esto es, que la paz y la reconciliación entre los individuos y entre las macroestructuras sociales, políticas, económicas y en definitiva, culturales en la más amplia acepción del término, no son hoy, como antaño, una probabilidad deseable ni un ideal a alcanzar, sino algo mucho más perentorio. La paz y la reconciliación entre individuos, Estados y bloques socioeconómicos son una necesidad de la especie a la que pertenecemos, a riesgo de que desaparezca por una violación suicida de los principios y valores que, desde hace 10 mil años, viene construyendo y obstaculizando interminablemente.
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