Por Agustín Gribodo*
(para La Tecl@ Eñe)
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: F. Bacon
Hace ya unas cuantas décadas, Ernesto Sabato estableció una clasificación de la literatura tan tajante como indiscutible. El autor de Sobre héroes y tumbas instauró una frontera para todas aquellas obras escritas con pretensiones artísticas: a un lado del muro quedaba la literatura profunda, y del otro lado la literatura superficial.
Hasta hoy, la contundencia de esa separación sigue pareciéndome la única capaz de inspirar confianza. No se trata de ignorar otras clasificaciones determinadas por características regionales, étnicas, etarias o de género. Pero la verdad es que, aun así, dentro de la literatura chilena, la femenina, la rioplatense o la de la generación española del 27, por citar sólo algunas, difícilmente haya una expresión uniforme y precisa respecto de voces, formas, tonos y criterios. Tanto es así que no sería descabellado afirmar que cada autor inaugura y acaba, en sí mismo, una literatura irrepetible. Por ende, podría hablarse del género Jorge Luis Borges o del género Eduardo Galeano, y así hasta el infinito.
Tomemos por caso la generación del ochenta, denominación que agrupa a muchos escritores-políticos-militares argentinos, entre los que se encontraban los “adelantados” Domingo Faustino Sarmiento y Lucio V. Mansilla. Si bien la amalgama de esta generación excedía lo artístico, vale la pena detenerse en algunas cuestiones literarias: ¿De qué manera relacionar o reunir bajo el mismo paraguas obras tales como la pasatista Juvenilia, de Miguel Cané, y el determinismo cientificista de En la sangre, de Eugenio Cambaceres? Y también, ¿cuál es la poesía representativa de la generación del ochenta: la gauchesca de Rafael Obligado o la del sentido moderno de Carlos Guido y Spano?
Evidentemente, si algo unió a los autores de la generación del ochenta fue su pertenencia a la clase dominante que manejó la política de la Argentina hacia 1880 y que tuvo por símbolo, aquel año, la confirmación de la ciudad de Buenos Aires como capital federal de la nación. Este rasgo distintivo poco tuvo que ver con virtudes y defectos de una producción literaria que, en el sentido estrictamente artístico y en los dichos de Ricardo Rojas, fue “fragmentaria” debido a la falta de una línea orgánica de pensamiento.
Este ejemplo debería llevar a reconsiderar si es válida la reunión de autores dentro de parámetros que no tengan como marco exclusivo factores literarios. Pues cualquier otro eje sobre el que se agrupe a escritores puede llevar a juicios forzados, cuando no a errores lamentables.
Literatura social y de elite
En esta línea de razonamiento, y como ha sucedido con la pléyade argentina de 1880, para no pocos estudiosos es un despropósito que se considere a la política entre las variables que determinan una generación de escritores. Causa esencial de este reparo es que toda obra literaria alcanza la jerarquía de obra artística gracias a su condición polisémica, es decir, su multiplicidad de lecturas e interpretaciones. Y es sabido que, contrariamente a lo que acontece con el arte, el mensaje político es unívoco y puntual.
Al respecto, y para no atentar contra la diversidad de lecturas que requiere una obra literaria, si se quisiera incorporar la política al terreno de las clasificaciones sólo deberían admitirse dos grandes grupos: el primero como afirmación de la existencia de una voluntad política dentro del arte; el segundo como la negación de esa posibilidad. Estas dos grandes categorías son la literatura social y la literatura de elite (o sea, aquella que toma al arte como un fin en sí mismo)
Si se quisiera ir más allá de estos dos grandes grupos nos podríamos encontrar con algunas contradicciones. En primer lugar, ¿cómo se determina que una obra literaria con intenciones sociales pertenece a tal o cual tendencia política (llámese marxista o peronista, por citar sólo dos etiquetas)? Además, una obra literaria que declama explícitamente su afinidad con alguna tendencia política (cualquiera que ésta sea) no estaría haciendo otra cosa que alejarse de la condición polisémica que se le exige a toda obra de arte. Si esto ocurriera, podría caerse, por ejemplo, en las “moralejas” del realismo socialista, donde los personajes son totalmente buenos o totalmente malos, o en la poesía panfletaria o, incluso, en las novelas de “encendido fervor reivindicativo”, tan obvias y predecibles.
Pero también, ¿cuál es la condición que otorga a una obra literaria el calificativo de “peronista”? ¿Que contenga como tema a la justicia social? ¿Que trate sobre alguno o algunos de los hechos históricos que tuvieron que ver con el desarrollo del peronismo? ¿Que refiera a Juan Domingo Perón o a Eva Duarte?
Para intentar un ligero examen sobre estas preguntas podría decirse en primer lugar que El vientre de París, de Émile Zola; El mundo es ancho y ajeno, del peruano Ciro Alegría; Los miserables, de Victor Hugo, y hasta nuestro Martín Fierro, de José Hernández, abordan el tema de la injusticia social y, por ende, plantean la necesidad de la justicia social. Y no está de más señalar que libros sagrados, como la Biblia, también se ocupan de esa cuestión, con lo que puede comprobarse fácilmente que el tema social no es patrimonio de un movimiento o partido político, sino un tema universal y bastante antiguo.
En segundo término y respecto de la inclusión de personalidades históricas, vale la pena aclarar que ni la mención de personajes ni el registro de la novela histórica garantizan la pertenencia a un movimiento o partido político. De ser así, Tomás Eloy Martínez, con La novela de Perón y Santa Evita, debería ser el abanderado de la literatura peronista. Ni siquiera Osvaldo Soriano, quien dejó en No habrá más penas ni olvido una alegoría tragicómica de la lucha que desangró al peronismo en los años setenta, aceptaría que una de sus obras fuera incluida en un posible corpus del género “peronista”.
Aún más, hay obras de autores simpatizantes o militantes del peronismo que si quedaran restringidas al marco de una “literatura peronista” perderían esa proyección social que las gestó y que excede ampliamente una ideología determinada y una etapa histórica de la Argentina. Pienso en el caso de Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, cuento que apunta a la discriminación en el sentido más extenso y nefasto. Y que alcanza su mayor hondura cuando el señor Lanari, el personaje de clase media alta creado por Rozenmacher, descubre en su razonamiento que es el miedo la verdadera razón de su rechazo a los “cabecitas negras”: “«La fuerza pública», dijo, «tenemos toda la fuerza pública y el ejército», dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.
Del mismo modo que Cabecita negra supera el rótulo de “peronista” para indagar acerca de un odio atávico y visceral que muchos hombres sienten por quienes consideran distintos de ellos, El matadero, de Esteban Echeverría, no es simplemente un relato unitario o antirrosista. Y Casa tomada, de Julio Cortázar, no puede ser considerado un cuento antiperonista y nada más. Y ningún crítico se animaría a catalogar El juguete rabioso, de Roberto Arlt, como “novela policial” por el solo hecho de que en ella se narran algunos delitos y hay una delación.
Nadie, definitivamente, se atrevería a tamañas simplificaciones porque la literatura es algo más que rótulos, o al menos a eso aspira la literatura profunda de la que hablaba Sabato.
“Yo siempre fui peronista”
Si se tomara, en cambio, una gran cantidad de libros de investigación histórica y periodística (incluyo entre ellos Operación masacre, obra con la que Rodolfo Walsh inauguró la true story local), se podría hablar del género político, y hasta peronista, en el campo del ensayo. Pero la literatura, la que busca la expresión alegórica de la realidad, tiene el deber de apuntar a la diversificación de los significados, es decir, a las realidades posibles.
Tal vez por esta razón es que una de las mejores interpretaciones del peronismo fue escrita en una obra de ficción y no en los sesudos análisis de los estudiosos. Me refiero a una pequeña frase escrita por Osvaldo Soriano en No habrá más penas ni olvido. Ante la acusación de “bolche”, Soriano sintetiza a través de la voz del personaje sospechado: “Pero si yo siempre fui peronista..., nunca me metí en política”.
Con esta frase de apenas once palabras, y gracias a la magia de literatura, puede entenderse el indefinido e indefinible fenómeno que hace del peronismo algo más cercano al sentimiento que a la razón. Y No habrá más penas ni olvido es muchísimo más que una novela “peronista” (etiqueta con la que no estaría de acuerdo Soriano), es nada más y nada menos que una radiografía irónica y aguda de la sociedad argentina. Por eso es que de ningún modo la literatura podría pertenecerle al peronismo, al marxismo, al socialismo o a la Unión Cívica Radical; pues si eso ocurriera, la literatura se convertiría en otra cosa; en algo menos ambicioso; algo, incluso, menos subversivo y menos eficaz como herramienta política.
Quizá el mejor ejemplo de lo que pretende expresarse en este artículo se encuentre en las páginas escritas por Franz Kafka. El autor checo prácticamente no ha volcado en sus libros alusiones políticas o sociales; sin embargo, no existe obra en la que mejor se perciban la opresión de los sistemas totalitarios y el sufrimiento de los seres sometidos a la injusticia. Recuérdese si no El castillo y El proceso. Y qué hay de los hombres que dejan de ser útiles a la estructura económica a la que sirven y padecen el ostracismo y la discriminación, como el caso de Gregorio Samsa en La metamorfosis.
Kafka no adhirió a ninguna corriente política; y si lo hizo, trató de que no se notara en sus cuentos y novelas. Aun así, construyó una de las obras más perturbadoras de la literatura universal, una obra capaz de compartir, sin acudir a rótulos, lecturas existencialistas y políticas.
Si el objetivo de un escritor es cambiar el mundo, debería tenerse presente que los rótulos limitan; salirse de ellos debería ser la aspiración de todo aquel que pretenda profundidad en sus obras literarias. En esa hondura y no en otra cosa es donde se encuentra el factor inquietante que transformará al lector.
*Agustín Gribodo es narrador y poeta. Recientemente he publicado la novela "El tiempo mata". Es editor del blog Alejandría - Literatura para ver http://agustingribodo.blogspot.com/
Hasta hoy, la contundencia de esa separación sigue pareciéndome la única capaz de inspirar confianza. No se trata de ignorar otras clasificaciones determinadas por características regionales, étnicas, etarias o de género. Pero la verdad es que, aun así, dentro de la literatura chilena, la femenina, la rioplatense o la de la generación española del 27, por citar sólo algunas, difícilmente haya una expresión uniforme y precisa respecto de voces, formas, tonos y criterios. Tanto es así que no sería descabellado afirmar que cada autor inaugura y acaba, en sí mismo, una literatura irrepetible. Por ende, podría hablarse del género Jorge Luis Borges o del género Eduardo Galeano, y así hasta el infinito.
Tomemos por caso la generación del ochenta, denominación que agrupa a muchos escritores-políticos-militares argentinos, entre los que se encontraban los “adelantados” Domingo Faustino Sarmiento y Lucio V. Mansilla. Si bien la amalgama de esta generación excedía lo artístico, vale la pena detenerse en algunas cuestiones literarias: ¿De qué manera relacionar o reunir bajo el mismo paraguas obras tales como la pasatista Juvenilia, de Miguel Cané, y el determinismo cientificista de En la sangre, de Eugenio Cambaceres? Y también, ¿cuál es la poesía representativa de la generación del ochenta: la gauchesca de Rafael Obligado o la del sentido moderno de Carlos Guido y Spano?
Evidentemente, si algo unió a los autores de la generación del ochenta fue su pertenencia a la clase dominante que manejó la política de la Argentina hacia 1880 y que tuvo por símbolo, aquel año, la confirmación de la ciudad de Buenos Aires como capital federal de la nación. Este rasgo distintivo poco tuvo que ver con virtudes y defectos de una producción literaria que, en el sentido estrictamente artístico y en los dichos de Ricardo Rojas, fue “fragmentaria” debido a la falta de una línea orgánica de pensamiento.
Este ejemplo debería llevar a reconsiderar si es válida la reunión de autores dentro de parámetros que no tengan como marco exclusivo factores literarios. Pues cualquier otro eje sobre el que se agrupe a escritores puede llevar a juicios forzados, cuando no a errores lamentables.
Literatura social y de elite
En esta línea de razonamiento, y como ha sucedido con la pléyade argentina de 1880, para no pocos estudiosos es un despropósito que se considere a la política entre las variables que determinan una generación de escritores. Causa esencial de este reparo es que toda obra literaria alcanza la jerarquía de obra artística gracias a su condición polisémica, es decir, su multiplicidad de lecturas e interpretaciones. Y es sabido que, contrariamente a lo que acontece con el arte, el mensaje político es unívoco y puntual.
Al respecto, y para no atentar contra la diversidad de lecturas que requiere una obra literaria, si se quisiera incorporar la política al terreno de las clasificaciones sólo deberían admitirse dos grandes grupos: el primero como afirmación de la existencia de una voluntad política dentro del arte; el segundo como la negación de esa posibilidad. Estas dos grandes categorías son la literatura social y la literatura de elite (o sea, aquella que toma al arte como un fin en sí mismo)
Si se quisiera ir más allá de estos dos grandes grupos nos podríamos encontrar con algunas contradicciones. En primer lugar, ¿cómo se determina que una obra literaria con intenciones sociales pertenece a tal o cual tendencia política (llámese marxista o peronista, por citar sólo dos etiquetas)? Además, una obra literaria que declama explícitamente su afinidad con alguna tendencia política (cualquiera que ésta sea) no estaría haciendo otra cosa que alejarse de la condición polisémica que se le exige a toda obra de arte. Si esto ocurriera, podría caerse, por ejemplo, en las “moralejas” del realismo socialista, donde los personajes son totalmente buenos o totalmente malos, o en la poesía panfletaria o, incluso, en las novelas de “encendido fervor reivindicativo”, tan obvias y predecibles.
Pero también, ¿cuál es la condición que otorga a una obra literaria el calificativo de “peronista”? ¿Que contenga como tema a la justicia social? ¿Que trate sobre alguno o algunos de los hechos históricos que tuvieron que ver con el desarrollo del peronismo? ¿Que refiera a Juan Domingo Perón o a Eva Duarte?
Para intentar un ligero examen sobre estas preguntas podría decirse en primer lugar que El vientre de París, de Émile Zola; El mundo es ancho y ajeno, del peruano Ciro Alegría; Los miserables, de Victor Hugo, y hasta nuestro Martín Fierro, de José Hernández, abordan el tema de la injusticia social y, por ende, plantean la necesidad de la justicia social. Y no está de más señalar que libros sagrados, como la Biblia, también se ocupan de esa cuestión, con lo que puede comprobarse fácilmente que el tema social no es patrimonio de un movimiento o partido político, sino un tema universal y bastante antiguo.
En segundo término y respecto de la inclusión de personalidades históricas, vale la pena aclarar que ni la mención de personajes ni el registro de la novela histórica garantizan la pertenencia a un movimiento o partido político. De ser así, Tomás Eloy Martínez, con La novela de Perón y Santa Evita, debería ser el abanderado de la literatura peronista. Ni siquiera Osvaldo Soriano, quien dejó en No habrá más penas ni olvido una alegoría tragicómica de la lucha que desangró al peronismo en los años setenta, aceptaría que una de sus obras fuera incluida en un posible corpus del género “peronista”.
Aún más, hay obras de autores simpatizantes o militantes del peronismo que si quedaran restringidas al marco de una “literatura peronista” perderían esa proyección social que las gestó y que excede ampliamente una ideología determinada y una etapa histórica de la Argentina. Pienso en el caso de Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, cuento que apunta a la discriminación en el sentido más extenso y nefasto. Y que alcanza su mayor hondura cuando el señor Lanari, el personaje de clase media alta creado por Rozenmacher, descubre en su razonamiento que es el miedo la verdadera razón de su rechazo a los “cabecitas negras”: “«La fuerza pública», dijo, «tenemos toda la fuerza pública y el ejército», dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.
Del mismo modo que Cabecita negra supera el rótulo de “peronista” para indagar acerca de un odio atávico y visceral que muchos hombres sienten por quienes consideran distintos de ellos, El matadero, de Esteban Echeverría, no es simplemente un relato unitario o antirrosista. Y Casa tomada, de Julio Cortázar, no puede ser considerado un cuento antiperonista y nada más. Y ningún crítico se animaría a catalogar El juguete rabioso, de Roberto Arlt, como “novela policial” por el solo hecho de que en ella se narran algunos delitos y hay una delación.
Nadie, definitivamente, se atrevería a tamañas simplificaciones porque la literatura es algo más que rótulos, o al menos a eso aspira la literatura profunda de la que hablaba Sabato.
“Yo siempre fui peronista”
Si se tomara, en cambio, una gran cantidad de libros de investigación histórica y periodística (incluyo entre ellos Operación masacre, obra con la que Rodolfo Walsh inauguró la true story local), se podría hablar del género político, y hasta peronista, en el campo del ensayo. Pero la literatura, la que busca la expresión alegórica de la realidad, tiene el deber de apuntar a la diversificación de los significados, es decir, a las realidades posibles.
Tal vez por esta razón es que una de las mejores interpretaciones del peronismo fue escrita en una obra de ficción y no en los sesudos análisis de los estudiosos. Me refiero a una pequeña frase escrita por Osvaldo Soriano en No habrá más penas ni olvido. Ante la acusación de “bolche”, Soriano sintetiza a través de la voz del personaje sospechado: “Pero si yo siempre fui peronista..., nunca me metí en política”.
Con esta frase de apenas once palabras, y gracias a la magia de literatura, puede entenderse el indefinido e indefinible fenómeno que hace del peronismo algo más cercano al sentimiento que a la razón. Y No habrá más penas ni olvido es muchísimo más que una novela “peronista” (etiqueta con la que no estaría de acuerdo Soriano), es nada más y nada menos que una radiografía irónica y aguda de la sociedad argentina. Por eso es que de ningún modo la literatura podría pertenecerle al peronismo, al marxismo, al socialismo o a la Unión Cívica Radical; pues si eso ocurriera, la literatura se convertiría en otra cosa; en algo menos ambicioso; algo, incluso, menos subversivo y menos eficaz como herramienta política.
Quizá el mejor ejemplo de lo que pretende expresarse en este artículo se encuentre en las páginas escritas por Franz Kafka. El autor checo prácticamente no ha volcado en sus libros alusiones políticas o sociales; sin embargo, no existe obra en la que mejor se perciban la opresión de los sistemas totalitarios y el sufrimiento de los seres sometidos a la injusticia. Recuérdese si no El castillo y El proceso. Y qué hay de los hombres que dejan de ser útiles a la estructura económica a la que sirven y padecen el ostracismo y la discriminación, como el caso de Gregorio Samsa en La metamorfosis.
Kafka no adhirió a ninguna corriente política; y si lo hizo, trató de que no se notara en sus cuentos y novelas. Aun así, construyó una de las obras más perturbadoras de la literatura universal, una obra capaz de compartir, sin acudir a rótulos, lecturas existencialistas y políticas.
Si el objetivo de un escritor es cambiar el mundo, debería tenerse presente que los rótulos limitan; salirse de ellos debería ser la aspiración de todo aquel que pretenda profundidad en sus obras literarias. En esa hondura y no en otra cosa es donde se encuentra el factor inquietante que transformará al lector.
*Agustín Gribodo es narrador y poeta. Recientemente he publicado la novela "El tiempo mata". Es editor del blog Alejandría - Literatura para ver http://agustingribodo.blogspot.com/
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