10 julio 2009

Rubén Drí/Iglesia y administración del cuerpo y el alma

La Iglesia y el cuerpo, dos enemigos irreconciliables

Por Rubén Dri
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Carlos Gorrianera


“¿Cuáles son los enemigos del hombre? El demonio, el mundo y la carne”. Ellos siempre “nos combaten y persiguen”. Pregunta y respuesta del catecismo “perseverancia” que todo chico o chica aprende de memoria cuando se prepara para la “primera comunión”. Dejemos de lado al demonio y al mundo, no por ser menos peligrosos, sino por no ser ellos tema de estas reflexiones, y concentrémonos en “la carne” que alude directamente al cuerpo.

¿Por qué esa enemistad? ¿De dónde proviene? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Forma esa enemistad un momento esencial del cristianismo o es un agregado que lo distorsiona?

1.- La fundación del proyecto sacerdotal.

En los primeros siglos de la historia del pueblo hebreo, desde la fundación de la monarquía en el año mil antes de Cristo hasta el siglo primero, el sacerdocio, siempre unido al poder político, y el profetismo, expresión de los campesinos oprimidos, estuvieron enfrentados. Pero es en el siglo VI aC, en el exilio al que el imperio babilónico los había condenado, que los sacerdotes hebreos elaboran el proyecto sacerdotal que, bajo el dominio del imperio persa que derrota a los babilonios, imponen en la Palestina.

El Levítico, tercer libro de los cinco que componen el Pentateuco, la célebre “Toráh”, contiene el ordenamiento social, cultural y religioso que han de conformar la “sociedad sacerdotal”. Todo depende del valor central de la “pureza” que rige el comportamiento público y privado”. Consiste en que la consumición que realizan los hombres en la alimentación, en la relación sexual y en el rito religioso debe realizarse entre elementos que sean a la vez heterogéneos y recíprocos. Debe evitarse toda confusión.

Ello significa que habrá alimentos puros e impuros. Los primeros son aquellos que corresponden a animales perfectamente encuadrables entre los terrestres, acuáticos o aéreos. Los híbridos o no encuadrables perfectamente, pasan a ser impuros o manchados y, en consecuencia, deben evitarse.

En cuanto a lo sexual, será impura la relación homosexual, el semen, la sangre de la menstruación, todo tipo de supuración del organismo, cuya máxima expresión es el leproso. El Levítico establece: “El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados, se cubrirá hasta el bigote e irá despeinado gritando: ‘¡Impuro, impuro!”. Todo el tiempo que dure la llaga quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada” (Lv 13, 45-46).

“Cualquier hombre que padezca un derrame es impuro por ese derrame” y transmite su impureza a la cama en que acuesta, a cualquier silla que se siente y a cualquier mueble que toque. Esa impureza se transmite a cualquiera que toque uno de los objetos con el que el impuro haya tenido contacto. La impureza dura hasta la tarde, mientras que la mujer impura por la sangre menstrual, contrae la impureza por el espacio de siete días.

Las normas de pureza que rigen para todos los componentes de la sociedad, se extrema en el caso de los sacerdotes y, en especial del Sumo Sacerdote: “No se acercará a ningún muerto. No podrá contraer impureza ni siquiera por el duelo de su padre o de su madre” Lv 20, 11). Al entrar el muerto, o sea, el cadáver, en el reino de lo confuso, es impuro y cualquiera que lo toque contrae impureza. Por otra parte, “tomará mujer virgen. No tomará una viuda o una mujer despedida, o deshonrada o prostituta” (Lv 20, 13-14).

La impureza es cosa del cuerpo y sobre todo, de la sexualidad. Si bien no hay una concepción dualista que separe al cuerpo del alma, porque estos conceptos no existen y el ser humano es una totalidad, sin embargo en la concepción de lo puro y lo impuro está implícito el dualismo cuerpo-alma y es la parte corporal la que carga con el peso de la impureza. El desprecio del cuerpo ya está presente en la concepción y en la práctica del proyecto sacerdotal judío. Precisamente con el proyecto sacerdotal surge propiamente el judaísmo.

2.- El nacimiento de la iglesia[1]

Jesús de Nazaret había proclamado que los tiempos estaban maduros para la proclamación y realización del Reino de Dios, aludiendo, de esa manera, a la fundación de la confederación de tribus, realizado mediante el pacto de Siquem que había tenido lugar en el 1.200 aC, y que había sido denominada “Reinado de Dios”, debido a que las tribus se comprometían a no aceptar otro rey que no fuera el Dios de la liberación, propuesto por el grupo que había salido de Egipto.

Para realizar la tarea elige a los militantes y se da a la tarea de construir un movimiento, al mismo tiempo que va construyendo la contra hegemonía con el lenguaje popular campesino de las parábolas. Elabora el proyecto económico solidario simbolizado en la narración de las multiplicaciones de los panes y el político que tiene su centro en la concepción del poder como servicio.

El proyecto naufraga bajo la represión del imperio romano y la colaboración de los sacerdotes jefes. Jesús es tomado prisioneros y sometido a juicio sumario por parte de los sacerdotes en primer lugar y del imperio romano finalmente, que lo condena a la pena capital como culpable de haber atentado contra el Estado romano. Los componentes del movimiento de Jesús se dispersan. Todo ha terminado.

Pero después de un tiempo más o menos corto, se reencuentran, se reúnen y retoman el proyecto del “Reino de Dios” en un contexto totalmente distinto de aquél en el que lo había propuesto Jesús. Del contexto del pueblo judío se ha pasado al de ciudades y pueblos pertenecientes a la cultura helenista y dependientes del imperio romano.

El reencuentro se produce en diversos grupos que se autodenominan “asambleas”, en griego “ekklesía”, término tomado de la asamblea de los ciudadanos atenienses, mediante la cual se establecían las leyes de la polis. Son asambleas horizontales, sin sacerdocio, que periódicamente se reúnen para celebrar la “cena”, símbolo central de la nueva sociedad en la que todo se comparte.

Las primeras asambleas quisieron aplicar sin concesión la radicalidad del proyecto de Jesús, tanto en lo económico, como en lo político y en lo cultural. Las asambleas que encuentran su expresión tanto en el evangelio de Marcos, como en el de Lucas, buscan la realización plena de una economía en que todo se comparte. Pablo expresa la radicalidad de las transformaciones en cuanto a las relaciones humanas:

“Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay macho ni hembra, pues todos ustedes son uno dentro del ámbito de Cristo Jesús” (Gal, 3, 28). En cartas posteriores, desparece la indistinción entre macho y hembra, lo cual es explicable. Lo importante es que no existe aquí ningún asomo de dualismo. Todo lo contrario. Es la “unidad originaria” de los mitos la que está aquí presente. La sexualidad, la corporalidad, no sólo no es condenada, sino que es ensalzada. Une a machos y hembras, a varones y mujeres, indistintamente.

Esto no podía durar. La presión social y cultural lo hizo absolutamente imposible. El helenismo, cultura formada por la simbiosis de lo asiático y lo griego, promovida por Alejandro Magno, era dualista. Separaba netamente lo material de lo espiritual y en el ser humano distinguía netamente entre el alma y el cuerpo.

Es Platón el filósofo que la expresa cabalmente. Lo hace en diversos diálogos. La esencia del hombre radica en el alma, la cual, de habitar entre los dioses, por una determinada culpa cayó del cielo, su verdadera patria, y fue encerrada en un cuerpo, del que es necesario liberarla. Los caminos de la liberación son la ascética, la filosofía, la purificación del amor y los ritos religiosos. El principal, condición para todos los demás, es la ascética o mortificación. Es necesario mortificar, someter, dominar al cuerpo y sus pasiones.

Pablo de Tarso no es dualista, pero ya aparecen en sus cartas gérmenes del dualismo que luego se habría de desarrollar. Efectivamente, él habla del hombre “carnal” –sarkikós- y del hombre espiritual –pneumatikós-, términos derivados de sarx y pneuma, pero “carne” no significa “cuerpo”, que en griego se dice soma; “espíritu” no significa “alama”, que en griego se dice psijé. El hombre carnal no se refiere al cuerpo sino a la no comprensión y aceptación del mensaje de Jesús el Cristo, o sea, de su proyecto liberador. El hombre espiritual es aquél, en cambio, que ha comprendido y se ha comprometido con dicho proyecto.

Paulatinamente esta concepción se va deslizando hacia el dualismo propio del ambiente cultural en el que se desarrollan los primeros tiempos de las asambleas cristianas. De esta manera el proyecto liberador de Jesús de Nazaret se “espiritualiza” o mejor, se platoniza. El mundo de las ideas, o sea, el mundo verdadero, según Platón, del cual el mundo sensible no es más que una copia, pasa a ser el mundo “religioso”, trascendente. Junto con ello se fue dando un proceso de estructuración de las asambleas, que dejan de ser horizontales y pasan a ser verticales.


3.- La fundación de la Iglesia

La “Iglesia” con mayúscula, o sea como institución jerárquica que construye un poder que compite y negocia con el poder político, es obra de los siglos IV y V. Es el Edicto de Milán del 313 dictado por el emperador Constantino el punto de partida de una serie de acontecimientos en los que se entrelazan el poder político y el religioso, como resultado de los cuales se construye el entrelazamiento de ambos poderes que va a regir por siglos la historia de occidente, con consecuencias que llegan hasta nosotros.

La construcción “material” de la estructura eclesiástica va acompañada de la elaboración teológica que le da homogeneidad, condición indispensable para presentarse ante el poder político como el poder religioso que lo puede legitimar o deslegitimar, haciéndolo por tanto indispensable. En realidad, Constantino al darse cuenta que el cristianismo le había ganado las bases del imperio, dio los pasos necesarios para negociar con el nuevo poder religioso.

Es por ello que el citado edicto se completa en el 325 por el Concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico de la Iglesia, con el cual comienza la elaboración de la dogmática que se realiza con las categorías filosóficas del platonismo. Pero será San Agustín en el siglo V quien fije los lineamientos fundamentales de dicha dogmática.

El mundo en su totalidad y el ser humano en particular quedan definitivamente divididos en dos ámbitos contrapuestos, irreconciliables, la materia y el espíritu, el alma y el cuerpo, siendo la verdadera realidad aquella que es necesario salvar y cultivar, la primera de dicha contraposición. El ser humano es el espacio de una lucha sin cuartel de la materia en contra del espíritu y del cuerpo en contra del alma.

El slogan de las misiones que recorrerán sin cesar el territorio nacional será “salva tu alma”, para lo cual será necesario sacrificar el cuerpo y sus negras pasiones, al frente de las cuales figura el condenado sexo que mancha el alma. De esta manera las recomendaciones sacerdotales del “Levítico” encuentran su adecuada fundamentación teológica. Basándose en esa concepción, el papa Alejandro VI “donaba” las tierras de América a los reyes de España, “para la salvación de las almas” y Juan Ginés de Sepúlveda justificaba el exterminio de los nativos, pues “es mayor mal que perezca un alma que la muerte de miles”.

Verdaderos genocidios han sido “justificados” sobre la base del dualismo alma-cuerpo. Si lo que hay que salvar es el alma, y si su enemigo es el cuerpo, todo lo que se haga en contra del cuerpo redundará en beneficio del alma. Las torturas que la Inquisición aplicaba a los herejes siempre tenían como finalidad salvar el alma del torturado. Por otra parte todo placer es sospechoso, en la medida en que fomenta “pasiones” que hacen que el alma se encuentre cada vez más atada a su cárcel.

La Iglesia católica distribuye los posibles pecados de los hombres en los “diez mandamientos de la ley de Dios”, pero da toda la impresión que los únicos mandamientos son el sexto y el noveno que tienen que ver con el sexo. Una verdadera obsesión por el sexo caracteriza a toda la prédica de la Iglesia. El Levítico y el entramado categorial dualista mediante el cual se estructuró la dogmática, transformaron al cuerpo como el enemigo principal al que hay que mantener a raya si no se quiere arder por siempre en el infierno.

Buenos Aires, 6 de julio de 2009


[1] Menester es distinguir la “iglesia” con minúscula que la “Iglesia” con mayúscula. Primera es la que surge después de la muerte de Jesús de Nazaret como recomposición del movimiento del Reino de dios que se había disuelto con dicha muerte. La segunda es la Iglesia como institución de poder que se construye en los siglos IV y V.