Por Marcelo Manuel Benítez*
(para La Tecl@ Eñe)
Cuenta la leyenda que en los comienzos de los tiempos del Hombre, en la eterna Grecia, existió un niño extraordinariamente bello. Tanto que el mismo Zeus quiso tenerlo a su lado y le ordenó a su águila que lo secuestrara. Desde entonces, Ganimedes es el símbolo del niño deseado por el adulto y este Zeus hambriento y poderoso es la personificación misma del pedófilo.
Esta nota no se va a referir a los avances sexuales de adultos con niños menores de 13 años. El contacto lascivo con niños pequeños siempre es una violación porque, si bien el niño siente deseo, aún no alcanzó esa genitalidad a la que el pedófilo lo arrastra.
Entonces, si nos concentramos en las relaciones sexuales entre adolescentes y adultos e independientemente del grado de felonía o perversidad que pongan de manifiesto estos últimos, en la práctica la figura legal de corrupción de menor se aplica más frecuentemente a ciertos personajes más rechazados por la moral social tradicional que por la ley. En la heterosexualidad, las relaciones sexuales entre personas con marcada diferencia de edad no causa tanto escándalo. Recordemos que cuando la hija de 14 años de una reconocida vedette argentina mantuvo una relación romántica con un hombre por entonces de 39 años, todos los medios y hasta la madre de la menor se derretían de ternura. Cada vez es más evidente que los conceptos de abuso y corrupción de menor es un invento de la derecha católica para castigar homosexuales. Esto no exculpa a sujetos como Jorge Corsi o el padre Grassi de haber cometido actos nocivos (en caso de probarse los ilícitos de los que están acusados), pero tal vez lo nocivo en estos hombres no sea tanto las preferencias sexuales sino una perversa actitud de engaños y chantajes para obtener de los lozanos cuerpos juveniles un placer siempre eventual y efímero.
Tratándose de adolescentes, y si no media la violación, al contacto sexual se llega luego de observarse un juego de preguntas y respuestas no verbales, un código de gestos en los que el joven (que luego será considerado “víctima” por la justicia) no es ningún inocente. Y es muy, pero muy, frecuente que antes del acoso más o menos solapado del pedófilo hayan existido signos, guiños y una seducción nada ingenua por parte del muchacho. De ahí la cara de rabia que suele presentar el pedófilo cuando se lo llevan detenido. Y es casi seguro que el joven haya recibido algo a cambio (generalmente dinero). Se trata pues más bien de prostitución que de corrupción.
Las relaciones amorosas entre adultos y muchachos tienen una larga historia que arranca nuevamente en la Antigua Grecia. Los griegos aplaudían las relaciones sexuales entre adultos y jóvenes (antes que a estos les creciera la barba) porque entendían que este vínculo, que incluía además de lo erótico los buenos sentimientos, podía ser aprovechado por el adolescente (llamado erómero) para alcanzar un aprendizaje útil en su vida futura. Sólo era preciso que supiera elegir al amante, este tenía que ser el de mejor reputación, el más recto, el más sabio y el mejor vinculado en la ciudad. La elección del amante y la calidad espiritual del vínculo era importante porque de esto dependía la fama del joven para el resto de su vida. El muchacho, al elegir al amante, ponía siempre en juego su honra. Por eso, el cortejo que llevaba a cabo el hombre adulto (el erasta) ante el joven que deseaba, estaba atravesado por infinidad de reglas, juegos y signos que postergaban la satisfacción de las pasiones pero que expresaban, además del apetito sexual, los sentimientos nobles que la inspiraban. Si la paciencia del erasta demostraba el amor verdadero hacia el muchacho, la resistencia del erómero manifestaba el cuidado de su honor.
Hoy en día también existe un cortejo mediatizado por insinuaciones que envalentonan al adulto y en el que el deseo del adolescente está comprometido. La diferencia gigantesca y que precipita el vínculo entre adultos y jóvenes al agujero de las perversiones es que desde el triunfo del cristianismo, este vínculo erótico está prohibido y fuertemente penado por la ley, y no sólo por la opinión social. Pero la realidad marcha por otro camino.
En “Álbum sistemático de la infancia” (Editorial Anagrama), los autores René Schérer y Guy Hocquenghem hacen una distinción entre “rapto” y “secuestro”. Y escriben: “El niño está hecho para ser raptado, de eso no cebe duda. Su pequeñez, su debilidad, su hermosura invitan a ello”. Y de inmediato agregan: “Nadie lo duda empezando por él mismo”. En ciertos niños, en general aquellos que no toleran la educación familiar, con sus prohibiciones y castigos, y se hallan enfrentados a sus padres, se despierta el deseo de ser raptado por el pedófilo y no es raro que comience un juego seductor para que el adulto lo lleve lejos de su casa. Para lograrlo no escatima recurso, lo seduce, lo enloquece, le jura amor eterno, pero una vez concretado el rapto, lo abandona. En el secuestro, en cambio, no está comprometido el deseo del niño, es un acto de apropiación del cuerpo del niño por parte del pedófilo, quien considera a este cuerpo una mercancía que se puede robar, usar y tirar. En este caso el niño es una cosa.
Entonces, si no se trata de un secuestro, hay en este acercamiento entre el pedófilo y el joven una relación de consentimiento, de propuestas y aceptaciones mutuas, implícitas o explícitas...
Cabe aclarar, sin embargo, que lo que se viene sosteniendo no debe ser interpretado como una defensa de la pedofilia. Las relaciones sexuales entre adultos y menores de 22 años están penadas por la ley y por tanto constituyen un delito, aún contando con el consentimiento del menor. Pero no está de más reiterar, en beneficio de la verdad, que, si no media la violencia, todo joven participa y desea que se concrete el acto sexual.
Pero no deja de ser curiosa la psicología del pedófilo que arriesga tanto en cada contacto con muchachos, cuando podría hacer lo mismo con un joven mayor de edad sin consecuencias legales.
Parece existir una relación inversamente proporcional entre la vida social y el aspecto exterior del pedófilo y sus correrías secretas con menores. En un alto porcentaje de los casos se trata de hombres casados y padres de familia, muchas veces católicos practicantes, sociables, queridos por sus vecinos y por sus compañeros de trabajo. Es decir, es el que “menos parece”. Es como si se requiriera un disimulo mayor al ser mayor el grado de prohibición social de la forma del deseo; y, en la mayoría de los casos, se trata de una sexualidad de orientación masculina ya que el cuerpo del niño y del adolescente aún guarda relación con lo femenino.
Pero en el pedófilo también se insinuarían, quizás ocultos detrás del mismo ardor del deseo, ciertos impulsos autodestructivos ya que el destino final de todo pedófilo es, más tarde o más temprano, la cárcel. Sus racionalizaciones se orientan, no sólo a justificar su inclinación hacia los jóvenes, sino a minimizar los peligros.
Hubo en el pasado organizaciones de pedófilos que encararon una lucha política para que la sociedad aceptara las relaciones sexuales entre niños y adultos argumentando que el niño consentía estos acercamientos íntimos y los disfrutaba. Sin embargo, la realidad parece desoír estas justificaciones porque lo que se constata es que el niño, quién aún no alcanzó la genitalidad adulta, lo único que desea es jugar y todas las prácticas genitales a las que lo arrastra el pedófilo no tiene significación alguna para él.
La vieja leyenda griega no da cuenta de qué respondió Ganimedes respecto a su secuestro. Permaneció eternamente junto a los dioses elogiado, homenajeado, acariciado y besado por su inigualable hermosura, que fue capaz de enamorar al dios de los dioses, pero sin posibilidad de elegir ni de mandar sobre su propio cuerpo. Porque la supremacía de su belleza, en esa práctica siempre fugaz de la sexualidad, fue el camino entre tules y rosas, que lo condenó a la esclavitud.
Psicólogo y escritor*
En “Álbum sistemático de la infancia” (Editorial Anagrama), los autores René Schérer y Guy Hocquenghem hacen una distinción entre “rapto” y “secuestro”. Y escriben: “El niño está hecho para ser raptado, de eso no cebe duda. Su pequeñez, su debilidad, su hermosura invitan a ello”. Y de inmediato agregan: “Nadie lo duda empezando por él mismo”. En ciertos niños, en general aquellos que no toleran la educación familiar, con sus prohibiciones y castigos, y se hallan enfrentados a sus padres, se despierta el deseo de ser raptado por el pedófilo y no es raro que comience un juego seductor para que el adulto lo lleve lejos de su casa. Para lograrlo no escatima recurso, lo seduce, lo enloquece, le jura amor eterno, pero una vez concretado el rapto, lo abandona. En el secuestro, en cambio, no está comprometido el deseo del niño, es un acto de apropiación del cuerpo del niño por parte del pedófilo, quien considera a este cuerpo una mercancía que se puede robar, usar y tirar. En este caso el niño es una cosa.
Entonces, si no se trata de un secuestro, hay en este acercamiento entre el pedófilo y el joven una relación de consentimiento, de propuestas y aceptaciones mutuas, implícitas o explícitas...
Cabe aclarar, sin embargo, que lo que se viene sosteniendo no debe ser interpretado como una defensa de la pedofilia. Las relaciones sexuales entre adultos y menores de 22 años están penadas por la ley y por tanto constituyen un delito, aún contando con el consentimiento del menor. Pero no está de más reiterar, en beneficio de la verdad, que, si no media la violencia, todo joven participa y desea que se concrete el acto sexual.
Pero no deja de ser curiosa la psicología del pedófilo que arriesga tanto en cada contacto con muchachos, cuando podría hacer lo mismo con un joven mayor de edad sin consecuencias legales.
Parece existir una relación inversamente proporcional entre la vida social y el aspecto exterior del pedófilo y sus correrías secretas con menores. En un alto porcentaje de los casos se trata de hombres casados y padres de familia, muchas veces católicos practicantes, sociables, queridos por sus vecinos y por sus compañeros de trabajo. Es decir, es el que “menos parece”. Es como si se requiriera un disimulo mayor al ser mayor el grado de prohibición social de la forma del deseo; y, en la mayoría de los casos, se trata de una sexualidad de orientación masculina ya que el cuerpo del niño y del adolescente aún guarda relación con lo femenino.
Pero en el pedófilo también se insinuarían, quizás ocultos detrás del mismo ardor del deseo, ciertos impulsos autodestructivos ya que el destino final de todo pedófilo es, más tarde o más temprano, la cárcel. Sus racionalizaciones se orientan, no sólo a justificar su inclinación hacia los jóvenes, sino a minimizar los peligros.
Hubo en el pasado organizaciones de pedófilos que encararon una lucha política para que la sociedad aceptara las relaciones sexuales entre niños y adultos argumentando que el niño consentía estos acercamientos íntimos y los disfrutaba. Sin embargo, la realidad parece desoír estas justificaciones porque lo que se constata es que el niño, quién aún no alcanzó la genitalidad adulta, lo único que desea es jugar y todas las prácticas genitales a las que lo arrastra el pedófilo no tiene significación alguna para él.
La vieja leyenda griega no da cuenta de qué respondió Ganimedes respecto a su secuestro. Permaneció eternamente junto a los dioses elogiado, homenajeado, acariciado y besado por su inigualable hermosura, que fue capaz de enamorar al dios de los dioses, pero sin posibilidad de elegir ni de mandar sobre su propio cuerpo. Porque la supremacía de su belleza, en esa práctica siempre fugaz de la sexualidad, fue el camino entre tules y rosas, que lo condenó a la esclavitud.
Psicólogo y escritor*
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