Por Flavio Crescenzi
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Ezequiel Linares“La novela se ha llenado de tripas, es ya una danza de vientres en la que cada autor baila precisamente la danza del vientre, y ahí está el vientre voluminoso de Lezama Lima, en Paradiso, el vientre enfermo de Proust, el vientre bello y blanco de Virginia Wolf. Todos los vientres, todas las entradas psicológicas e irracionales del escritor. No sólo una cabeza vista por dentro, como en el monólogo interior, sino un vientre visto por dentro. El vientre de Henry Miller evacuando a la sombra del coloso de Marusi. La novela se ha salvado de la pedantería positivista del siglo XIX. La novela vuelve a ser el reino de la libertad. De la poca libertad que nos queda.”
Francisco Umbral
La novela, tradicionalmente, ha sido considerada como la epopeya burguesa, un documento artístico y sociológico que dio cuenta de los cambios de perspectivas, de la visión de mundo, de una clase que fue el actor fundamental de la modernidad y sus líquidas secuelas. El epos, aquello que constituye lo narrable, la acción misma de la obra, su condición diegética, estará conformado por un realismo descriptivo, convención que se convertirá en normativa y sentará las bases de un determinado gusto en el público lector. La novela del siglo XIX sería el ejemplo más cabal de todo esto, desde un Balzac a un Dostoievski, desde una George Sand al folletín. Ahora bien, este epos, no es ya el de los héroes homéricos, cuyos atributos simbolizaban valores compartidos por una comunidad, sino de un héroe atravesado por las contradicciones que desgarran la sociedad capitalista. No se puede hablar de un totum mítico, sino de “tipos”, según la definición de Lukács, con los que el lector puede identificarse de algún modo. En la medida en que la conciencia creadora fue asumiendo los cambios homologados por el nuevo siglo y su fe en el progreso tecnocrático, la escritura se fue volviendo menos documentalista, alejándose de la mímesis desde donde erigió su identidad. Flaubert fue el primero en priorizar el estilo sobre el tema, dándole a sus obras un descanso, una pensada interrupción de la acción o secuencia narrativa, el privilegio de la catálisis sobre la diégesis. Subjetivismo, realismo en el detalle y pérdida de la perspectiva global, formalismo y visión angustiada del hombre en un mundo sin historia: todos estos componentes se cristalizarán en la vanguardia. El influjo antirrealista de ésta no significa que la realidad no aparezca en sus obras, pero lo hará de una manera elíptica, transmutada por recursos estéticos que vulnerarán los basamentos retóricos de la novela decimonónica. Para Adorno y su estética de la negatividad, esto es el inicio de la autonomía del arte, la posibilidad de pensar que el arte siempre se opuso a la servidumbre, a lo social desde el punto de vista ancilar, sin dejar de ser social por extraer sus materiales de ese entorno y por la mismísima oposición que su autonomía, dialécticamente, presenta en su dinámica. La “ley formal” es tal vez la categoría central de la estética adorniana.La narrativa denominada vanguardista adopta las experiencias de las escuelas o “ismos” de la lírica homónima y se eleva sobre el realismo con modificaciones que se advierten en el plano de lo temático: el hombre contemporáneo, urbano y cosmopolita, escindido y autorreflexivo, se orienta hacia una indagación de sí mismo asistido por los descubrimientos de la psicología moderna que penetra en campos del subconsciente y por corrientes filosóficas que analizan la situación del ser humano en el mundo. Asimismo, en el plano de lo formal: el estilo incorpora la imagen, la metáfora, el símbolo, y los recursos de las nuevas escuelas poéticas, especialmente, el surrealismo y el expresionismo; el tiempo narrativo no es cronológico, se fragmenta en múltiples planos desarticulando el orden temporal, adopta la técnica de la simultaneidad rompiendo los límites entre pasado presente y futuro; los personajes huyen de la tipificación, se presentan ante el lector mediante lo que se denomina “fluir de la conciencia” o “monólogo interior”. La novela vanguardista, en términos generales, rompe el pacto complaciente con el lector, lo priva de un lugar seguro al que aferrarse. La novela ya no será una sucesión de hechos narrables con personajes definidos, intriga y verosimilitud, sino una obra de arte luchando por su vital autonomía. No respetará la siempre sospechosa división de géneros, será poemática y compleja, será la incomodidad temida por aquellos lectores amigos del facilismo y del entretenimiento, aquellos que han hecho que el mercado editorial hoy sea un negocio provechoso para muchos. El estilismo es, de por sí, antiburgués, ya que el lector medio no está preparado para aceptar un tipo de escritura que lo obligue a aceptar su incapacidad, su escasa idoneidad como digno receptor de una gran obra. La disnarratividad inaugurada por la novela vanguardista (Joyce, Proust, Beckett) es parte de un proyecto ético y estético superador que pretendía hacer de la libertad expresiva y de las búsquedas formales un continuo reparador, una revolución permanente. Casi toda la literatura latinoamericana del siglo XX estuvo bajo su espíritu creativo, recordemos Rayuela, Pedro Páramo, Tres Tristes Tigres, Yo el Supremo, entre otras. Los tiempos que corren no son los más propicios para semejantes experiencias, los lectores están en vías de extinción, las ideas están también agonizando y la belleza, la belleza se escurre entre los dedos de algunos melancólicos que intentan retenerla.
¿se puede saber de dónde sacas esa afirmación sobre Adorno?
ResponderEliminar"El arte es algo social, sobre todo por su oposición a la sociedad, oposición que adquiere sólo cuando se hace autónomo. Lo que el arte aporta a la sociedad no es su comunicación con ella, sino algo más mediato, su resistencia, en la que se reproduce el desarrollo social gracias a su propio desarrollo estético aunque éste ni imite a aquél"
ResponderEliminarT.Adorno.
Este concepto está volcado de manera palmaria en su "Estética", pero es una idea que se puede rastrear en toda su obra.