29 octubre 2009

Canon/ Horacio González

Canon

por Horacio González

(para La Tecl@ Eñe)

Escuché mucho, en los últimos años, la palabra canon. Propia de alumnos de letras, su larga supervivencia desde los monasterios medievales hasta hoy, es lo que puede reconciliarnos con la astuta vejez de la lengua. Siempre estamos recobrando un pedazo antiguo de lo ya hablado, y a veces, sin que haya tantas diferencias de sentido entre el uso moderno y el antiguo.
Dicho esto, quiero referirme a un artículo de Beatriz Sarlo, “En el país de los fiscales ideológicos”, publicado a comienzos del mes de septiembre en La Nación. Los motivos de ese escrito son diversos, pero en esencia se trata de señalar un canon y argumentar su inadecuación. Para nombrarlo, deberíamos llamarlo canon “nacional popular”. Además, si como en todo canon, se tiende a forjar un deseo de perduración, el canon nacional popular imagina que no es suficiente el modo en que se halla implantado y continúa luchando para quebrar la injusticia con que se lo minusvalora. Pero no sería así, dice Beatriz Sarlo en réplica a Jorge Coscia: “En su primer discurso como secretario de cultura, repitió lo que repiten los custodios de la esencia: nunca habrá reconocimiento suficiente para los que a su vez supieron reconocer en el pueblo la verdad de la Nación. Siempre se hablará poco de Scalabrini Ortiz o de Rodolfo Walsh, aunque la Argentina tenga centros culturales, avenidas, plazas y bibliotecas que se inauguren homenajeando la Gran Tradición”.
Hay dos cosas aquí: una, la enumeración de los pobladores del canon, aquellos con derecho a definirlo y habitar en él, y otra, la particularidad (de todo canon, evidentemente), de considerarse objeto de atenciones escasas y como buen credo que afirma sustentarse en la tradición de los perseguidos, proseguir la obra de su resarcimiento. Lo hace con el recurso de señalar, como bien dice la autora, “que nunca habrá reconocimiento suficiente”.
Son dos asuntos que merecen que les sigamos prestando atención. En primer lugar, tenemos el tema de quienes forman el canon con derecho de vivir con plenitud en sus profundidades. La ilustración del artículo nos llama la atención y a ella quiero referirme. Se trata de un fotomontaje que apila un bombo con los colores azul y blanco, efigies de Perón y Evita, seis libros formando una pila encima del bombo –solo con nombres de autores: Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, John William Cooke, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos, y sobre ellos dos fotos: la del propio Coscia y la de Ricardo Forster.
Este tótem alegorizante, un patchwork que no se sustrae de una cuota de ironía deliberadamente kitsch, revela un cuidadoso trabajo de edición del comentario que se lee en el mencionado artículo de Sarlo. Lo citamos nuevamente. “Si bien Hernández Arregui y Puiggrós no son mencionados por el nuevo secretario de cultura Jorge Coscia, es imposible prescindir de ellos para hacer la historia de las ideas del peronismo juvenil setentista. Coscia se limita a una línea de esa Gran Tradición que mezcla cantantes, poetas del tango, escritores y publicistas: Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Cátulo Castillo, Hugo del Carril, Rodolfo Walsh, Enrique Discépolo, Homero Manzi, el uruguayo Methol Ferré, Jorge Abelardo Ramos, Jorge Spilimbergo, Blas Alberti, Norberto Galasso. La mención de estos cuatro últimos, para cualquiera que conozca las fracciones de la izquierda de los años sesenta y setenta, significa una sobre-representación del Partido Socialista de la Izquierda Nacional, fundado por Jorge Abelardo Ramos, compañero de ruta del peronismo hasta que su fundador terminó como embajador de Menem en México; ese partido fue también la primera estación política de Ernesto Laclau”.
De inmediato, Beatriz Sarlo describe los pensamientos de estos autores, considerados fiscales de las izquierdas y de la pequeña burguesia timorata, creadores de “mitos identitarios” y forjadores del gran peso que tiene la palabra tradición, pues se trata de censurar ni más ni menos que el apartamiento de una “esencia” ya aprobada por la gran tradición, esto es, la historia misma. De Ramos recuerda Sarlo su “gran pluma polémica”, remitiéndola a los artículos firmados como Víctor Almagro en el diario democracia, en los años anteriores a los sucesos de 1955. Lo llama “trotskista filoperonista”. La mención a Laclau no deja de ser picante, como alguien que en su primer “estación política” convivió con el Partido Socialista de la Izquierda Nacional, al que la articulista ve “sobre-representado” con las indicaciones de Galasso, Blas Alberti, el propio Ramos. Sin embargo, no indica a Methol Ferré, cuya mención debería agregarse en el mismo rubro. Todo revela un conocimiento íntimo de los territorios y mojones de época, al punto que los diseñadores de viñetas del diario La Nación pudieron darse el lujo de ser atentos y minuciosos al plasmarla alegóricamente. Otro diario que recogió el discurso de Coscia, al no saber quién era Blas Alberti –compañero de Ramos, profesor de antropología en la Facultad de Filosofía, cuando se encontraba en el edificio de la calle Independencia-, registró equivocadamente el nombre de Alberti y transcribió Alberdi. No estaba mal. Recogiendo la alta valoración que la izquierda nacional hacía de Juan Bautista Alberdi –sobretodo de sus postreros escritos económicos-, el autor de El crimen de la guerra también fue mencionado por Coscia en otros actos de sus primeros días como Secretario de Cultura.
Difícilmente un canon deje de ser un puesto desde el que se avizoran batallas, viejas y nuevas, tal como lo propuso Harold Bloom en sus libros sobre las luchas secretas que anidan en su interior. Es lógico que aún sigamos proponiendo en esos mismos términos la cuestión de lo canónico, que en suma, no es sino la reorganización permanente de las lecturas que hicimos en nombre de las lecturas que hacemos y haremos. Nadie deja se ser artífice de su propio canon ni nunca un canon deja de moverse en varias direcciones, hacia su cristalización o hacia su disolución. El canon “nacional popular” se encuentra hoy en estadios mucho más diseminados que los que sugiere el artículo de Beatriz Sarlo, aunque más no sea por lo que demuestra el retrato de Ricardo Forster que corona el altar pagano: como se sabe, este filósofo, amigo nuestro, se hizo conocido y apreciado en el medio universitario por sus trabajos de fino espíritu crítico sobre Walter Benjamin y otros pensadores judeo-alemanes de entreguerra. Su último libro, Los hermeneutas de la noche, examina las obras de los últimos avizoradores de la crisis de la razón: críticos literarios románticos, ficcionistas cabalísticos y poetas místicos, como Walter Benjamin, Paul Celan, Theodor W. Adorno, Gershom Scholem, Jorge Luis Borges y George Steiner. Desde luego, otro canon. ¿Dónde situarlo? Evidentemente, los cánones coexisten como las formas quebradizas del tiempo. A veces hay dos o más vetas en la consideración de un programa intelectual personal. A veces las vetas se confunden. A veces, en el extremo de esa conjugación de fervores diferentes, y en vista de que un canon no es una plaza fija de nombres sino que está siempre en construcción, se aminora la idea misma de canon hasta debilitarse al extremo, quedando despojados, en estado de ascética desnudez, unos pocos autores distantes entre sí, y acaso, apenas unas páginas de cada uno.
Extraigo de esta cuestión la pregunta de si es bueno tener un canon. Respondo prestamente que sí, a condición de dejar sus contornos en franca porosidad y estado de admisión de la novedad, y con una previsión que haría de cada nombre una estadía provisoria en el panteón. Los mausoleos políticos y literarios siempre se sacuden. Pasan a formar parte de sagas imprevistas cada vez que en el presente aparece un hecho conmocionante que revive al ignoto y silencia al reputado. Ningún pasado está a salvo y nadie está seguro en sus devociones. Por eso, no debería ser materia de objeción alguna la posesión de un canon ni deberían éstos dejar de estar sujetos a incesante revisión. Nada obsta mencionarlos en ocasiones solemnes –¿pero la solemnidad no surge tan solo al mencionarlos?-, ni las menciones lo harían parte de una declaración inamovible, “esencialista”, de artículos de fe.

El canon montado por La Nación a partir del artículo de Beatriz Sarlo es interesante en sí mismo. Solo en ese diario suelen aparecer sorprendidas comprobaciones de la existencia de los claustros “nacional populares”. Pero está tratado con ciertos prejuicios. El primero de ellos es el de presuponer que la experiencia de la izquierda nacional es una cerrada cartilla de aplicación a cualquier espacio histórico, antes que un fenómeno original de fusión entre marxismo de época y nacionalismo popular, que en Hernández Arregui cobró la forma de una hipótesis neohegeliana del avance de la racionalidad popular, que no estaba despojada de lejanos ecos lukacsianos, a pesar de la conocida renuencia de este autor a citar “autores europeos”. Este error deslucía su obra, a la que condenaba a desconocer sus fuentes mediatas, e incluso inmediatas. ¿Había diferencias entre Hernández Arregui y Jorge Abelardo Ramos? El primero elogia al segundo en La formación de la conciencia nacional, pero quien hubiera conocido personalmente a ambos –en mi caso, fugazmente- hubiera percibido que el primero era un espíritu grave, casi monástico, un intelectual que vivía en el seno de severos dictámenes de militancia, mientras que el segundo era de talante picaresco, graciosamente despreciativo y escritor que veía la historia como una agreste fanfarria. No puedo recordar sino con nostalgia las páginas de ambos, que leíamos con un sentimiento de devotos aprendices. Hoy, de uno de los primeros libros de Ramos, Crisis y resurrección de la literatura argentina, puedo decir que me sigue pareciendo atrevidamente simpático su título, pero que no está en condiciones –y quizás no lo estaba en su momento-, de resolver la cuestión del canon –otra vez la palabreja- en lo que se refiere a la reconstrucción del público lector popular-nacional a la luz de una nueva crítica.
Cierta vez, en una discusión en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando estaba en Independencia al 3000 –era el vetusto edificio de una congregación de monjas-, ante el discurso de alguien que denostaba a Ramos en una asamblea, Roberto Carri me dijo, deslizando rápidamente su sentencia, que “había que tener en cuenta que miles y miles habían entrado a la política por los libros de combate de Ramos… así que…”. Los nuevos peronistas y la antigua izquierda recelaban de Ramos, y Carri también, pero siempre era capaz de buscar un ángulo nuevo para expresar esas opiniones. Solía Carri ser gracioso y ácido y le gustaba definir un problema con una suerte de lonjazo chispeante, un fraseo irónico y conciso con una pepita conceptual en su interior. En otra oportunidad, caminando por la calle Corrientes, vimos una pila de libros de Hernández Arregui que acababan de salir: Nacionalismo y liberación. Rápido, Carri lanzó -creo que los periodistas escriben ahora “lanzó”-: “sería bueno saber si con títulos como éste uno ni termina enterándose que es el nacionalismo ni que es la liberación”. ¿Injusto Carri? Lo definiría como un hombre en busca del canon y en efecto, quería crear uno que le hubiese sido propio, y no podemos decir que no se haya acercado a ese hipnótico vellocino. Lo haría con su libro de ruptura: Isidro Velázquez. Lo había escrito a borbotones, con los restos de una ciencia cuestionada y una extraña proximidad con el género gauchesco que no había percibido cabalmente, pues llegaba desde la sociología, que seguía obrando en él como un límite. Por supuesto, en el libro estaban Fanon (y por esta vía Sartre) y un denostado (pero en el fondo incorporado) Eric Hobsbawn.
En su artículo, Beatriz Sarlo nombra a Ernesto Laclau dentro del canon de la izquierda nacional, puesto que se había iniciado en las filas del partido de Ramos, dirigiendo el periódico Lucha obrera en los años 60. El caso de este teórico de la retórica y del populismo es muy interesante, pues solo con incluirlo en el canon, como se lo hace, permite percibir la plasticidad de estas categorizaciones. Muchas veces se ha dicho que las complejas elaboraciones teóricas de Laclau proceden de aquellos años en los que el partido de Ramos pensaba en términos de “articulación” de diversas instancias, fundamentalmente la experiencia marxista “de indias” y la experiencia peronista “de la clase obrera”. Por supuesto, esta inicial intuición fue desplegada por Laclau a través de la lectura y reinterpretación radical de Althusser, Gramsci, Derrida y Levi-Strauss, en una apuesta teórica altamente riesgosa e imaginativa. No creo que esté muy equivocado el intento de remitir al actual pensamiento de Laclau a aquellos orígenes de la “izquierda nacional”, haciendo ahora la correspondiente salvedad sobre el modo completo en que se va desarrollando su pensamiento, hacia una teoría general de las retóricas políticas. Pero del modo que sea, la cuestión revela la esponjosidad y capacidad permanente de impregnación que tiene todo canon, aunque quizás Sarlo lo haya incorporado para crear efectos solamente irónicos. Las peripecias del pensamiento de Laclau revelan más de lo que creeríamos sobre el modo en que las trabazones conceptuales de los años sesenta argentinos se dispusieron en relación a las nuevas filosofías del lenguaje. Llamaríamos a eso el adelanto y reafirmación de un canon en una instancia superior.
En el artículo de Beatriz Sarlo se hacen enumeraciones que sin ser caóticas –no lo son para mí- en su aspecto de batiburrillo quieren sugerir que el canon que critica es heteróclito, o bien una serie que no se mira en ningún espejo de coherencia. Pero Cátulo Castillo, Hugo del Carril, Rodolfo Walsh, Enrique Discépolo, Homero Manzi, junto a la saga de la “izquierda nacional”, provienen de un sector muy explorado de la conmemoración popular, artística y social argentina. En este caso, opino que las adelantadas poéticas de estos autores, influídos por el modernismo, el simbolismo y un sutil decadentismo –con mucho de Rubén Darío detrás-, no solo proponen una cosecha llena de saltos e hiatos, como creo que deben ser estos agrupamientos de modo de hacerlos libres y autónomos de cualquier ritualismo oficial-, sino que revelan un principio elemental de la construcción de linajes, que es la autointerrupción. Walsh interrumpe ni más ni menos que a Borges; Hugo del Carril, por el contrario, itersecta a Manzi –hay que recordar Milonga triste, cantada por el primero y escrita por el segundo-, con lo que el canon queda en estado de incorporación incesante y contorno traslúcido. Siempre algo sale o está saliendo y algo entra o está entrando en él. Como un cuerpo invadido y sacrificado.
No concibo de otra manera el canon argentino reconstructivo del carácter de la crítica. La revista Contorno fue el último gran proyecto de ver el canon de una manera similar a la que proponemos. La revista Punto de vista, al parecer, fue más tímida, no cuestionó el de Contorno, pero su “Merleau-Pony” o su “Sartre” fueron Raymond Williams y Roland Barthes. Con esto quiero decir que por un lado, el canon admitía varias napas (la nacional con su “modernidad” literaria) y la de la crítica extraída de bibliografías que venían amasadas largamente por la crisis del “marxismo de superestructuras” y las nuevas sutilezas en la “interpretación de los signos”. Hace tiempo Ch. Fielding recuerdo que había publicado un anticanon respecto al que tenía a Macedonio Fernández como capitoste en vigilia constante, sin ojos abiertos. Proponía a Pepe Bianco como señal de cabecera. Sin desdeñar a esta figura exquisita y problemática, era perceptible el movimiento de debatir con el elenco de Piglia (Macedonio-Arlt-Borges) que sin embargo había conseguido un armazón persistente y accedido a un estadio novelesco cuya impresión fue larga y aún perdura: Respiración artificial. Quizás queda ahora como un navío flotando en un ensueño cercano que se mira a la distancia, pero no apto para la fácil travesura de dejarlo de lado de un plumazo improvisado, por gracioso que fuera. Fogwill ha decidido andar sin canon, por lo que ha sustituído los imperceptibles movimientos que se exigen para crearlo, por una autocelebración clonesca de su figura y un dolorido acto paródico de literaturas pulsionales de arcano sabor beatnik.
Reclamo ahora la atención al lector para un ejercicio de Canon que hicimos en la Biblioteca Nacional, a propósito de una addenda en la conocida historia de El Eternauta, de Héctor G. Osterheld. Con guión de Juan Sasturain y dibujos de Solano López (el dibujante del relato original), se relataba un giro de la narración clásica por el cual los resistentes que iban por avenida Santa Fé hacia Congreso, desvían en la calle Agüero hacia el norte y se topan con el edificio de la Biblioteca Nacional (era una fantasmagoría, el edificio es de comienzos de la década del noventa y El Eternauta está datado a fines de los cincuenta). Allí se da “la batalla de la Biblioteca Nacional” y en uno de sus episodios, una “Mano” ve sobre una mesa un conjunto de libros y los interpela a los resistentes –Juan Salvo, el físico Favalli, el obrero Menéndez, el historiador Mosca, el violinista Polsky- respecto a sus lecturas: ¿Esto leen? ¡Con razón su cultura es tan indescifrable, contradictoria! ¡Con razón los llevó a tantos errores!
Y sobre la mesa, en desorden, están los libros de Martínez Estrada (Radiografía de la Pampa), de Scalabrini, el Plan de Operaciones, Arlt, Marechal (Adán Buenosayres), Martín Fierro, Jauretche, Walsh, Girondo, Saldías, Borges, Manuel Gálvez… Es el canon de esta época turbulenta, al que Sasturain le ha puesto el picante de su experiencia de crítico próvido, que sabe mezclar las barajas y obtener de ellas los caminos alternativos de la actualidad. Así se retratan las diversas orientaciones contradictorias que caracterizan una cultura activa. El canon es contradicción, no linaje.
Retengamos la presencia de Radiografía de la pampa en esa construcción moral e intelectual que el Mano desprecia. Ese libro de 1933 sostiene una teoría sobre el clásico tema de “civilización y barbarie” que implica una honda innovación sobre este antagonismo que funda la rareza e inestabilidad de todas las culturas. Hacia su final, afirma que “triunfó la barbarie pero bajo la forma de civilización”. Esta retorsión de los términos sarmientinos arroja resultados inesperados para la interpretación de la historia nacional de luchas y lecciones de la cultura social en sus movimientos complejos. Se incluye ahí un juicio sobre el estado, la técnica, la oquedad de las instituciones, la salvación de la vida popular por la vía de ensalmos colectivos, las napas encubiertas del lenguaje en las que se juega la libertad o la sumisión, la posibilidad que surgiese, como tema de estructura profética, un agente desmistificador que volviera sobre sus pies las verdades que ahora se resisten de cientificismo, culturalismo y espectáculos del buen burgués. Sus ideas sobre el plano interior de los hechos sofocados por la razón instrumental, hicieron de Martínez Estrada un fácil blanco de los que, creyendo atacar al vitalismo, al nietzschismo con ingredientes bergsonianos, a un intuitivismo con vetas simmelianas, a un telurismos con apariencia irracionalista, atacaban a uno de los cimientos más importantes de la reconstrucción del lenguaje de la crítica social argentina.
Este lenguaje pasó cerca de las izquierdas sociales y lejos de la lengua nacional popular, que en la caracterizada figura de Arturo Jauretche, consideró a Martínez Estrada un pensador de lenguajes exógenos a la cuestión nacional, con raíces conservadoras agropecuarias, en razón de poseer el escritor una porción escueta de campo en las cercanías de Bahía Blanca, fruto del premio nacional de literatura por el libro que comentamos. Era una suerte de chisporroteo marxista del gran inventor del neogauchesco social del siglo veinte. Pero Jauretche sabía que no podía reducir a un determinismo económico el pensamiento de Radiografía de la pampa, como el del propio Jauretche mismo no podría reducirse a una encarnación de los intereses de la burguesía nacional. Se trataba de dos órdenes mentales y lingüísticos diferentes, que sin embargo tienen semejantes hipótesis de relación entre la crítica social y las corrientes culturales que formaron el país. Incluso, Martínez Estrada y Scalabrini Ortiz propugnan el mismo modelo de reflexión sobre las luchas: entre la autenticidad del subsuelo y la falsedad de las superficies en donde se dan las prácticas políticas y estatales cotidianas. Un psicogénesis de irrupción unía las dos esferas y marcaba el momento de la recuperación del ser social.
Es evidente que visto así, el canon nacional popular reclama a Martínez Estrada y este podría ingresar a ese canon, que ya no sería el mismo, exigido de abandonar las calcificadas trincheras intelectuales tal como estaban diseñadas hacia los años 60. En su artículo, Beatriz Sarlo, indica que el canon nacional que describe tan mordazmente, no consiste sino en un “mito identitario”, por lo tanto en una certeza fija que ya no está en condiciones de analizar problemas reales sino de una construcción imaginaria que vive de una leyenda de persecución, que de hecho ya no existe. Sin duda, considerar que una existencia vive la vida disminuída que le provoca una injusta persecusión, alimenta su voluntad de ser y perseverar. No ocurre nada diferente cuado se cita a Mitre, Alem o Juan B. Justo, aunque todos tengan múltiples sitiales conmemorativos en el espacio público, como Scalabrini Ortiz o en menor medida Jauretche, y es cierto que casi nada Puiggrós o Cooke. Pero no son olvidados. Por mi parte, concibo favorablemente un mito no identitario, sino lo que llamaría un “mito de lectura”, que es lo que hace florecer la interpretación inesperada y el cruce súbito, extemporáneo, de significados que parecían establecidos y no lo estaban. Es que en esencia, si hay canon capaz de actuar en la cabeza de los hombres del presente, siempre debe operar abierto a nuevos signos interpretantes. Borges es el ejemplo de cómo jugó con sus adoptados mitos de lectura–Stevenson, Coleridge, Chesterton, Macedonio- y los desmontó a todos con su poderosa idea de que cada obra nueva revisaba las raíces del establecimiento anterior, como una dialéctica maldita que repartía las cartas nuevamente. Borges fijó todos estos procedimientos en paradojas profundas, revisando la gauchesca –que en un primer momento le permitió asociarse a Jauretche- y los linajes argentinos en su completud, vacilando entre Martín Fierro y Facundo y poniendo, sin decirlo, su aventajada obra nueva como desarreglo general de la Gran Tradición –para usar la expresión de Sarlo.
En cuanto a esa tradición en su magna expresión, las corrientes nacional-populares no pueden eximirse de un igual trastorno: concretamente, si hablamos de la historiografía rosista, ya no puede considerarse más importante el buen libro de Ernesto Quesada, La época de Rosas –Quesada era bismarckiano- que el libro del antirrosista Ramos Mejía, Rosas y su tiempo. Esa Gran Tradición nació del liberalismo ilustrado, es una escisión del mitrismo, así como hoy el diario La Nación no puede originar de sí mismo nada más que una defensa descarnada del propietarismo económico en prosa corporativa, una mitología de clase amenazada y un periodismo cultural que intenta abarcar intereses más allá de sus fronteras victorianas, pero fracasa al reconcentrarse nuevamente en su misión de época, sofocar como sospechosa la renovación intelectual contemporánea. De todos modos, La Nación siempre se jactó de conocer a “su antagonista esencial”, pero en los últimos tiempos no consiguió más que demonizarlo al compás de las simplificaciones arrogantes de Aguinis o del integracionismo final aplicado a las derechas peronistas por “Mariano”, con complacencia de éstas. Me pareció que el artículo de Beatriz Sarlo encarna otra posibilidad polémica y creí que se abría, porque no, un ejercicio para ciertas apostillas en sede parroquial. Esto, más allá del espolón dirigido a la actualidad política que tiene su artículo. En él late no tan secretamente la invocación -cierto que con tintes de ironía fina- hacia cierto republicanismo político que el propio Perón pudiera haber encarnado mejor que quienes en su nombre lo invocan en el presente.
Pero no era ese mi tema. Me atraía mejor el tema de la construcción del canon de las novedades políticas que podrían surgir de las memorias nacional populares. No quiero olvidarme de Leónidas Lamborghini, que no lo trata como algo al que hay que quitarle o agregarle algún elemento, sino que lo revisa en su voz sofocada, en su aullido interno, para extraer un grito primigenio de una hojarasca de escritos mitológicos, folletinescos o estatales. El procedimiento es paródico, pero esto no sería novedad sino hubiera de por medio una fenomenología de rescate de la experiencia política originaria y olvidada. En cuanto a Favio, el uso del auto sacramental en el cine, asociándolo a la gesta peronista, le otorga a todo el paisaje social una irrealidad artística que lo vincula al gran emblema hagiográfico medieval –pero revolucionario en el modo en que él lo invoca. Daniel Santoro es otro ángulo del canon, Las imágenes augustas heredadas están hendidas por la parodia y marchan al cadalso como precio para gozar de una nueva vida. Las luchas sociales son comentadas por una concepción angélica y de lucha terrenal. La memoria caligráfica del peronismo obtiene un rasgo de blasfemia colegial y las esfinges nacionales forjan el carácter de un ideograma alegórico pero secretamente burlón. En la obra de Santoro la beatitud y la guerra surgen del peronismo tomado como un depósito de ruinas. En ese andurrial plagado de detritus, como si alguien hubiera destrozado un museo peronista y ahora se lo repara con una post-literalidad onírica, surgen imágenes aventuradas, desmomificadas y vueltas a momificar en un nivel superior. Hay un candor sobre el bien y el mal en Santoro, sobre el modo en que lo uno se convierte en lo otro, como placer oscuro del educador que dice enseñar lo níveo para coquetear con lo siniestro. ¿Es éste el otro canon peronista? Si lo es, es al precio de inhabilitarlo para la política pues le cierra su camino hacia la actualidad a fuerza de convertirlo en una iconografía universal sobre el drama de la institución política y de los mitos sociales. En ese sentido, sí, podría decirse que algún aspecto de lo actual –como autocrítica, seguro- puede irradiar esta gran obra pictórica.

Mejor sería no cerrar el canon, y un poco más allá, mejor sería no construirlos. Pero, al existir, nos reclaman póstumos fervores o aceptaciones ya catalogadas. Concibo la vida del canon como sigilosa y citable, casi una divina inutilidad. Pero los dioses bajos nos demandan. Quise partir del canon nacional popular, puesto que había sido invocado, y ponerlo en tratos más adecuados con la actualidad que nos rodea. Ella sí que es pura intensidad sin canon. Y éstos, por cierto, como catalogadores de los hechos nuevos, tienen preparada la etiqueta y el anaquel topográfico. La lucha de los cánones es un conflicto de anaqueles.

A treinta años de un debate que hizo historia/ Ulises Gorini

Cultura, ética y política
A treinta años de un debate que hizo historia

Por Ulises Gorini*

(para La Tecl@ Eñe)

Todo empezó en Atenas. Los demócratas acababan de triunfar sobre los Treinta Tiranos y, para sorpresa de estos últimos, los vencedores anunciaron el perdón a sus enemigos. Fue en el año 403 A.C. y se conoce como la primera amnistía.
Desde entonces hasta avanzado el siglo XX, el olvido de los eventuales crímenes cometidos en el marco de las luchas políticas y la consiguiente neutralización de la justicia acumuló una larga tradición, en la cual adquirió un marcado signo de progresividad.
La Argentina no solo no era una excepción a esta regla, sino que había aportado una larga saga de amnistías que, por lo general, sucedían luego de enfrentamientos políticos agudos, levantamientos armados, dictaduras y otros acontecimientos en los que la violencia se manifestaba con particular intensidad.
Pero a finales de esta centuria, un grupo de mujeres con pañuelos blancos sobre sus cabezas contribuyeron decisivamente a producir un cambio cultural, político, ético e ideológico fundamental en la historia de la humanidad.
En 1979, una delegación de Madres de Plaza de Mayo viajó a Brasil para participar de un encuentro con otros movimientos y organismos de derechos humanos del continente. La idea de la reunión era compartir experiencias, discutir políticas y, en lo posible, coordinar acciones conjuntas frente a problemas comunes: la represión, los asesinatos, la desaparición de personas. Al igual que la Argentina, Brasil estaba gobernado por una dictadura, pero mientras todavía la Junta Militar local se mostraba muy fuerte, en el país hermano el gobierno de Joao Figueiredo empezaba a flaquear bajo la presión de dos consignas que abrirían paso a un proceso de democratización: el llamado a elecciones y la aprobación de una amnistía. Ambas eran consignas del movimiento de resistencia.
¿Amnistía? Al escuchar ese reclamo de los movimientos de derechos humanos del Brasil, las Madres no salían de su asombro. Se preguntaban cómo era posible que un movimiento de resistencia planteara el reclamo de una medida que no sólo liberaría a los detenidos del movimiento popular y revolucionario y que permitiría el regreso de miles de militantes que habían escapado a las garras de la represión, sino que, al mismo tiempo, dejaría impune a los criminales de lesa humanidad que habían ejercido esa represión.
Para el movimiento popular brasileño, al menos para la mayoría de sus componentes, la consigna no presentaba discusión alguna; es más, se correspondía con la tradición de las luchas populares que, al término de ciertos períodos de represión y al comienzo de procesos de transición, reclamaban la ampliación de las libertades civiles. Esa misma era la tradición de todos los movimientos populares y revolucionario de América Latina y el mundo; la amnistía figuraba en todos los reclamos de la izquierda latinoamericana. Pero no era el caso de las Madres.
Esas mujeres del pañuelo blanco, cuya imagen empezaba a conocerse en todo el mundo, hasta el punto de que en pocos meses más –a principios de 1980- serían candidateadas al Premio Nóbel de la Paz mantenían una relación compleja con las tradiciones del movimiento popular de la Argentina y del resto del mundo. En este punto concreto, pensaban que la amnistía no era una consigna del campo popular sino una necesidad del enemigo para garantizar la impunidad de sus crímenes.
En aquella oportunidad, en Brasil, el debate fue muy duro y no pudo saldarse. La mayoría de los participantes se fueron del encuentro con la misma opinión con la que habían llegado. Pero se había sembrado una semilla.
En ese mismo año de 1979, el dictador Figueiredo dictó una amnistía, limitada y amañada, pero celebrada por la mayoría de los sectores populares del Brasil como una conquista arrancada al régimen. Treinta años después de aquella ley de perdón y de otras leyes que se dictaron posteriormente, la mayoría del movimiento popular del Brasil, en especial los vinculados a los derechos humanos, tiene que luchar y lo está haciendo contra aquella trama jurídica que cristalizaba la impunidad. ¿Qué y por qué cambio?
Desde 1979, las Madres sostuvieron que la libertad de los militantes populares no podía sostenerse como moneda de cambio de la libertad de los criminales de lesa humanidad que habían encarnado dictaduras a lo largo y ancho de América Latina. La libertad de esos militantes debía sostenerse en el debate ideológico y político que demostrara la legitimidad de sus luchas. Y en razón de esa misma legitimidad no podía ponerse en la misma balanza las acciones de los militantes populares y los crímenes de los que detentaron el poder a contrapelo de la soberanía popular y la democracia. La aspiración a la libertad de los compañeros, aún en condiciones de una correlación de fuerza desfavorable para el campo popular, no podía ser materia de una negociación que garantizara impunidad para los represores. Ética y política sellaban un pacto indisoluble.
En el transcurso de los últimos 30 años, las Madres ganaron ese debate. Hoy la amnistía se ha convertido en una mala palabra en Brasil, en Chile, en Uruguay como en la Argentina y otros tantos países. Un documento de las Naciones Unidas que hace una evaluación de las condiciones de impunidad en el planeta reconoce en aquella postura de las Madres un punto de inflexión en la historia de la humanidad.
La posición de las Madres era solitaria no sólo en América latina sino también en la Argentina, pero con el paso del tiempo y la lucha, comenzó a convertirse en hegemónica. Sólo unos pocos, dentro del campo popular, defendieron las amnistías y muchos menos los indultos que canjeaban la libertad de Videla y Massera por la de dirigentes Montoneros, aún a pesar de la aceptación de esos indultos por parte de Firmenich y otros. Incluso algunos años después de esos acontecimientos, cuando en plena década infame, la del menemato, miles de militantes populares se encontraban procesados por diversas acciones de lucha que pretendían ser encuadradas por la justicia del régimen en el código penal, se abrió una interesante discusión en la Central de Trabajadores Argentinos: ¿había que pedir o exigir una amnistía, una suerte de perdón para evitar que los militantes populares terminaran en la cárcel o había que exigir su desprocesamiento fundado en que las acciones protagonizadas por esos militantes no podían tipificar nunca un delito, porque cuando se cortaba una calle o una ruta no se estaba violando la seguridad pública sino que se ejercía el derecho de peticionar ante las autoridades, sin más recurso que ese? Como resultado del debate, se concluyó en exigir el desprocesamiento y rechazar cualquier tipo de amnistía. La amnistía comenzaba a ser así una mala palabra.
El cambio cultural que ha implicado aquella inicial postura de las Madres de Plaza de Mayo es fabulosamente impactante: ha empezado a cambiar la cultura política –en su más amplia acepción, que no sólo incluye las prácticas políticas profesionales, sino las representaciones y creencias de los sectores populares en general-, estableciendo lazos firmes entre política y ética. Y su impacto ha ocurrido en nuestro país y también en el resto del mundo. Una seña positiva que los argentinos hemos aportado a la cultura universal: la de esa universalización de los valores humanos que no tiene nada que ver con la globalización capitalista.
*Historiador y Director de Acción Cooperativa

La Columna Grande/ Fútbol fácil/ Alfredo Grande

FUTBOL FACIL

escribe ALFREDO GRANDE



“cuando el estado se opone a la violencia, no es para suprimirla, sino para monopolizarla” (Freud, Sigmund. El malestar en la cultura.)
“al Estado hay que pedirle todo. Del Estado no hay que esperar nada” (aforismo implicado)

especial para LA TECLA EÑE


En los lejanos tiempos donde todo parecía más sencillo (mundo bipolar) se decía lo siguiente: hay cuatro tipos de países: desarrollados, que tienen todo; subdesarrollados, que no tienen nada; japón que con nada tiene todo, y argentina, que con todo, no tiene nada. Después vino el aplauso al default, luego las ovaciones al salir del default. Parece que a los argentinos les gusta ovacionar. En esos mismos lejanos tiempos, Argentina era un país europeizado con america latina en su interior. En la actualidad, es un país latinoamericanizada con algún enclave europeo en su interior. Pero como sigue siendo cierto que la ideología es siempre ideología de la clase dominante, aparentemente para los investigadores europeos los argentinos son los que más índice de felicidad tienen. Para este estudio[1] los argentinos son felices, y además, están ocupados de las situaciones sociales. Lo curioso es que la nota tiene una foto de varios amigos en un bar, con rostros que oscilan entre la felicidad, la beatitud, el autismo afable y la sonrisa catatónica. El detalle es que hay en la mesa una notebook abierta, lo que ubica a la simpática barra de amigos en el código A1B1 de la felicidad bancaria. Por lo tanto si la derecha se está ocupando del tema de la felicidad, cuando siempre ha sido una fábrica de desgracias, estamos en serios problemas. Mas acá que el canta/autor/gobernador Palito será el profeta de la felicidad en formato burgués. En la actualidad de nuestra cultura, la derecha es hegemónica. Mas allá del discurso, haber atado la felicidad al consumo, es un triunfo absoluto, y aunque tiene un alto costo, igual lo pagan los consumidores. A mi entender, la mayor tragedia del kirchnerismo es no haber modificado, mas bien acentuado, lo que denomino la subjetividad de mercado. En otros términos: la voz cantante, aunque desafine bastante, es de la clase media, ávida de comprar y comprar y comprar. El aviso de una talentosa cantante, musicalizando la manía consumista con un “me das cada dia mas…”, lejos de ser una invocación al goce sexual desenfrenado, es apenas un acompañamiento al goce consumista. Lo interesante de ese aviso es que los clientes y el vendedor miran a la cantante como si estuviera loca. En realidad, lo está. Pero no mas que los compradores, los vendedores, los que se financian con tarjetas, los que van al súper mercado siempre el día en que no hay descuentos, etc., etc. Mas que la cultura del trabajo, se sigue propiciando la cultura del consumo. Más bien dicho: consumismo, que es consumir consumo, aunque no necesariamente se consuman objetos. La Argentina latinoamericanizada con algún enclave europeo mantiene su brutal porcentaje de indigentes y pobres (algunos se duermen pobres y a la mañana siguiente se levantan indigentes, lo que algunos gurúes ya llaman bipolaridad de clase) Las necesidad básicas insatisfechas, es la marca de fábrica del salvaje capitalismo, que de tan serio ya está mostrando su pésimo carácter. El kirchnerismo ha logrado, como siempre “rezaron” los curas, hacer del vicio, virtud. Perder por poquito obligó al elenco gobernante a avanzar con proyectos que durante 6 años (nada menos, nada mas) estuvieron ausentes. Incluso se avanzó por el carril contrario, al prorrogar no hace mucho, o hace mucho porque fue antes de las últimas elecciones, la concesión a los odiados monopolios. Como los medios justifican el fin, una ley de la dictadura, que no había podido ser modificada por sucesivas intentonas democráticas, incluyendo la del último ex presidente, finalmente entre gallinas y medios días, fue aprobada. Y naturalmente, renace de las cenizas el “gato felix” del pensamiento binario. Si no se apoya la ley de medios con furia militante, entonces quedamos en el campo del gorilismo de clarinete. Estamos intentando en esta sociedad patriarcal superar los binarismos de género, y sin embargo no es posible superar los binarismos ideológicos. La parte siempre será el todo, y entonces tener pensamiento crítico sobre la ley de medios y sus circunstancias, es un certificado de descalificación inmediata. Pero con cualquier ley pasa lo mismo. ¿Nos atenemos a su letra o tratamos de entender su espíritu? Y creo que la dimensión espiritual de la política es para nosotros más importante que la dimensión material, que también se la conoce como posibilismo, real politik, o directamente, políticas correctas. Lo mismo pasará con el veto de la ley de glaciares, que cuando finalmente se vuelva a votar con modificaciones, terminará siendo otro logro del Ejecutivo. Así están las cosas. Por eso todos los que cuestionamos la política del pan y circo, mas allá que últimamente hay menos pan y más caro, y más circo, y más barato, quedamos literalmente off side con el fútbol fácil. ¿Cómo negar mi orgasmo de consumidor por débito automático cuando multicanal me avisa que se descontará el abono del fútbol codificado? Pero más allá de mi pequeño placer de bolsillo, la víscera más sensible como decía el General, no podría compartir cualquier arreglo que incluya a Grondona (sea Mariano o Julio) en algo que se presenta como un éxito de las políticas populares. Una de las crías del proceso es también, el presidente de AFA, delfín en su momento del recontra almirante Lacoste. Nada le impide al que fue delfín de la dictadura ser la orca de la democracia.
En el país del pago fácil, del gatillo fácil, el fútbol fácil me suena a táctica de mercado, mas que a estrategia cultural. Después de todo, debo aceptar que hay muchísimas personas a las cuales el fútbol no les significa nada, mas que tedio. No es mi caso, por cierto, que puedo ver incluso la primera D, y eso solo cuando quiero ver buenos partidos. Pero embanderar a la televisión pública en una causa nacional con el fútbol, cuando está probado que la patética clasificación de argentina, o las invitaciones a la fellatio de su director técnico, o las andanzas lamentables del No Salvador Bilardo, nada tiene que ver con impedir que 25 chicos menores de un año mueran por día en la argentina. La Marcha de los Chicos del Pueblo tiene una dignidad que el fútbol fácil no podrá igualar jamás. Porque luchar contra la peor de las injusticias no es nada fácil. Pero absolutamente necesario.



[1] Nota de La Nación.

Modelos socioculturales del poder VIII/ Identidades Estalladas/ Enrique Carpintero


Modelos socioculturales del poder VIII

Identidades estalladas

Por Enrique Carpintero

(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Carlos Alonso

Como afirmábamos en anteriores artículos el poder no se agota en los aparatos de funcionamiento del Estado, los partidos políticos y los grupos económicos sino fundamentalmente se encuentra en cómo se relacionan los sujetos en la sociedad. En este sentido la fortaleza del poder no está solamente afuera ya que también la encontramos en nosotros mismos organizando nuestra subjetividad en identidades adecuadas a las formas que imponen las clases dominantes.

Acerca de la ética. Se conoce obrando y se obra conociendo de manera que conocer es hacer y hacer es conocer. En este hacer se pone en juego lo que plantea la ética: hacernos responsables de nuestros actos. Por ello no hay ética más que con los otros.
La ética de Spinoza no responde a la pregunta ¿qué debo hacer? o, ¿qué pasará si no hago lo que debo? No es el “deber ser” la palabra de la ética de Spinoza sino una ética materialista del “poder ser”. Obrar éticamente consiste en desarrollar el poder del sujeto y no en seguir un deber dictado desde el exterior. El ser de Spinoza es poder y potencia, no deber. La cual se realiza a través del conocimiento de las propias pasiones para realizar una utilización de éstas que las conviertan de pasiones tristes (el odio, el egoísmo, la violencia, etc.) en pasiones alegres (el amor, la solidaridad, etc.). De esta manera el objetivo de la liberación ética es pasar de las pasiones tristes a las pasiones alegres.

Para Spinoza necesidad y libertad no son contrarias. Lo contrario de necesidad es accidente, el de libertad, sometimiento. Por ello trata de resolver los interrogantes de la condición humana y su sometimiento al poder: ¿Por qué el ser humano lucha por su servidumbre como si lo hiciera por su salvación? ¿Por qué escucha más a los que lo envilecen, engañan y lo llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a independizarlo?

La idea de libertad tal como es reconocida por el sujeto es una creencia imaginaria. Para Spinoza la creencia en la libertad de la voluntad proviene del hecho de que el sujeto tiene conciencia de que realiza acciones de acuerdo a su deseo, pero en realidad lo que ocurre es que ignora las causas que lo llevaron a realizar dichas acciones. Por ello la libertad del sujeto esta en conocer las razones de su acción para hacerse responsable de sus actos. En este sentido el sujeto es libre cuando se apropia de su capacidad de obrar. Es decir, cuando está determinado por ideas adecuadas que derivan en afectos activos. La libertad está vinculada a la potencia de ser y a lo que de ella se deriva: la alegría de lo necesario. No es la voluntad y lo que la regula socialmente. En este sentido la identidad en Spinoza es la identidad de lo posible y lo necesario. Es la identidad de la potencia de ser.

En la actualidad el vaciamiento de la subjetividad deviene de un imaginario social donde sólo existe la libertad de tener y el poder de dominar. Su resultado es que no potencia la capacidad de elegir ya que, no sólo la limita a la población que vive en la pobreza, sino que restringe la libertad al banalizar su potencia. Las características del actual capitalismo mundializado es saber adecuarse a lo más primario de la subjetividad de todo sujeto: su egoísmo y su crueldad. Es decir, la afirmación de una identidad que se alimenta del odio y vive del miedo. Estas circunstancias no son un defecto que al poder le interese corregir, por el contrario, son las condiciones necesarias para que se siga reproduciendo su sistema de dominación.

El vaciamiento de la subjetividad. La identidad es un permanente proceso de construcción y reconstrucción que depende de una subjetividad creada en la relación con los otros en el interior de una cultura. El proceso de mundialización capitalista ha llevado que estallen las identidades individuales y colectivas características de gran parte del siglo XX. La reorganización de la esfera estatal y económica que comienza a mediados de los setenta y se desarrolla, particularmente en la Argentina, durante la dictadura militar para afianzarse en los noventa, realizó un inmenso trabajo político tendiente a ejecutar un programa de destrucción metódica de los colectivos sociales capaces de cuestionar la lógica del mercado capitalista. Su resultado es que la cultura ha dejado de ser un espacio-soporte libidinal y simbólico generando una subjetividad donde predomina lo negativo: la sensación de vacío, la nada, en definitiva la violencia destructiva y autodestructiva. El individuo solo, aislado y sin poder, debe encontrar la forma de sobrevivir. Este vaciamiento de la subjetividad ha generado una sociedad fragmentada desde el punto de vista de sus modos de vida y su sociabilidad cuestionada parcialmente por diferentes sectores sociales que en la lucha encuentran formas de hacer comunidad.

Es en el espacio urbano, quizás debido a la gran concentración de sus habitantes, donde se muestra espacialmente lo que se inscribe en la subjetividad de aquellos que lo habitan. De esta manera encontramos formas de vida antitéticas y de conexiones complejas donde el miedo se constituye en un ordenador social. Por un lado, sectores de altos ingresos en barrios cerrados y edificios vigilados y, por otro, la segregación de los pobres en asentamientos y villas miserias. En el medio aparecen zonas intermedias entre ricos y pobres caracterizadas por la privatización cuyo eje de socialización son los shopping. Es decir, mientras se produce un avance de los espacios residenciales con la construcción de viviendas para sectores de alto poder adquisitivo encontramos el aislamiento de los pobres que se vincula a la escasa posibilidad de integrarse al mercado laboral ya que cuando lo hacen sólo pueden conseguir trabajos precarizados y en “negro”. También debemos señalar el deterioro de los servicios públicos, en especial la educación y la salud, en beneficio de empresas privadas. Esto determina que en la actualidad, con diferentes políticas económicas, continúa el modelo neoliberal de representación social de dominación al reforzar la exclusión social y el aislamiento de los pobres.

En este sentido, como plantea Pierre Bourdieu:

Las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder simbólico. En la lucha simbólica por la producción del sentido común o, más precisamente, por el monopolio de la nominación legítima, los agentes empeñan el capital simbólico que adquirieron en las luchas anteriores y que puede ser jurídicamente garantizado.

De esta manera, los sectores dominantes utilizan su “capital simbólico” para nombrar las identidades colectivas que permiten mantener las formas de dominación en que ese poder se perpetúa. Es en el discurso mediático donde encontramos la denominación de una subjetividad construida en la ruptura del lazo social: la “gente” y los pobres. Todos son “gente” mientras puedan mantener cierto poder adquisitivo. La “gente” son los que consumen. Por supuesto, hay “gente” más importante que otra. Estos son aquellos que, desde un nuevo phatos subjetivo, hacen un culto del individualismo exhibiendo su fortuna como paradigma de una supuesta felicidad familiar. En este mundo privado, hecho público a través de los medios de comunicación, los pobres son arrojados hacia el desarraigo, la confusión y las márgenes de la sociedad. La visibilidad de la “gente”, transmitida como modelo identificatorio para el conjunto de la sociedad, tiene que sostenerse en la invisibilidad de los pobres. Ellos no deben molestar, por el contrario, tienen que padecer en silencio la precariedad de sus condiciones de vida. Es así como la preocupación por la pobreza tiene características autoritarias asociadas a mantener la seguridad y la libre circulación.

En este sentido los noventa finalizaron en relación a los sectores políticos que gobernaban el país pero, con diferentes variantes, continúan en la actualidad en el imaginario social de dominación. Por ello las luchas políticas, sociales y culturales que llevan adelante las nuevas formas en que aparecen las identidades de clase, de género y generación deben tener en cuenta lo que sostiene Bourdieu:

Para cambiar el mundo, es necesario cambiar las maneras de hacer el mundo, es decir la visión del mundo y las operaciones prácticas por las cuales los grupos son producidos y reproducidos.

Este artículo esta basado en el texto: Carpintero, Enrique, “La identidad de la alegría de lo necesario”, revista Topía, Nº 46, abril de 2006.

Bibliografía
Bourdieu, Pierre, Cosas dichas, Editorial Gedisa, Barcelona, 1993.

Carpintero, Enrique, La alegría de lo necesario. Las pasiones y el poder en Spinoza y Freud, segunda edición corregida y aumentada, editorial Topía, Buenos Aires, 2007.

Rozitchner, León, Freud y el problema del poder, editorial Plaza y Valdés, México, 1987.

Spinoza, Baruch, Ética, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1982.

Wortman, Ana, Imágenes publicitarias / nuevos burgueses, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2005.

Reflexiones acerca del odio social/ Ronaldo Wright

REFLEXIONES ACERCA DEL ODIO SOCIAL

Por Ronaldo Wright
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Pérez Celis

El director periodístico de La Tecl@ Eñe me ha invitado a reflexionar sobre el odio social; ese fenómeno recurrente que hace su aparición y se consolida en los grupos, en las instituciones y en la comunidad toda. Digamos para comenzar que el odio social es un sentimiento negativo de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia los otros, a quienes incluso les llegamos a desear el mal. Nótese que Odín es el supremo dios nórdico de la guerra y rey del país de los muertos (Walhalla), por lo que este tema está íntimamente relacionado con la muerte, la pelea y el desprecio. El odio es con frecuencia el preludio de la violencia y, sin embargo, es una manifestación tan válida y habitual como cualquier otra que pueda experimentar un ser humano.

Sabemos que nuestra esencia más profunda consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, entre los que se encuentran el odio y la destrucción. Tales impulsos surgen casi desde el principio formando parejas de elementos antitéticos, que conocemos con la denominación de ambivalencia de los sentimientos. Esta ambivalencia se refiere a los vínculos a cuatro vías, es decir los otros son buenos: los amo y me aman, y a la vez son malos: los odio y me odian. Ya desde los tiempos de Empédocles, los dos principios fundamentales constituidos por el amor y la discordia eran equivalentes a nuestras pulsiones originarias, Eros y Thanatos. El primero es el dios del amor, mientras que al hablar de lo tanático designamos a las pulsiones de muerte y de destrucción.

Vemos en el odio social una relación con nuestros semejantes más antigua que el amor. Las pulsiones de muerte se dirigen hacia nuestro interior y tienden primero a la autodestrucción; luego se encaminan hacia el afuera con su característico tinte agresivo. Podemos considerarlas como las pulsiones por excelencia, en la medida en que en ellas se realiza la vuelta al estado inorgánico de todo ser vivo, como así también nuestra constante compulsión a la repetición. Eso que está constituido por lo anímico primitivo es imperecedero, por lo que en nuestras conductas sociales cotidianas obedecemos más a dichas pasiones que a nuestros propios intereses. Desde ya, una gran cuota de este odio al que aludimos es inconsciente; se encuentra oculto, implícito o en estado latente.

Pareciera, entonces, que lo enigmático no es intentar comprender por qué existe el odio y el desprecio social, sino que la pregunta del millón sería por qué habríamos de amarnos los unos a los otros. En la historia primordial de la humanidad domina, con creces, el odio y el aborrecimiento por encima de cualquier afecto tierno y amoroso. Ya desde muy pequeños la educación escolar de historia —nacional y universal— no es otra cosa que una serie de asesinatos de pueblos; al igual que el relato de las religiones tal como se las enseñamos a nuestros niños. Los viejos odios seculares se despiertan con el más mínimo pretexto entre cristianos, judíos y musulmanes. Un verdadero ciclo infernal ante el cual las Naciones Unidas lucen impotentes sea para resolverlo, sea para impedirlo.

Las cruentas guerras que arrastran tantas muertes se siguen fundamentando en el derecho de los vencedores, en el derecho de suelo, en el derecho de sangre. Los genocidios, las invasiones, las conquistas, los exterminios, las cruzadas… ¿acaso no están hablando del reinado del amor y la compasión en el mundo? El “amarás a tu prójimo” ha sido impuesto como un mandato, tal vez a sabiendas de que casi nadie iba a obedecer semejante orden. La misma fue claramente desoída por los conquistadores de nuevos mundos, por los traficantes de esclavos negros, por los mentores de terribles atentados terroristas, por los hacedores de todos los holocaustos, e incluso por los sádicos desaparecedores de personas y apropiadores de niños a lo largo y a lo ancho de nuestro país.

Citamos solamente unos pocos ejemplos para que se entienda algo de lo que estamos hablando. Insisto una vez más: ¿por qué habríamos de escandalizarnos ante la aparición del odio social en los grupos, en las instituciones y en la sociedad en general? Nuestros hijos son bombardeados desde la pantalla televisiva con imágenes de violencia, muerte, asesinatos, catástrofes, guerras, disputas, odios y rencores. Con la leche templada y en cada canción reciben, día tras día, odios personales, odios raciales, odios políticos, odios religiosos, odios sociales, odios futboleros; en fin, todo tipo de odios que no hacen más que formarlos —y deformarlos— en sus pequeñas subjetividades. Pues, ¿por qué habrán de ser individuos caracterizados por sus conductas amorosas al llegar a la adultez?

Hoy se le otorga el premio Nobel de la Paz al presidente de la nación que más matanzas por odio, crueldad, malicia y brutalidad tiene en su haber a lo largo de toda la existencia del planeta. Lo curioso es que, junto a ello, desde los ámbitos formativos del ser social se prescriben elevadas normas morales de convivencia, a las cuales todos debemos ajustar nuestras conductas para así participar de la comunidad cultural. Un discurso falseador, insincero y de mala fe pretende hacernos creer que en el mundo rigen el amor y la concordia, o que cada uno de nosotros está naturalmente constituido por los más buenos y nobles valores humanos. Incluso nuestro propio yo, golfillo las más de las veces y otras tantas simplemente canalla, tiende a pensar de un “modo lindo” acerca de nosotros mismos.

Mucha gente expresa su aversión al nazismo, al belicismo, al comunismo, al capitalismo, al socialismo, a la esclavitud, a las sectas, a las religiones, etc.; e incluso hay quienes manifiestan odiar al odio en sí. Sentimos con fuerte intensidad los muchos odios sociales de estos tiempos posmodernos y no tenemos elementos válidos para compararlos con los de otras épocas que no hemos vivido. Ahora bien, ¿quiénes se benefician con tantas expresiones de odio social, resentimiento y rencor entre hermanos, entre los distintos miembros de una misma comunidad? Sospechamos que es muy probable que tales acreedores estén principalmente entre quienes conducen cualquier agrupación, organización o institución, por aquello tan simple, tan viejo y tan conocido del “divide para gobernar”.

Una posible propuesta sería: si partimos de comprender que los humanos somos seres divalentes, en tanto el odio y el amor residen en nuestros corazones prácticamente desde que nacemos, tendremos que esforzarnos para que algo más de sinceridad y veracidad gobiernen los vínculos entre los miembros de cualquier grupo, institución o comunidad que integremos. No caben dudas que para conseguir tales logros será imprescindible llevar a cabo un duro trabajo, en primer término, sobre nosotros mismos: atreviéndonos a volvernos otros. De este modo, tal vez podamos allanar el camino hacia una transformación que vaya mejor por los senderos del amor, de la concordia y de la paz. Una pequeña duda: ¿acaso no estaremos pidiendo demasiado y pecando de ingenuos?

RONALDO WRIGHT
Psicólogo Social – Abogado
www.ronaldowright.com.ar

Entrevista a Ricardo Forster/ Conrado Yasenza


Entrevista a Ricardo Forster

Las aguas puras de la inocencia o la política y el deseo de poder


RICARDO FORSTER es filósofo e investigador y profesor de Historia de las Ideas en la Universidad de Buenos Aires. En la presente entrevista Forster reflexiona sobre el malestar relacionado con cierto clima de odio o violencia que recorre la sociedad argentina y sus clases políticas y sociales. A partir de allí el reportaje abordará su visión sobre los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández para concluir analizando las ricas complejidades de las capas medias y el poder.
Ilustraciones: Daniel Santoro

Por Conrado Yasenza


- Para comenzar me gustaría reflexionar sobre el odio y la violencia, cierta restauración del odio social que puede traducirse en un clima de cierta crispación política

- El odio es algo demasiado atávico, muy arcaico y está casi acompañado a la deriva humana desde los orígenes. El odio tiene que ver con la figura del otro, del diferente; tiene que ver con una vieja institución del comienzo de la cultura que es el chivo expiatorio. Hay signos en los que se conforma la cultura que necesitan ser desplegados hacia algo localizado, una violencia, que si no amenaza con hacer añicos el corazón mismo de la comunidad. Entonces la comunidad elige consciente o inconscientemente otro sobre el que se descarga esta violencia; eso es lo que se llama chivo emisario o expiatorio, y ha sido una figura recurrente en gran parte de la historia humana. En el siglo XX la podemos ver de diversos modos: en el odio racial, en el odio de clase; podemos ver lo que significaron las políticas del nacional-socialismo en Alemania, con el exterminio de judíos y gitanos. Podemos ver también la construcción del odio político allí donde el adversario se convierte en un enemigo a eliminar. También un odio que tiene que ver muchas veces con la figura de lo cotidiano, el odio al vecino, al que compite conmigo, al que amenaza mi tranquilidad o seguridad. En fin, hay distintas figuras del odio y encarnan en distintos contextos políticos, sociales e históricos, no todas las sociedades atraviesan de igual manera esta figura. El odio de la dictadura militar hacia todo aquel que expresaba ideas de una tradición popular o de izquierda terminó en una represión feroz. Pero también está, a veces, el odio que genera el diferente que se mezcla con la xenofobia, que se mezcla con el prejuicio y lo vemos cotidianamente cuando hay un odio hacia alguien que viene de un país limítrofe, o que es más pobre, o que viene de un país tan lejanos como puede ser China. Y luego hay un odio político, que en la Argentina tiene una larga travesía, desde aquellas viejas batallas que dividieron el país entre unitarios y federales, o rosistas y antirosistas, o lo que después fue el odio del conservadurismo hacia la irrupción de un movimiento popular-democrático como fue el Yrigoyenismo o radical; y luego la marca de la que todavía no hemos salido, me parece, de un modo decisivo, como ha sido el odio básicamente hacia el peronismo, construido desde aquella gran metáfora que lo encierra que es la metáfora del gorilismo. Creo que es un odio que arrastra muchas cosas como prejuicios de clase, algo que tiene que ver también con la percepción de ciertos sectores medios de que aquellos que están debajo de ellos pueden amenazarlos. En fin, me parece que hay allí una cantidad de cuestiones no menores que hay que ir indagando; hay una historia político-social de más de medio siglo en la Argentina que no ha terminado nunca de cauterizar algunos desgarros, algunas heridas que siguen presentes en nuestra vida colectiva. Si uno piensa lo que fue, por ejemplo, el bombardeo a Plaza de Mayo en el ’55, feroz, bestial, desproporcionado, sin ninguna otra intención que la de hacer un daño pero que ya no era solamente un daño a un “régimen” al que se odiaba sino también era un daño directo sobre una cantidad de hombres, mujeres, jóvenes y niños que eran leídos como alguien que podía ser dañado sin ningún tipo de consecuencias para quien lo dañaba. Y luego, bueno, lo que ha sido la compleja trama de las violencias políticas y de los modos como cristalizó el odio en tiempos de los ‘70. Y creo que hoy estamos expuestos a la construcción también de un odio en parte más artificial. ¿Qué quiero decir con esto? Bueno que había odios que de alguna manera encarnaban en prácticas sociales, políticas; en prejuicios de clase o raciales, que se enmarcaban en movimientos social-históricos, movimientos brutalmente anti-populares. Ahora hay un dispositivo que por comodidad podríamos llamar mediático, que construye también, por supuesto que montándose sobre viejas estructura muy profundas de lo humano, pero que construye una forma artificial del odio y la violencia exponiéndola de una manera totalmente abusiva, exagerándola, sobredimensionándola, y al mismo tiempo creando condiciones para una suerte de sospecha mutua, de producción de estereotipos que asocian tal o cual sector de la sociedad con la criminalidad o con la violencia; o la proyección, sobre un actor político, de todos los males posibles. Por eso, este es un mecanismo que lo estamos viendo muy intensamente ligado a la actualidad argentina. Lo observamos en estos últimos días cuando se habla recurrentemente, como si fuera casi una voz única, en radios, en televisión y en medios gráficos, que son hoy vehículos de una oposición descarnada, de un supuesto momento de violencia.

- De crispación...

- Sí, pero más que crispación, que es una palabra que por supuesto da cuenta de algunas cosas. Se está anunciando una especie de profecía que quiere ser autocumplida, donde la Argentina estaría envuelta en una suerte de proto-guerra civil y que estaríamos casi al borde de una violencia callejera, anómica, donde lo que antes eran movimientos sociales aceptados como parte de un mapa político-social argentino, hoy se convierten en fuerzas de choque, en grupos cuasi terroristas; oímos lo que dice la senadora Estensoro o el senador Morales, sobre el Movimiento Tupác Amaru, que es transformado en una especie de proto guerrilla que está armándose vaya a saber para qué cosa. Este relato, esta suerte de minuciosa cartografía de una violencia que pareciera estar salpicando cotidianamente a los argentinos, pero que ya no es la violencia se narraba antes, la violencia de la criminalidad o de quien asalta, sino que ahora pareciera ser que la violencia encarna en un gobierno que, por un lado, por su lenguaje y sus actitudes genera violencia, y por otro lado, está lo irresuelto de lo social. Han descubierto la pobreza, han descubierto que la sociedad argentina, en sus sectores más humildes y vulnerables, está atravesada por una violencia, y así construyen un discurso de una falsedad gigantesca, porque esto hay que decirlo muy claramente: Si alguien en la Argentina logró impedir que la violencia, en momentos muy graves de nuestra historia política como fueron los finales de los ’90, y el 2001-2002, esos fueron los movimientos sociales y los piqueteros que no sólo lograron contener la violencia que podía expresar una situación intolerable para los que están más desposeídos en esta sociedad, sino que, al mismo tiempo, le dieron voz, visibilidad a todo ese sector que estaba brutalmente invisibilizado por el discurso de la dominación y por una violencia del sistema que era atroz, porque era la violencia de la exclusión y del hambre. Sin embrago, los movimientos sociales y los movimientos piqueteros, en esos momentos tan duros de la Argentina, mostraron una capacidad de organización, una mesura, una templanza, una prudencia, que debieran imitar aquellos que de traje y corbata lanzan discursos que son de una violencia brutal y utilizan a rajatabla palabras que tienen una larga y compleja historia como para usarlas tan livianamente, como por ejemplo, la palabra fascismo; discursos que describen que estamos frente a un gobierno autoritario, hegemónico, que va por todo, que coarta la libertad de expresión. Me parece que hay que saber diferenciar la producción, insisto, artificial, de una violencia mediático-discursiva que quiere un muerto, de lo que es la conflictividad como parte de la vida política en el interior de una sociedad democrática, porque lo que tienden a hacer es homologar violencia y conflictividad, cuando en verdad, el conflicto es parte de la dinámica de una sociedad democrática y diversa. Y a esto hay que agregarle otra cuestión, que tampoco es menor: Estos últimos años vimos como reapareció la figura del odio que suscitó el primer peronismo, o sin hacer comparaciones, porque no tienen equivalencia, el odio brutal que generó la figura de Evita en su momento, expresado en “viva el cáncer” al conocerse su enfermedad, o la alegría y el brindis con champagne ante su muerte. Es decir, ese odio visceral, esas narraciones locas y brutales que recorrían las clases medias y altas de la sociedad argentina pueden verse, en parte, reproducidas bajo nuevas condiciones, en un odio que expone otras cosas, que no es solamente la diferencia política, el desacuerdo como parte de la normalidad democrática, sino que hay algo más. El odio hacia los Kirchner, o en particular hacia Cristina Fernández, el modo en cómo nombran tanto a Néstor Kirchner como a Cristina Fernández, está trasuntado otra cosa. Está poniendo en evidencia otra matriz de cierto sector de la sociedad argentina. Esto hay que pensarlo, tratar de desactivarlo porque lejos de generar condiciones para un mejor debate democrático lo que hace es enviciarlo y colocarlo en un lugar extremadamente peligroso.

- ¿Y cuál sería esa matríz que hay que tratar de desactivar?

- Bueno, me parece que aquí hay algo complejo que tiene que ver con la naturalización de ciertos valores que se desplegaron en los ’90 y que se convirtieron, desde el andamiaje ideológico neoliberal, en sentido común. Y, de repente encontramos, en estos últimos años, que parte de esos valores comenzaron a ser criticados. Como contrapartida hay un sector fundamental de la sociedad que sigue mirándose a sí misma desde la lógica del neoliberalismo. Esa estructura de valores que se asocia a la idea de el ciudadano consumidor, de un hiperindividualismo, de una ruptura de las solidaridades entre distintos sectores de la sociedad, se encuentra en la defensa a ultranza de las AFJP, aunque sepa que constituyeron una estafa que se comió los ahorros de aquellos que estaban en el interior de esa estafa. Es que las AFJP representaban el mundo ideal proyectado por el modelo neoliberal y el pasaje a la jubilación de reparto o jubilación estatal parecía que los hacía regresar a una Argentina plebeya, popular. Y eso a veces opera generando una lógica de resentimiento. Puedo dar un ejemplo: El taximetrero está más resentido hacia el pobre que hacia el rico. El pasajero del taximetrero en realidad no es el objeto de su odio; el objeto de su odio es todo aquello que le resulta la zona oscura de la sociedad. Es el viejo resentimiento incluso de esa pequeña burguesía que permitió que se desplegaran los fascismos contra los mundos obreros. Es una mezcla donde hay núcleos político-ideológicos en convergencia con formas fratálico-racistas, con viejas estructuras del prejuicio. La herencia de la dictadura no es menor. Nunca hay que perder de vista que ciertos sectores de la Argentina siempre han buscado arrojarse a las aguas puras de la inocencia para salir virtuosos de ese baño y olvidar sus propias responsabilidades. Allí están el “por algo habrá sido”, el apoyo a la dictadura, o el apoyo a la aventura malvinera.

- O al menemato ...

- Por supuesto. Entonces quedan marcas. Es como la estructura psíquica: uno puede ser adulto pero su infancia está siempre presente en la vida que lleva. Creo que es difícil precisar, como si fuera una estructura causal, los motivos. Pero uno puede ir armando un rompecabezas poniendo cada una de estas piezas en su lugar; construir un mapa un poco más amplio, pensar lo que ha sido el clivaje de esta época social y cultural que ha exacerbado la lógica del individualismo y el terror a lo público, y que ha terminado de forjar la idea de que el Estado es una institución puramente delictiva y que el mundo privado y empresarial, y los lenguajes del éxito, son el arquetipo de aquello que está bien. Y que todo lo que le remita al mundo popular, plebeyo, o que tiene la forma de lo que para ese sector es la oscuridad, se asocia a aquello que lo amenaza, y el que se siente amenazado tiene miedo y el miedo produce un mecanismo de violencia que podemos llamar odio.

- Volviendo a su planteo sobre los movimientos sociales, escuché por estos días una interesante reflexión de Tomás Abraham en la cual planteaba que nos encontramos en un estado de caos derivado de la no superación del clima de asamblea y toma de calles originado en la gran crisis del 2001. ¿Cuál es su visión sobre esta reflexión?


- Creo que efectivamente el 2001 produjo cosas muy complejas, algunas interesantes, otras bastante perturbadoras. Por un lado generó esto de que cualquier individuo o cualquier sujeto social puede irrumpir en el espacio público, hacerse visible e insistir para que aquello que está buscando conquistar o tratando de defender en términos de derechos encuentre validez en esa acción, que tiene la forma, muchas veces, de la lógica del espectáculo porque pareciera ser que todos los actores que intervienen en la conflictividad democrática han aprendido que el lugar de la visibilidad es allí donde se produce una reunión entre espacio público y medios de comunicación. Esto genera una sobre exposición, genera que la reproducción del acontecimiento que puede ser minúsculo, multiplicado a la enésima por la propia lógica de los medios de comunicación, produzca la percepción de que ese acontecimiento ocupa todos los espacios de la vida social. Yo diría que es interesante y que es enriquecedor que una sociedad sea capaz de producir en el espacio público debates, intervenciones, movimientos, acciones colectivas; que haya una conciencia de derecho que vaya creciendo. No le tengo miedo a eso y creo que es parte de lo más interesante de la recreación de la política. El problema es cuando un sector, que puede ser incluso minoritario, opera como si fuera el emergente de la totalidad del dispositivo de la propia política o de la propia democracia, y aparece como pura y exclusivamente autorreferencial; todo pasa por él y es el eje de un conflicto insuperable. Pero a mí me parece que en estos años han pasado muchas cosas. No es cierto que la situación sea equivalente a la del 2001. Puede ser que el 2001 no se haya cerrado del todo en la historia contemporánea argentina. Pero en el 2001 había una suerte de estructura anómica, una descomposición de todas las formas institucionales, y la intervención de los distintos sujetos eran intervenciones inmediatistas, espontáneas, sin otro proyecto que no fuera la organización en el aquí y ahora de una protesta, de una defensa, en el caso de los más necesitados, del sustento o el pan. Pero estábamos como en una estructura enloquecida donde el mañana era una nebulosa absoluta, donde el día a día, el minuto a minuto, la conflictividad del instante atravesaban lo que venía suscitándose a partir de la gran crisis de finales de los ’90 y que estalló en diciembre del 2001. Es como si gran parte de la sociedad hubiera entrado en una especie de furor con distintas características, en algunos casos, un furor interesante, una locura democratizadora que implicó tratar de organizarse, estructurarse en asambleas, darle forma a un movimiento social o heredar movimientos ya existentes y lanzarlos a otra cosa. Y en otros casos, vino a explicitar o explicar el intento desesperado de individuos que se sentían estafados por la totalidad del sistema. Creo que la situación actual es diferente. Hay un gobierno que puede gustar más o menos pero que ha producido modificaciones sustanciales en una serie de áreas clave de la sociedad argentina; ha recuperado instituciones que estaban en estado de descomposición, desde la Corte Suprema hasta la propia institución de la política. Me parece entonces que la homologación es falsa, es demasiado apresurada, es demasiado simplista. Porque también hemos vista que la política, que estaba horadada, deslegitimada, hoy, sin ser el lugar que la sociedad reconoce como virtuoso, aparece bajo nuevas condiciones, abriendo otras posibilidades, generando otros debates. Diría que no es equivalente, no es intercambiable, lo que no significa que la sociedad argentina haya superado muchas de las cosas originadas en el 2001.

- ¿Por qué cree que en un primer momento Néstor Kirchner generó expectativas y aceptación, incluso en las capas medias, y hoy el sentimiento es casi de odio y rechazo?

- Porque tenemos que pensar que en una primera etapa la percepción de los distintos sectores era que Argentina estaba en una situación dramática, de disolución, y de algún modo, Néstor Kirchner después de una transición muy compleja y traumática de Duhalde, vino a ofrecer, muy sorprendentemente, algo diferente, porque la verdad es que la sociedad argentina no estaba esperando a un Kirchner, estaba más cerca de Reuteman o de un ballotage entre Menem y López Murphy, con lo que en realidad Kirchner tuvo la estructura de lo excepcional o lo anómalo. Entonces, me parece que lo que Kirchner puso en evidencia fue que tenía condiciones para sacar al país de una situación gravísima, de derrumbe y en ese sentido los primeros años, más algunas medidas que fueron muy poderosas políticamente, le dieron un caudal de aceptación muy alta porque era una sociedad que venía de generar lógicas de exclusión y de expulsión y pasó a ser un país que comenzó a recuperar su estructura económica y social, que volvía a recuperar una estructura en descomposición como la política, que venía a plantear un discurso antagónico al que había desatado la crisis y que estaba muy cercano todavía. Entonces, la posibilidad de vincular los ’90, el menemismo, la Alianza, la crisis del 2001, con las circunstancias efectivas era muy fuerte en el medio social. Esto se fue transformando allí donde la Argentina se fue recomponiendo; las clases medias volvieron a encontrar las posibilidades de consumo, se reconstruyeron parte de las redes laborales. Luego hubo un momento en que las corporaciones económicas le dijeron a Kirchner hasta acá llegamos, hiciste lo que había que hacer e hicimos un acuerdo para llegar hasta acá, y comenzaron a sacarle el apoyo. Y desde la corporación mediática se comenzó a desplegar un recurrente discurso de horadación del gobierno de Néstor Kirchner, porque a veces pensamos que todo empezó con la 125 y con Cristina Fernández, pero es a finales del 2006 y todo el 2007 cuando aparecen los posicionamientos de los periodistas estrella hablando del hegemonismo de Kirchner, de su giro autoritario, de su chavización. Los sectores más conservadores lo hicieron desde un principio pero incluso aquellos que acompañaron la gestión, y pienso, por ejemplo en el grupo Clarín, ya claramente en la segunda mitad del 2006 y con clarísima exposición en el 2007, asumieron una posición vertiginosamente crítica, intentaron fijar una agenda de lo que iba a ser el futuro gobierno de Cristina Fernández. Es decir, el tiempo va generando también modificaciones, transformaciones. Creo que en parte también, el gobierno nunca terminó de comprender que no se trataba solamente de recuperación económica; que había algo del orden de lo cultural-simbólico, de los imaginarios subjetivos que no estaban girando, de ninguna manera, en la frecuencia en que el gobierno pensaba que estaban girando. Cuando descubre que hay algo no menor en el articulado mediático, en el proceso de distanciamiento de los sectores medios, se encontró con el conflicto del campo, con un momento que no terminó de comprender del todo, le costó reaccionar. Creo que, sobre todo en estos últimos meses, hemos visto a un gobierno reaccionando de otra manera. El hecho de la Ley de Medios está, efectivamente, expresando eso. Pero me parece que también es un giro que se puede ver en otras sociedades de América Latina. Habría también un atrincheramiento de sectores medios que se sienten siempre más cerca de un modelo primer mundista-neoliberal, que miran con odio y con sospecha creciente al mundo plebeyo, oscuro y pobre y que por lo tanto comienzan a plantear su distancia con los gobiernos que en algunos casos, tímidamente como es el caso primero de Néstor Kirchner, y luego de Cristina Fernández, se acercan hacia políticas sociales, reparadoras, al reforzamiento del Estado, a tratar de producir un giro en el modelo de organización de la vida político-social o Estatal argentina. Hay un giro de época que no se ha resuelto porque el neoliberalismo es una cultura que atraviesa la vida íntima, que modifica la lógica del vínculo entre los individuos y el espacio público, que rompe los puentes sociales. Insisto, no es posible resolverlo en una explicación unidireccional, monocausal. Seguramente también, hay algo de las formas, de las estéticas, que operan en el discurso contemporáneo, es decir, el discurso político no puede ser escindido de lo que ha sido la estetización de la política en las últimas décadas. Todo ello hace que determinados sectores o clases de este tiempo social, en todo caso, las clases medias, asuman en sectores muy significativos de las mismas, posiciones fuertemente críticas del gobierno, sobre todo apelando a discursos como el de la República o la calidad institucional. Y en algunos casos el gobierno, por sus características, nunca ha podido satisfacer al modo en que estos sectores suponen que hay que satisfacer. A lo que hay que agregarle también que el gobierno de Néstor Kirchner generó lo que podríamos llamar el retorno del conflicto en el litigio político. Es decir, en los ’90 nos educaron con la reducción de la política al lenguaje empresarial, a la lógica de un consenso de mesa de directorio y del sentido más cultural y radical que no fue más allá que un almuerzo de Mirtha Legrand en el que todos los sectores, de izquierda a derecha, se ponían de acuerdo y eran todos amigos entre sí. Esto se rompió cuando en el interior de la sociedad reaparece la política, la problemática de la distribución, la problemática del Estado, la problemática de los intereses sectoriales. Y todo esto no se perdona; aparece el discurso de la crispación, el discurso de la violencia, el discurso de todo aquello que pareciera ser que ha llevado a la sociedad argentina, una sociedad maravillosa, pacífica, de gente que discute amablemente, a convertirla en una especie de guerra de todos contar todos. Y esto es una falsedad gigantesca contra la que hay que salir a dar una batalla política, cultural, ideológica porque es el discurso de este tipo de capitalismo neoliberal que quiere reducir la sociedad a un disciplinamiento de shopping center, a una lógica de ciudadano consumidor. El gobierno ha generado que la política se vea en el espejo del conflicto. Y cuando la política se ve en este espejo la sociedad comprende que las cosas no están resueltas. Allí aparecen inquietudes y problemas.

- También creo percibir que hay en el ambiente social, o por lo menos en ciertos sectores sociales, un anhelo de retornar a una restauración justamente de la cultura neo-liberal, sobre todo en las capas medias.

- No lo van a decir así porque ni siquiera lo terminan de racionalizar. Es algo que tiene que ver más con una matriz o estructura de conducta; no han salido todavía de los imaginarios culturales y de la naturalización de los valores neoliberales de los ’90, que tienen que ver con un giro muy profundo en la percepción del otro, como decíamos al principio, del diferente; que tiene que ver también con los desgarramientos en el interior de las estructuras sociales, las fracturas de los vínculos solidarios, la construcción de la lógica de la sospecha, de una lógica de la exclusión fundada en un perspectiva de “Yo tengo derecho porque pago impuestos y el que no paga no tiene ningún derecho”. Toda esa lógica cualunquista es de un egoísmo atroz, y se mezcla con un deseo hedonístico híper individualista asociado a una visión de lo que es la vida que se parece más a una especie de mundo de consumo infinito e indefinido. Todo esto, ¿cómo se lo racionaliza? Se lo racionaliza diciendo “ Esto es un gobierno corrupto, un gobierno que genera mafias, que beneficia a unos pocos, que hace populismo, que cae en el populismo chavista, etc.” Con más refinamiento lo puede decir un Tomás Abraham, una Magdalena Ruíz Guiñazú o cualquier otro, da lo mismo, pero el discurso tiene la misma característica, la misma vulgaridad conceptual, la misma incomprensión del fenómeno histórico político que estamos atravesando. En algunos sectores de la clase media esto se muestra de una manera brutal y tienen una capacidad de condensación pero a un nivel zócalo de el cualunquismo ideológico, el odio, la frase hecha.

- ¿Cómo se definiría a la clase media?

- Es muy difícil una definición porque nosotros seríamos clase media. Pero digamos que es un sector ambiguo, diverso, multívoco, que tiene ciertos estratos más significativos y que también va girando de acuerdo a los climas de la historia. Si hay un sector que es muy volátil es el sector de la clase media, que en determinados niveles puede girar hacia el progresismo o francamente hacia la izquierda, y que en otros momentos se convierte en fuerza de choque de una ideología fascistoide, que puede ser parte de una estructura liberal democrática. Nosotros podemos hacer una especie de genealogía del votante de clase media de la ciudad de Buenos Aires, entre el ’83 y el 2009 y nos sorprenderemos porque vamos a encontrar que una misma persona primero votó a Alfonsín, después a Alzogaray, luego a Menem, después votó a Ibarra, más tarde a Zamora, luego a Macri y después a Pino Solanas. Uno puede encontrarse con esas volatilidades impresionantes, y algo de eso, en esta época, también está vinculado con la licuación de las identidades políticas, de las rigurosidades identitarias. Al estallar las identidades, al volverse todo demasiado frágil, el voto a veces pierde el contenido que tenía en otros contextos históricos; es un voto bronca, un voto ligado al bolsillo, y a veces puede estar ligado a la producción de ciertos imaginarios o ciertas estructuras culturales. En fin, la clase media es una especie de termómetro con un mercurio demasiado calentado por el clima de época, está siempre sin entender muy bien lo que le está pasando pero actuando en función de algo que le parece que es fundamental. Pero no hay una definición. Hace poco apareció un estudio interesante de Adamovsky sobre la clase media argentina que muestra sus construcciones culturales y económicas. Argentina ha sido históricamente en América Latina el país exponencialmente de clase media, tal vez junto con el Uruguay, y eso ha generado una particularidad que le ha dado derivas muy peculiares a nuestra sociedad. En términos a veces de manual o libro sociológico, la clase media es una especie de péndulo o de veleta que se mueve de acuerdo a lo que el viento de cada época va generando. Y después están los componentes diversos, las particularidades, la multiplicidad, los sectores de las clases medias que no tienen para nada una visión reaccionaria o racista o excluyente y son parte del mismo espacio socio- económico pero no son parte del mismo espacio cultural.

- Hace unos días leí en la revista veintitrés una entrevista a Martín Caparrós en la cual decía, entre otras cosas, que el peor efecto del kirchnerismo, a mediano o largo plazo, es haberle allanado el camino a la nueva derecha privatizadora ¿Qué piensa sobre esa afirmación?

- Es una simplificación brutal porque es como decir que la revolución de Octubre le allanó el camino a la Restauración neoliberal del capital, que la Revolución Francesa le allanó el camino a la Restauración monárquica. Es absurdo. La historia genera muchas veces que un movimiento transformador sea brutalmente cuestionado y detenido por su contrario. Y, ¿qué quiere decir eso? ¿que mejor hubiera sido no intervenir, no actuar, no transformar, por el peligro de una Restauración Conservadora o una recuperación neoliberal en la Argentina? La frase es absurda en sí misma salvo que yo diga que creo, que es en el fondo lo que piensa Caparrós, que el kirchnerismo es una gran impostura que no hizo nada de aquello que supuestamente dijo que vino a hacer, y que lo único que hizo fue bastardizar las ideas populares, progresistas, democráticas, nacionales, dejándolas en estado de vaciamiento y abriendo el camino para que nuevamente ,y ahora con más justificación, regresase sobre la escena política argentina el modelo neoliberal. Yo creo que Caparrós piensa en esos términos y me parece que esto es absolutamente falso. Es parte de lo que hemos discutido durante todo el 2008, que el sector de la derecha restauracionista en la Argentina ataca al gobierno no por lo que hizo mal sino por lo que hizo bien, no por lo que dejó de hacer sino por lo que efectivamente hizo, no por aquellas transformaciones que anunció y que nunca hizo sino por aquellas que efectivamente construyo, desde la reestatización del sistema jubilatorio hasta la Ley de Medios de Comunicación. La posibilidad de una restauración de un modelo anterior es parte del riesgo de cualquier proceso histórico que siempre se va a enfrentar a sectores del poder que siguen teniendo una enorme fuerza. No hay ninguna garantía de que podamos avanzar hacia una sociedad más equitativa y más justa, no hay garantía siquiera de que el kirchnerismo sea capaz incluso de ir más allá de sus propios límites, pero esto no supone ni parálisis ni puede suponer entonces que lo que hay que poner en cuestión es la emergencia de un proceso político que devolvió a la escena argentina la posibilidad de un debate político, la sensación de que es posible transformar, de que es posible salir del paradigma neoliberal, de que nuevamente los invisibles de la historia pueden tener visibilidad y luchar genuinamente por sus derechos. Todo eso creo que tiene mucho que ver con lo que se inauguró en el 2003. Ahora si hay riesgo de que eso se acabe, por supuesto que hay riesgo; hay riesgo de que se acabe en América Latina, hay riesgo que la derecha de América Latina recomponga posiciones. Siempre hay riesgos, pero esto es parte de los complejos procesos políticos y de la historia de los procesos populares.

-Volviendo a “Los Kirchner”, como titulan los grandes medios de comunicación, ¿qué estrategia visualiza Ud. en la operación de licuar dos personalidades en una única identidad de continuidad gubernamental que no diferencia el gobierno de Néstor Kirchner del de Cristina Fernández de Kirchner?

- Yo le agregaría algo más: Incluso han tratado de convertir a Cristina Fernández en un pelele o una especie de chirolita de Kirchner, donde él es el ventrílocuo que habla detrás de las palabras de Cristina. Han buscado construir esa imagen porque lo que han intentado es rebajar la presidencia de Cristina Fernández a un nivel de mera marioneta de las decisiones del gran Maquiavelo de la Argentina que se llama Néstor Kirchner. Desde esa visión, lo que eso implica es una brutalización de la política, incluso es no reconocer lo que ha significado la presidencia de Cristina Fernández que en muchos aspectos ha sido más intensa, más compleja, y ha tomado decisiones más graves y más decisivas que las que ha tomado en su momento Néstor Kirchner. Desde la gran polémica en torno a la Resolución 125 hasta lo que hoy ha sido algo no menor y clave, y una inflexión en la historia contemporánea de la democracia argentina, como es la Ley de Medios Audiovisuales. Cristina Fernández ha ocupado un papel importantísimo en la historia de los estadistas argentinos. Me parece que eso es parte del ninguneo, de la estupidez, que ni siquiera merecería ser discutido. Son un matrimonio con una historia política militante común, con una visión política compartida de país, con estilos que no son equivalentes, porque el estilo de Néstor Kirchner es diferente, tiene otro discurso, otra manera de actuar sobre la escena política que no es homologable al estilo, ni por supuesto, en absoluto, a la retórica de Cristina Fernández ni al modo cómo ha ido construyendo ella su propio gobierno. Por supuesto que hay continuidad en el sentido de un proyecto, de un modelo de país, una idea de sociedad, de economía, etc., esto es lógico porque militan desde el mismo espacio, defienden las mismas ideas. A uno le podrá gustar más o menos sus modos, su manera de construcción política pero no me parece que ese sea el punto problemático en términos de que los dos operan desde una lógica compartida, porque me parece que es parte de su naturaleza política.

- ¿Cómo observa el peronismo? ¿ Cómo un territorio de la cultura popular o como una estructura orgánica vinculada más al justicialismo?

- Me parece que hay un claro proceso de vaciamiento, de languidecimiento, de estructura mórbida en el interior del peronismo; el pasaje a un partido conservador, el pasaje a una pérdida de sus intensidades, sus legitimidades, su gramática popular y su metabolización en lo que podemos llamar, por comodidad, pejotismo. Esas luchas por los poderes, los caciquismos, que han hecho del partido justicialista un conglomerado diverso que tiene la forma de la tienda de los milagros. Le pasó lo mismo que le ha pasado a las identidades políticas en general: ha sido horadado, vaciado, se ha desdibujado, se ha fragmentado porque el concepto de identidad se ha roto en términos de identidades sustantivas o esenciales. Ya hablar de una homologación entre peronismo y cultura popular es más complicado y esto no significa que todavía no tenga un fuerte arraigo social, arraigo en la cotidianeidad, arraigo incluso en ciertas retóricas de lo popular, pero me parece que estamos en un momento histórico donde el peronismo no tiene las intensidades ni constituye la dimensión simbólico-mítica que décadas atrás; y hay un fortísimo sector que tiende cada vez más a hacer de la estructura del partido un pasaje sin boleto de vuelta hacia un modelo conservador neoliberal. Por supuesto, todavía sigue siendo un espacio de polémicas, de pujas de interés. Creo que el kirchnerismo se enfrenta a la necesidad o a la disyuntiva de permanecer todavía en la estructura del partido sabiendo que si no se abre a otras alianzas, la estructura del partido lo devora o le impide salir adelante. Esta es la enseñanza en parte del 28 de junio.

- Y también es una de las criticas el haberse recostado sobre la estructura pejotista.

- Yo creo que tiene que ver con un modo de haber leído las circunstancias de la vida social y política de los últimos meses. Tuvo que ver con un intento de fortalecerse en un lugar que, de por sí, era un lugar que aparecía como seguro pero donde la respuesta no fue la esperada. Quizá lo interesante es que esto abra la posibilidad de otra construcción política que no implique, insisto, abandonar al partido justicialista, pero que implica que el kirchnerismo dentro del partido justicialista deberá también abrirse hacia otras fuerzas políticas de tradición popular, progresistas, a la búsqueda de una correspondencia mucho más amplia que la que expresó en la última elección. Si sigue pensándose como aquello que desplegó en la última elección va camino a la derrota, ahora, sí como las señales de los últimos tiempos nos muestran, apunta más bien a buscar confluencias, consensos sobre núcleos significativos de un proyecto popular, distributivo, más igualitario, puede recrear fuerzas políticas siendo el eje de esa fuerza política

- ¿No cree Ud. que el ciclo kirchnerista está terminado?

- No para nada. Uno, el 28 de junio a la noche, ha tenido una sensación de crisis, de pérdida de vaciamiento. Después hay que reconocer que ha habido una capacidad de recomposición, y de vitalidad política y de generar política como ningún otro sector social-político de la Argentina logró hacer. Pensemos en lo que logró del 28 de junio a hoy y no dejaremos de sorprendernos gratamente al ver que hay capacidad de revisión, lo cual implica también una revisión crítica, implica moverse bajo otras perspectivas u otras premisas.


- ¿Cómo queda posicionado hoy el progresismo frente a estas disputas entre lo que podría ser la derecha y un centro?

- Yo creo que el progresismo, sobretodo el del ’90, pagó el precio de la estetización de la política y la reducción de la política a un juego audiovisual. La política fue llevada al set televisivo, fue desestructurada como expresión de debate público, de espacio social, para convertirse en un debate de un programa de televisión. Por otro lado, el progresismo también pagó el precio de haber creído que el triunfo económico del neoliberalismo era inexorable, que lo único que quedaba por hacer era mejorar la virtud de la calidad republicana, es decir, la economía no se toca, tratemos de salir de la corrupción del menemismo, como si la corrupción fuera simplemente un fenómeno delincuencial independientemente de la estructura del capitalismo neoliberal. Esto implicó perder lo que era la esencia de la tradición progresista, que era la preocupación por lo social, por la redistribución de la riqueza, por la cuestión del Estado. El progresismo de los ’90, se licuó, se vació, fue capturado por el discurso neoliberal. Lo vimos en Europa: La Social Democracia europea, casi en todos sus registros, se convirtió en un mecanismo a través del cual se realizaron las políticas neoliberales en los años ’80 y ’90. El Felipismo del PSOE en España, las políticas de la Social Democracia en Alemania, el Socialismo Italiano, el Partido Socialista Francés, fueron funcionales y una pieza clave para la construcción del neoliberalismo de los últimos veinticinco años. Entonces, hay ahí en el progresismo una falla, una grieta, una caída vertiginosa. Luego hablaría de la recomposición de tradiciones populares, democráticas, emancipatorias, que vinculan lo nacional y lo latinoamericano que hoy se están expresando de una manera muy peculiar y muy interesante en América Latina, y que tienen en nuestra región algo así como el carácter de la excepcionalidad, porque no es lo que pasa en otras partes del mundo.De lo que se trata, si estuviéramos en condiciones de hacerlo en la Argentina, es de profundizar aquellas políticas que lleven a la recomposición de una idea de sociedad en donde de vuelta nos hagamos cargo de palabras que fueron deslegitimadas en los años ’90, la problemática de la equidad, la problemática del Estado, de la redistribución de la renta, la cuestión, sin ninguna duda fundamental, de pensar en una sociedad que se estructura alrededor de la solidaridad y no del cuentapropismo hiperindividualistas. Estas son necesidades imprescindibles para una reconstrucción de una tradición popular, democrática, que sea capaz de recuperar parte de lo mejor de su pasado y de producir elementos nuevos para actuar sobre la realidad del presente.

- ¿Qué es el poder y desde que categorías podemos pensarlo o analizarlo? ¿O seguimos siempre haciéndolo desde las mismas categorías del poder?

- Por un lado tendríamos que hacer algunas diferenciaciones. Cuando decimos el poder pensamos en una estructura que se arraiga en lo más arcaico de la experiencia humana, tiene que ver con formas culturales simbólicas, con investimentos, con formas de soberanía, con ejercicios de potencia. El poder y la potencia son intercambiables, son sinónimos. Pero cuando hablamos de poder en sentido de poder económico o poder político, estamos hablando de la construcción de proyectos políticos, económicos e ideológicos que buscan generar las condiciones para que esos proyectos se conviertan en universales, que sean aceptados por el conjunto como si fueran parte de las necesidades del conjunto. Pero el poder también es una energía, es una avidez, es un deseo; tiene que ver muchas veces con la lógica de la dominación, con la lógica de la violencia y también tiene que ver con las formas a través de las cuales se estructuran los vínculos individuales y hacia interior de las sociedades. Hay poderes que se pueden pensar desde la negatividad, poderes destructivos, violentos, acaparadores, ruines; y formas de poder que son núcleo de la positividad humana, que tienen que ver con el despliegue, el crecimiento, la voluntad, la expansión, la construcción, la creación. Es muy difícil significarlo en una sola dimensión. Pero entre los ’60 o ’70 se pensaba en el poder conspirativo, en el Pentágono como el eje alrededor del cual se estructuraba toda la política del Imperio. Después vinieron los tiempos foulcaultianos, el poder distribuido ya no centralizado, multívoco, la microfísica del poder. Ni tanto ni tan poco. Sigue habiendo clases sociales, sigue habiendo concentración del poder, sigue existiendo por supuesto una lógica imperial que no tiene las características que tenía en otra época. También es cierto que el núcleo de los poderes construidos desde aparentemente un lugar inexpugnable no resiste ya el análisis de una época que ha complejizado todas esas cosas. Pero seguimos debatiendo la opacidad estructural del poder. No hay política sin poder, no hay política sin deseo de poder. Por eso también allí hay problemas.

Entrevista realizada por Conrado Yasenza para La Tecl@ Eñe
Octubre de 2009