08 noviembre 2007

Zona Literaria/Relato - César Hazaki

Los monzones
Por César Hazaki
Ilustración: Chagall y María Cecilia Foulon
En los años sesenta los vientos monzones eran parte de la épica de la guerra de liberación y por el socialismo en todo el sudeste asiático. Con esos vientos rigurosos y sistemáticos venían lluvias copiosas que impedían el avance de los yanquis, los que con sus máquinas de guerra de última generación perdían capacidades ante la infantería voluntariosa de los Vietcong, la que les daba a los invasores para que tengan y lleven. Los gringos (todavía el ejército norteamericano no estaba poblado de latinos –o sea de inmigrantes suplicando la radicación- sino que negros y rubios eran los tonos de piel predominante) se estancaban y no podían movilizarse, por eso se recluían en las ciudades. El general Giap se las ingeniaba para ir a buscarlos y darles, sorpresa tras sorpresa, soberanas palizas. Mucho antes habían sido los Tigres de Momprasen que, con sus naves piratas, sorteaban esos bravos vientos en las novelas de Salgari. Sandokan era un ejemplo a seguir, la piratería contra los poderosos también. Eso siempre fueron los monzones para mí: viento y lluvia, imposibilidad de marcha, incomunicación y alimañas de todo tipo que bajaban por los desbordados cauces de agua. Mosquitos y malaria. Fiebres. Un mundo hostil pero que debía mucho valer la pena dado que mujeres y hombres defendían sus terruños a sangre y fuego. Invasores que no querían por nada del mundo que los piel amarilla fuesen dueños del delta del Meckong. Los monzones eran los reyes de la selva tupida, cerrada e infranqueable. Mi afiebrada mente de niño soñaba con aventuras en esos lugares implacables donde los temibles y prolongados vientos gobernaban el ritmo de la vida y de la muerte. Quizás por eso deslizamiento en las letras me hice fanático de Monzón y su devastadora zurda, que como un samurai vietnamita construía su victoria pensando en que el rival le quería sacar el pan de la boca a sus hijos. También la insistencia en salir a navegar por el delta del Paraná con el viento Pampero al acecho era parte de esta historia. Por lo demás una vida de ciudad, en el barrio de Colegiales, sin muchos más aderezos a decir verdad.
Esto empezó a cambiar hace diez años y sigue firme, sistemático, con las lluvias primaverales, más precisamente cuando Santa Rosa indica el cambio de estación en el mes de agosto. Todo empezó con una revolución tecnológica que digitalizó las líneas telefónicas y permitió que toda la comunicación avanzara a pasos agigantados. Se habían terminado los inconvenientes telefónicos, recuerdo que era tanta la euforia que había en el barrio que entre el diarero, el almacenero, las tres psicoanalistas de niños de la cuadra, el pintor de renombre, el cura de la iglesia y yo por sugerencia del gerente de la sucursal del banco hicimos una vaca y compramos doscientos dólares en acciones de Telecom. A los tres meses habíamos ganado un veinte por ciento de lo invertido. Mucho mas que felices las vendimos –no éramos inversores a largo plazo- e hicimos un pantagruélico asado en la parroquia, que fue bárbaro hasta que el cura medio borracho quiso apretarse a la más jovencita de las psicoanalistas de niños. La mina ducha en andar por los movimientos sociales lo dejó venir y, cuando el clérigo la arrinconó al costado de la parrilla, le metió un rodillazo en los testículos que lo dejó boqueando. El tipo sintió el tremendo golpe y se inclinó hacia delante circunstancia que aprovechó la bella psicoanalista para colocarle un cachetazo sonoro en cada una de las orejas que le reventó un tímpano al acosador.
El diariero, con un largo pasado de monaguillo, quiso interceder a favor del párroco pero ahí salté yo para defender a la morocha de ojos verdes y se armó la gran pelotera. Nadie sabía bien por qué pegaba y contra quien pero fue una batalla de todos contra todos. Podemos decir que las ganancias en la bolsa, con la avanzada tecnológica de Telecom, hicieron cambiar la lánguida vida comunitaria.

Con el tiempo restañamos heridas y sólo nos apartamos del cura –ya para ese entonces se había apretado a media feligresía y varias de sus ovejas estaban embarazadas por el fanatismo sexual del pastor- es que volvió la confianza básica que las ganancias de las acciones y nuestros excesos en la bebida habían hecho perder.
Lejos estábamos de imaginar que estaban empezando los problemas con las lluvias y las comunicaciones para algunos de nosotros. Lo recuerdo porque hicimos un festejo barrial del día de la primavera. Se trató de un desfile de murgas y escuelas que fue cortado por un chaparrón impresionante. El pintor famoso, corría al lado mío para guarecerse, una vez que me dejó atrás, me gritó: -Este viento parece un monzón.
Retumbaban estas palabras en mi memoria cuando llegué a mi casa todo mojado. No imaginé que empezaba el vía crucis telefónico que desde aquél entonces se nos plantea a algunos vecinos. Mientras me quitaba la ropa empapada y trataba de secarme me di cuenta que el teléfono estaba mudo, muerto y silenciado no le di mucha importancia dado que el avance tecnológico que la empresa había exhibido en la puerta de mi casa –cableado nuevo, cajas digitalizadas en la cuadra- impedirían que la cosa tuviera entidad severa. Si con Telecom yo hasta había ganado plata no tendría de qué preocuparme.
Por aquél entonces mi computadora recibía Internet por la línea telefónica. Cuando comprendí que no tenía ni teléfono, ni Internet una sombra de inquietud corrió fría por mi cuerpo.
Quizás no estuvo bien darle unos mamporros al cura pensé después, todavía incomunicado, mientras tomaba mate y veía caer enormes gotas de lluvia en el patio. También me di cuenta que era un tremendo error no tener un celular. Demás está decir que no vino la línea telefónica, ni persona alguna a arreglarla. Ese septiembre llovió un mes seguido y el barrio se llenó de agua, eso me hizo recordar a Sandokan.
Desde entonces puedo decir que mi vida se ha modificado notablemente. Los cambios climáticos que traen lluvias largas e impredecibles se han me han hecho carne en lo que ha comunicaciones se refiere. Por ejemplo mis amantes los días de lluvia no me llaman más –que cosa curiosa es cuando más recuerdan mi nombre- es que saben que mi teléfono no funciona y por eso van en busca de otros consuelos. Mis amigos, por lo mismo, no me invitan a jugar al póker dado que saben que estoy incomunicado. Tampoco puedo pedir la rica comida de la Castellana, sin el teléfono es imposible hacerlo. Como se imaginaran a mi masajista tántrica, Marcela, tampoco se la puede contactar. Ergo durante los monzones vuelvo a cocinar al finalizar el día de trabajo y contemplo volver a masturbarme pese a mis promesas adolescentes a dios de no realizarlo.
Para colmo una particular fobia me impidió durante años tener televisión por cable, así que la noche de lluvia transcurre sin que el teléfono suene, sin saber si mis amigos juegan al póker y sabiendo seguro que las chicas han ido a buscar refugio amoroso a otro lado.
He olvidado ya las alegrías que la ganancia de las acciones me produjo, también que Telecom era mi compañía amiga que yo había elegido para tener los mejores servicios telefónicos. He comprendido que mi vida de relación depende, como un guerrillero vietnamita, de las lluvias y de los períodos de seca.
Lentamente he ido especializándome, intercambiando información con la experiencia de otros vecinos, en lograr la mejor manera de no desconectarme cuando llueve.
Tengo Internet por cable al módico precio de cien pesos por mes, esto ya evita que se corte si no anda el teléfono. Tengo el contestador de llamadas Telecom por tres pesos más IVA mensuales. Tengo un celular que anda siempre por ochenta mangos mensuales y en el mismo paquete me hicieron una oferta por la televisión por cable –no me podía negar- con el Venus y premiun a noventa pesos. Por noveno año consecutivo no tengo línea telefónica en la época de lluvia, por eso uso mi celular para llamarme a mi casa, levanto los mensajes y por intenet conectado como estoy resuelvo otras cosas, claro que no todas son pálidas: mi cuenta telefónica disminuye considerablemente y la luz, por ahora, no se corta. Tampoco el agua. Una molestia que no puedo soslayar es que tengo que trabajar hasta los domingos de mañana –cuando el laburo anda mal hago un turno de noche en el maxi kiosco de Alvarez Thomas- para pagar los gastos de los diversos productos que garantizan mi relación con el mundo, pero no me quejo yo siempre he sido un empedernido optimista y a lo hecho pecho. Así como mi madre no aceptaba la lluvia como una limitación para la concurrencia a clase –para lo cual nos preparaba con galocha o botas de acuerdo al agua caída, capa y muy excepcionalmente con paraguas- me he preparado para dar batalla contra la incomunicación.Mientras tomo mate y miro por la ventana que da al patio, cuando el monzón arrecia y las gotas que caen parecen meteoritos, pienso que los yanquis no ganaron en Vietnam de puro remolones y falta de entusiasmo ante el paisaje frondoso y mojado.

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