19 mayo 2008

Crítica Cultural/La Pregunta de Platón - Claudio Barbará

La pregunta de Platón
Gráfica: Luis Felipe Noé

Platón se hacía cierta pregunta: ¿cómo es posible un estado/ciudad que no mate a su mejor hombre? Le surge este interrogante cuando piensa en Sócrates, el mejor hombre, su maestro, el que había sido condenado por la asamblea a tomar la cicuta. A Sócrates, cuya relación con la Polis Ateniense no estaba regida ni por la «etiketa» de su casta, ni por los ideales de la época. Sócrates el «atópico»; del cual no se puede decir muy bien dónde ubicarlo en la red o trama social, política o cultural de la Atenas clásica.
De todas maneras ya no estamos en la Grecia Clásica, sino en lo que se puede definir como su consecuencia: la Era del dominio de la Ciencia, olvidados ya aquellos dioses del Olimpo y muerto el Dios judeo-cristiano. En el medio la historia de Occidente. Pero la ciencia de hoy tampoco es la ciencia que sostiene su fe en un milagroso poder que modificaría, para el bien del hombre, las condiciones de su medio. Es una ciencia, precisamente ajena a esos pormenores, aunque haya ilusos que toman por ciencia lo que es sólo la maquinaria de cierta tecnología al servicio de los bienes. La Ciencia, es aquella que se hace preguntas sensatas, lo que no quiere decir que las puedas responder. Ciencia que está en manos de sujetos llamados científicos, de esos que cada tanto la historia nos da uno que verdaderamente sabe de qué se trata el asunto. En fin, en conjunto no se puede decir que se trate de unos necios, lo que no evita, sin embargo, que digan necedades.
Pero la tecnología al servicio del mercado es otra cosa, está al servicio de otro modelo. Así desembocamos en el mercado, garante para algunos de los equilibrios ecológicos del mundo humano. Demonio que se engulle las ilusiones aún no soñadas de las grandes masas de desplazados del sistema. Muerto dios, ¿quién puede decir Dios sabrá por qué ocurren las cosas que ocurren? La cosa está un poco más diluida. La suerte, la fortuna, está en manos de esos utensilios con los que se divertían las duquesas en el siglo XVI y XVII. Una especie de tómbola, de artificio geométrico, que ahora cobra, con los avances notorios de los sistemas computacionales, el ambiguo nombre de Mercado. Tenemos mercado de valores, mercado de divisas, mercado del libro, mercado cultural, mercado negro, y así podemos seguir. Hay un discurso que establece en términos de mercaderes y de mercancía, lo que en otras épocas, ya perdidas para nosotros, otros hombres soportaban contrayendo el aliento.
Platón no era de esos que se permitían decir necedades. Sabía muy bien cuánto valía hacerse buenas preguntas, puesto que las buenas preguntas, esas que perturban el sueño de los héroes, no se consignan en el mercado de valores. No es lo corriente en nuestros días. Sócrates aun más, entonces podía espolear a sus contemporáneos con cosas tales como: ¿qué es la virtud? ¿cuál es el fin de la vida? ¿qué es el saber? ¿para qué sirve ser sabio? Pero ya no estamos en los orígenes, sino más bien en su devenir. Del origen como tal no somos dueños. Lo que no evita que, por más modernos que nos sintamos, no podamos evitar seguir eludiendo las preguntas que valen la pena. Pero tenemos aun algunos otros que nos hacen pensar. Aunque pensar sea lo más dificultoso que un hombre se pueda proponer. Aquello de animales racionales no puede ser más explícito para nosotros, hombres modernos, aunque haya cegado a la humanidad durante siglos y aun lo siga haciendo en algunos reductos. ¿Qué se puede esperar de un animal que razona? No está nada mal para los animales, incluso podría connotarse como un avance; pero de los hombres se espera un poco más: que piensen. Razonar se lleva muy bien con esa idea de «la cultura», incluso se lo pondera y hasta se lo sacraliza. Pensar es otra cosa. Pensar, siempre se piensa contra la cultura, no con la cultura. Pensar es espolear eso, como sospechaba Sócrates. Pensar tampoco da dividendos en el Mercado, aunque existe, por Dios, un mercado del pensamiento.
Así y todo, cada tanto, la humanidad se da a sí misma algunos que saben pensar. Sigmund Freud es uno. Freud, precisamente no se andaba con necedades. Por eso fue capaz de escribir textos como «El malestar en la cultura» o «El porvenir de una ilusión». Textos que, por estar forjados en esa materia cuyas aristas hacen que se nos queden atragantados, se les da la espalda, se los intenta olvidar y se hace como si nunca hubiesen sido escritos. No hay que asombrarse, se trata de un hecho de estructura: lo intolerable es reprimido, descubre Freud, y retorna como síntoma.
Jaques Lacan es otro. Otro que tampoco dilapidaba el tiempo en necedades, advertido como estaba, que lo que amenaza en primer lugar al hombre no es sino la estupidez. «Una gran civilización, dice Lacan, es en primer lugar una civilización que tiene un muladar. Mientras no se parta de cosas de este tipo, no se dirá nada serio». Como las palabras que se vuelven intolerables, también la producción del estiércol humano se ha vuelto un problema del que todo el mundo habla. A eso se reduce la gran civilización que se ha convertido al capitalismo global. Se parlotea en todas partes sobre lo que no anda, sobre lo que no funciona; pero no se empieza por nada serio. Lacan nos recuerda que, «lo que llamamos el movimiento cultural tiene una función de mezcla y de homogeneización; lo tritura todo hasta que se vuelve completamente reducido, infame, comunicante con todo».
Entonces, ¿cómo es posible una cultura en la cual no se condena a muerte a sus mejores? Aplicarse a pensar aguijoneados por interrogantes que no son en absoluto necios nos pone sobre la pista de esta gran cultura, pretendida global, que no sabe hacer con sus desechos.

Claudio Barbará
Abril 2008
Claudio.barbara@gmail.com

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