La actualidad de las formas de trabajo y sus efectos en la subjetividad
El sistema capitalista productor de mercancías creó una práctica donde el trabajo se halla separado del contexto social ya que obedece a una abstracta racionalidad funcional de “la economía del mercado. En la actualidad se han producido cambios que han llevado a importantes transformaciones en la subjetividad. Así, el desempleo se constituyó en un gran disciplinador social mediante el cual el poder produjo una subjetividad del sometimiento basada en la utopía de la felicidad privada. Su resultado es el individualismo que se sostiene en la ruptura de la relaciones sociales.
(para La Tecl@ Eñe)
En la actual etapa del capitalismo mundializado el modelo de empresa es Walt-Mart. Esta empresa global de ventas a bajo costo empleaba en el 2004 a un millón y medio de trabajadores en todo el mundo. Sus ingresos de 258.000 millones de dólares representaban el 2% del producto bruto de EEUU. Los economistas de Wall Street mencionan a Walt-Mart como el ejemplo de una empresa puntera cuya productividad deriva de una permanente renovación gerencial y de trabajadores. Para ello ha privado de poder a los sindicatos que están prohibidos y ha tratado a la masa de trabajadores como si fueran empleados provisionales que pueden ser despedidos en cualquier momento.
Este modelo de empresa que se intenta imponer en el mundo, basado en la llamada “flexibilización” laboral, y necesario para que funcione el neoliberalismo capitalista, lo encontramos en diferentes ramas de la producción. Su resultado es, como dice Richard Sennet “la corrosión del carácter” que lleva a consecuencias personales en la constitución de la subjetividad y de las identidades individuales y colectivas.
El poder inscripto en nuestra subjetividad ha llevado a que nos estemos acostumbrando a un orden social cada día más injusto y amenazante para los de abajo: la precariedad laboral, instituida como destino inevitable del mundo del trabajo ya que ella es la condición necesaria para la estabilidad de la economía capitalista y el remedio milagroso para la rentabilidad empresaria. La educación y la cultura se han reducido a ámbitos de transacciones comerciales. La solidaridad es utilizada para operaciones políticas a través de los medios de comunicación y como materia para rendir grandes beneficios comerciales. Es decir el mundo y la vida convertidos en mercancías.
El sistema capitalista productor de mercancías creó una práctica particular llamada trabajo separada del contexto social ya que obedece a una abstracta racionalidad funcional de “la economía del mercado”, más allá de las necesidades del conjunto de la población. En esta esfera separada de la vida, el tiempo deja de ser tiempo vivido pues se transforma en una simple materia prima que necesita ser optimizada: tiempo es dinero nos recuerda el capitalismo. Cada segundo es calculado, cada ida al cuarto de baño se convierte en un problema, cada conversación es un delito. Donde se trabaja, sólo puede haber gasto de energía para producir mercancías. La vida se realiza en otro lugar.
En la esfera del trabajo no es importante lo que se hace, sino que se haga algo, pues el trabajo es justamente el soporte de la valorización del capital. El trabajo es la forma de actividad de este fin en sí mismo. Sólo por eso, y no por razones objetivas, todos los productos son producidos como mercancías.
Y es precisamente por eso que el contenido de la producción es tan indiferente a la utilización de los productos y a las necesidades sociales. Si se construyen casas para los que tienen dinero, si se siembran los campos de soja, si se cultivan verduras transgénicas es para producir más dinero. No importa que las personas se enfermen, que las ¾ partes de la población mundial viva debajo del nivel de pobreza, que la naturaleza se contamine, eso no interesa. Lo que interesa es que la mercancía pueda ser transformada en dinero y el dinero en nuevo trabajo. Que la mercancía exija un uso concreto, y que éste sea destructivo, no le interesa a la racionalidad de la economía de mercado.
En el capitalismo de cualquier característica, ya sea mundializado o nacional, las mercancías se producen por la ganancia. Los trabajadores no son contratados para que ganen un poco de dinero y se sientan bien. Ellos son costos de producción y sus servicios se compran con dinero. La venta de la mercancías (o servicios) que realizan deben generar capital para que los empresarios obtengan ganancia y sigan dando trabajo. Quien no tenga dinero no puede comprar ni satisfacer sus necesidades por más elementales que fueran. Todos tenemos necesidades, pero en el capitalismo no se produce para satisfacer a quién tiene necesidades sino para obtener ganancias. Adam Smith distinguía entre necesidades (demanda absoluta) y capacidad de compra (demanda efectiva). Es decir, un niño hijo de padres muy pobres puede decirse que tiene una demanda absoluta de un vaso de leche. Pero su demanda no es una demanda efectiva porque, al no poder pagar ese vaso de leche, los empresarios nunca pondrán ese vaso de leche en el mercado para poder satisfacerla. En estas condiciones el que no tiene dinero está condenado a la exclusión.
Para Freud el término cultura remite al momento en que el ser humano se organiza en comunidad, poniendo la naturaleza al servicio de la satisfacción de sus necesidades y sometiéndola a sus demandas. Uno de los rasgos importantes de la cultura es que regla los vínculos entre los seres humanos. De no existir tales vínculos quedarán sometidos a la arbitrariedad del individuo: el de mayor fuerza impondrá sus intereses. Es así como la cultura favorece la “fuerza de la razón” por encima de la “razón de la fuerza”. En este sentido la cultura crea un espacio donde se desarrollan los intercambios libidinales. Este espacio ofrece la posibilidad de que los sujetos se encuentren en comunidades de intereses, en las cuales se establecen lazos afectivos que permiten dar cuenta de los conflictos que se producen. Allí el desarrollo de las posibilidades creativas genera la capacidad de sublimación de las pulsiones sexuales y desplazar la violencia destructiva y autodestructiva. Es así como este espacio se convierte en soporte de los efectos de la pulsión de muerte. Por ello denominamos a este espacio como “espacio-soporte”. Cuando una cultura no puede crear este espacio-soporte genera una comunidad destructiva, una comunidad donde la afirmación de uno implica la destrucción del otro.
El psicoanálisis ha planteado el malestar en la cultura como efecto de la condición pulsional del ser humano. Es necesario destacar como el poder, en diferentes periodos históricos, ha utilizado este malestar para someter a la mayoría de la población. Precisamente, es en el texto El malestar en la cultura donde Freud describe la importancia que tiene el trabajo para generar este espacio-soporte. Allí dice: “... Ninguna otra técnica de conducción de la vida liga al individuo tan firmemente a la realidad como la insistencia en el trabajo, que al menos lo inserta en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana. La posibilidad de desplazar sobre el trabajo profesional y sobre los vínculos humanos que con él se enlazan una considerable medida de componentes libidinosos, narcisistas, agresivos y hasta eróticos le confieren un valor que no le va a la zaga a su carácter indispensable para afianzar y justificar la vida en sociedad”. Es decir, Freud establece claramente la importancia del trabajo para el desarrollo del sujeto, aunque señala las limitaciones que imponía la explotación del capitalismo durante el siglo XIX y principios del XX al no poder ser elegido libremente. Por ello sostenía que uno de los problemas que tiene la cultura es que las personas rechazan el trabajo.
Desde otra perspectiva Marx definía esta situación como “trabajo alienado”: Producir para otro y no para sí mismo, dejarle a un tercero para que consuma o comercialice el producto de propio trabajo. De allí lo que planteaba Marx: «¿En qué consiste entonces la enajenación del trabajo? Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo... El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo.»
En la actualidad se han producido cambios que han llevado a importantes transformaciones en la subjetividad. El desempleo que padece una parte importante de la población se constituyó en un gran disciplinador social. La precariedad (trabajo en negro, mal remunerado, con contratos limitados, etc.) lleva a la desprotección social: no hay garantías de estabilidad, se despide sin indemnización, no existe cobertura social y previsional y los salarios son debajo del convenio. La precariedad implica entre otras cosas una movilidad constante. Lo único permanente es el cambio: de patrón, de residencia, de compañeros, de referencia sindical, etc. Y este es un verdadero obstáculo a la hora de intentar organizarse, de resistir la explotación, de luchar por los derechos, porque impone la competencia entre los trabajadores y dificulta la solidaridad. En definitiva no permite las identidad colectiva de clase social. Esta incertidumbre e inestabilidad que impone la precarización tiene consecuencias más allá de las relaciones laborales. Se expresa en la imposibilidad de pensar proyectos más allá de lo inmediato, en que la intensidad de los ritmos y la extensión de los horarios afectan la salud y limita la vida de relaciones sociales y familiares. Esta situación permite comprender los procesos que llevan a la vulnerabilidad social. El que no tiene trabajo difícilmente lo pueda encontrar y el que lo tiene sabe que lo va a perder. En este sentido el desempleo y la precarización laboral no es algo coyuntural sino se ha inscripto en la dinámica del actual desarrollo capitalista con diferentes características en cada región del planeta. Por ello, como plantea Robert Castel, lo que aparece es una “desafiliación”, en la cual no encontramos una ausencia completa de vínculos, sino la ausencia de inscripción del sujeto en estructuras de sentido. Lo que falta no es tanto la comunicación con los otros como la existencia de proyectos a través de los cuales las interacciones adquieran sentido. De esta manera aparecen varios tipos de trabajadores desde el punto de vista social y económico: los integrados, los vulnerables y los desafiliados. Por ello vamos a encontrar algunas características necesarias de señalar: 1°) El pasaje del trabajador de la era industrial a un nuevo tipo de trabajador: este ha perdido la identidad que le daba el barrio, el gremio y un modo de vida. El individualismo es lo predominante. Hoy no hay que solamente saber trabajar, hay que saber venderse para trabajar. 2°) La sensación de que ha desaparecido el colectivo social como instrumento de reivindicación y de lucha: lo que aparece es una negación de lo social en la subjetividad, generando dificultades para dar cuenta de la existencia de lo social como espacio para transformar la sociedad. Lo social se encuentra velado para una propuesta política donde el trabajador pueda ser el actor social. Por lo cual surge una privación de la utilización de los recursos simbólicos para superar los conflictos que se le presentan. Esta situación lleva a que, cuando una persona se queda sin trabajo esto no es visto como efecto de una situación política, económica y social sino que se interioriza con un sentimiento de culpa por el cual se siente responsable. Hoy, el sometimiento del poder se ha inscripto en la subjetividad hasta limites insospechados que son necesarios develar. 3°) La fragmentación de lo social: esto ha llevado a que lo colectivo sea ocupado por el totalitarismo del mercado y el individualismo cuyo resultado es la búsqueda de la utopía en la felicidad privada.
En la actualidad el imperio del capital financiero necesita para su reproducción mundializada de estados nacionales que se subordinen y de un sujeto solo y aislado de su clase social. Esta lógica política, social, económica y cultural genera una contradicción y lucha entre el capital y el trabajo que no tiene precedentes en la historia. Su resultado ha sido que la lucha de clases no sólo no se ha extinguido, sino adquiere una complejidad donde los dominados también son controlados desde su subjetividad. Esta dominación tiene diferentes formas en la organización de la familia, la sexualidad, el cuerpo, la importancia del espacio privado en detrimento del espacio público, el peso de los medios de comunicación, los desarrollos tecnológicos, etc. Como plantea Pierre Bourdieu: “En efecto, el discurso neoliberal no es un discurso como los demás. A la manera del discurso psiquiátrico en el manicomio, según Erving Goffman, es un ´discurso fuerte´, fuerte y difícil de combatir, porque cuenta a su favor con todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza que contribuye a que sea tal cual es, especialmente orientando las opciones económicas de los que dominan las relaciones económicas y añadiendo así su fuerza propia, típicamente simbólica, a esas relaciones de fuerza. En nombre de ese programa científico de conocimiento, convertido en programa político de acción, se realizó un inmenso trabajo político tendiente a crear las condiciones de realización de la ´teoría´…que se propone cuestionar todas las estructuras colectivas capaces de obstaculizar la lógica del mercado puro: nación, cuyo margen de maniobra no deja de disminuir; grupos de trabajo, con, por ejemplo, la individualización de los salarios y las carreras en función de las competencias individuales y la atomización de los trabajadores que de ahí resulta; colectivos de defensa de los derechos de los trabajadores, sindicatos, asociaciones, cooperativas; familia incluso, que, mediante la constitución de mercados por categorías de edad, pierde una parte de su control sobre el consumo.”
La banalización de la injusticia social. Este el título de un texto del psicoanalista francés Christophe Dejours (La banalización de la injusticia social, editorial Topía, 2006.) quien utiliza el concepto de “banalización del mal” de Hannah Arendt para explicar la indiferencia de importantes sectores de la población a la injusticia social. A diferencia del discurso dominante sostiene que el trabajo no disminuye, sino que aumenta. Pero cambia de ubicación geográfica mediante la división internacional del trabajo y de los riesgos (subcontratación, changas, trabajo no remunerado, trabajo ilegal, etc.). Aquellos que tienen trabajos precarizados y los desocupados viven procesos de sufrimiento que atacan las bases mismas de su identidad generando enfermedades psíquicas y orgánicas. La persistencia de esta situación lleva a la aparición del miedo, ante la amenaza de la exclusión social, cuya consecuencia es disociar la percepción del sufrimiento y el sentimiento de indignación que implica reconocer la injusticia. Desde esta indiferencia y tolerancia a la sociedad neoliberal frente a la infelicidad y el sufrimiento de una parte de la población Dejours señala tres características de la “normopatía”: 1°) indiferencia ante el mundo distante; 2°) suspensión de la facultad de pensar y su substitución por recursos del discurso económico dominante y 3°) abolición de la facultad de juzgar y de la voluntad de actuar colectivamente contra la injusticia, ya que se producen reacciones ante determinados hechos pero no una acción que busque otra forma de organización social. En estas estrategias defensivas las mociones psicológicas son secundarias y están movilizadas por sujetos que tratan de luchar contra su propio sufrimiento: el del miedo que experimentan por efecto de la amenaza de precarización y exclusión social. Esta situación no es nueva en la historia de la humanidad. “Lo nuevo es que un sistema que produce sufrimiento, injusticia y desigualdades cada vez más graves pueda lograr que se admita eso que produce y que se tenga por bueno y justo. Lo nuevo es la banalización de las conductas injustas que constituyen su trama.” Desde esta perspectiva Dejours plantea la necesidad de tolerar el sufrimiento ya que para actuar con racionalidad “hay que estar en condiciones de soportar la pasión y de sentir compasión. Pasión y compasión están en el origen mismo de la facultad de pensar, o como diría Hannah Arendt, de la ´vida del espíritu´”.
El poder nos promete la utopía de la felicidad privada. Para sostener esta situación los envoltorios ilusorios postmodernos proponen que nada puede ser cambiado. Lo posible es reformar algo para que todo siga igual. Todos debemos comportarnos “reflexivamente” ante las consecuencias de un sistema social y político con un obrar destructivo. No se pretende alcanzar una nueva forma de sociedad más allá del mercado y del Estado. En el fondo su objetivo es simplemente intentar componer la supresión de las obligaciones sociales por medio de limosnas privadas o estatales y una autoactividad moral desprovista de un sentido critico. Lo contrario no implica plantear la utopía del paraíso en la tierra ni la construcción de un nuevo ser humano, sino la superación de las exigencias capitalistas hechas al ser humano. Es decir, el fin de las catástrofes sociales producidas por el capitalismo. Ni más ni menos.
El poder produce una subjetividad del sometimiento basada en la utopía de la felicidad privada donde todo puede ser comprado en cómodas cuotas mensuales. Su resultado es el individualismo que se sostiene en la ruptura de la relaciones sociales. Este camino marcado por el individualismo y la fragmentación social tiene como consecuencia que una gran cantidad de personas se apoyen en el alcohol, las drogas ilícitas y el consumo de psicofármacos. También el aumento de las adicciones, las enfermedades psicofísicas y las patologías graves. Es decir los efectos de lo que denominamos un exceso de realidad que produce monstruos. Para enfrentarlo debemos realizar un proceso de subjetivación que se encuentre con una experiencia que produzca realidad. Es decir una experiencia que produzca comunidad. Un experiencia que produzca un nosotros como un acto autodefensivo. Una experiencia en las empresas, los barrios, las universidades que se constituyan en formas organizativas para oponernos al sometimiento que propone el poder. Es decir, una experiencia que produzca las necesarias identificaciones sociales de clase, de genero y generación. Para ello creo que es posible y necesario realizar una alianza entre la lucidez para transformar el mundo y la alegría. Dar cuenta del drama de la realidad nos permite la lucidez necesaria para pensarla, resistirla y transformarla. En esta resistencia y la lucha por transformarla esta la alegría, en el sentido que plantea Spinoza como potencia de ser. Es decir, a pesar de la infinitas razones de hallar a la vida miserable y absurda la resistencia a esta realidad nos permite desarrollar nuestra potencia de ser para encontrar las posibilidad de transformarla en el plano individual y colectivo. Este es el desafío.
Buenos Aires, octubre de 2007
Enrique Carpintero, psicoanalista, director de la revista Topía. Su último libro publicado es La alegría de lo necesario. Las pasiones y el poder en Spinoza y Freud, segunda edición corregida y aumentada, editorial Topía, Buenos Aires 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios