¿Cómo interpretar la
aparente contradicción entre cierta felicidad manifiesta por la sanción de la
ley de muerte digna y la indignación generada por la decisión de un testigo de
Jehová que dejó por escrito su negativa a recibir una transfusión de sangre
destinada a salvarle la vida? ¿Será aparente o será, en efecto, una
contradicción hecha y derecha y será posible postular, en ese caso, alguna
explicación que dé cuenta del estado de cosas? Es difícil poder responder este
interrogante pero algo tal vez pueda decirse sobre la voluntad como la
manifestación más potente y valiosa de lo humano.
Ilustración: Mauricio Nizzero
Por Sebastián Lalaurette*
(para La Tecl @ Eñe)
“¿Qué nos pasa a los argentinos? ¿Estamos locos?”, podría preguntarse Fabio
Alberti, caracterizado en su famoso personaje de sucedáneo de Mariano Grondona,
acomodándose los anteojos mientras intenta contener la saliva, si le tocara
tomar el pulso de la opinión pública en momentos en que parece estar tan feliz
con la sanción de la ley de muerte digna como indignada por la tozudez de un
testigo de Jehová que ha tenido el atrevimiento de negarse a una transfusión de
sangre destinada a salvarle la vida. Por no hablar del mayoritario apoyo a una
eventual legalización total del aborto, por más que los números no den todavía
en el Congreso y que la
Presidenta se oponga férreamente a la idea.
¿Cómo interpretar, en efecto, la aparente contradicción? ¿Será aparente o
será, en efecto, una contradicción hecha y derecha y será posible postular, en
ese caso, alguna explicación que dé cuenta del estado de cosas? Ducho mucho
poder responderlo yo, aquí, ahora, pero algo tal vez puede decirse.
En primer lugar: es obvio que en todos los casos hay un fuerte componente
emocional. Imposible obviarlo cuando la televisión y los diarios nos presentan,
por un lado, a Jorge Albarracini, desesperado por lograr que los médicos
pudieran avanzar sobre la expresa voluntad de Pablo, su hijo, y realizar la
operación que mejoraría su estado de salud; y por el otro, a Selva Herbon, la
mamá de Camila, la chiquita que nació en estado vegetativo, que tuvo que
esperar tres años hasta que logró la sanción de la ley que permitió
desconectarla y acabar, así, con la vida a la que no había llegado a despertar
por completo. En el caso del aborto es difícil oponer razones intelectuales
frente al argumento de que tantas jóvenes inocentes mueren luego de operaciones
clandestinas mal realizadas ante la imposibilidad de afrontar la llegada de un
nuevo hijo a un hogar sumido en la pobreza.
En todos los casos: paternidad, maternidad, derechos sobre los hijos. En
todos los casos: lágrimas, tristeza, melancolía, desesperación. En todos los
casos, también, la terrible disyuntiva: qué hacer con la voluntad de quienes no
tienen voz.
Es auspicioso que Pablo Albarracini se haya recuperado, hasta el punto de
que hace pocos días fue dado de alta del hospital del que todo el país temía
que no fuera a salir jamás. Mejor dicho: es reconfortante, nos alegra, aunque
su recuperación exenta de la transfusión de marras seguramente será interpretada,
por quienes comparten su religión, como la mano nítida y potente de Dios, una
prueba de que la fe debe tener precedencia sobre los mandatos de la medicina.
Pero la contradicción persiste. Como sociedad parecemos (aunque este tipo
de afirmaciones siempre son tentativas, claro, y un poco antojadizas) tan
inclinados a dejar morir a Camila (o a producir la muerte de tantos y tantos
fetos aún no asomados a la vida plena) como a obligar a Pablo a vivir. Y esto
más allá de que en los casos del aborto y la "muerte digna" somos
conscientes de que estamos decidiendo por quienes no pueden hacerlo, en tanto
que el joven Albarracini había dejado sentada de manera explícita su oposición
a recibir transfusiones de sangre, a sabiendas (porque es un adulto) de que eso
podía implicar su propia muerte.
¿Por qué no dejar que el tipo decida si quiere o no quiere vivir? Está
claro en el caso de su padre, que indudablemente lo ama, pero ¿el resto de
nosotros? ¿Por qué habríamos siquiera de plantearnos el dilema? ¿Qué hay en el
caso de Albarracini que nos conmueve tanto? Seguramente, repito, la
desesperación de su padre... pero no: lo del padre vino después, o mejor dicho,
lo supimos después, cuando el caso ya había aparecido en la pantalla del
living. Había algo allí, en el dilema de respetar la voluntad del ser amado aun
a riesgo casi cierto de dejarlo morir, que tocaba alguna fibra sensible en
todos nosotros. La proximidad de la muerte como abismo frente al cual la
voluntad parece perder su sentido.
No voy a hallar una respuesta, ya lo he dicho. Pero es notable que en la
base de la aparente contradicción que ya veníamos señalando pueda leerse un
elemento común: un laicismo radical, hasta furioso si raspamos un poco.
Es imposible, digo o repito, sacar a Dios del medio. Exista o no, está en
el centro de la determinación de Pablo y también, tal vez, en la consideración
de quienes se plantean si existe el derecho de decidir por la vida de una niña
que jamás despertó a la conciencia. En tanto que la legalización del aborto goza
del apoyo mayoritario de la población en contra de la posición clara y
determinada de la
Iglesia Católica , que se opone por considerar que la vida es
sagrada desde el primer minuto, es decir desde la concepción (aunque esto es,
por supuesto, un límite artificial: los genes que nos conforman han estado
vivos siempre, desde el inicio de la especie; hay vida antes de la concepción
en el esperma y en el óvulo, y antes en los cuerpos de nuestros padres, y antes
en los de nuestros abuelos, toda la información que nos constituye ha estado
viva siempre, aunque dispersa). Somos más sensibles al sufrimiento de las
jóvenes madres aquí en la tierra que a las órdenes de proteger la vida como
algo sagrado presuntamente emanadas del Cielo.
En el caso del testigo de Jehová que no quería que lo salvaran el apoyo
a la intervención médica más allá de sus deseos va en el mismo sentido que el
apoyo a la "muerte digna" o al aborto, en el sentido de que le niega
a Dios un peso determinante frente a la realidad humana. La posición de
Albarracini, es decir, la oposición general de los testigos de Jehová a recibir
transfusiones de sangre en base a un mandato bíblico interpretado de una forma
específica, no nos parece, a una mayoría de los argentinos, fundamentada.
Minimizamos la voluntad de Pablo porque no le reconocemos validez a ese
mandato; incluso nos parece absurdo que alguien pueda negarse a una operación
destinada a salvarle la vida por una especie de tecnicismo religioso. Aceptamos
que alguien rechace la prolongación de su propia vida, pero no por esa razón.
A cada uno su Dios, a cada uno sus valores, y sin embargo, el relativismo
cultural se desvanece en la primera ocasión en que es puesto a prueba. Nos
resulta inaceptable respetar la decisión de arriesgarse a morir, tal vez porque
nos cuesta respetar la religión que la motiva.
Y, sin embargo, al minimizar el peso de las convicciones de Albarracini no
estamos siendo humanistas sino que por el contrario le estamos negando, a él
que sí pudo hablar, decidir, dejar sentada su voluntad, la posibilidad de
definirse como más humano: de establecer, con convicción y coraje, en qué
condiciones enfrentar a la muerte y cuándo entregarse a ella. No lo tomamos en
serio, y deberíamos.
Vivimos en tiempos afortunadamente seculares, pero hay más en la religión
que el supuesto mandato divino. Creer en Dios más allá de la misa del domingo,
creer en Dios en circunstancias en que afirmar esa creencia puede significar la
muerte, es un acto de la voluntad humana que me parece sagrado en sí mismo.
Más, incluso, para quienes no creemos en la vida después de la muerte: surja de
donde surja, hay que tener coraje para decir de acá no paso.
En definitiva: la idea de Dios, para quienes creen en él, puede ser un
sucedáneo de la voluntad, pero a veces la idea de Dios es el fundamento mismo
de la voluntad, probablemente la manifestación más potente y valiosa de lo
humano.
*Periodista
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