El Estado, ayer, hoy y mañana
Por Eduardo Sartelli
(para La Tecl@ Eñe)
Un dogma liberal (dogma en el sentido en el que se trata de una afirmación no demostrada pero que se reconoce como infalible) quiere que el Estado es un ente ajeno a la economía y que sólo de vez en cuando (con gobiernos “demagógicos” o “estatizantes”) se entromete en la economía. El keynesianismo (rótulo que les cabe a todos los “intervencionistas”) tiene el dogma reflejo, inverso, pero no por eso menos “dogmático”: el Estado es un ente “normalmente” ajeno a la economía, pero que debe “meterse” si es que queremos evitar la anarquía del mercado. En ambos casos, la creencia común es la relación de externalidad del Estado, externalidad que puede resolverse (a favor o en contra) por una decisión política, por un cambio de la “política económica”.
La relación que se plantea desde la economía burguesa (liberal o keynesiana, lo mismo da) es absurda en sí misma, además de estar reñida con la realidad. Es absurda: la economía es la base de la vida social, por eso todo “tiene que ver” con la economía. De modo que todos los elementos de la vida social están “dentro”: el amor genera un mercado impresionante, desde los corazones rojos del día de los enamorados hasta la demanda de las “wedding planner”; el deporte es un negocio de cuya magnitud no es necesario hablar; de la educación y el arte, tampoco es necesario decir mucho. En una sociedad mercantil como la capitalista, todo pasa por el mercado, incluyendo al conjunto de las “demandas” estatales, desde las gasas de los hospitales al papel de las oficinas, pasando por la publicidad oficial o los gastos militares. Dicho de otra manera, el Estado está siempre en el mercado, no podría ser de otra manera.
Por otra parte, la propia realidad demuestra en qué medida resulta absurdo plantear la “externalidad” del Estado: según un estudio del Banco Mundial, de 1999, en Francia el gasto público representa el 46,2 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI); en Italia, el 41,9; en Noruega, 37,0; Gran Bretaña, el 36,4; Uruguay, el 32,1; Brasil, el 26,8; Estados Unidos, 19,3; Japón, 17,8. El tan aclamado modelo liberal chileno, con su 23,9 es mucho más “estatista” que la Argentina, donde el gasto estatal es del 17%. Aquellos, como Toni Negri, que hablan de la extinción de los Estados nacionales y de la emergencia del “imperio”, debieran revisar algunas cifras elementales antes de seguir con cantinelas ridículas. Esta es la razón por la cual ninguna burguesía particular, por más internacional que se haya vuelto, abandonará a su Estado o resultará indiferente ante la evolución de la economía que puede controlar con más facilidad, la economía nacional.
Hay una razón más por la cual es obvio que el Estado “interviene”: la política económica parte y reparte plusvalía según a quién le cobre impuestos y a quien no, a quién le de cuál o tal servicio o se los niegue, etc, etc. No se trata sólo de las construcciones estatales o de las compras del Estado, sino por ejemplo, el precio mismo de la fuerza de trabajo es “intervenido” por la institución estatal. De modo tal que discutir sobre el “intervencionismo” estatal no tiene el menor sentido. Así es y así funciona desde siempre, no es un problema del neoliberalismo ni de los ’90. En todo caso hay que discutir el sentido de la intervención. El “rol del Estado” es siempre el mismo: garantizar la continuidad de la acumulación capitalista. Lo que varía es cómo lo lleva adelante y a qué fracción particular de la burguesía beneficia. El ejemplo más a mano, el de la Argentina actual, nos servirá perfectamente bien.
¿Cuál ha sido la peculiaridad de la intervención kirchnerista en la economía argentina? Por empezar, la convalidación de un ataque brutal a los salarios. En efecto, la devaluación no es más que eso: una confiscación de salarios. El que ganaba 1.000$ en el 2001, antes de la devaluación, ganaba 1.000 dólares. Hoy gana menos de 300. Todas las mercancías que tengan algún componente importado (en una forma u otra, casi todas) resultarán más caras. Es decir, los obreros pierden una parte sustantiva de sus salarios. Como la desocupación mantiene a raya a la clase obrera, durante un cierto tiempo no hay huelgas y la gente se conforma con tener trabajo, aunque sea peor pago. A medida que la econoomía se recupera, los salarios tienden a incrementarse. En ese momento, Kirchner vuelve a intervenir, ahora con la inflación, que licúa los aumentos que puedan conseguirse. Con esta nueva “intervención”, los salarios de los obreros con mejores condiciones de empleo (en blanco y bajo convenio, de gremios poderosos como el SMATA o camioneros) han logrado ubicarse, luego de seis años de crecimiento económico “a tasas chinas”, a un nivel cercano al de 1998. Dicho de otra manera: el “redistribucionismo” kirchnerista equivale al peor menemismo. Los obreros en negro están mucho peor que bajo el menemismo, además de que son unos cuantos más. Ni hablemos de los desocupados, que son menos, pero han ido perdiendo los subsidios que consiguieron en el 2002.
La política de subsidios a la desocupación merece un párrafo aparte. El Estado tuvo que “intervenir” para evitar que la crisis social se llevara puesto al capitalismo. Para eso creó más de 2.000.000 de subsidios al desempleo (Planes Jefes y Jefas). Pero luego se “olvidó” de aumentarlo, quedando más retrasado frente a la inflación. El asunto era evitar que se acercara al salario mínimo real de la economía, porque si el subsidio compite en monto con el salario, los empresarios se ven obligados a subir las remuneraciones. Por la misma razón, los empleados estatales lo han pasado peor que los obreros privados en negro: mantener bajos los salarios del Estado es una forma de deprimir los salarios en general. Es decir, el Estado regula salarios. Lo hace de este modo y de muchos otros: cuando Kirchner “arregla” con Moyano el tope de lo exigible en cada convenio colectivo. Todos los demás no pueden excederlo porque de lo contrario, el Ministerio de Trabajo no convalida el convenio, que queda sin efecto.
La principal beneficiaria de esta “intervención” es la clase dominante, es decir, la burguesía argentina y extranjera. No sólo ha recibido un fenomenal subsidio bajo la forma de reducción salarial generalizada. Kirchner (continuando a Duhalde, por supuesto) ha condonado deudas de todos los grandes grupos empresarios por la pesificación asimétrica: el que debía en “dólares” pagó en pesos una deuda que se “licuó”. Además, entregó a las empresas nuevos subsidios, bajo formas más directas de compensaciones, como las fortunas que reciben los ferrocarriles, los colectivos o las telefónicas por no aumentar las tarifas. Lo mismo sucede con las empresas energéticas. Ahora, los subsidios van a parar a multinacionales como la General Motors y otras por el estilo. Para pagar esas cifras inmensas, se recorta la ganancia de otras fracciones de la burguesía, en particular la agraria. Mientras los precios de los cereales se mantuvieron en alza, los de la tierra subieron concomitantemente. El Estado, mediante un impuesto especial, la retención a las exportaciones, capturó una parte de la renta. Con eso pagó el festival de subsidios al resto de la burguesía, amén de conseguir aliados por la vía de crear eso que se llama “capitalismo de amigos”. Cuando la exacción a la burguesía agraria llegó a un nivel insostenible, estalló la crisis.
En eso estamos ahora: la base de la experiencia kirchnerista no consiste en “recuperar” el Estado, salvo que se llame tal a la adquisición a precio de oro de empresas que no valen nada (Aerolíneas), o la confiscación de las AFJP para robarle a los jubilados sin necesidad de pagar a intermediarios (las AFJP). En efecto, esta “intervención” no es más que una forma de apropiarse de salarios obreros para otorgar nuevos subsidios a grandes grupos económicos y pagar la deuda externa, que es el destino de los fondos del ANSES. La base de la “intervención” kirchnerista es la expropiación de los salarios obreros (argentinos y extranjeros, a través de las retenciones) para beneficiar al conjunto de la burguesía local y extranjera, incluyendo a los sectores financieros (de allí que un sistema bancario inexistente obtenga en los últimos años beneficios récord y tal vez por ello sea también que “El Señor de los Banqueros”, o sea Heller, haya sido candidato del gobierno en la Capital Federal). La rebelión de la única fracción perjudicada, la agraria, provoca el fin de las vacas gordas, nunca más al caso la metáfora, y abre una batalla por quién será el pato de la boda. Que la clase obrera le haya dado la espalda al gobierno en la última elección, demuestra no sólo que no ha recibido gran cosa del matrimonio patagónico, sino que no está dispuesta a volver al horno, con o sin papas.
Por Eduardo Sartelli
(para La Tecl@ Eñe)
Un dogma liberal (dogma en el sentido en el que se trata de una afirmación no demostrada pero que se reconoce como infalible) quiere que el Estado es un ente ajeno a la economía y que sólo de vez en cuando (con gobiernos “demagógicos” o “estatizantes”) se entromete en la economía. El keynesianismo (rótulo que les cabe a todos los “intervencionistas”) tiene el dogma reflejo, inverso, pero no por eso menos “dogmático”: el Estado es un ente “normalmente” ajeno a la economía, pero que debe “meterse” si es que queremos evitar la anarquía del mercado. En ambos casos, la creencia común es la relación de externalidad del Estado, externalidad que puede resolverse (a favor o en contra) por una decisión política, por un cambio de la “política económica”.
La relación que se plantea desde la economía burguesa (liberal o keynesiana, lo mismo da) es absurda en sí misma, además de estar reñida con la realidad. Es absurda: la economía es la base de la vida social, por eso todo “tiene que ver” con la economía. De modo que todos los elementos de la vida social están “dentro”: el amor genera un mercado impresionante, desde los corazones rojos del día de los enamorados hasta la demanda de las “wedding planner”; el deporte es un negocio de cuya magnitud no es necesario hablar; de la educación y el arte, tampoco es necesario decir mucho. En una sociedad mercantil como la capitalista, todo pasa por el mercado, incluyendo al conjunto de las “demandas” estatales, desde las gasas de los hospitales al papel de las oficinas, pasando por la publicidad oficial o los gastos militares. Dicho de otra manera, el Estado está siempre en el mercado, no podría ser de otra manera.
Por otra parte, la propia realidad demuestra en qué medida resulta absurdo plantear la “externalidad” del Estado: según un estudio del Banco Mundial, de 1999, en Francia el gasto público representa el 46,2 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI); en Italia, el 41,9; en Noruega, 37,0; Gran Bretaña, el 36,4; Uruguay, el 32,1; Brasil, el 26,8; Estados Unidos, 19,3; Japón, 17,8. El tan aclamado modelo liberal chileno, con su 23,9 es mucho más “estatista” que la Argentina, donde el gasto estatal es del 17%. Aquellos, como Toni Negri, que hablan de la extinción de los Estados nacionales y de la emergencia del “imperio”, debieran revisar algunas cifras elementales antes de seguir con cantinelas ridículas. Esta es la razón por la cual ninguna burguesía particular, por más internacional que se haya vuelto, abandonará a su Estado o resultará indiferente ante la evolución de la economía que puede controlar con más facilidad, la economía nacional.
Hay una razón más por la cual es obvio que el Estado “interviene”: la política económica parte y reparte plusvalía según a quién le cobre impuestos y a quien no, a quién le de cuál o tal servicio o se los niegue, etc, etc. No se trata sólo de las construcciones estatales o de las compras del Estado, sino por ejemplo, el precio mismo de la fuerza de trabajo es “intervenido” por la institución estatal. De modo tal que discutir sobre el “intervencionismo” estatal no tiene el menor sentido. Así es y así funciona desde siempre, no es un problema del neoliberalismo ni de los ’90. En todo caso hay que discutir el sentido de la intervención. El “rol del Estado” es siempre el mismo: garantizar la continuidad de la acumulación capitalista. Lo que varía es cómo lo lleva adelante y a qué fracción particular de la burguesía beneficia. El ejemplo más a mano, el de la Argentina actual, nos servirá perfectamente bien.
¿Cuál ha sido la peculiaridad de la intervención kirchnerista en la economía argentina? Por empezar, la convalidación de un ataque brutal a los salarios. En efecto, la devaluación no es más que eso: una confiscación de salarios. El que ganaba 1.000$ en el 2001, antes de la devaluación, ganaba 1.000 dólares. Hoy gana menos de 300. Todas las mercancías que tengan algún componente importado (en una forma u otra, casi todas) resultarán más caras. Es decir, los obreros pierden una parte sustantiva de sus salarios. Como la desocupación mantiene a raya a la clase obrera, durante un cierto tiempo no hay huelgas y la gente se conforma con tener trabajo, aunque sea peor pago. A medida que la econoomía se recupera, los salarios tienden a incrementarse. En ese momento, Kirchner vuelve a intervenir, ahora con la inflación, que licúa los aumentos que puedan conseguirse. Con esta nueva “intervención”, los salarios de los obreros con mejores condiciones de empleo (en blanco y bajo convenio, de gremios poderosos como el SMATA o camioneros) han logrado ubicarse, luego de seis años de crecimiento económico “a tasas chinas”, a un nivel cercano al de 1998. Dicho de otra manera: el “redistribucionismo” kirchnerista equivale al peor menemismo. Los obreros en negro están mucho peor que bajo el menemismo, además de que son unos cuantos más. Ni hablemos de los desocupados, que son menos, pero han ido perdiendo los subsidios que consiguieron en el 2002.
La política de subsidios a la desocupación merece un párrafo aparte. El Estado tuvo que “intervenir” para evitar que la crisis social se llevara puesto al capitalismo. Para eso creó más de 2.000.000 de subsidios al desempleo (Planes Jefes y Jefas). Pero luego se “olvidó” de aumentarlo, quedando más retrasado frente a la inflación. El asunto era evitar que se acercara al salario mínimo real de la economía, porque si el subsidio compite en monto con el salario, los empresarios se ven obligados a subir las remuneraciones. Por la misma razón, los empleados estatales lo han pasado peor que los obreros privados en negro: mantener bajos los salarios del Estado es una forma de deprimir los salarios en general. Es decir, el Estado regula salarios. Lo hace de este modo y de muchos otros: cuando Kirchner “arregla” con Moyano el tope de lo exigible en cada convenio colectivo. Todos los demás no pueden excederlo porque de lo contrario, el Ministerio de Trabajo no convalida el convenio, que queda sin efecto.
La principal beneficiaria de esta “intervención” es la clase dominante, es decir, la burguesía argentina y extranjera. No sólo ha recibido un fenomenal subsidio bajo la forma de reducción salarial generalizada. Kirchner (continuando a Duhalde, por supuesto) ha condonado deudas de todos los grandes grupos empresarios por la pesificación asimétrica: el que debía en “dólares” pagó en pesos una deuda que se “licuó”. Además, entregó a las empresas nuevos subsidios, bajo formas más directas de compensaciones, como las fortunas que reciben los ferrocarriles, los colectivos o las telefónicas por no aumentar las tarifas. Lo mismo sucede con las empresas energéticas. Ahora, los subsidios van a parar a multinacionales como la General Motors y otras por el estilo. Para pagar esas cifras inmensas, se recorta la ganancia de otras fracciones de la burguesía, en particular la agraria. Mientras los precios de los cereales se mantuvieron en alza, los de la tierra subieron concomitantemente. El Estado, mediante un impuesto especial, la retención a las exportaciones, capturó una parte de la renta. Con eso pagó el festival de subsidios al resto de la burguesía, amén de conseguir aliados por la vía de crear eso que se llama “capitalismo de amigos”. Cuando la exacción a la burguesía agraria llegó a un nivel insostenible, estalló la crisis.
En eso estamos ahora: la base de la experiencia kirchnerista no consiste en “recuperar” el Estado, salvo que se llame tal a la adquisición a precio de oro de empresas que no valen nada (Aerolíneas), o la confiscación de las AFJP para robarle a los jubilados sin necesidad de pagar a intermediarios (las AFJP). En efecto, esta “intervención” no es más que una forma de apropiarse de salarios obreros para otorgar nuevos subsidios a grandes grupos económicos y pagar la deuda externa, que es el destino de los fondos del ANSES. La base de la “intervención” kirchnerista es la expropiación de los salarios obreros (argentinos y extranjeros, a través de las retenciones) para beneficiar al conjunto de la burguesía local y extranjera, incluyendo a los sectores financieros (de allí que un sistema bancario inexistente obtenga en los últimos años beneficios récord y tal vez por ello sea también que “El Señor de los Banqueros”, o sea Heller, haya sido candidato del gobierno en la Capital Federal). La rebelión de la única fracción perjudicada, la agraria, provoca el fin de las vacas gordas, nunca más al caso la metáfora, y abre una batalla por quién será el pato de la boda. Que la clase obrera le haya dado la espalda al gobierno en la última elección, demuestra no sólo que no ha recibido gran cosa del matrimonio patagónico, sino que no está dispuesta a volver al horno, con o sin papas.
Julio 2009