17 mayo 2010

Díaz Claudio/Déjalo ser

Déjalo ser

Por Claudio Díaz
(para La Tecl@ Eñe)

La pucha… 200 años. Parece mucho, aunque pensándolo bien es poco. Al igual que otros vecinos de este suburbio mestizo llamado Sudamérica, seguimos siendo jóvenes. Fíjense, si no, en los barrios de la Zona Norte: está lleno de dinosaurios de aliento apestoso. Es cierto: nos falta crecer un montón y terminar de definir una personalidad. Pero tenemos ilusiones y esperanzas. Y mucho camino por recorrer. Mientras en otras vecindades ya no le encuentran razón a sus vidas, aquí todavía podemos darle vuelo a nuestros sueños.

Historia de contrastes la nuestra. Adentro, peleadísimos como siempre. Viejas diferencias del tronco familiar. Sin embargo, los de afuera nos quieren bien. Aunque nos dan dos tipos de cariño distintos. Hay algunos que se nos acercan para jodernos y aprovecharse de lo desprendidos que somos. En cambio, la simpatía de los auténticos, la de los que son pueblo como nosotros, es sincera y viene por el lado del corazón antes que por lo material.

Una paradoja: entre algunas de las causas por las que se enamoran de nosotros los que viven a 12 mil kilómetros de distancia figuran el tango, la comida, el fútbol… ¡Qué mejor para los argentinos que dorarnos la píldora en esos rubros! El problema es que aquellos amigos tienen hermanos que están codificados para robar. ¡Minga de amistad y sentimiento! Cuando nos vienen a ver con sus modelos económicos y pensamientos científicos nos pegan flor de milonga y se quedan con el pan nuestro de cada día.

Eso sí, todos coinciden en que somos vanidosos, engreídos, fanfarrones. ¿El ombligo del mundo? Es posible… Pero cómo no agrandarse si en este último confín al infinito, aquí donde el viento se pierde para no saberse a dónde va, surgieron en hilera, en un corto período de tiempo, un Perón, una Eva, un Che… Demasiado para el truco, ¿no? Quisiéramos ver las cartas del resto: apenas les da para un envido-envido. Envido de envidia…

Y esto, para no entrar a considerar a los argentos que siempre se las ingenian para estar en algún rincón del mundo dando cátedra: escribas, musiqueros, genios de la experimentación con tubos de ensayo y esas cosas, capos del arte capaces de arrancar sentimientos entre los que están mirando desde las butacas o el palco, goleadores de todos los colores, raqueteros… Hagan juego, señores. ¿Quién da más?

El día que el negocio sea fabricar hombres y mujeres para la buena humanidad (al Mercado todavía no se le ocurrió), el made in Argentina copará la parada mundial como ahora sucede con los chirimbolos producidos en la China.

Igualmente, nos debemos un examen colectivo. Tenemos que interrogarnos a nosotros mismos para entender por qué no podemos salir de esta suerte de “eterna juventud” que nos impide alcanzar la madurez espiritual y el cuerpo de Nación. Porque nunca terminamos de Ser. Algunas veces fuimos. Pero en fragmentos muy cortos. Simples retazos que no alcanzaron para zurcir el cortinado definitivo de lo que es una Patria.

En este punto reaparece nuestro drama familiar. Que es conflicto interno permanente y, hasta hoy, irresoluble: el querer ser de la mayoría contra el complejo de inferioridad de una pandilla sólo dispuesta a evaporarse como sujeto histórico a cambio de revolcarse en el barro del oro y la codicia.

Fuimos rebeldes por naturaleza. Aun antes de pegarle patadas en la panza a nuestra madre (patria), para que nos dejara ver la luz en aquel 1810. ¡Si hasta habíamos debutado contra nuestro histórico rival, Gran Bretaña, haciendo de la grasa aceite hirviendo para rechazar la invasión! Pagamos cara nuestra desobediencia y la pretensión de querer ser. Por eso nos siguen pasando la factura.

Ahora, ¿por qué no somos, definitivamente y para siempre? Es la pregunta que nos hacemos frente al espejo de la historia. Atinamos a respondernos que por un problema de familia. Por unos pocos que, aún nacidos aquí y portadores de su documento nacional de identidad, sienten vergüenza de llevar el apellido. Ellos quieren pertenecer a otra estirpe, tal vez a un tronco más aristocrático. Ser Argentina no les gusta y por eso buscan desde hace tanto tiempo cortar el cordón umbilical que nos une a un pasado en común.

Aceptar un papel subordinado en el tablero mundialista que manejan los poderes no ha sido lo nuestro, más allá del papel de la raza de los cipayos. Dominados y todo, siempre nos caracterizamos por la rebeldía. Y por eso, en varios pasajes de nuestra trayectoria, nos hicimos valer y respetar por la insobornable voluntad de querer ocupar, como tantos otros pueblos, un lugar en el mundo. Más: cuando desaparecimos por largos períodos, en realidad estábamos… Presos, tabicados e incomunicados en nuestro propio hogar, esclavizados a merced de esa élite que se alquiló para servir a extraños. Pero presentes con nuestra memoria, con la identidad y con la compañía de los que abrieron el camino de la lucha desde aquel mismo mayo del ’10.

Los amos del mundo ya están muy viejos. Y nosotros, con 200 años, tenemos mucho hilo en el carretel para hacerlos volar como barriletes. Aquí estamos, aquí seguimos. Con la obstinada manía de patalear cada vez que los vigilantes del Orden Mundial, el de ayer y el de hoy, el de siempre, aparezcan con las cachiporras para recitarnos sus clases de civilización y democracia. Vengan cuando quieran, dinosaurios de aliento apestoso. Aquí los estaremos esperando. Como en 1845, como en 1955, como en 1976… Siempre nos encontrarán dispuestos a dar pelea. Sólo queremos que nos dejen Ser.

Claudio Díaz - Periodista- Autor del libro Diario de Guerra

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