15 marzo 2010

Schmucler Héctor/ Entrevista

Entrevista a Héctor Schmucler
El mundo que habitamos y la ficción orwelliana

Por Conrado Yasenza

(para la Tecl@ Eñe)


Héctor Schmucler ama las palabras, su potente universo simbólico. Es semiólogo. Y cree en ellas. Por eso desde hace mucho considera que cierto cansancio que recorre el planeta se debe al desvanecimiento que las palabras han sufrido en la relación entre los hombres. En esta entrevista Schmucler abordará, sin pereza, inquietudes que giran en torno al fracaso de los proyectos políticos, del conflicto y la tensión como campo donde se desarrollan procesos abiertos y del riesgo de la construcción de un relato totalitario.


- ¿Cree usted que existe una suerte de fascinación irresponsable, digamos una actitud de negación de responsabilidades y culpas, en el hecho de regodearse cíclicamente en el apuntalamiento del fracaso de proyectos políticos que tengan como objetivo el desarrollo social en conjunto del país?

- Hablar de una “fascinación irresponsable” parece presuponer que podría haber otra que fuera responsable. Creo, por lo contrario, que fascinación y responsabilidad, rigurosamente, son incompatibles. La primera está en el campo del embrujo, de esas fuerzas capaces de captar la voluntad humana por misteriosos caminos ajenos a la razón. Cuando estamos fascinados por algo anulamos cualquier distancia crítica que, a su vez, es una exigencia inexcusable de lo que llamamos responsabilidad. La fascinación permanece ajena a las razones: uno puede describir el objeto o la idea que lo fascina pero difícilmente podría explicar el porqué de la gozosa entrega a la que se siente empujado. La fascinación no mide las consecuencias: es, en un buen sentido, una experiencia estética. La responsabilidad, en cambio, es tributaria de la ética, deriva de ciertos valores que condicionan nuestro pensar y, sobre todo, nuestro actuar. En consecuencia me parece que, si realmente existiera una tendencia a impulsar acciones que lleven al fracaso de determinados proyectos, sería inadecuado adjudicarla a una “fascinación irresponsable”. Pensarlo así, incorporando la idea de la fascinación, abrimos la puerta de la irresponsabilidad, es decir, de la inimputabilidad de las palabras que se pronuncian y de las acciones que se ejercen.
Prefiero pensar en términos de política. No son ingenuos impulsos los que han contribuido a distorsionar la buena práctica de la confrontación de ideas como sustento de la acción colectiva. En todo caso, es una manera de concebir la política que personalmente no comparto: considerar que aquello con lo que no simpatizamos merece ser combatido (cuando no destruido) de cualquier manera. Y en este “de cualquier manera” se sustenta un método de acción política que, a su vez, enraíza en concepciones y creencias sobre la condición humana. La responsabilidad, en el actuar político, es irrenunciable; nadie está liberado de la obligación de responder por lo que hace, salvo que en el momento de hacerlo esté impedido de ejercer la libertad de optar.
En definitiva, lo que está en cuestión es el tipo de convicciones políticas que se ponen en práctica. Y es claro que no estoy negando, ni mucho menos, los componentes emocionales que participan de las decisiones políticas. Me resisto, sí, a que nos declaremos imposibilitados de juzgar –según nuestros parámetros, por supuesto- lo que consideramos adecuado para el convivir en sociedad. Naturalizar la fascinación excluye la responsabilidad, nos hace menos libres.

- ¿Y cual es el rol de la clase media en estos procesos?

- Al responder la primera pregunta intenté situarla en un espacio de comprensión un tanto diferente al que podría surgir de la aceptación literal de sus términos. ¿En relación a qué debería colocar esta segunda? ¿A alguna proclividad de la clase media a obrar de acuerdo a un estado de fascinación? ¿Al lugar que frecuentemente juega en los procesos políticos? Quisiera poder evitar el facilismo de plegarme a ciertos infecundos lugares comunes y, a riesgo de ser reiterativo, me gustaría preguntarme de qué estamos hablando cuando aludimos a la clase media. Es sabido que en la historia de la sociología y de la política no ha resultado fácil establecer acuerdos sobre qué se pretende señalar con el concepto de clase. Pero cuando nos referimos a la llamada “clase media”, los caprichos semánticos resultan ilimitados y, en consecuencia, el arco de papeles históricos que se le asigna incluye extremos sorprendentes: desde los que la colocan en un lugar ideal en el que la humanidad debería retratarse, hasta los que observan en ella el origen de todos los fracasos, de todo lo innoble y, de paso, de todas las traiciones. Hace ya casi un siglo, hacia 1920 y cuando todo era incierto en el devenir de la Revolución Rusa, Lenin instaló –sin decirlo así- la sospecha y la esperanza mientras buscaba la etiología de esa enfermedad prematura que aquejaba a los comunistas: el izquierdismo. Pero ya a Marx, mucho antes, no le resultaba cómodo ubicar a este sector social en el esquema de clases en conflicto que describió como sustento explicativo de la sociedad capitalista. Mirada la sociedad con óptica biclasista, burguesía y proletariado, un sector de la población quedaba a mitad de camino: la pequeña burguesía ni era totalmente burguesa, ni totalmente proletaria. En todo caso formaba un subgrupo vinculado a las dos clases mayores, como lo señala en El 18 brumario de Luis Bonaparte y estaba destinada a desaparecer, plegada a una de las grandes clases entre las que se dirimía la construcción del porvenir. De estas inquietudes, que millones de marxistas en el mundo hicimos teóricamente nuestras, se desprendían consecuencias de envergadura: por una parte, los revolucionarios debían esforzarse por ganar para el destino proletario a esta clase indecisa. Al mismo tiempo, y porque la pequeña burguesía era indecisa por su propia naturaleza, los mismos revolucionarios debían tener el ojo atento a sus comportamientos que con frecuencia eran favorables a la clase enemiga. Huérfana de determinaciones estructurales, como eran la burguesía y el proletariado, la pequeña burguesía podía desertar del rumbo de la historia y plegarse, traidoramente, al sector social que los revolucionarios pretendían borrar de la historia.
No siempre resulta claro si es lícito homologar sociológicamente los conceptos de “pequeña burguesía” con el de “clase media”. Esta última se mueve con soltura en la descripción estamentaria de la sociedad pero, a su vez, lleva en sus espaldas la nominación de “clase”. Insustancial en la percepción ortodoxa del marxismo, entre nosotros, en Argentina, es imaginada como un comodín que suele servir para tranquilizar nuestra incapacidad de comprensión o para evitarnos enfrentar el doloroso derrumbe de las seguridades etiquetadas. Así, el comportamiento de la clase media –como si fuera ajena a nosotros mismos- suele objetivarse como centro explicativo de procesos históricos: la Reforma Universitaria en 1918, la incomprensión de la gesta peronista que la llevó a celebrar con algarabía la Revolución Libertadora de 1955, su posterior “nacionalización” que la empujó a enrolarse en la recién descubierta vocación revolucionaria del peronismo de los años 1970. Ahora, en nuestros días, esa clase media está en todas partes.
Ni ángel bueno, ni ángel caído, la clase media no parece destinada a nada en especial. Es verdad que en nuestro tiempo los tradicionales análisis marxistas casi no están en uso y los razonamientos que parecían sustentarse en verdades “científicas” se desarticulan ante nuevas realidades que parecen relegar al olvido las seguridades que nos permitían “entender” un mundo cuya historia marchaba hacia alguna parte. La interpretación del papel de la llamada clase media, que siempre fue entendida como un lugar “entre”, se encuentra ante el desconcertante dilema de ser un interrogante más entre dos interrogantes: ¿qué es hoy la burguesía? ¿qué el proletariado que tenía marcado el papel de concluir con todos los oprobios que acompañaron los días de la humanidad’. Si aceptáramos estas consideraciones, tal vez deberíamos enfrentarnos a una nueva realidad inquietante pero luminosa que nos exige abandonar la modorra de sentirnos víctimas. Se trata, creo, una vez más, de desnudar las ideas en las que –no siempre de manera conciente- se asientan las accione políticas.

- ¿Qué opinión le merece la idea generalizada de que en el país impera una especie de restauración del odio social que puede traducirse en un clima de crispación política? ¿Configuraría esto una reactualización del concepto de lucha de clases?

- No estoy convencido de que sea tan generalizada la idea de que existe una “restauración” del odio social, aunque no me cabe duda de que existe un clima de inquietud, tal vez de descontento, bastante expandido. Pero creo que deberíamos ser cuidadosos con los calificativos, tanto como con los engolosinamientos lexicales. A veces nos enamoramos de las palabras –buen ejemplo de la fascinación a la que aludimos más arriba- y vemos como realidades evidentes aquello que nuestra imaginación ha construido. Es el mayor riesgo de cierta soberbia que con frecuencia se apodera de quienes se asumen (nos asumimos) como intelectuales. En mi caso, no niego que exagere en el cuidado de las palabras. Ocurre que aún creo en ellas y desde hace mucho considero que cierto cansancio que hoy muestra el planeta se debe al desvanecimiento que las palabras han sufrido en la relación entre los hombres (y mujeres, por supuesto). Cuando, como ocurre en esta pregunta, se señala una presunta restauración del odio social, queda presupuesto que tal odio existió en el pasado y en algún momento habría cesado. Cabría preguntarse si la idea de “odio social” da cuenta de los distintos enfrentamientos que nuestra sociedad, como todas las sociedades, ha protagonizado. Desde nuestras mesas de trabajo, muchas veces protegidos por situaciones económicas nada desdeñables, solemos dibujar ordenamientos conceptuales que satisfacen nuestra vocación especulativa. Decidimos cómo es el mundo exterior y con esas lentes, con el color de esas lentes, nos asomamos para contemplar los hechos sin la precaución de la duda. Me parece que nuestro momento histórico está plagado de palabras exorbitantes que reemplazan el esfuerzo de indagar, de conocer. Con dolor, deberíamos reconocer que desde la izquierda –si llamamos izquierda a los que nos ubicamos en el campo de los desconformes con el mundo tal cual es- venimos repitiendo este camino casi desde siempre. Alguna vez Walter Benjamín tuvo el coraje de señalarlo: el rumbo que seguimos no nos lleva a la salvación sino al desastre.

- ¿Está de acuerdo con la idea de que la política es conflicto y tensión? Y de ser así, ¿cómo se resuelven estas tensiones y conflictos en la Argentina de hoy?¿Es posible hablar de la memoria como construcción de un relato totalitario’

- Sin conflicto la política no existe. Este es el sentido último del invento de la política: reconocer conflictos, es decir, diferencias, como situación en la que los seres humanos conviven colectivamente. ¿Porqué anhelar que los conflictos se agoten, se resuelvan? Un mundo de iguales, es decir, donde todo pudiera ser sustituido por algo equivalente, dejaría de ser, según mi criterio, un mundo humano. La idea misma de la vida entraña el permanente conflicto que opone la imaginación a la pura reproducción técnica. El otro, con el que comparto el mundo, es otro porque es distinto y me permite reconocerme a mí mismo. El temor al conflicto, en este sentido, expresa el temor a asumir la responsabilidad de ser uno mismo.
Por supuesto que a veces –y este es el rasgo más preciso y horrible del totalitarismo- se presupone que los conflictos son intolerables y debe saldarse mediante la eliminación de uno de los contendientes para establecer una especie de armonía inmóvil. Las utopías suelen auspiciar ese mundo estático para siempre. Es el orden de la muerte, de la peor muerte porque simula que la vida continúa. El 1984 de George Orwell narra ese post-mundo, ese orden donde el poder penetra cada espacio hasta el extremo de no poder reconocerlo. Ese fin del mundo humano –la eliminación del conflicto- tiene dos claves: la construcción de un lenguaje sin espesor porque no hay espacio para la metáfora, y la imposición de una memoria única que impone un necesario presente. El poder se cierra en sí mismo. Me pregunto ahora si el mundo que habitamos, en un largo marchitarse, no empieza a parecerse a la ficción orwelliana.

Marzo de 2010

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