Bienvenido a la Argentina
La democracia hecha sólo de negociación y gestión con la que sueña el
social liberalismo republicanista, es una utopía. Es irrealizable, al menos, si
no implica una rendición incondicional ante las pretensiones de los más fuertes,
e incluso en esos casos nada garantiza que algo de la capacidad de resignación
no se quiebre. Conquistar lo que hace falta conquistar si se aspira a una vida
aceptablemente justa y humana implica conflicto, inestabilidad, zozobra
incluso. Y tranquilidad. Pero si esa “tranquilidad” ya no es sólo la de quien quiere
que lo dejen tranquilo, la de quien reclama un entorno de seguridad garantizada
y blindada, sino otra tranquilidad, más de fondo, más vinculada a la
responsabilidad, la conciencia y la lucidez.
Por Daniel Freidemberg*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Mauricio Nizzero
I.
Un clic en la
bruma de mayo.
Infinita y espesa, la niebla en
torno de la Richieri permitía apenas distinguir manchones de luz y perfiles de
árboles o de alguna construcción. Un Mercedes Benz amplio y flamante manejado
por un maduro señor de aspecto atildado, avanzando en una fría madrugada de
mayo, al cabo de un buen viaje. “Buen recibimiento”, pensé, y saboreaba ese
modo de llegar a mi país hasta que algo empezó a alterarlo. “Política
chavista”, decía la radio del remís, “medidas stalinistas”, decía, y seguía: la
gente no puede comprar dólares, vuelve a parar “El Campo”, reales o supuestas
truchadas en el curriculum del candidato a Procurador General, y una frase que
particularmente me impresionó, en boca de dos o tres entrevistados, “deterioro
irreversible”. “Bienvenido a la Argentina”, me dije, sarcástico, mientras el
programa de Longobardi, en Radio Diez, iba sugiriéndome cuál era la realidad a
la que al cabo de unos 40 minutos iba a enfrentarme: nada que no tuviera alguna
connotación alarmante o no sugiriera una catástrofe en ciernes sobre el confortable
coche que avanzaba hacia la ciudad y mi casa, sobre mi casa, sobre la ciudad y
sobre el extenso territorio que la niebla ocultaba, tan acostumbrado a dolores
y desastres.
Ni una sola palabra, ni un matiz
de voz, tanto en los flashes informativos como en las irónicas observaciones
del conductor, en los comentarios humorísticos o “serios” de su troupe o en las
respuestas telefónicas de los entrevistados (Melconian, un integrante de la
Mesa de Enlace, Stolbitzer ), que no cumpliera alguna función en el logro de un
relato –sí, un relato− particularmente
coherente y eficaz, al cabo del que podía uno sentir que entraba preparado al
día, sabiendo ya en qué casillero y con qué etiquetas ubicar todo. ¿Objetividad,
cotejo de puntos de vista contrapuestos, puesta en cuestión de lo que se
presenta como evidente, ética periodística, fair
play? Eso está bien para exigírselo al “periodismo militante” o a los
“medios K”, pero quienes lucen el sticker de “independientes”, como todo lo que
obedece a una mentalidad patronal, no suponen que les quepan las reglas que
proclaman, ni que tengan que responder ante otra cosa que sus propios intereses,
como no puede ser de otro modo para una mentalidad patronal y como corresponde,
por lo tanto, a quienes a priori son titulares de la verdad, representantes natos
de la civilización y hasta de la condición humana, a diferencia de otros.
De “mentalidad” hablo cuando digo
“mentalidad patronal”, no de lugar en el proceso de producción o en la
distribución de bienes o en el poder que esos bienes otorgan, aunque es obvio
que no puede no haber relaciones, así sea de identificación u obediencia, entre
quienes se afilian a una mentalidad patronal y quienes, por su lugar en el
proceso de producción y la distribución de bienes, necesitan defender su
condición de patrones y los derechos que “naturalmente” les son propios. No
hay, desde ese punto de vista, contradicción entre deplorar la falta de "pluralidad"
en Seis Siete Ocho y sostener a la vez un discurso unidireccional, como si respondiera
a un libreto en el que todas las voces se reafirman, complementan y dan por
sentado que esa realidad y que ese modo de verla son La Realidad, al menos para
las personas sensatas y serias, que, por serlo, se permiten ironizar, catalogar
y calificar livianamente las cosas sin temer réplica o disgusto: eso es lo que
de ellos se espera, hablan para los suyos o para quienes imaginan estar entre
los suyos.
No pude, en medio de la
avalancha, evitar dos recuerdos: uno, “Hasta cuando”, aquella parodia radial de
un informativo, mañanero también, en el que la voz de Diego Capusotto iba
anunciando muertos, caos en el tránsito, más muertos, inflación desenfrenada,
otros muertos, desocupación, desabastecimiento, muertos, desastres climáticos,
entre llamadas indignadas de oyentes siempre propensos al castigo
ejemplarizador, tal como el personaje de Capusotto pregonaba: “información que
no le sirve para nada pero de a poco lo va sacando y llenando de furia”.
“Crispación”, murmuré, como quien encuentra una clave. ¿Esa palabra justamente?
Casualmente o no, esa parece ser la palabra que le cabe al virus que el polo
destituyente y sus operadores mediáticos inyectan en el aire que respiramos: crispación. “Nos quieren tener crispados”,
iba tratando de definir, “nos quieren tensos, listos a que venga el fósforo que
como a un charco de nafta nos inflame”, “nos quieren desdeñosos, desconfiados
de todo, aferrados al goce de la mala leche, encerrado cada uno en el búnker de
sí mismo”. Difícil es moverse en esa atmósfera para quienes lo que pretenden es
pensar las cosas en serio.
Y en el otro recuerdo, más vivo, estaba
otro regreso al país, cuatro años antes, prácticamente en la misma fecha del
año y a la misma hora, aunque sin niebla, y un noticiero que también en un
remís daba jubilosamente cuenta de “la rebelión de El Campo” y de los pocos
días que le quedaban a un gobierno repudiado por Dios y María Santísima, además
de Doña Rosa y los columnistas de Perfil.
“No puede ser que la historia se repita”, dije o recé, y, como si lo supieran,
ahí ponían el acento Longobardi y su staff, didácticos, con el convencimiento
de quien, tras meditarlo mucho, ha descubierto la ley que explica todo: “en la
Argentina siempre vuelve a pasar lo mismo”.
Si lo que se proponían eran angustiar
o abrumar, conmigo lo consiguieron, y consiguieron que, envolviendo todo eso, un
furor fuera creciendo y prometiendo complicar bastante mi convivencia con el
chofer en los kilómetros que faltaban, hasta que, por una acumulación tal vez
de cosas o por alguna otra razón, algo hizo clic, y todo empezó a poder verse
desde otro ángulo, menos angustioso y a la vez más realista: “¿Y por qué no?”
“¿Y por qué iba a ser de otro modo?”. Fue como abrir los ojos o bajar desde los
sueños al suelo concreto. “Bienvenido a la Argentina”, volví a decirme, ya
en otro tono, súbitamente calmo. Ahí, en
la furia misma y en la consternación, estaba la clave: “bienvenido a la
Argentina”, me repetí, con la serenidad ahora de quien se encuentra con su
destino sudamericano, o con uno mismo. “Este es mi país”, “esto es lo que está
pasando”, y algo del orden de la energía y de la firmeza de ánimo empezó a
ganar cuerpo en mí, de verdad contento de estar en mi país y de que así fueran
en mi país las cosas.
II.
Cuidado: tiempos interesantes.
¿Y por qué iba a ser de otro
modo? ¿Por qué no irían a reaccionar Radio Diez o los terratenientes
bonaerenses de la manera en que reaccionan, en un país donde está pasando lo
que aquí pasa? “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos”, es la primera frase que me
vino a la mente, y después otra, con otra carga histórica: “algo habrán hecho”.
Tiene su lógica, si uno lo piensa, esa frase: algo, y no poco, debe haberse
hecho o debe estar haciéndose para que tantas energías se desaten, en busca de
parar ese hacerse y revertirlo, poco importa cómo. Tanto urdir tretas, tanto no
escatimar recursos, de la calaña que sean, en pos de objetivos que aparecen
como apremiantes, y desde tantos lugares a la vez, a algo tiene que estar
respondiendo. Algo hay que hoy provoca ese clima y la necesidad de instalarlo,
y lo que debería alarmarme no es que ahora estén saliendo con los tapones de
punta y la artillería a full: debería
estar muy preocupado si no salieran, porque eso significaría que no tienen por
qué. Pero lo tienen, las realidades que los llevan a reaccionar existen, por
suerte, y no dan por ahora indicios de desvanecerse o amortiguarse sino más
bien al revés.
“Bienvenido a la Argentina”, en ese
contexto, es, sin forzar mucho las cosas, “bienvenido a una guerra”. No porque
me guste la guerra, sino porque siempre es mejor hacerse cargo de cuál es la
situación, si no son las ilusiones el lugar que a uno le interesa habitar.
Pienso, cuando digo “guerra”, en una pugna, con intereses grandes e
inconciliables en juego y concepciones del mundo y de la sociedad que no pueden
coexistir sin tratar de imponerse la una a la otra, por más que Lanata, mirando
a cámara, nos informe, con la sonrisa de quien explica una obviedad a un
idiota, que acá no hay guerra, como
si no hubieran guerras que no requieren tanques, misiles o cascos blindados.
“Lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación” es
solamente una de las definiciones de “guerra” que ofrece la RAE. Otras son
“desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias”, “lucha o
combate, aunque sea en sentido moral”, “oposición de una cosa con otra”. ¿Puede,
en serio, decirse que no tiene algo de guerra lo que pasa? ¿No está en guerra Lanata?
¿Por qué será que quiere convencernos de lo contrario? ¿Y por qué, entonces, si
no está en guerra, él, Lanata, hace lo que hace, por qué recurre a lo que
recurre?
Pónganle otro nombre, si quieren,
pero no veo de qué mejor modo llamar a eso que se produce cuando hay dos
fuerzas enfrentadas, ninguna de las dos dispuesta a aflojar. No precisamente
por las lecturas de Laclau que puedan haberse hecho en las filas del gobierno o
en las de la militancia K, ni por resentimiento setentista ni para tapar negocios
personales de tal o cual funcionario. Si la situación puede considerarse “de
guerra” es porque existen personas y grupos decididos a no ceder un palmo ni desaprovechar
oportunidad alguna de dañar a un enemigo al que no pueden reconocer más que
como obstáculo a eliminar. Porque hay personas, grupos, corporaciones, medios,
que ni se plantean la posibilidad de escuchar otra cosa que sus propias
obsesiones hay guerra, y porque son esas personas y esos grupos los que
declararon en los hechos una guerra a muerte: Lanata, Longobardi, los dueños de
la tierra, el ejército de las corporaciones mediáticas, los que se
enriquecieron con todos los gobiernos (con este también) y no admiten posibilidad
alguna de atenuar el ritmo de esa acumulación o soportar que se les imponga
limitación alguna, y, con ellos, a modo de cadena de transmisión, el sentido
común cualunquista enquistado a lo largo de generaciones en la subjetividad de
no pocos argentinos.
Ni el amor ni el espanto los
unen, sino el odio, y no les faltan motivos: algo se salió de lo que permitían prever
reglas de juego largamente establecidas, sistemas de relaciones que aparecían como
la realidad misma, de tan naturalizadas, para conveniencia de quienes prosperan
con ese estado de cosas y tranquilidad de quienes se identifican con ellos. No
deja de responder a una profunda razón, entre las consignas que portaron los
caceroleros de junio, una, esa que reclamaba “Cristina, devuelvan la
Argentina”. No hay mera retórica ahí: eran los dueños del país, o lo son, hasta
cierto punto, creían poder hacer con su propiedad, el país, lo que se les diera
la gana, y están viendo que ya no pueden. Duele, como duelen los huecos que
dejan las grandes pérdidas, esa falta de algo que no puede no ser suyo, aunque en muchos casos no lo fuera realmente,
y lo que enfurece es tener que admitir que el juego, o una buena parte del
juego, está en otras manos.
“Bienvenido a esta guerra”, fue,
entonces, la sensación que empezó a asentarse como saludable acceso a la escena
mientras, en una mañana de mayo, ingresaba a un Buenos Aires en el que la
niebla iba dando paso al paisaje urbano de siempre. Lo iban a confirmar, días
después, el street party de los
caceroludos, la reposición del lockout
que escenificaron los que no pueden entender que la historia sólo se repite
como farsa y la proliferación en verdulerías y colas de supermercado de vecinas
empeñadas en recitar “dan ganas de romper todo”, “Ella es dueña de media
Patagonia” o “Macri tiene razón en aumentar el ABL porque hace”. No solamente en los alrededores de Santa Fe y Coronel Díaz:
en Almagro también, en Balvanera, en Villa del Parque, en Saavedra, en Boedo, sin
cacerolas pero con lenguas afiladas, como si algo de vida o muerte se jugara en
el juego de la devastación verbal. Bastó con la torpeza del gobierno al
comunicar una medida tan antipática como la restricción a la venta de dólares y
con la estridente irrupción, al fin, del comunicador que el polo destituyente
estaba necesitando, tan inescrupuloso como astuto y avispado, capaz de encontrarle
mejor que nadie los resortes al componente antipolítico que acecha en las
subjetividades formateadas por las rutinas catódicas o de las otras. Pero bien
podrían haber sido otros los desencadenantes, y lo serán, porque la turbulencia
está lejos de llegar a su fin, por más planes masivos de construcción de
vivienda accesible a las mayorías que se pongan en marcha o créditos para los
jubilados. Más bien lo contrario: cuanto más y mejores sean los avances, más cruento
y avieso va ser lo que se haga para poner coto a lo intolerable.
No es nuevo ni reciente ese odio,
no es que sea una rareza su presencia en oscuros rincones de las conciencias
donde es cultivado y alimentado a lo largo de vidas enteras. Pero que se quiebren
las barreras que lo mantienen soterrado y soñando con guerras civiles y
limpiezas étnicas, y que pueda de pronto emerger y explayarse sin disimulos ni disfraces,
implica que algo lo desata, algo rompe o fisura la capa de civilidad,
institucionalismo republicano y tolerancia, de modo de que salte la sed de escarmiento
heredera de los conquistadores del desierto, las patotas de la semana trágica,
los bombardeadores del 55 o las obleas “somos derechos y humanos”. Ya había
ocurrido antes, durante la rebelión contra la 125, y, entonces como ahora, ocurrió
porque a un gobierno no le tembló la mano al llevar a cabo políticas que el
poder real no admite. Puede que no sepa explicarlo el gobierno, o que debería
manejar mejor las cosas, pero no debe buscarse ahí lo que suscita la furia sino
en cierto impulso que parece haber decidido no detenerse en su tarea de remover
taras y taponamientos, haciendo que cada vez que algo “intocable” se ve
amenazado por ese avance sobrevengan oleajes y remezones. Nada va a ser fácil,
y está bien que así sea. Casi todo lo mejor y lo más "profundo" que desde
el gobierno se hizo en los últimos nueve años se lo hizo en un contexto
turbulento, y respondiendo a situaciones bravas, y tal vez a la crudeza de esas
situaciones deban agradecerse algunas de las novedades que hoy marcan la vida
política. Difícilmente la pasión militante tendría la sorprendente dimensión
que adquirió en los últimos tiempos si no hubiera estado en su origen el
conflicto por la 125.
Hubo, entonces –recapitulo− un
momento, mientras veía pasar entre la niebla violácea luces y perfiles de sombras,
en que algo ocurrió, y de la mezcla de enojo, asco, cansancio y desprecio,
pasé, como a través de un clic, a cierta alegría: la reacción contra lo que se
mueve indica que algo se mueve, la cosa avanza, y, si avanza, no puede ser tranquila
ni plácida, al menos en la Argentina. “Dios te libre de vivir en una época
interesante”, me decía un amigo, allá por el 83 o el 84, creo que citando a
Nabokov, y en eso estábamos de acuerdo: eran años de postdictadura, y nada
podría querer tanto uno como algo de sosiego, sensatez, previsibilidad, y ni la
mediocridad ni la rutina se presentaban como un horizonte indeseable. Respirar
tranquilos ya era un logro, y que pudiera uno ocuparse de lo suyo. Con las
marcas de la dictadura frescas todavía, era poco lo que se necesitaba y, entre
lo que se necesitaba estaba, ante todo, un poco de paz, como para ir rearmando
la vida. Nada que inquietara mucho, que implicara mirar más allá de lo
inmediato, y era ahí justamente donde estaba la trampa, y lo fue poniendo a la
vista el paso de los años, con sus evidencias de que las cosas en la historia
no pueden dejar de moverse, le guste a uno o no le guste. Ahí sigue estando la
trampa: en la idea de tranquilidad y la necesidad de preservarla como un valor
supremo, no del todo distinta de la que quieren preservar con uñas y dientes
los buenos vecinos que sueñan con "matar villeros con gamexane" (sic)
o de la que reclaman, con nombres tales como "normalidad" o
"consenso", amanuenses del periodismo y políticos caretas. Por más
que la Presidenta llame a deponer rencores y a trabajar todos juntos, mejor es no
confiarse: ni tranquilidad ni armonía alguna pueden esperarse mientras sigan afectándose
los intereses que impiden una vida digna a quienes no la tienen y un futuro
mejor para el conjunto de la sociedad, porque esos intereses no pueden
permitirlo. No sé si está en su esencia o cuál es la teoría que lo puede
explicar, pero unos cuantos siglos de historia universal lo confirman y en los
últimos nueve años de la Argentina ha quedado más que a la vista.
La democracia “gris”, lenta,
hecha sólo de negociación y gestión, con la que sueña el social liberalismo
republicanista, es una utopía, aunque la palabra “utopía” no le caiga bien a
esa gente. Es irrealizable, al menos, si no implica una rendición incondicional
ante las pretensiones de los más fuertes, e incluso en esos casos nada
garantiza que algo de la capacidad de resignación no se quiebre. Conquistar lo
que hace falta conquistar si se aspira a una vida aceptablemente justa y humana
implica conflicto, inestabilidad, zozobra incluso. Y tranquilidad, sí, claro.
Pero si a esa palabra, “tranquilidad”, se le da una vuelta y se la agarra por otro
lado. Ya no la de quien sólo quiere que lo dejen tranquilo, la de quien reclama
un entorno de seguridad garantizada y blindada (en los varios sentidos que se
le da a la palabra “seguridad”), sino otra tranquilidad, más de fondo, más
vinculada a la responsabilidad, la conciencia y la lucidez. Me sentí de pronto
tranquilo cuando pude tomar nota de cuáles son las condiciones a las que me
toca enfrentarme y dejé de aspirar a que alguna fuerza externa me asegurara una
suerte de campana protectora, a salvo de perturbaciones, imprevistos y
problemas. Me sentí contento, cuando terminé de admitirlo, de tener que enfrentar
la zozobra, como quien sabe que, si sale a la calle, no la va a encontrar
despejada e impoluta sino llena de ruidos, obstáculos, quizá riesgosa, y que a
la vez no va a llegar a ninguna parte sino sale a enfrentar ese riesgo o esas
molestias, y los disfruta, como se disfruta la imprevisible complejidad de la
vida, con las sorpresas que conlleva, para mal y para bien.
De esto hablo, para tratar de precisarlo,
cuando digo que se dio un clic: era en el enojo de sentir que algo amenazaba mi
apacible retorno donde estaba lo vulnerable. Nada juega tanto en contra de los
propios intereses y de aquello que uno ama como el miedo a lo incierto, a lo
cambiante, a lo conflictivo, a lo inseguro. Es en mi propia necesidad de una "armonía”
y una “paz" concebidas no como madura condición interna sino como valiosa
propiedad privada donde acecha la trampa, y a esa parte de uno es a donde apuntan
Longobardi, Lanata, los zócalos de TN, las campañas de rumores por Twitter y
Facebook. Y cuando uno logra detectar ese nudo y desatarlo, o intentarlo al
menos, algo se produce, que no es exactamente bienestar pero tiene que ver con
la alegría, y con una cierta liberación. Pisar la propia tierra, vivir el
propio tiempo, no es poco.
*Poeta. Crítico Cultural.
Ilustración Final: Jorge Argento
Excelente. Puse link en el blog.
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