Escritos del Pasaje Milán
Foto: Man Ray
Las narraciones y poemas que figuran a continuación fueron escritos por los miembros del grupo del taller literario coordinado por el escritor y editor Alejandro Margulis. La edición de los trabajos reunidos en "entrebitácoras, Escritos del Pasaje Milán" (Ediciones Ayesha Libros, Diciembre de 2010) responde a un orden estético y de autogestión cultural, en busca de una estrategia concreta de circulación. Antes que la tradicional sumatoria de textos divididos por autor, propia de esta clase de publicaciones, Margulis optó por presentarlos como una antología que pudiera leerse de corrido.
A MODO DE PRESENTACIÓN
Por Alejandro Margulis
Por Alejandro Margulis
Las narraciones y poemas que figuran a continuación fueron escritos por los miembros del grupo de taller literario que coordino en mi casa del Pasaje Milán en el barrio de Villa Mitre de la ciudad de Buenos Aires. El grupo se inició en enero de 2010 y por él transitaron una veintena de personas.
Como suele ocurrir, algunos miembros vinieron a algunas reuniones y luego desertaron. Hubo participantes de una sola jornada, de varias y otros satélites, es decir, que se mantuvieron vinculados a través del correo electrónico leyendo los trabajos que se presentaban y aportando sus opiniones. De varios de ellos también se publican trabajos porque con sus propuestas abrieron espacios mentales al resto de los compañeros. No todos vinieron desde el primer día ni, lógicamente, produjeron con idéntica continuidad. La edición de los trabajos respondió a un orden estético
y de autogestión cultural, en busca de una estrategia concreta de circulación. Antes que la tradicional sumatoria de textos divididos por autor, propia de esta clase de publicaciones, opté por presentarlos como una antología que pudiera leerse de corrido. Ocurre que además de coordinar el taller he puesto al servicio del grupo mi experiencia como editor y agente literario, y por eso este libro forma parte de una serie que lleva, justamente, el sello de la Agencia Literaria Ayesha Libros. Cada asistente al taller es un autor, más allá de su experiencia personal o su grado de
dedicación a la literatura.
Si alguna vez durante el año se realizaron escritos a pedido o a partir de una consigna de escritura el objetivo de ésta fue lúdico, no programático. A diferencia de lo que podría ser necesario en un sistema de enseñanza académico, descreo de la eficacia que las consignas tienen en grupos particulares. No pongo en duda la satisfacción que
a muchas personas puede provocarles cumplir con la ejercitación obligada de turno. Pero más allá de esa sensación lícita, que no necesariamente garantiza la calidad literaria posterior, siempre me molestaron los “libros de taller” en los que la producción supuestamente independiente de sus miembros termina siendo una suerte de muestrario sin fisuras del gusto personal del coordinador. Un esquema de
esa clase no respeta el bagaje literario de los participantes; no guía en la escritura sino que matriza fórmulas; o, para utilizar un neologismo muy en boga, customiza el sentido.
A lo largo del año, sin embargo, hubo varias ocasiones en que ese interés apareció como parte de la apuesta personal de alguno de los autores. Tal es el caso de Chick lit (literatura para chicas) que acercó la guionista Mirta Ovsejevich.
El trabajo está hecho tan a conciencia y con tanta gracia y acierto que me entusiasmó, y su lectura y análisis generó en el grupo uno de los debates más interesantes del año acerca de lo que es la literatura y de cuanto debe o no un autor ceñirse a los dictámenes que piden los libros destinados al mercadeo. En la vereda opuesta se encuentran los poemas de Horacio Pérez del Cerro, un artista ya formado.
En los últimos meses del año la discusión se centró en cuál debía ser el título de este trabajo colectivo. Se habló de un “Anuario Taller” pero consideré que ponerle ese nombre era subestimar la producción. Propuse, sin ser atendido, que el título surgiera de las dos grandes zonas sobre las que, sin ningún propósito consensuado previamente, se habla en los textos ahora publicados. Una de ellas es la relacionada
con los paisajes geográficos y humanos del Noreste argentino y con países vecinos como Paraguay. Ese espacio es el telón de fondo de las dos piezas de Fernando Rojas,
tanto el cuento breve que abre la serie, La aparición, como el que promedia el libro, Locomoción. También está presente en el sugestivo relato de Alberto Blanco, Inmaculada, que es aparentemente queer; y en el triste pero bello opus de Lila Rucci, Mientras Vilma duerme, basado en la historia real de una empleada doméstica nativa del país guaraní. En ellos sin duda ese espacio es fuente de inspiración. Efecto similar, aunque en clave de cosmogonía de los pueblos originarios, consigue el inmenso poema narrativo De los primeros tiempos, apenas parte de una obra ya lista para ser publicada, de Horacio Pérez del Cerro.
La otra zona que trata este libro se desprende por completo del ambiente rural. Toma como tema a Buenos Aires y sus pesares, o mejor, a sus personajes urbanos, así sean ocultos o incluso perversos, como los que conforman el paisaje del deseo inconfesable que crea osadamente Fernando Müller en Aves de humo, o límpidos como los de la juventud de los años ’80 que evoca Lila Rucci en el relato Solsticio de Chabán + chica frívola. Otro tanto ocurre con la entretenidísima y ciertamente cinematográfica heroína cincuentona que construye Mirta Ovsejevich. Desde una experiencia diferente, más tanguera y tradicional si se quiere, Nélida Santanna incursiona en la misma vindicación de la ciudad y sus emblemas en Todo igual, que bordea el género fantástico, y en los inspirados versos de Magia de Buenos Aires. El sarcasmo no está exento de estas páginas, aunque dosificado con piedad por Alberto Blanco en Tango a full del llotivenco (el cual forma parte de una serie que el autor ha dado en llamar Tangos Trolos), y transformado en un petardo corrosivo hasta la más dura declaración de principios en los Sonetos imperfectos
de Horacio Pérez del Cerro.
Como verá el lector, el título finalmente elegido no circunvaló ninguno de esos grandes tópicos sino uno quizás misterioso, y sin duda autorreferencial: Entrebitácoras. Con esta idea el grupo quiso mostrar algo de la intimidad del taller ya que la “bitácora” es una de las herramientas que usamos para dar cuenta de lo ocurrido en cada jornada.
Escritas indistintamente por el coordinador o, más frecuentemente, por alguno de los participantes, fueron enviadas casi sin interrupciones, a presentes y ausentes, durante todo el año de trabajo a través del correo electrónico.
Funcionan a modo de bisagra o trama del proceso creativo con que fueron compuestas las piezas de este rompecabezas literario, es decir, como los separadores de una novela cuyos capítulos son las narraciones y poemas presentados, y cuyo tema en el fondo no es otro que el hacerse escritor en grupo, ese modo dichoso de la camaradería. Aprovechando esa pertenencia es que incluí yo también un trabajo inédito, el titulado 8 intentos y 2 réquiem para mi padre ausente, que habla del doloroso vínculo entre un hombre y su padre.
Como suele ocurrir, algunos miembros vinieron a algunas reuniones y luego desertaron. Hubo participantes de una sola jornada, de varias y otros satélites, es decir, que se mantuvieron vinculados a través del correo electrónico leyendo los trabajos que se presentaban y aportando sus opiniones. De varios de ellos también se publican trabajos porque con sus propuestas abrieron espacios mentales al resto de los compañeros. No todos vinieron desde el primer día ni, lógicamente, produjeron con idéntica continuidad. La edición de los trabajos respondió a un orden estético
y de autogestión cultural, en busca de una estrategia concreta de circulación. Antes que la tradicional sumatoria de textos divididos por autor, propia de esta clase de publicaciones, opté por presentarlos como una antología que pudiera leerse de corrido. Ocurre que además de coordinar el taller he puesto al servicio del grupo mi experiencia como editor y agente literario, y por eso este libro forma parte de una serie que lleva, justamente, el sello de la Agencia Literaria Ayesha Libros. Cada asistente al taller es un autor, más allá de su experiencia personal o su grado de
dedicación a la literatura.
Si alguna vez durante el año se realizaron escritos a pedido o a partir de una consigna de escritura el objetivo de ésta fue lúdico, no programático. A diferencia de lo que podría ser necesario en un sistema de enseñanza académico, descreo de la eficacia que las consignas tienen en grupos particulares. No pongo en duda la satisfacción que
a muchas personas puede provocarles cumplir con la ejercitación obligada de turno. Pero más allá de esa sensación lícita, que no necesariamente garantiza la calidad literaria posterior, siempre me molestaron los “libros de taller” en los que la producción supuestamente independiente de sus miembros termina siendo una suerte de muestrario sin fisuras del gusto personal del coordinador. Un esquema de
esa clase no respeta el bagaje literario de los participantes; no guía en la escritura sino que matriza fórmulas; o, para utilizar un neologismo muy en boga, customiza el sentido.
A lo largo del año, sin embargo, hubo varias ocasiones en que ese interés apareció como parte de la apuesta personal de alguno de los autores. Tal es el caso de Chick lit (literatura para chicas) que acercó la guionista Mirta Ovsejevich.
El trabajo está hecho tan a conciencia y con tanta gracia y acierto que me entusiasmó, y su lectura y análisis generó en el grupo uno de los debates más interesantes del año acerca de lo que es la literatura y de cuanto debe o no un autor ceñirse a los dictámenes que piden los libros destinados al mercadeo. En la vereda opuesta se encuentran los poemas de Horacio Pérez del Cerro, un artista ya formado.
En los últimos meses del año la discusión se centró en cuál debía ser el título de este trabajo colectivo. Se habló de un “Anuario Taller” pero consideré que ponerle ese nombre era subestimar la producción. Propuse, sin ser atendido, que el título surgiera de las dos grandes zonas sobre las que, sin ningún propósito consensuado previamente, se habla en los textos ahora publicados. Una de ellas es la relacionada
con los paisajes geográficos y humanos del Noreste argentino y con países vecinos como Paraguay. Ese espacio es el telón de fondo de las dos piezas de Fernando Rojas,
tanto el cuento breve que abre la serie, La aparición, como el que promedia el libro, Locomoción. También está presente en el sugestivo relato de Alberto Blanco, Inmaculada, que es aparentemente queer; y en el triste pero bello opus de Lila Rucci, Mientras Vilma duerme, basado en la historia real de una empleada doméstica nativa del país guaraní. En ellos sin duda ese espacio es fuente de inspiración. Efecto similar, aunque en clave de cosmogonía de los pueblos originarios, consigue el inmenso poema narrativo De los primeros tiempos, apenas parte de una obra ya lista para ser publicada, de Horacio Pérez del Cerro.
La otra zona que trata este libro se desprende por completo del ambiente rural. Toma como tema a Buenos Aires y sus pesares, o mejor, a sus personajes urbanos, así sean ocultos o incluso perversos, como los que conforman el paisaje del deseo inconfesable que crea osadamente Fernando Müller en Aves de humo, o límpidos como los de la juventud de los años ’80 que evoca Lila Rucci en el relato Solsticio de Chabán + chica frívola. Otro tanto ocurre con la entretenidísima y ciertamente cinematográfica heroína cincuentona que construye Mirta Ovsejevich. Desde una experiencia diferente, más tanguera y tradicional si se quiere, Nélida Santanna incursiona en la misma vindicación de la ciudad y sus emblemas en Todo igual, que bordea el género fantástico, y en los inspirados versos de Magia de Buenos Aires. El sarcasmo no está exento de estas páginas, aunque dosificado con piedad por Alberto Blanco en Tango a full del llotivenco (el cual forma parte de una serie que el autor ha dado en llamar Tangos Trolos), y transformado en un petardo corrosivo hasta la más dura declaración de principios en los Sonetos imperfectos
de Horacio Pérez del Cerro.
Como verá el lector, el título finalmente elegido no circunvaló ninguno de esos grandes tópicos sino uno quizás misterioso, y sin duda autorreferencial: Entrebitácoras. Con esta idea el grupo quiso mostrar algo de la intimidad del taller ya que la “bitácora” es una de las herramientas que usamos para dar cuenta de lo ocurrido en cada jornada.
Escritas indistintamente por el coordinador o, más frecuentemente, por alguno de los participantes, fueron enviadas casi sin interrupciones, a presentes y ausentes, durante todo el año de trabajo a través del correo electrónico.
Funcionan a modo de bisagra o trama del proceso creativo con que fueron compuestas las piezas de este rompecabezas literario, es decir, como los separadores de una novela cuyos capítulos son las narraciones y poemas presentados, y cuyo tema en el fondo no es otro que el hacerse escritor en grupo, ese modo dichoso de la camaradería. Aprovechando esa pertenencia es que incluí yo también un trabajo inédito, el titulado 8 intentos y 2 réquiem para mi padre ausente, que habla del doloroso vínculo entre un hombre y su padre.
Alejandro Margulis
entrebitácoras/ Horacio Pérez del Cerro
DE LOS PRIMEROS TIEMPOS
Horacio Pérez del Cerro
Horacio Pérez del Cerro
Cuando esto era cielo cieno agua y silencio olían los cueros al sol como un faro delante del río de la margen perdida. Dicen había Tupíes, que graznaban alto entre ellos como silbando para desafiar algún carnicero vagabundo acechándolos como pájaro en posición de ataque eran pájaros, sí y muy rabiosos, porque parece según dicen volaban de costa a costa juntando alguna palometa al rasar el agua que para ese entonces olía y sabía de otro gusto como dulce decían los que saben y se podía abrevar de la costa mientras el vientito de oriente te desnucaba los pelos hacia el este que para esos días estos hombres bajos y desnudos pescaban con sus alas puestas a reconocer los peces preguntándole al dorado si era un dorado y al surubí si era un surubí, y si era hembra y preñada, entonces su mano se abría del encierro y el pez retomaba su descanso en las hondas del león o los surcos de la tierra que tiene cara de espejo. Que en la noche reunidos alrededor de un fuego de tipas y guampas destilaban de la cabeza del pacú un aguardiente fortísimo que los enloquecía y que con sus alas chamuscadas por la braza asomada debajo del caldero corrían como gallinas asustadas enfurecidas hacia los lodazales para matar y descuartizar caimanes que abundaban por esto que era cielo agua y silencio, hasta saciar su locura en los charcos de sangre que bebían hasta empacharse. Mansos y con las alas empastadas de crimen, saboreando los restos que colgaban de la comisura de los labios volvían mudos, agitados y resplandeciendo el rostro en el brillo de la noche.
Dicen los que saben que este rito lo repetían una vez cada seis lunas porque a dentellada de caimán perdían hijos todas las semanas porque estos animales abundaban por todas partes cerca del río y porque a pesar de que se alimentaban de sus proles ellos habían decidido quedarse que esa era su tierra y que no sabrían vivir en otro lado y que morirían de soledad y tristeza, por esto de lo que era, cuando era cielo cieno agua y silencio.
Que de tanto volar de esta orilla a la que no se llegaba con los ojos habían perdido la memoria de cuando sus antepasados se asentaron trazaron con un golpe de ala en el viento del este los límites de su tierra y de ahí en más todos y cada Tupí reconocía los límites de la tierra que le pertenecía por el sonido del aletazo que soplaba desde
entonces allá muy metido en el comienzo del cieno y el agua y que sólo el silencio les hacía reconocerse mirándose uno al otro espejado en el reflejo de ese cielo.
Cuentan los que me contaron esta historia, Además , las mieses reculaban ante el hedor de los barros costeros gemían en su luz ingrata esperando el cuesco estampido retornar triunfante a las tierras incultas de chusmas persiguiendo un hilar tras otro la fragancia de gigantescas lavandas el chapoteo de agua entre restos de huesos e uñas dejadas tras la muda por los saurios sus diferentes partes los transparentes que no eran sino tan solo piel envejecida o última primavera persistiendo en la intención de fraguar alguna máscara a la perfidia aquel viento rasante su trapo sumergido en la capa del agua levantando los ijares y alisarse de una vez para saltar sobre ellos su tirabuzón en una sola cabriola el solo intento desmesurado de leve sombra mayor que el cuerpo que de la luz era.
Tras los juncos que estiraban los ojos sinuosos vencejos escrutan su imprudencia más que lejos los galgos en esa trampa de hilos plateados enredando paralelos cartesianos los puntos significantes cada destello, rictus y palabras primitivas sonidos de un solo curvo al paladar superior hacerse una cadera un bamboleo rutilante de dedos calcular el amanecer sobre el agua. Colgando de esos primeros soles la pericia de la palometa saltaba al espejo; una quilla de hielo alzaba su pestaña insertando nuevamente su sombra, piedra azul fláccida nalga escurrida de la mañana su aliento cortado por el susurro y un llanto de niña bajo los bultos de trapo de la canoa llameaba el pecho la distancia que se venía encima los años la fractura definitiva.
En tanto las mandíbulas y los carapachos verdes de los predadores hacían sus resortes los fuegos lo propio de la llegada la noche su antorcha necesaria del frío calaba el despacio del calor entraba la lengua en el fogón, astillaba la grasa comenzando a bullir a la espera del maíz y sus marlos y la agua salitrosa de la carne su
algún saurio el aspa las frutas que asomaban al lomo de la cuesta pergeñando horizonte otros rostros al límite entretanto cachetazos de pleamar sonaban agudos, así contaba quien me refirió cuando la historia se colmaba de hastío...
Quién hubiese ver de esa pampa extendida a la siniestra el caimanal esteros sembrados en larvas que hedían del guano de esos pajarracos y de aún los no venidos que tabicarían con su historia orlada del culto excrementicio que corría sus venas digo: le despenarían de un solo susto el plumaje tupí y en sus rabias endémicas formarían una convención taimada después de cazar a garra cuanto suspiro de esta tierra volara siquiera digo: cuando esto era cielo cieno agua y silencio y olían los cueros al sol como un faro delante más allá barro y arrugas de la costa.
Los Tupí miraban de andar a pie o volando esa tierra entre arroyos y un curinga al frente para el cebado a degüello, yaguareté o puma anduviese perdido como escamoteando su sombra a la aguda pupila bajo nubes torvas infectadas de oriente y néctares almendrados en las cajas de sangre del viento atardecido, y después lancearlo al tiempo que se precipitaba sobre el desgraciado.
Quién de sus gritos y silbidos hiciera ver por los ojos del curinga tal vez o cualquiera de ellos aquel mato bravo que ardía pies entre espinos y ortigas viera a la señora muerte pendiendo de las encías de aquel carnicero súbito despliegue que la madre tierra enviara con sus noticias trompo de luciérnagas por las noches en memoria tirada del recuerdo hacia delante como lo entendían esas gen— tes de las alas ocres porque para ellos en el grito de sus tráqueas estaba el próximo día y tan solo esa jornada esa entre sus dientes era un sigilo envuelto en una luna verde a los comienzos que habían relatado sus abuelos hombres pájaro que sólo cuando la pacha estuvo tibia comenzaron la destreza de correrla bajo sus pies con la suavidad que sólo un pájaro intenta primero a los saltos y mas tarde columpiando sus alas hasta merecer la confianza de la madre que los permitía tender su huella de costa a costa en esas pariciones que sólo en los comienzos se admiten.
Mucho después encendió la distancia la voluntad de juntarse: la ternura de su mirada comenzó por el sexo la diferencia en mansedumbre fue acercándose al tranco hasta sus almas recién estrenadas los críos les desvanecían las formas hasta que mirándose irrumpieron en gritos la estrategia de la tierra pasaron un tiempo sin salir de sus vientres de sus miradas concéntricas enrollados como las mulitas que cazaban para no morir de agua le sucedieron al otoño sus cantos de invierno y a la primavera las campanas del verano un millar de lunas se acostumbró a su silencio ni los caimanes rugían en el celo por no alterarlos en tremenda empresa de sueño.
Había de pasar un ciclo de roedores retinándoles los pies y otras turgencias de la humedad de esas tierras antes de los grandiosos discursos y destellos de la carne puesta a conjetura en su real tangible o reparación ante las deudas no contraídas por mortal alguno.
Aún muy lejos de esa rambla botas subidas a la rodilla culminadas de acero tapaban carnaduras flotantes acostumbradas en el fuego mientras la ley andada de impudicia.
La lluvia dejaba su cuerpo plateado una vez más sobre el silencio en los círculos del universo lunas verdes como la premonición hendían frases y sonidos indescifrables un movimiento entre el barro y un cielo que amenazaba despertarse, temblaba.
El comienzo daba señales en el parpadeo de sus diástoles en sus huevos de barro los hijos de la noche más larga y más oscura que memoria alguna guardara para la desdicha universal y aquella lluvia desmesurada que con sus ácidas células como fuego atravesó carne y huesos lavando constelaciones atómicas sus almas, digo: extendían sin alas, brazos y piernas erguían torsos envueltos aún en su piel de barro pesadas carnaduras de la triste vergüenza culpa lindera a la condena perpetua de su libertad atinando levantar párpados contra la ceguera momentánea en el instante exacto entre la noche y los reflejos del este.
Sin edad mujeres parecidas entre sí hombres parecidos entre sí lucían iguales a mujeres y a hombres parecidos y sin parentesco, y entre sí.
Dicen los que saben que este rito lo repetían una vez cada seis lunas porque a dentellada de caimán perdían hijos todas las semanas porque estos animales abundaban por todas partes cerca del río y porque a pesar de que se alimentaban de sus proles ellos habían decidido quedarse que esa era su tierra y que no sabrían vivir en otro lado y que morirían de soledad y tristeza, por esto de lo que era, cuando era cielo cieno agua y silencio.
Que de tanto volar de esta orilla a la que no se llegaba con los ojos habían perdido la memoria de cuando sus antepasados se asentaron trazaron con un golpe de ala en el viento del este los límites de su tierra y de ahí en más todos y cada Tupí reconocía los límites de la tierra que le pertenecía por el sonido del aletazo que soplaba desde
entonces allá muy metido en el comienzo del cieno y el agua y que sólo el silencio les hacía reconocerse mirándose uno al otro espejado en el reflejo de ese cielo.
Cuentan los que me contaron esta historia, Además , las mieses reculaban ante el hedor de los barros costeros gemían en su luz ingrata esperando el cuesco estampido retornar triunfante a las tierras incultas de chusmas persiguiendo un hilar tras otro la fragancia de gigantescas lavandas el chapoteo de agua entre restos de huesos e uñas dejadas tras la muda por los saurios sus diferentes partes los transparentes que no eran sino tan solo piel envejecida o última primavera persistiendo en la intención de fraguar alguna máscara a la perfidia aquel viento rasante su trapo sumergido en la capa del agua levantando los ijares y alisarse de una vez para saltar sobre ellos su tirabuzón en una sola cabriola el solo intento desmesurado de leve sombra mayor que el cuerpo que de la luz era.
Tras los juncos que estiraban los ojos sinuosos vencejos escrutan su imprudencia más que lejos los galgos en esa trampa de hilos plateados enredando paralelos cartesianos los puntos significantes cada destello, rictus y palabras primitivas sonidos de un solo curvo al paladar superior hacerse una cadera un bamboleo rutilante de dedos calcular el amanecer sobre el agua. Colgando de esos primeros soles la pericia de la palometa saltaba al espejo; una quilla de hielo alzaba su pestaña insertando nuevamente su sombra, piedra azul fláccida nalga escurrida de la mañana su aliento cortado por el susurro y un llanto de niña bajo los bultos de trapo de la canoa llameaba el pecho la distancia que se venía encima los años la fractura definitiva.
En tanto las mandíbulas y los carapachos verdes de los predadores hacían sus resortes los fuegos lo propio de la llegada la noche su antorcha necesaria del frío calaba el despacio del calor entraba la lengua en el fogón, astillaba la grasa comenzando a bullir a la espera del maíz y sus marlos y la agua salitrosa de la carne su
algún saurio el aspa las frutas que asomaban al lomo de la cuesta pergeñando horizonte otros rostros al límite entretanto cachetazos de pleamar sonaban agudos, así contaba quien me refirió cuando la historia se colmaba de hastío...
Quién hubiese ver de esa pampa extendida a la siniestra el caimanal esteros sembrados en larvas que hedían del guano de esos pajarracos y de aún los no venidos que tabicarían con su historia orlada del culto excrementicio que corría sus venas digo: le despenarían de un solo susto el plumaje tupí y en sus rabias endémicas formarían una convención taimada después de cazar a garra cuanto suspiro de esta tierra volara siquiera digo: cuando esto era cielo cieno agua y silencio y olían los cueros al sol como un faro delante más allá barro y arrugas de la costa.
Los Tupí miraban de andar a pie o volando esa tierra entre arroyos y un curinga al frente para el cebado a degüello, yaguareté o puma anduviese perdido como escamoteando su sombra a la aguda pupila bajo nubes torvas infectadas de oriente y néctares almendrados en las cajas de sangre del viento atardecido, y después lancearlo al tiempo que se precipitaba sobre el desgraciado.
Quién de sus gritos y silbidos hiciera ver por los ojos del curinga tal vez o cualquiera de ellos aquel mato bravo que ardía pies entre espinos y ortigas viera a la señora muerte pendiendo de las encías de aquel carnicero súbito despliegue que la madre tierra enviara con sus noticias trompo de luciérnagas por las noches en memoria tirada del recuerdo hacia delante como lo entendían esas gen— tes de las alas ocres porque para ellos en el grito de sus tráqueas estaba el próximo día y tan solo esa jornada esa entre sus dientes era un sigilo envuelto en una luna verde a los comienzos que habían relatado sus abuelos hombres pájaro que sólo cuando la pacha estuvo tibia comenzaron la destreza de correrla bajo sus pies con la suavidad que sólo un pájaro intenta primero a los saltos y mas tarde columpiando sus alas hasta merecer la confianza de la madre que los permitía tender su huella de costa a costa en esas pariciones que sólo en los comienzos se admiten.
Mucho después encendió la distancia la voluntad de juntarse: la ternura de su mirada comenzó por el sexo la diferencia en mansedumbre fue acercándose al tranco hasta sus almas recién estrenadas los críos les desvanecían las formas hasta que mirándose irrumpieron en gritos la estrategia de la tierra pasaron un tiempo sin salir de sus vientres de sus miradas concéntricas enrollados como las mulitas que cazaban para no morir de agua le sucedieron al otoño sus cantos de invierno y a la primavera las campanas del verano un millar de lunas se acostumbró a su silencio ni los caimanes rugían en el celo por no alterarlos en tremenda empresa de sueño.
Había de pasar un ciclo de roedores retinándoles los pies y otras turgencias de la humedad de esas tierras antes de los grandiosos discursos y destellos de la carne puesta a conjetura en su real tangible o reparación ante las deudas no contraídas por mortal alguno.
Aún muy lejos de esa rambla botas subidas a la rodilla culminadas de acero tapaban carnaduras flotantes acostumbradas en el fuego mientras la ley andada de impudicia.
La lluvia dejaba su cuerpo plateado una vez más sobre el silencio en los círculos del universo lunas verdes como la premonición hendían frases y sonidos indescifrables un movimiento entre el barro y un cielo que amenazaba despertarse, temblaba.
El comienzo daba señales en el parpadeo de sus diástoles en sus huevos de barro los hijos de la noche más larga y más oscura que memoria alguna guardara para la desdicha universal y aquella lluvia desmesurada que con sus ácidas células como fuego atravesó carne y huesos lavando constelaciones atómicas sus almas, digo: extendían sin alas, brazos y piernas erguían torsos envueltos aún en su piel de barro pesadas carnaduras de la triste vergüenza culpa lindera a la condena perpetua de su libertad atinando levantar párpados contra la ceguera momentánea en el instante exacto entre la noche y los reflejos del este.
Sin edad mujeres parecidas entre sí hombres parecidos entre sí lucían iguales a mujeres y a hombres parecidos y sin parentesco, y entre sí.
Sobre el texto del Señor Perez del Cerro:
ResponderEliminarMuy interesante. Aparte de generar un clima muy particular nos adentra en una época sobre la que poco se ha escrito.