19 mayo 2008

Ensayo/ Alfredo Grande



ESCOTOMAS MILITANTES
(apuntes para una cultura de la protesta)

escribe Alfredo Grande.

“no disculpe las molestias. No están trabajando para usted”
aforismo implicado

“el estereotipo es esta imposibilidad nauseabunda de morir”
(Barthes, Rolando. El placer del texto)

Introducción sostenida en no bemol.

En los dorados tiempos de las cosas simples, no había enfermedades, sino enfermos. En la actualidad, no hay enfermos, sino relación costo-beneficio. Tampoco puede decirse que el remedio no sea peor que la enfermedad, porque en la actualidad, primero se fabrica un remedio, luego se inventa la enfermedad. En lo que llamo la hegemonía de la cultura represora, los deseos están prohibidos y escasean y los mandatos son obligatorios y se multiplican. La cultura de los deberes reemplazará a la cultura de los derechos. Un estereotipo adjudicado a John Fitzgerald Kennedy decía: “no pienses que puede hacer Estados Unidos por ti, piensa que puedes hacer tú por los estados Unidos”. En realidad, donde escribí Estados Unidos creo que él dijo América. Pero eso es debido, siguiendo al cantautor Leo Masliah, que los norteamericanos desconocen la existencia de otros estados unidos que no sean ellos mismos. Los deberes se cumplen, los derechos se ejercen. Si es primero el deber o el derecho no es una cuestión tan anodina como si es primero el huevo o la gallina. En la historia de la humanidad se han realizado muchos deberes, algunos incluso en el propio hogar. Apenas se han ejercido algunos y acotados derechos. Además, derechos y deberes están atravesados por la lucha de clases y el principio general de equivalencia. El derecho a la apropiación de plusvalía de una clase exige el deber del trabajo flexibilizado a la otra. La brutal diferencia entre utilidades empresarias y costo salarial del trabajo, perfora el principio de la equivalencia. 50 personas tienen mas dinero que el producto bruto de varios países en vías de desarrollo. El mundo ha dejado de ser injusto para ser un no-mundo, un enorme campo de basura no reciclable, que ya no tiene ningún otro destino que aumentar en cantidad y degradar en calidad. Esto lo anticipó Bradbury en un cuento y lo desarrolla Zygmunt Bauman en “Vidas Desperdiciadas”. En este principio de siglo, motivos para quejarse no solamente abundan, sino que además dañan. Hasta es irresistible un elogio de la queja, porque solamente los cómplices podrían abjurar de ella. La queja es prima hermana del reproche y tía del rencor. El reproche, en una versión “linux” de Isidoro Berenstein y Janine Puget, es algo así como el estadio residual del enamoramiento. Lo mismo que antes acercaba, ahora rechaza. Por eso en el marco de los vínculos que la cultura represora decanta, no hay peor astilla que la del mismo palo. En otras palabras: hasta la astilla se queja del palo del cual proviene. El rencor es una formación reactiva por sentimientos amorosos no correspondidos. En realidad, correspondidos de una forma no deseada. El triángulo de las bermudas de toda creatividad, tiene como vértices la queja, el reproche y el rencor. Tres tristes hienas que sostienen aquello que supuestamente deberían combatir. Este triángulo sostiene la militancia caníbal, forma autofágica del combate y de la lucha. La queja, el reproche y el rencor sacan energías del quejoso, el reprochón y el rencoroso. Así paga el diablo y la pulsión de muerte. Nadie puede alimentarse comiendo sus propios excrementos. De los tres vértices, el de la queja ingresó por derecho ajeno en la cosa pública. Un estereotipo cultural de los ochenta rezaba (sic) la siguiente fórmula: “no se queje si no se queja”. La paradoja es la jactancia de los dictadores. Si no hay queja, el quejoso no tiene derecho a serlo. Solamente expresando su queja de forma fehaciente y pública, o sea suicida, puede aspirar a la dicha de ser escuchado primero y silenciado después. La queja cierta es apenas el murmullo residual de la bronca. La rumiación de la humillación, la pérdida, la tristeza. La queja ingresa en la patología como queja melancólica, un zucundum sin olas ni mar. Pero aunque amplia en sus manifestaciones, permanente en sus expresiones, vivenciada en la normopatía de la vida cotidiana, la queja no ha sido objeto de interés especial. Por supuesto: me estoy quejando. Pero como no hay mejor huída que correr hacia delante, por el momento señalo que es necesario hablar de la soga en la casa del ahorcado. Y pensar porque los escotomas de los militantes permiten muchas veces deslumbrar, pero pocas veces alumbrar los senderos de la resistencia al represor, y muchas veces alumbran los caminos de la resistencia al deseo.

Crítica de la razón quejosa.

La queja es una forma de expresión del rechazo. Puede desplegarse en un espacio individual, siendo en su extremo límite el ya mencionado zucundum melancólico. También vincular, familiar y en alguna ocasiones, grupal. No hay forma de medir el quantum de queja medianamente soportable. Es decir: la queja termina siendo mas molesta que la situación que la originó. Especialmente, cuando ingresa en un estereotipo. El famoso: “a vos no hay nada que te venga bien” coloca al quejoso en el molesto lugar de idiota sin pesebre. No importa de que se queja, lo que no puede es dejar de quejarse. Lo que habilita a pensar que la queja puede ser un valor permanente, casi diría una concepción de la vida. En este caso, el quejoso deviene un hermanito de leche de otro estereotipo, el contra. Es cierto que la queja implica una cierta descarga de la pulsión de muerte. Pero como no tiene ningún efecto de transformación de la realidad, mas bien ratifica la realidad que es la fuente de sus quejas, sufre el efecto rebote que Freud denominara “vuelta contra si mismo” sin que se observe la transformación en lo contrario. La queja rebota sobre el quejoso, y le exige quejarse mas aún, y por lo tanto se configura la situación denominada círculo vicioso. Lo circular es discutible, pero lo vicioso es importante porque la queja termina siendo adictiva. Como la descarga rebota, y además siempre hay nuevas fuentes de recarga (algo así como zonas quejógenas) el malestar del sujeto desborda y puede incluso organizarse en forma colectiva. Esto es absolutamente excepcional, pero es uno de los componentes fundamentales de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, del incendio de las estaciones de Haedo y Constitución, y en general de este tipo de incidentes. La queja que no ha dejado de aumentar en cantidad, tiene una mutación de contenido. Aparece la bronca, sin marcha. La bronca es medio hermana de la furia, y según el modelo de la película de Michel Douglas, está habilitada a durar al menos un día. El crescendo queja, bronca, furia es otro de los hechos malditos del país burocratizado. Bien podríamos decir que la furia es la bronca que no pudo marchar alimentada por las quejas que rebotaron todo el tiempo. Pero donde hubo fuego, no quedan solamente cenizas, sino restos del material que hizo combustión. Mucho fuego, pocas nueces. Furia y bronca desaparecen mas temprano que tarde, y nuevamente la queja retoma su habitualidad decadente. La razón quejosa es un modus vivendi, podríamos denominarla un transtorno egosintónico de la personalidad. Egosintónico, es decir, naturalizado. Porque la cultura represora necesita la queja, en su dimensión metapsicológica. Desde el punto de vista económico, disminuye la carga absoluta de los aparatos mentales, corporales y vinculares. Desde el punto de vista dinámico, la queja introduce una polaridad débil que rasga, rasguña, la ilusión de hegemonía. Desde el punto de vista tópico, la queja territorializa micro espacios, casi diría nano espacios, y su efecto en la cultura represora es nimio. Podemos quejarnos de todo, aunque sepamos que no sirve para nada. La Biblia de la razón quejosa es el Libro de Quejas. Instituido burocratizado que permite dejar para las generaciones futuras las mejores quejas que podamos inventar. Hacer de las quejas libro, no deja de ser una marca mas de la inventiva inagotable de la cultura represora. Es ley además que ese libro tenga existencia real, concreta, material. En su ingreso a la literatura, la queja tiene su momento de gloria. Literatura que al decir de Barthes, “permite escuchar a la lengua por fuera del poder”. El Libro de Quejas es algo así como un Manifiesto de la insistencia contra las injusticias de la cultura represora, aunque no implica resistencia al fundante que la organiza. Insistencia sin resistencia define la razón quejosa, por eso puede ser molesta, pero tan necesaria como las cloacas en las grandes ciudades. La consagración de la queja como Libro nada dice de la capacidad de escucha. Es apenas un registro que nace moribundo (la letra del quejoso es habitualmente trémula) y que dura hasta que la próxima queja lo entierra en una tumba de renglones. Por lo tanto el Libro de Quejas ingresa por derecho propio al terreno de la arqueología y la antropología comparada. Es un muro de los lamentos en versión minimalista. Una especie de colección de recetas de cocina de platos espantosos. Una mayor sofisticación del Libro, es la Oficina de Reclamos. El significante “reclamo” tiene un status superior que el significante “queja”. El Reclamo inaugura una dimensión vincular, aunque precarizada y efímera. Un cubano que no era disidente, pero si muy gracioso, me dijo una vez que “el socialismo consiste en que yo hago como que trabajo, y el gobierno hace como que me paga”. La recepción del reclamo es más ritualizada que el registro de una queja. Hay un semejante, aunque se empeñe en desmentirlo, que nos escucha, empatiza con nosotros y facilita el llenado de los formularios. Puede generar inquietud si advertimos que el empleado-semejante de marras comienza a abrir inadvertidamente un cajón. Como tenemos incorporado que “no hay nada mas definitivo que un arreglo transitorio”, la transitoria escala en el cajón, puede ser el definitivo reposo del reclamo. El “cajoneo” es la escena temida del que reclama, lo que habilita nuevamente a la razón quejosa porque aparecerá más que justificada la queja por la inutilidad del reclamo. Si la queja se organiza en forma grupal, el pasaje de un grupo de quejosos a quejarse del grupo es habitualmente muy rápido. La razón última de la queja es mantenerse como tal, en una especie de principio de constancia. Como no tiene descarga directa, y la recarga es constante, la constancia como tal no es fácil de sostener. La queja pasa a quejido, y la razón quejosa cruje. Los crujidos de la cultura represora tienen el inestimable reaseguro de la cultura de la anestesia y la analgesia permanente. “El dolor para, Usted no”. Mientras el cuerpo aguante, el quejido es la última ilusión de la queja de ser escuchada. Crónica de una frustración anunciada, que solamente se sostiene en la nauseabunda repetición de la queja.

Concepción restringida de la protesta.

La amplificación de la queja en una tópica político social sostiene un salto cualitativo de la queja que denominamos protesta. En este caso, se abre el corralito del individualismo pequeño burgués y no burgués. Hay una dimensión institucional que se organiza en grandes grupos y en colectivos sociales. Si el narcisismo es el complemento libidinal del egoísmo, la protesta es el complemento social de la queja. No es un día de furia, sino que son muchos días y muchas noches. La protesta permite que la pulsión de muerte se descarga por fuera de la propia subjetividad mortificada. Esta descarga, que solo puede ser en resonancia con otros, adquiere cualidad erótica. La erogeneidad de los cuerpos es recuperada, y de la rumiación repetidora, se pasa a la masticación y metabolismo creativo. Hay un pasaje del zucundum sin olas ni mar al incontenible oleaje de las consignas cantadas en la espontaneidad de los coros callejeros. La protesta gana la calle y escapa de los cerramientos vinculares de la familia, los bares, los clubes, los partidos, las iglesias. La protesta es una forma de procesar el duelo sin melancolía. No acepta ninguna pérdida como inevitable, y totalmente reacia a las diferentes modalidades de pensamiento único. La protesta es una forma de pensamiento acción que necesariamente integra lo diverso, en el respeto a la diferencia y en el rechazo a lo incompatible. La solidaridad es nada menos que una multiplicidad de actos solidarios. La protesta es una convicción que desborda al convencido. Pide, como diría Antonio Porchia, que “lo convenzan sin razones porque las razones no convencen mas”. Las razones de la cultura represora que haciendo mella en la queja, se estrellan frente a las trincheras de la protesta. Si bien la queja se amplifica en la protesta, ésta no tiene como antecedente necesario a la queja. El salto cualitativo no tiene antecedentes fácilmente demostrables. Si bien es cierto que tantas veces va el cántaro a la fuente, solo le sirve para destruirse. En la protesta hay una construcción diferente. Si la queja rumia sobre las ruinas de lo instituido, la protesta profetiza sobre los capullos del instituyente. Lo nuevo de la mujer y el hombre asoman en su dimensión ilusorio, aunque no alucinatoria. La protesta tiene indicadores de realidad material de los cuales la queja carece. No hay protesta solitaria ni melancólica. La marea humana permite la experiencia fundante de la omnipotencia de lo colectivo. Masas espontáneas en oposición a las masas artificiales que la cultura represora burocratizó hasta la propia caricatura siniestra pasando de la democracia representativa a la democracia restitutiva. Vino nuevo en odres nuevos, la protesta provoca resonancias del pasado en los antiguos militantes, y resonancias del futuro en los jóvenes combatientes. Pero toda gestión, incluso la colectiva (y parafraseo a Roberto Castel) tiene sus riesgos. Si bien el alejamiento del horizonte garantiza la marcha, no asegura que no terminemos en una interminable calesita donde predomina la rotación a la traslación. Podemos dar vueltas en el mismo lugar, marchando rápida o lentamente a ninguna parte. Esto sería una de las explicaciones posibles del por que la protesta tiene una vida promedio inferior a la necesaria para que otro mundo sea posible. El último ejemplo es la protesta por la desaparición de Julio Jorge Lopez. En no demasiados meses, terminó desapareciendo la protesta, sin que hubiera aparecido Lopez. Ni que hablar de los cacerolazos, que se fueron disipando cuando el último cucharón batió sobre la última cacerola. Una de las impunidades más notables que supimos conseguir fue la del sistema financiero. En la actualidad, la demencia alucinatoria de deseo, que algunos llaman créditos (consumo,hipotecarios,prendarios,automáticos,clikeados,etc) ha recuperado y superado los niveles de la infame década del noventa. Una de las características de la protesta que a mi criterio la extinguen, es que casi siempre es reactiva. La dimensión colectiva y de cierta organicidad la discriminan positivamente de la queja. Pero lo reactivo es siempre exagerado, desmesurado, pero en su propio origen tiene su límite. Más allá de mi simpatía por todas las protestas todas, la protesta como tal no supera las limitaciones del nivel convencional encubridor.[1] Al finalizar una charla que di en un sindicato, observé que había en las paredes afiches con la consigna: “defendamos la escuela pública”. Una pared de protesta. Imposible no estar de acuerdo. Sin embargo, sugerí al auditorio que debería incluirse otra consigna, del tenor de: “ataquemos la escuela privada”. Porque todos sabemos que no hay mejor defensa que un buen ataque. Sin embargo, me embarga comprobar que la mayoría de las protestas son defensivas. La consigna de las fábricas recuperadas: “si tocan a una, tocan a todas” tiene a mi criterio la misma falla básica. Primero las tocan, después las defendemos. Es como si la protesta se constituyera en un veto colectivo y popular. Pero vetar lo malo no es lo mismo que proponer lo bueno. El ejemplo trágico es el veto de todos los vetos: “que se vayan todos” Lo canté hasta la afonía, aun sabiendo que al recuperar la voz la pregunta: “¿para que vengan quienes?” no tenía respuesta. Al menos, respuestas tan vigorosas. Por eso he denominado concepción restringida a esta forma de la protesta. Lo encubridor tiene las indudables ventajes del movimiento primero, y las indudables desventajas del movimiento después. Revolvemos mucho el río, pero siempre ganan los pescadores. El tránsito de masas espontáneas a masas artificiales no es inmediato, pero es un devenir altamente probable cuando el factor desencadenante aglutina sin complejizar. Los ideales de las masas espontáneas quedan capturados por la idealización en las masas artificiales. La cultura represora de la imagen (imagoides) pretende ser el reemplazo histórico del proceso de pensamiento. En su máxima capacidad de síntesis, pingüino 0 bulldog 1. La sangre derramada no fue negociada, sino algo peor. Caricaturizada. La protesta sufre su propio repliegue, aunque mas no sea como responsable ya no del ataque a las instituciones democráticas, sino del caos de tránsito. Tiene mas prestigio en la actualidad la pinguinera de Punta Tombo que la protesta piquetera. Todo se desvanece en el aire del capitalismo serio. Incluso podemos observar una regresión política y afectiva al reinado de la queja, por ejemplo frente al surrealismo del índice inflacionario. Pero es difícil que las masas vuelvan a la calle para defender la integridad del INDEC. La protesta vaciada no es lo mismo que la no protesta. La queja como horizonte de lo posible no cuestiona, sino que apenas es un rezongo que prolonga. Hay cosas que son importantes por haberlas hecho, aunque no se hagan. “No es bueno dudar, pero es bueno haber dudado” le contesta el gran rabino de Amsterdan a un acérrimo enemigo de Spinoza. Es bueno haber protestado, y es bueno seguir protestando. Pero lo reactivo de su origen, termina siendo lo restringido de su destino.

Concepción amplificada de la protesta.

La queja se despliega repliega en el espacio individual, vincular y/o familiar. La protesta en su modalidad restringida rompe el corralito y se despliega en el espacio público. Las calles son su escenario preferido. Pero al tener una fuerte impronta reactiva y espontánea tiene dos destinos posibles: la atenuación hasta su definitiva extinción o ser capturada por los instituidos burocratizados. Deviene entonces movimientismo y tiene rotación pero no traslación. La protesta es la primera negación de la queja. Pero otra negación, ahora dialéctica, es necesaria. La concepción amplificada exige no solo la “numerosidad social” al decir de Fernando Ulloa, sino una teoría de la acción, una praxis subversiva del orden represor y una precisa discriminación sobre la naturaleza cultural del enemigo. Cuando Hebe de Bonafini declaró que “el enemigo no estaba en la Casa Rosada” podía estar en lo cierto. Sin embargo, la protesta amplificada tiene que saber donde está. No estoy hablando de posiciones territoriales, porque entonces sería cuestión de invadir todos los countries y barrios privados, iglesias y cuarteles. Por el momento, si bien no es simple, no es imposible invadir los guetos culturales de la derecha conservadora. Recuperar lo capturado por los aparatos ideológicos, afectivos y estéticos del Estado Represor. Para la protesta amplificada, es mas importante lo revolucionario que la revolución. El reconocimiento que un colectivo de héroes combate, quizá sin saberlo, en forma cotidiana el ordenamiento vertical de la cultura represora. La casi inexistente perfomance electoral de la izquierda, no debiera quedar solamente para la burla de los reaccionarios de siempre. Protestar es construir nuevos dispositivos y no abandonar la tediosa pero necesaria tarea de institucionalizar los instituyentes que emergen como resultados no contingentes de cada lucha. El par instituyente-instituido es un tránsito a construir y mantener. El rechazo a veces visceral por los estereotipos, logra que las mejores intenciones terminen en el infierno de la dilución. El horror a la burocracia no debiera hacer olvidar que el 90% de transpiración de la obra creativa exige tolerar el armado de un esqueleto de normativas, y que el grupo sujeto también debe tener su propia racionalidad no represora. El 10% de inspiración encontrará entonces un entramado vincular, administrativo y político donde germinar. La potencia de la protesta amplificada es tan intensa, que la derecha ha resuelto expropiarla. Con un claro proyecto reaccionario y clasista, ha logrado mutar el significante “compañero” por el de “vecino”. El pueblo ya sabe de lo que se trata, pero no le importa. La batalla cultural, como la tristeza, no tiene fin. El colapso de la Unión Soviética se debió a muchos de sus defectos y a muchas de sus virtudes. La protesta no podía amplificarse en el socialismo, que, restringido a Cuba, no terminaría en desaparecer de la faz de la tierra. La Pepsi en China era una realidad contundente. Dos mas dos son cuatro. Nada para discutir. El imperio impuso su propia versión de la amplificación, que denominó globalización. En otras palabras, y vuelvo a una cita de Bauman: “antes los problemas locales se resolvían globalmente; ahora los problemas globales hay que resolverlos localmente” Los Estados Nacionales mostraron claramente que se ocuparían sin disimulo de lo único que realmente les importaba: el aumento de las ganancias de todos los propietarios de todos los medios de producción imaginables. La negación maníaca de la queja, la protesta restringida y amplificada se denominó convertibilidad. Delirio sistematizado que compartió una parte no menor del pueblo devenido gente. Convertibilidad no solamente económico-financiera, sino político-ideológica. Pertenecer al primer mundo por un decreto de necedad y obsecuencia fulminó durante una década el imaginario revolucionario. Lo que se denomina kirchnerismo es un aggiornamiento necesario para la etapa actual, que se inicia con una brutal devaluación denominada pesificación asimétrica. Y continúa con el “pingüinazo”, incluso con la utilización de efectos especiales, tipo nevada en la ciudad de Buenos Aires y algunas zonas del conurbano, más algunas ciudades del interior. La protesta en su concepción amplificada deberá reconquistar los esquivos territorios de la subjetividad arrasada por el tsunami liberal. Por eso la publicidad, el lisérgico de los pueblos, es la gran pedagoga que perpetúa el modelo consumista más allá de gobiernos, actitudes y estilos. Como endeudarse tiene sus privilegios, entre los que se cuenta la vivencia alucinatoria de la propiedad privada, la otrora elitista tarjeta de crédito tiene varias versiones de indudable impacto popular; “que grande esta tarjeta” repite el actor dando grotescos ejemplos de uso, abuso y dependencia del plástico. En la actualidad, la violencia no tiene captura revolucionaria y tiene como descarga preferida el trabajo, la familia y la sexualidad. Mas aún: la vida cotidiana ha sido capturada casi integralmente por los modismos y manierismos del fetichismo del consumismo, cuyo ideal es el consumo de lo inútil y lo perjudicial. En última instancia: consumir consumo. Estas son las condiciones menos propicias para que la protesta en su concepción amplificada pueda desplegarse. Tal vez el mito de Sísifo pueda ayudarnos a pensar la magnitud de la tarea, con la lamentable diferencia que la piedra se caerá antes de llegar a la cima. Ni siquiera tendremos esos segundos en que el desgraciado podía ver la amplitud del horizonte. Lo que pienso como peligro real es quejarse de la imposibilidad de afrontar una protesta amplificada. Sería un inesperado triunfo de la cultura represora, melancolizando al luchador, al militante, al combatiente. Un Sísifo deprimido que ya no intentara subir a la cumbre. Una de las modalidades de este devenir, es el excesivo celo en la permanente auto crítica por los errores de la década del 70. Entendamos que los compañeros fueron masacrados no por sus vicios, sino por sus virtudes. La fundante: querer cambiar el mundo. En esta superavitaria realidad, el mundo globalizado también ha clonado la subjetividad, en un decantado identificatorio que podríamos denominar residuos revolucionarios, que otros llaman progresismo. El primer presidente post dictadura dijo que no habíamos tomado la Bastilla. Lo que no aclaró es si él tenía algún tipo de interés en hacerlo y guillotinar a los equivalentes actuales de Luis XVI. Parece que no, porque resulta poco creíble a un Robespierre alegre porque la casa esté en orden. Freud señaló en su inolvidable polémica con Jung que “uno comienza cediendo en las palabras y luego termina cediendo en las cosas.”[2] A mi criterio el peligro actual es ceder en las cosas y entonces perder las palabras. Yo no quiero perder la palabra revolución, aunque la cosa no aparezca, al menos para mi generación. Podemos y creo que debemos inventar muchas palabras, para no quedar encerrados en las jaulas conceptuales del enemigo. Y mucho menos salir de ellas con las alas quebradas.

Escotomas militantes.

La discriminación conceptual entre queja, protesta concepción restringida y protesta concepción amplificada me parece necesaria, pero no suficiente. ¿Cómo saber con alguna garantía de verdad en cual de los espacios estamos instalados? Hace un mes fui a dar una charla a una agrupación estudiantil de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata. El tema que propuse fue: Subjetividad y lucha de clases. Me sorprendió que para un auditorio de jóvenes, ese tema era poco entendible. Subjetividad lo asociaban a individuo, y lucha de clases a lo social. Para la mayoría, por no decir para todos, no había puente entre ambas cuestiones. Estaban instalados en una izquierda sin sujeto.[3] En el año 2000, cuando se inaugura la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, uno de sus fundadores y por tres años Director Académico, Vicente Zito Lema me pide que coordine un seminario sobre “Psicoanálisis, marxismo y capitalismo”. En la primer clase, aclaró que me lo había solicitado para “reinstalar la problemática del sujeto en el campo de la izquierda” Hablar de sujeto es hablar de modos de producción de subjetividad. Yo pienso que la queja y la protesta en la concepción restringida son modos superyoicos. Es decir, están al servicio del mandato de no cambiar nada, o de cambiar poco para que nada cambie. Este mandato conlleva un castigo terrible a quien se atreviera a desobedecerlo. La protesta en la concepción amplificada es un modo yoico de producción de subjetividad. El deseo es el fundamento de una praxis alegre y placentera. Los escotomas son puntos ciegos de la percepción. Visual, histórica, política, libidinal, estética. En tanto la revolución era una certeza, un por venir científicamente asegurado, la militancia debía asegurar ese mandato. Si el pueblo nunca se equivoca, o el general siempre tiene razón, la militancia debía asegurar ese mandato. Podía quejarse de las bajadas de línea, incluso en forma restringida, muy restringida, protestar. Pero las organizaciones verticalistas en el campo de la izquierda castigaban duramente los desvíos reformistas o contrarios a La Conducción. El militante termina siendo un sujeto del mandato y del sacrificio. No puede constituirse como sujeto del deseo y del placer. Si lo había sido, entre el fascismo de afuera y el sectarismo de adentro, lo había olvidado. De esta forma la vida no vale nada, como canta Pablo Milanés. Recuperar la convicción revolucionaria, sentir y pensar que la protesta puede tener resonancias por dentro y por fuera, que más allá de nuestros límites, podemos levantar nuestra limitaciones, solo es posible si el análisis colectivo de nuestra implicación como integrantes de una izquierda con sujeto puede ser realizado. Colectivos autogestionarios y auto analíticos que sin quejarse jamás, protestando reactivamente pocas veces, y protestando con todos los pobres de la tierra ahora y siempre, levantarán uno a uno todos los escotomas para entonces poder ver que otros mundos son posibles. Y que la única forma de realismo es pedir y siempre luchar por lo imposible.

Mayo 2008
[1] De León Rozitchner aprendí la diferencia entre el nivel fundante (situaciones límites) y el nivel convencional.(mediatización que la cultura hace del nivel fundante) Intenté amplificar este concepto incorporando un nivel convencional encubridor y un nivel convencional descubridor.
[2] La polémica fue por el contenido sexual de la libido. Jung quería que esa palabra designara una fuerza vital, no sexualizada. Freud quería mantener el fundamento sexual de la energía pulsional. Cuando Jung dejo de ser una amenaza para la hegemonía de Don Sigmund, éste incluyó el concepto de eros, y por lo tanto un nuevo dualismo pulsional, en su concepción amplificada de la sexualidad.
[3] Asocio con un trabajo de Blas de Santos: “El espacio institucional: ¿una intervención sin sujeto?”. Lo presentó en el Encuentro del mismo nombre en noviembre de 1991. Tenía como lema “La dimensión institucional de las prácticas sociales” . Pretendió ser una concepción amplificada, tuvo una praxis restringida y yo me quejé durante años de lo que consideré una lamentable frustración política y científica. Pero mucho de lo que pude desarrollar luego lo aprendí en esos meses, gracias a Gregorio Baremblitt y Juan Carlos Volnovich, entre otros.

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