24 diciembre 2011

Literatura/Procesos técnicos/ Por Ariel Bermani

Procesos técnicos

(fragmentos)

ariel bermani

Ilustración: Stupía-Noé

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Escribo para saber lo que va a pasar después. Cuando escribo siento que hay algo nuevo en mí, en lo cotidiano y en lo abstracto -lo que funciona en el plano de las ideas-. Hacer una novela se parece, muchas veces, a estar haciendo algo con mi vida. Algo que tiene sentido y que va a cambiar el orden de las cosas. Cuando escribo soy otro. Puedo ver sin los anteojos.

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Cuando una novela se hace cargo de una porción del mundo y reproduce, recrea, inventa, lo que ve, casi en forma natural, deja una marca de extrañeza y, a la vez, de cosa concreta, precisa. Lo áspero del amor y la soledad, cuestiones universales, en la piel de un puñado de personajes que sufren y viven como si fueran humanos.

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Hacer una novela. Sentir que la tierra se vuelve sólida debajo de los pies. Levantarse, cada día, con el olor de los personajes y con la certeza o la sospecha, de la existencia de un puñado de seres imaginarios que se van a convertir, casi, en personas. Entonces la muerte es un charquito y la vida el océano donde podemos nadar con los ojos cerrados, sin miedo.

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¿Cuándo empieza la escritura de una novela? En mi caso, cuando un personaje -o un conjunto de personajes- se mueve sin saber adónde va y yo voy descubriendo, de a poco, el cuerpo de su voz, el volumen de las historias que cuenta o le contaron o lo involucran. Ni él ni yo sabemos qué pasará después. No tenemos certezas. Sospechas, tal vez. Curiosidad, sobre todo.

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¿Cuándo termina una novela? A veces creo que eso es lo más difícil de determinar. Creo que es más intuitivo que real. Una sensación, la necesidad de volver a la vida propia y dejar que los otros -los personajes- sigan en sus cosas.

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Escribir como si boxearamos. Puro esfuerzo físico, rapidez mental, el cansancio en los brazos, en las piernas. Buscar el golpe, el cross a la mandíbula, pegar fuerte, a veces, pegar de a poco, con método, siempre. No es necesario el knock out, se puede ganar por puntos -resistir hasta el final, en forma heroica, como Galíndez en Johannesburgo-.

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El escritor como un carpintero. Martillar, serruchar, modelar, tallar. Trabajar la prosa como si fuera madera. Sentir la solidez de la escritura.

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¿Vivir de la literatura? De alguna manera, sí. Si usted puede vivir sin escribir, no escriba, decía Walsh que dijo, o escribió, Rilke. Todo lo que no sea literatura me aburre, esto es de Kafka y también, de alguna manera, es mío.

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Los personajes se vuelven autónomos tienen gestos, miradas, movimientos, que nos desconciertan. Un autor nunca maneja del todo el material con el que trabaja, me parece. Es la novela la que nos escribe. Para mi breve experiencia de novelista, cuando un personaje hace algo que jamás pensé que podía hacer siento que mi novela empieza a tener sentido.

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¿Que los personajes dominen al que escribe? A veces, me parece que sí, de a ratos. Al menos en el momento inicial, la pura escritura. Después, cuando el autor se aleja un poco de su texto, ya la cosa cambia y comienza el trabajo de corrección, darle forma a lo espontáneo, reorganizar el material.

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Escribir como si estuviéramos perdidos en un lugar apacible y áspero. Sin saber qué va a pasar con nosotros, pero con la certeza de que no hay otro camino. Sin pena, ni ansiedad, toda la vida por delante y la sensación de que nadie va a leernos. Nadie nos pide nada. Escribir sin furia, sin obligaciones, olvidando para poder recordar, en paz.

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Lo que llamamos hallazgos o aciertos sólo son cosas que nos pasan por pura equivocación. De las falencias sale el estilo. Uno es lo que le sale, no lo que, a veces, imagina que podría ser.

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A veces creo que lo mejor, al menos en mi caso, es empezar a escribir con la pirmera imagen que aparece. No dar rodeos para llegar a eso, arrancar directamente de ahí. Y arrancar en pleno movimiento. La historia ya empezada. Si es posible, con verbos, no con artículos. Y mantener controlados los adjetivos. Un adjetivo mal puesto puedo arruinarlo todo.

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El acontecimiento que se transforma en recurso artístico. Imaginar historias para vivir. Vivir para imaginar historias. Lo que se imagina es tan verdadero como lo que se vive.

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“Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna”, escribió Pizarnik. Pienso mucho en eso.

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Alberto Vanasco le habla a los futuros novelistas: No se preocupe del estilo, pero sea responsable de cada palabra; no se imponga formas, pero descubra las que están en usted; no invente, pero que cada hecho renazca en usted como si fuese propio. Recuerde que la novela argentina se halla en algún punto de la distancia ...que media entre el Martín Fierro y el Ulises de Joyce.

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Sentir que los personajes son un puñado de desconocidos y, sin embargo, los conocemos, aunque nunca terminaremos de entender qué les pasa. Pero tampoco podemos ignorarlos. Esas vidas imaginarias están ahí, acá: nos hacen compañía. Sentir que la historia se abre, que el narrador se va acercando, apenas, pero sigue lejos.

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Por más que lo intente, no puedo controlar la historia: desde la primera frase la puntuación va marcando el ritmo y los personajes, las situaciones, el tono en que el narrador organiza el material, se encadenan solos, sin que yo pueda intervenir. Al menos en el primer momento, en la pura escritura. Después todo cambia, consigo alejarme unos metros y mirar el texto con un poco de frialdad, como si fuera de otro.

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Cuesta encontrar el ritmo, el fluir de las palabras. Escribir es escuchar una melodía y dejarse llevar por la música.

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Si no corro riesgos, cuando leo, cuando escribo, ya no me interesa. Correr riesgos: sentir que la historia es una línea sinuosa -seduce, manipula, expulsa-; que los personajes desconciertan; no poder imaginar qué va a pasar en la página siguiente.

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Lo escrito tiembla, todavía las palabras no terminan de afianzarse, de hacerse buena compañía entre sí. Algunas frases parecen mal organizadas, con sonidos que oxidan un poco la cadencia, el ritmo. Los personajes, por ahora, sólo son nombres propios.

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Escribir para vaciarse. Escribir para sentirse menos vacío.

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Es así, cómo evitarlo. La escritura de un libro en algún momento se acaba. Y empieza, otra vez, el vértigo, la ansiedad por ver qué pasa después. Nuevas historias, una relación distinta con el lenguaje, nuevas vidas. Es lógico, es razonable. Pero ahora no quiero que se termine.

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Acariciar, lentamente, el lomo de los libros. Verlos ahí, en ordenado amontonamiento. Sentir que te acompañan, cada día y que van a sobrevivirte.


*Narrador y Poeta

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