17 diciembre 2009

Cuento/ Frankenstein / Fernando Sorrentino

Fernando Sorrentino
Frankenstein
Ilustración: Felipe Noé


Es un compañero de oficina. Muy delgado, de pequeña estatura y siempre vestido de gris. Su apellido es Pellegrini, pero le agrada que lo llamen Frankenstein. De hecho, muchos de sus amigos le hacen el gusto, y, en efecto, lo llaman Frankenstein. Otros, menos cordiales, prefieren llamarlo Pellegrini.

Es un empleado ejemplar. Su escritorio se halla frente al mío y, a menudo, observo cómo trabaja Frankenstein. Es tenaz, es tesonero, es aplicado. Sin embargo, mucho me temo que su inteligencia sea menos que escasa. ¿Cómo se explica, si no, que su semblante adquiera la reconcentrada tensión de la dificultad insuperable ante tareas sólo mínimamente complicadas? Al ver cómo sus manos se crispan sobre el cristal del escritorio y dejan una efímera aureola de humedad; al ver cómo hinca sus dientes en la madera del lápiz; al ver cómo hace girar los ojos; al ver cómo se le cubre de transpiración la frente; al ver cómo se le hincha una vena del cuello. Al ver, en suma, que Frankenstein carece casi por completo de inteligencia, pero —para su desgracia— no por completo, y que, en consecuencia, es consciente de su limitación: al ver, pues, tanta desdicha, siento pena por Frankenstein.

Pero, sobre todo, siento miedo. Me pregunto: “¿Qué oscuros resentimientos agitarán el elemental cerebro de Frankenstein? ¿Qué amorfos deseos de vaga venganza suscitará en él una inocente planilla que no acierta a comprender del todo?”.

Hace unos días, Frankenstein me sorprendió observándolo en su padecer. Una mirada lenta y pesada cayó sobre mí. Y allá en el fondo de aquellos ojos torpes brillaba una llamita rojiza de crueldad. “Dios mío”, pensé entonces, “¿por qué le dirán Frankenstein?”.

—Dígame, Pellegrini, ¿por qué le dicen Frankenstein?

Frankenstein sonrió:

—Son bromas de los muchachos…

Sin embargo, creo que Frankenstein me oculta algo. Cierto sábado a la tarde, y por pura casualidad, lo vi: en la calle Florida y a pleno sol, Frankenstein caminaba rígidamente, sin flexionar las rodillas. Con los brazos extendidos, en una actitud que, desde su rostro fingidamente siniestro, prolongaba la amenaza hasta la punta de los dedos, amagaba estrangular a las personas que topaba en su camino. Aquéllas se apartaban, más sorprendidas que temerosas; una vez pasado el presunto peligro, volvían la cabeza para observar con una sonrisa burlona a Frankenstein. Porque, realmente, su insignificante aspecto no logra impresionar a nadie.

Ahora bien, ¿advertirá Frankenstein esas sonrisas despectivas, esas sonrisas que restan toda importancia a su actitud amenazante? Y, además, ¿tendrán esas personas de la sonrisa la más ligera idea del verdadero carácter de Frankenstein? Sin duda, no: ocurre que no han visto cómo padece ante las dificultades que le plantea su labor en la oficina: si lo hubieran contemplado —como yo tantas veces—, no se atreverían a burlarse así de Frankenstein.

Para peor, tampoco mis compañeros de trabajo parecen haber observado estas peculiaridades. Suelen bromear a costa de él, suelen palmearlo, suelen llamarlo Frankenstein. Él sonríe, parece disfrutar de la cordialidad, de la amistad. “Todo va bien”, me digo entonces.

Pero los amigos de Frankenstein hablan con demasiada rapidez, abundan en elipsis y sobrentendidos, aluden con picardía a algo de todos conocido, se solazan en frívolos juegos de palabras… Entonces yo, que finjo estar abstraído en mis papeles, tiemblo ante la irresponsable temeridad de esas personas. Querría decirles: “Hablen más despacio; completen las frases; sean explícitos en todo; renuncien a la sutileza: ¡miren que Frankenstein no entiende!”.
Sé que esta advertencia, de ser seguida, evitaría una catástrofe general. Pero me abstengo de intervenir. En efecto, ¿qué sería de mí, si Frankenstein supiera que conozco sus terribles limitaciones? “Lo mejor es callar”, me digo entonces, “y no atraer solamente sobre mí las iras de Frankenstein”.

[De El mejor de los mundos posibles, Buenos Aires, Plus Ultra, 1976.]

3 comentarios:

  1. Aquí para Sorrentino mi calificación de excelente para este texto y para él, Conrado y lectores de La Tecla Eñe, mi más cordial saludo findeañero.

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  2. que florida imaginación tenés Fernando y qué lindo lo decís!

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  3. que florida imaginación tenés Fernando y qué lindo lo decís!

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