28 junio 2012

Política y Universidad/Cuestiones de referato: del “ad honorem” al jubilado compulsivo/Por Horacio González


Cuestiones de referato: del “ad honorem” al jubilado compulsivo.


La noticia sobre la jubilación compulsiva de un gran núcleo de profesores que atravesó el Rubicón de los 65 años, obliga a una serie de reflexiones sobre la condición profesoral en el país y la cuestión que existe alrededor del acto esencial que sostiene la vida universitaria: la clase, la lectura, la escritura.


Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)



La noticia sobre la jubilación compulsiva de un gran núcleo de profesores que ya atravesó el Rubicón de los 65 años –entre los que me cuento- obliga a una serie de reflexiones sobre la condición profesoral en el país y la cuestión que existe alrededor del acto esencial que sostiene la vida universitaria –la clase, la lectura, la escritura. A lo largo de los años fue y sigue siendo mi convicción que el acto de la clase de grado es el sostén esencial de la vida cosgnoscitiva universitaria. En cambio, las concepciones de trabajo intelectual que se han impuesto en el período que podemos evaluar como correspondiente al último cuarto de siglo de la historia universitaria argentina, estuvo lejos de ir en esa dirección. Hasta llegó a hablarse de “enseñadero”, para llamar la atención sobre una masividad estudiantil mal atendida, pero también con un tinte de desprecio hacia el encuentro fundamental que ocurre en las clases, en nombre de supuestos criterios de “excelencia en la investigación”.
Crecientemente fui viendo como se iban imponiendo artificios que regulaban la actividad docente, como los incentivos –nombre curioso que terminó aceptándose plenamente-, y las revistas con referato –nombre aun más absurdo, cuyo sabor deportivo no implica que no haya sido tomado de otros mundos culturales ya absorbidos por el juego integral de la globalización-, y asimismo como resultado de ello, la obligación de concurrir a determinadas reuniones académicas, jornadas, simposios, etc., para reunir un recóndito puntaje que hace a la rendición de cuentas que hay que efectuar ahora ante misteriosos tribunales académicos.
He rechazado todo eso y progresivamente fui quedando al margen de lo que en la jerga habitual se fue conociendo como el tema de “hacer un concurso para tu materia”. La frase no me convencía ni convence, desde luego, pero igualmente hubiera aceptado un concurso si alguna vez lo hubieran llamado para una materia que he dado durante casi tres décadas, quizás más. Es que tanto esa frase, un tanto desdichada, como su previsible enrarecimiento práctico –pues no se “le hace un concurso” a cualquiera-, retratan una parte de la crisis universitaria argentina, cuya responsabilidad está módicamente repartida en los diversos estamentos de la universidad, sobre todo el de sus autoridades, sin descartar a ciertas capas profesorales.
Soy y seguiré siendo absoluto partidario del sistema tripartito de gobierno, instaurado por la reforma del 18, y por eso mismo, no me siento cómodo cuando escucho de vez en cuando voces que promueven una “autonomía relativa” de la Universidad, pensando con ello que sería mejor atendida la razón universitaria si se la refiere a su necesario vínculo con las fuerzas productivas, las aplicaciones científicas y la construcción de satisfactorias infraestructuras tecnológicas en el país. Con nada de eso, como es obvio, estoy en desacuerdo. Pero también nada muestra que ninguna de estas cosas se lograría mejor con un “relativización” de la autonomía. Y en cambio, veo cierta declinación de las humanidades, que no se expresa en la falta de financiamiento de las facultades portadores de ese nombre –todo lo contrario-, ni en que estén funcionando inadecuadamente desde el punto de vista de sus capacidades pedagógicas o de la emisión de certificaciones.
No obstante, hay algo más profundo. Me refiero a la pérdida del sentido de la relación entre las ciencias del hombre y de la cultura, en su necesaria relación de problematización y alteridad creativa con las ciencias de la naturaleza, las matemáticas, las ingenierías, etc. La Universidad moderna nace de estas polémicas, y sin que debamos recordar específicamente los grandes trabajos de Kant al respecto, es bueno tener presente cómo se dieron en nuestro país los debates en torno al “conflicto de los saberes” en la época positivista, en los más recientes años estructuralistas –donde se postuló como es obvio la unidad de las ciencias bajo el manto de la revolución del significante lingüístico-, y en la penosa realidad actual, donde una clase política universitaria que nace de ententes que nada tienen que envidiarle a los peores usos y costumbres de la política nacional, ha perdido contacto, por mínimo que fuera, con estas grandes fuentes de sentido de la Universidad.
¿Escuchamos alguna vez a las más altas autoridades de la Universidad más grande del país considerar alguna vez estos temas u otros parecidos? Por eso, las preocupantes declaraciones episódicas o no, sobre la “autonomía relativa” suenan más como una excusa para el descompromiso con la necesaria tarea de pensar la Universidad en su mismo corazón teórico: la construcción de un lenguaje autoconsistente sobre las instituciones del conocimiento y sobre ella misma. Por tal motivo, la Universidad es un conjunto de actos de metalenguaje. No estoy defendiendo ni el apartamiento de la Universidad del conflicto social ni el tabicamiento de sus saberes.
Estoy postulando la única forma en que su relación con la sociedad se hace creativa: siendo ella misma la reposición, recreación y reasignación del conflicto (del diferendo, del desacuerddo) en los términos de su propia lengua de conocimiento. Se debe preguntar entonces si la izquierda lo haría mejor. En este punto es bueno seguir las actuaciones de las principales fuerzas de la izquierda en la Universidad, para comprobar que en los lugares donde tiene más efectivo predominio, ha asumido los hábitos notorios de un cientificismo que en principio parecería ser una mera instrumentalidad, pero muy pronto se convierte en lógica interna, procedimiento inesquivable. Lo que suele convertirse luego en una opción definitiva que muestra que los legados marxistas, fundamentales en la teoría y la memoria contemporánea, son dosificados en los términos de escritura encajonada provenientes de los centros mundiales de referato, estrategia de becas, tácticas intelectuales y certificación de normas para pensar.
¿Y en cuanto a la visión de la universidad como una institución que decide sobre su democracia interna? Aquí, sin duda, no es aceptable que las deficiencias de la izquierda para plantear una alternativa desde el punto de vista del conocimiento, sean sustituidas por la idea de claustros únicos de votación. Sería un grave error. Una cosa es que del claustro estudiantil emanan fundamentales conocimientos. No es un claustro pasivo, sus conocimientos provienen de circunstancias experienciales y herencias sociales que, incluso, muchas veces la universidad desvía para empobrecerlas con un lenguaje profesional repleto de estereotipos, a los que confunde con el trámite complejo del saber. Y otra cosa es suprimir las líneas de tensión en la universidad, que están trazadas a partir de la misma relación alumno-profesor, que es una frontera siempre en discusión, siempre a punto de desfallecer, pero siempre en tanto la chispa necesaria para refundar el sentido de la universidad permanentemente.
Todos estos temas son muy antiguos y no es necesario retroceder a los estudiantes goliardos –tiempos de los que podemos recordar el Trivium, los estudios de lingüística, literatura y filosofía, o el Quadrivium, las matemáticas, la música y la astronomía, la poesía, que no haríamos mal en repensarlos ahora para una nueva reforma universitaria-, no es necesario retroceder, digo –y no solo para que no me acusen de anacronista en plena era tecnocientífica-, a épocas tan lejanas, para percibir que eran los problemas con los que se confrontó la Reforma Universitaria argentina, aun irresueltos. Deodoro Roca pasó de un ideal de universidad como núcleo íntegro del desarrollo social (utopía universitarista cuya versión necesaria, aunque tamizada, es el origen argentino de la noción de autonomía universitaria), a una universidad al servicio del pueblo, los trabajadores, la sociedad emancipada, etc. Cualquiera de estas fórmulas ha triunfado en el lenguaje habitual. Personalmente, las mantengo, las respeto, las invoco pero también las interrogo.
Creo que la Universidad solo puede expresarse en forma de prestación o asistencia a los núcleos de necesidad social si reconoce en su seno su ideal estrictamente autonomista. De ahí que la fórmula “autonomía relativa” es un mal trazado o una mala resolución de un problema real. La Universidad solo se hará efectiva socialmente si al mismo tiempo es efectiva en su autoconstrucción soberana. Al tomar el movimiento estudiantil, sea de izquierda, sea nacional-popular o cualesquiera de sus denominaciones, el segundo término del problema, se ha privado históricamente de situarse en el plano de heredero de las grandes tradiciones del conocimiento, el espíritu y la ciencia. En mucho caso, hereda apenas un estilo político de gestión del conocimiento y de la política universitaria, que no escapa ni de las exigencias de la globalización ni de los hábitos más irrelevantes de la política tal-como-es.
Todas estas cuestiones se han reactualizado con la cuestión de la jubilación compulsiva. A la que se le agrega un tema evidentemente muy vinculado a ella. Así como jubilar masivamente a la franja etaria más avanzada de la universidad produciría un ahorro salarial evidente –torpe punto de vista con el que no nos asombran sus autoridades-, también podría resolverse la situación de profunda injusticia en la que dan clases miles de jóvenes profesores considerados “ad honorem” por vía de una natural transferencia de recursos. Sobre esto también quiero decir una o dos palabras, pues evidentemente esta solución “contable” no es la más adecuada y consigue sin demasiado trabajo ser la más vergonzosa. No puede considerarse la cuestión profesoral como parte de una disposición jubilatoria general, no por privilegios ni elitismo, sino porque el sentido de la Universidad es un sentido de justicia y equilibrio generacional. Tanto tienen derechos los viejos como los jóvenes, y por esa vía debe garantizarse el juego y la solidaridad intergeneracional. Las autoridades de la UBA son duchas en hablar de autonomía cuando les conviene (aunque sea muy estrecha la noción que tienen de ella) y desconocer una ley general del Estado, que compete a una situación laboral general universal. Son autonomistas relativos allí donde hay que ser meramente autonomistas, y son autonomistas allí donde deben respetar la ley general. Son autonomistas haciendo excepciones a su favor, lo que no es en realidad autonomismo sino individualismo posesivo.
Pero el problema no se agota allí. No solo la falta de ideas de las autoridades nos asombra  -carencia originada en una falla anterior, la carencia de espíritu universitario en la propia universidad y el antiintelectualismo larvado que opera en sus líneas políticas interiores-, sino que la mera solución contable se halla en consonancia perfecta con el pobre ideal de conocimiento imperante, esto es, una lengua universitaria cada vez más impregnada de clisés que se amontonan, categorizan y de curriculizan de manera alarmante. Después todo eso sirve para hacer el ránking globalizado de universidades. La de Buenos Aires, medida con criterios de referato de los artículos en revistas científicas, citas mutuas, especializaciones milimetradas y repetición de jergas autorizadas, está en el lugar 287 en el mundo. No está mal. Hay productos de mercado que cotizan aun más bajo.
Todo acto universitario amenaza así con ser un acto contable. Incluso ese rastro se evidencia aun en los mejores trabajos, que por supuesto los hay, y muchos. Tanto en el área de humanidades como en las ciencias … “duras”. ¡Y que torpes términos! Ciencias duras y ciencias blandas, terminología aceptada hace varias décadas, en correspondencia con la decadencia epistemológica de la universidad, sustituyendo el arte del conocer por balances temáticos, durezas o blanduras de una materia que no es una entidad física sino una productividad inmaterial con efectos reales.
Han pasado por mi vista muchos rectores y decanos. De muchos fui y soy amigo. Los ví atropellados por estas realidades denominativas (jergas de ocasión, desde luego), imposibilitados de tomar grandes decisiones. Eso, cuando aun eran profesores que no estaban dispuestos a perder lo que Max Weber llamó el “ser buenos profesionales”, esa indefinible unión de vocación y oficio profesional que define el lugar universal del profesor. Si hago memoria, recuerdo con gusto y nostalgia, quizás por que fueron mis tiempos de adolescencia universitaria, los años de José Luis Romero. Todavía regía la idea del administrador universitario que no había perdido la antemencionada beruf, la vocación weberiana por las ciencias de la cultura. Entre las remembranzas más vivas que conservo, es la de una noche de 1964, donde encabezados por el gran dirigente estudiantil que fue Daniel Hopen, fuimos de madrugada a la casa de Romero en Adrogué, para pedirle que no renunciara al decanato de Filosofía y Letras. No sabíamos hasta que punto recibíamos una lección de filosofía en la política, no porque la filosofía le fuera exterior y estuviera a la espera de los núcleos problemáticos del mundo social para pensarlos luego “con mayor nivel”, sino porque ya eran inherentemente “filosóficas” esas cuestiones políticas. La noción que obtengo de allí puedo declararla ahora y se compone de lo que llamaría las dos caras de una misma moneda.
Toda acción universitaria que merezca ese nombre es “ad honorem”, lo que no quiere decir que toda tarea profesoral no deba ser remunerada. Para que haya justas luchas sociales y gremiales en torno al trabajo profesional de los universitarios, hay también que reconocer la especificidad del acto de enseñanza. Una cosa es el justo gremialismo universitario, el pedido para que cese la arbitrariedad para los profesores de mayor edad, respetándose la ley nacional, la existencia multiplicada de becas, el aumento del presupuesto universitario –motivos consuetudinarios de lucha justa-, y otra cosa el la trama íntima del saber, su aspecto de acto que genera su propia autoridad, su forma no canjeable por ninguna otra cosa que no sea un goce de la especie que un filósofo denominó amor intellectualis. Esto siempre involucra una cuestión de honor. El enseñar y el aprender, además de ser ocupaciones remuneradas, sujetas a la ley y a la reivindicación gremial, son en otro plano acciones ad-honorem. Por eso se equivocaría el gremialismo universitario si quisiera extirpar esa noción. El más viejo profesor con todas las dedicaciones, chiches y abalorios del escalafón, debe también sentirse “ad honorem”. El joven ayudante que recién empieza, debe también respetarse como “ad honores”, mientras reclama el justo pago. Porque debe saber que al llamárselo así, se hacen dos cosas. Primero, se comete una injusticia en torno al trabajo no remunerado. Y segundo, se da un nombre sobre el cual, sin percibírselo, se sustenta toda la vida universitaria. Es cuestión entonces que no se excluya ese nombre de los juegos de la realidad que retribuye profesionalmente al trabajo. La prestación real y la enigmática dignidad de la enseñanza corren juntas y no se excluyen.
Veo las nuevas universidades suburbanas atravesando juvenilmente estos mismos problemas. Sin la carga sedimentada de malas resoluciones políticas que carga mañosamente la UBA –de las cuales no me quejo: atravesé más de treinta años de docencia como interino porque no quise ser materia de reproducción ampliada de los términos en que se da la triste política universitaria-, esas nuevas universidades pueden evitar los conocidos escollos pero no pueden, eso sí, pensar en el camino fácil de rebajar los términos del conocimiento, relativizar la autonomía, llamarse al “servicio de la realidad” sin saber bien cómo definirla en los términos más exigentes. La realidad es una forma problemáticamente desplegada de la razón y del lenguaje. Pretendo seguir dando mis últimos años de clase con fecha de término que yo mismo me pondré. Dentro o afuera de la Universidad. Sin obstaculizar el legítimo juego intergeneracional, pero sin declinar en las sospechas respecto de lo que es el conocimiento. El buho de minerva puede llegar justo con la jubilación. Paradoja que nuestros administradores jamás han evaluado. Macedonio Fernández postuló el “filósofo cesante”. Me jacto de pasar a ser uno de ellos, sin dejar de pertenecer al cuerpo, quizás irreal, de una Universidad que sin duda no es la de los que hoy la gobiernan.         


*Sociólogo y Ensayista. Dtor. de la Biblioteca Nacional     

              

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