Detrás de las bambalinas
El escritor y periodista Pablo Urbanyi, nos ofrece en este texto sobre Sabato, su ácida e inteligente manera de narrar los homenajes basados en la morbosa piedad de la prensa a la hora de realizar semblanzas que destilan cierto halo aséptico.
Por Pablo Urbanyi*
Si no hubiera leído la siguiente frase en El País: “Ernesto Sábato fue un ejemplo de moralidad y una personalidad retraída que huía de la fama”, que parece dicha por Daniel Mordzinski, quien parece haberlo retratado (véase la imagen dolorida y sufriente que no se sabe si se debe al arte de Sábato o del fotógrafo, o a la combinación de ambos), nunca hubiera escrito estos recuerdos.
Murió Ernesto Sábato, que en paz descanse. Como dice la vieja metáfora: corrieron ríos de tinta; y la más moderna: se teclearon kilómetros de letras electrónicas para formar decenas o centenas de artículos.
“Cuando conocí a…” es una fórmula regastada que no nos une al personaje muerto. Además de revelar la pobreza del que escribe, también revela su ambición de destacarse, de elevarse subiendo al cajón del muerto con la excusa de ayudarlo a bajar.
En mi vida, a pedido, sólo escribí (una vez) algo así como para un obituario.
Rompí una de las normas de mi existencia, que heredé de la cultura húngara y que, en el fondo, esté presente y sea válida en otras: “Cuando la muerte habla, a cerrar el pico”.
Parece que ese dicho pasó a la historia. Hoy, hasta los seres queridos, maridos o padres, con la excusa del homenaje, arrojan a sus esposas o a sus hijos muertos a los lectores que gustan de la piedad morbosa de la prensa, como promoción de su sensibilidad, o, tristemente, de su fama y sus libros.
De su literatura diré muy poco. Se esperó su libro principal como la aparición de la Virgen María o la verdad revelada, robada a los arcanos secretos. Se lo anunció al son de una orquesta de bronces con cuarenta músicos en todos los medios de difusión, y fue conversación de en los bares que rodeaban la facultad. Y apareció: todavía conservo la primera edición con su foto seriamente mortal. (De paso sea dicho: esa joya está en venta.) Roberto Juarroz y yo lo leímos al mismo tiempo. En uno de nuestros encuentros, el poeta citó al poeta: “Urbanyi, mucho ruido y pocas nueces. Nada sustancial”, comentario con el que estuve de acuerdo mientras su fama, con la promoción infatigable de su inseparable compañera, que repartía extractos de críticas fotocopiadas por los locales de las galerías de Florida, los artículos, las traducciones, los doctorados, crecía como la torre de Babel, con ladrillos de barro a los que convenía agregar otro doctorado y otro artículo, más ladrillos con los que se llegaría al cielo. Hubo no pocos que se arrepintieron y lloraron donde nadie los veía pero todavía, cada tanto, agregan un ladrillo a la torre con la esperanza de de ver pasar a las nubes, y ahora, con su muerte, hubo un verdadero festival.
Pasaron los años y a pesar de los vientos y las brisas que traían su nombre, nunca lo tuve mucho en cuenta. Me perdía en otras lecturas, en mi matrimonio, mis hijos, mis libros y mis propias ambiciones. Sin embargo, no fue la ambición lo que me llevó a trabajar al diario La Opinión, sino la necesidad. Trabajé en el suplemento cultural y con el tiempo, el diario, el suplemento en sí, resultaron un aprendizaje de amplio espectro acerca de las máscaras de los escritores y otros profesionales del intelecto. Aquellos que en la calle Corrientes se burlaban del diario, asociándome con él, criticándolo por su entreguismo, su doble juego, su falta de pureza, su pretendido izquierdismo cuando era de derecha, venían humildemente a rogar por la puerta de atrás para que se les publicara su cuentito, su ensayito, su articulito.
No es casualidad que me haya reído de la frase de Daniel Mordzinski. Sin proponérmelo, simplemente por las brisas de palabras, comentarios, chismes, y sin ganas de expresarlo ante la imposibilidad de escribirlo, había llegado a la conclusión de que los sonajeros y las campanillas de la promoción de Sábato eran el silencio, el retiro, el sufrimiento y su soledad ventilados por los cuatro vientos.
Yo no tengo el honor de poder decir: “Cuando conocí a Sábato…”, ni haber oído comentar que había golpeado y entrado por la puerta de atrás. Pero sí tuve el de hablar con él por teléfono en el año 1976 o 77. Si el diálogo que reproduzco después de tantos años no contiene las palabras exactas, es esencial y tristemente cierto:
–Hola.
–Hola, buenas tardes, ¿tengo el placer de hablar con el escritor Sábato?
–Síí… ¿Quién habla?
–Pablo Urbanyi, del suplemento cultural de La Opinión.
–Ah, sí, sí, leo mucho sus artículos. Son excelentes. ¿De qué se trata, de alguna entrevista?
–Bueno, no exactamente, o algo parecido. Estamos organizando una mesa redonda acerca de la sindicalización o no del escritor, si debe o no debe sindicalizarse y esas cosas.
–Muy interesante. Pero en este momento estoy trabajando en… En fin, usted sabe, nuestra situación, la angustia del hombre actual desde la pérdida del idealismo… Y para colmo, sufro terriblemente de un ataque de gota y caminar me resulta muy doloroso.
–Oh, lo lamento, si se le pasa, ¿me puede llamar, o puedo llamarlo yo otra vez en unos días? Pero si no puede, no quiero insistir y ser molesto.
–No molesta, Urbanyi, no molesta. ¿Quiénes van a ir?
–Alberto Girri confirmó su asistencia, Luis Gusmán y Germán García también. Todavía tengo que llamar a Borges y a algunos otros.
–Mire, voy a tratar lo imposible, pero si no puedo, eso no impide que nos encontremos en un bar para charlar temas fundamentales con mayor profundidad.
–Eso ya no depende de mí. Si mi jefe quiere, no habrá problema.
–De paso, dígame, ¿Urbanyi es un apellido aristocrático, verdad?
–Lo mismo que la gota es una enfermad de los aristócratas y burgueses.
Y colgué, según recuerdo, con furia.
El “método” de Sábato, charlar con “mayor profundidad”, no difería en nada del método de reclutamiento para sus grupos de estudio de un filósofo que en la Facultad de Filosofía y Letras, durante el intervalo entre sus clases, se lamentaba por que ese no era un lugar apropiado para desarrollar en profundidad los temas tratados (véase un ejemplo de esos grupos de estudio en Obras Noche de revolucionarios, en este mismo blog).
La inflación nos comía, teníamos que alimentar a nuestros hijos y los trabajos extra se imponían. Fue la segunda vez que lo llamé por teléfono para pedirle autorización depara transformar un artículo suyo, aparecido en un libro (sobre la angustia del hombre moderno, la soledad, la muerte del ideal y todas esas cosas), en una entrevista. Obtuve la autorización.
En aquel tiempo, el hombre todavía era un amante de la soledad, una personalidad retraída que huía de la fama. Todavía no había puesto en las vidrieras su libro Antes del fin, su autobiografía, donde seguiría mencionando el sufrimiento de la soledad, especialmente SU soledad, y probablemente contara cómo se le ocurrió pintar cuando se volvió ciego. No lo leí ni lo voy a leer. Ya el título dramático ara la tierra que abonó siempre y las plantas de palabras que crecen nombran algunas claves, y de tanto que las repite, terminan en un cacareo de flores venenosas.
No sé si soy infiel o irrespetuoso a la memoria de María Elena Walsh, y aunque corra el peligro de ser descalificado como un chismoso o mentiroso, antes del fin, voy a correr el riesgo de cerrar estas páginas con el relato de un encuentro con ella.
Muchas veces María Elena Walsh apareció en revistas femeninas con fotos en las que tomaba un tecito o comía un pastelito: promoción de sus cuentos para niños y mayores que no siempre entendían su acidez, su crítica o denuncia, que en general no servía para mucho, pero existía y era índice de una inteligencia aguda. Decidí conocerla más cuando en una ocasión en que visitó Ottawa la oí decir: “Ese uso de las palabras inglesas es una tilingada porteña”.
En 1994, durante un viaje a Buenos Aires tuve la oportunidad. Baste decir que el encuentro fue en su departamento de la calle Scalabrini Ortiz. Qué comimos, si es que comimos, serían líneas escritas para sociales, y qué bebimos, lo mismo. Lo importante: de qué hablamos, eso es lo esencial: las ilusiones muertas, por lo menos las mías. Le hablé de mi desilusión (y la de muchos otros de mi generación) del izquierdismo oportunista de los tres mosqueteros de la literatura que fueron nuestras antorchas, Fuentes, García Márquez y el iluminado del liberalismo, Vargas Llosa, y de cómo muchos de sus libros se volvieron viejos e insustanciales. Se rió mucho de esto, dijo que ella nunca se lo había “tragado”, que para ella no fue una desilusión, sino una confirmación. El único respetado, el cuarto mosquetero, fue Cortázar, que supo silenciar sus dudas y no navegó todas las aguas. En ese desfile de mosqueteros, además de algunos otros, le tocó el turno a Sábato. Ni ella ni yo analizamos sesudamente todas las estrategias de promoción de Sábato (su paternalismo, su pietismo, sus angustias y dolores por todos nosotros y el hecho de que, como Cristo, sin decirlo, asume el papel de redentor, ni su ambiguo prólogo al Nunca más, tema que todavía no se había puesto sobre la palestra), pero sí su deleznable conducta de permitir, sin oponerse jamás, a que el mercado, que nunca fue sagrado, lo promocionara como “El informe Sábato”, a tal punto que el título original del libro se evaporara en el aire. De la misma manera desaparecieron los nombres de otros que trabajaron más que él en las investigaciones. Y esa metamorfosis, la cabalgata del húsar de la moral sobre miles de muertos, María Elena Walsh sencillamente la consideraba profundamente inmoral.
Creo que no hay que explicar la distancia entre estas opiniones y las tacitas de té de las fotos: detrás de estas, se puede esconder la mitad de una vida.
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CONFUSION II
La crisis y el Gran Engranaje Cósmico
Por Santiago Varela*
(para
Estoy convencido que uno de los roles de los medios es aterrorizar al prójimo. Es más creo, visceralmente, que es su principal razón de ser. Esto sin ignorar ese viejo principio del periodismo que reza que cien aviones que aterrizan a horario no es noticia, pero uno que se lleve por delante alguna ignota montaña, sí lo es. Confieso que el paradigma es correcto. Pero aclaremos que el avión realmente se hizo astillas y podíamos ver cómo los rescatistas juntaban trozos de pasajeros dispersos… y en el algunos países algún que otro reloj o una billetera.
De todas maneras cuando ponen la palabra “CRISIS” en un titular tipo catástrofe y más abajo anuncian que las bolsas se desmoronan, que la economía se derrumba, que los bancos colapsan, logran que todos los prójimos, entre ellos yo, entremos en pánico. Si las cosas importantes son tan apocalípticas, si todo se derrumba ¿dónde quedaremos nosotros, pobres criaturitas de Dios? Con seguridad nuestro lugar será debajo de los escombros, que ha sido el lugar que hemos ocupado históricamente por esa costumbre ancestral de estar siempre abajo y nunca arriba.
El ataque de pánico inducido nos inmoviliza, el temor se apodera de notros. No hay peor futuro que un futuro incierto y con tanta crisis suelta por el mundo, ni siquiera es posible pensar en algún tipo de futuro que no sea el averno eterno.
Así la angustia se instala en nuestros corazones y nuestros bolsillos se vacían comprando ansiolíticos, antidepresivos, tranquilizantes y cuanta pastilla nos pueda ayudar -a nosotros y al laboratorio-.
Pero pasa el día y esa noche algo sucede, tal vez algún meteorito, o alguna alineación infrecuente interplanetaria, porque al día siguiente los mismos diarios, en lugar de dar información sobre el Fin del Mundo, publican una foto de Riquelme y abajo, más chiquitos, los títulos nos informan que subió la bolsa, que subieron los bonos, que
Alguno podrá preguntar ¿Qué sucedió? ¿Cómo podemos pasar de una calamidad inevitable, a la elección del mejor culo de Santa Teresita? Y la respuesta de los expertos en respuestas nos hablarán del efecto rebote, del alza de los títulos de la deuda de Tanzania o del boom de venta de bolas nieve para Navidad.
A mi estas cosas me desesperan. Para colmo me gasté toda la guita en ansiolíticos, pero no compré ningún anti-desesperante. ¿Es o no es para desesperar?
No se puede joder con esto. Recordemos que, de acuerdo a los titulares, esta puta crisis nos puede hacer perder todo. Aclaremos que para algunos no es mucho, pero es todo. Cosa que los que tienen mucho no suelen comprender.
Esto de poder perder todo asusta y hace años que nos hacen vivir asustados. Yo leo y me entero que por la crisis los gobiernos deben poner miles de millones de dólares. Una vez intenté hacer el cálculo de cuánto ocupan diez mil millones de dólares en billetes de cien (hacía esto pensando que después se podían repartir entre la gente) y cuando ya andaba por un volumen cercano al del Teatro Colón vino mi jefe y me cagó a puteadas por hacer boludeces en lugar de trabajar, por lo que seguramente me iban a rajar, culpa de la crisis y de mi polotudez innata de no querer colaborar con la empresa que nos mantiene y nos da de comer a cambio de casi nada. Simplemente de nosotros mismos. Menos que casi nada.
Pero a mi la crisis me vuelve loco. Los políticos europeos piden a sus pueblos que, aquellos que aún no se lo hayan comido, ajusten sus cinturones, que no se quejen si los despiden o les bajan los sueldos o les aumentan la edad de la jubilación hasta, por ejemplo, la edad promedio de la expectativa de vida local. Esto permitiría que el tipo se jubile y al mismo tiempo se muera, lo cual tornaría mucho más viable el sistema de pensiones.
Pero ellos, los que conducen los países no reducen la cantidad de bancas, ni sus dietas, ni sus ministerios, ni sus asesores ni de sus cupones ¡Siempre tienen cupones para algo!
Ahora bien, ¿cómo puede ser que en mi vida cotidiana, la decisión sobre si compro bola de lomo para hacer milanesas o sigo con la polenta esté dado por lo que pasa en el Peloponeso? ¿Alguien recuerda algo de lo que dijo la seño de historia cuando nos enseñó sobre el Peloponeso?
La respuesta de los comunicadores es que todo tiene que ver con todo y que la globalización hace que si un plomero de Massachussets estornuda, produzca, aquí en Bernal, que a mi tía Porota se le queme
Lo recurrente es que siempre lo que sucede en el otro extremo del planeta, a nosotros nos signifique malas noticias. Nunca que el aleteo de la mariposa produzca que llueva guita o que a los sordos les brote una oreja nueva. No, los ejemplos son todo de terror. Una crisis de mierda en South Lomadelorto aquí significa tsunamis, terremotos y huracanes.
Si esto va a ser siempre así, yo entonces debo decir, con respeto, que la globalización, a mí, no me sirve. Me provoca conflictos, inestabilidad, dependencia, úlcera de duodeno. Si el objetivo final -y olvidado- de la economía es lograr sistemas que permitan que la gente -toda la gente- viva más feliz y con menos penurias; que me llenen de problemas importados, por mejor manufacturados que estén, no me sirve. Dicho en términos de mercado para que no me tachen de sucio y melancólico marxista: no es negocio.
Pero resulta que todos, los medios sobre todo, te dicen que aislado no podés estar, y a cambio te ofrecen vivir todos juntos… pero mal… muy mal. Estas son las cosas que no entiendo.
Y no soy el único. Por eso la gente se pone loca, se indignan e intentan reclamar soluciones a sus gobiernos hasta que se enteran que, en realidad, en muchos lados los gobiernos no gobiernan. ¡Más confusión! Gobiernan los bancos, el Fondo Monetario, el Banco Mundial y las compañías financieras. Esos son los que deciden. Deciden si hay crisis y cómo resolverlas. Y generalmente deciden que las crisis económicas se resuelven cuando los bancos -no los gobiernos- reciben chiquicientos billones de dólares, euros, yuanes, rupias o lo que sea.
La pregunta es: ¿De dónde sale toda esa guita que se necesita para que los que deciden decidan que se acabó la crisis? … Piense… Muy bien, ¡adivinó! Sale de la gente, de los que laburan, de los que aún respiran y pagan impuestos. Pero, para agilizar la cosa y evitar que millones y millones de tipos se amontonen frente a las ventanillas de los bancos a dejar parte de sus salarios o de sus ahorros, los bancos le piden a los gobiernos que se encarguen ellos de armar la vaquita, de pasar el rastrillo y luego se lo dan todo junto, envuelto como para regalo, a las financieras.
A mi me suena muy loco. ¿Puede ser que miles de millones de boludos andemos sueltos por la vida y por el mundo trabajando para otros? ¿Puede ser que la inmensa mayoría de los humanos tengamos que vivir mal -o muy mal- para que unos pocos vivan muy bien -o más que muy bien-? Yo diría que es casi imposible ser tantos y tan salames. ¿Acaso no conocemos las historias que se ocultan en cualquiera de esas mansiones enormes con piscinas climatizadas, boiserie hasta en el tendedero, rodeadas de colinas frente a algún lago?¿Quién puede ignorar cuánto cuesta sostener a flote un yate de la hostia, con helipuerto, 10 o 20 locas arriba y una bodega con tantos litros de champagne como para hacer una represa en Etiopía? No jodamos. ¿Dónde está la crisis? Es mentira que hay una crisis propia de las monedas. La crisis del dólar, el euro, el yuan o las rupias. ¡No, la crisis es de las personas, que casualmente, no tienen ni un puto dólar, euro, yuan o rupia!
A mi personalmente me desorienta mucho que no me digan
Y por si todo esto fuera poco no hay responsables, no hay nombres ni apellidos de nadie. Tal vez de algún funcionario o de algún gerente… pero nada más. Los dueños de toda la mosca universal son empresas, corporaciones, sociedades anónimas o fideicomisos y los dueños de éstos, a su vez, son otras empresas, corporaciones, sociedades anónimas o fideicomisos… y así como el cuento de la buena pipa. Pero en algún momento debe haber -seguro que hay- un tipo/tipa que es el verdadero dueño de toda la tarasca, que tiene un nombre, un cuerpo, tal vez alguna gastritis. A ese hay que ir a preguntarle para qué quiere tanta guita, de esa que solo se consigue a costa de los demás.
Seguro que nos contesta que en un mundo globalizado nadie hace nada solo, que son todas interrelaciones, acuerdos, luchas de poder, trenzas, tranzas, runflas… y que nada ganaremos con pisarle el juanete a él que es solamente un simple engranaje más en medio del gran Engranaje Cósmico.
Luego nos sonreirá, dirá que debe retirarse porque tiene un compromiso con el maharajá de Kapurthala y le pedirá a James que nos acompañe hasta la puerta de la mansión.
La clave está en si le creemos… o no.
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*Santiago Varela, Periodista y conductor del programa radial Argentina tiene historia (Radio Nacional) /Diciembre2011
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