¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del “campo”?
Eduardo Grüner
El (así llamado) conflicto del (así llamado) “campo” ha entrado, se dice, en un compás de espera. O en un impasse. O en una incierta tregua. O en una “tensa calma”. No importa mucho la expresión elegida: lo que importa, lo que debe mantener el alerta, es que esto, de alguna manera, seguirá. No es pues, todavía, hora de “balances” más o menos definitivos. Sí de detener, por un momento, la ansiedad, y de ver dónde está parado cada uno.
El que esto escribe está en contra, y enfáticamente, de las medidas (sobredimensionadas, extorsivas, objetivamente reaccionarias, y actuadas en muchos casos con un discurso y una ideología proto-golpista, clasista y aún racista) tomadas fundamentalmente –aunque no exclusivamente– por uno de los sectores más concentrados de la clase dominante argentina (y no sólo argentina), y tomadas en perjuicio, también objetivamente, de la inmensa mayoría del pueblo (no sólo) argentino. Esto mismo ha sido dicho por muchos en los últimos días. Pero no es algo tan fácil de explicar –y menos en el escaso espacio del que aquí disponemos– como la (inevitable) simplificación de las partes en conflicto a veces lo sugiere. Hay que empezar, por de pronto –y con más razón si el que escribe no es peronista ni “kirchnerista”, como en este caso-, por señalar una vez más (y van…) los gravísimos “errores” cometidos por el gobierno. Están, claro, por descontado, los errores “tácticos” inmediatos: la desobediencia a los más elementales manuales de política que recomiendan dividir al (presunto) adversario, y no unirlo (y ni qué hablar de, además, dividir el frente propio); o la torpeza de apoyarse en personajes un tanto atrabiliarios de los cuales se sabe que –por buenas o malas razones- van a caer “gordos” a la llamada “opinión pública”. Pero más allá –o, mejor: antes– de estos “errores”, están, desde ya, los que no son “errores tácticos”, sino opciones estratégicas de un gobierno: la de no profundizar en la medida necesaria las políticas (tributarias y otras) de redistribución del ingreso, la de utilizar buena parte de las (inauditas) reservas fiscales para seguir saldando la maldita deuda –es cierto, también se ha dicho, que ese “resto” también sirve para aguantar embates económicos como este; pero, ¿es seguro que esos embates se hubieran producido si el dinero hubiera empezado por usarse para redistribuir, y por lo tanto el gobierno hubiera contado con una base social más amplia, más leal, más “confiable”?–; la de acantonar sus matices “progres” en el (nada despreciable) simbolismo de los derechos humanos antes que en la materialidad de una planificación estructural del aumento del bienestar y los derechos actuales de los ciudadanos (también, claro, los del “pequeño campo”, si realmente hiciera falta, y en primer lugar los de los trabajadores rurales, esos “negros en negro”, como alguien los llamó, y que como es lógico brillaron por su ausencia en todo este galimatías); la de renovar por un plazo escandaloso los contratos de ciertos medios de comunicación que, debería el gobierno saberlo, más tarde o más temprano se le pondrán en contra (y aquí, como en muchos otros casos, se ve cómo una opción estratégica se transforma rápidamente en un error táctico), y que lo hicieron, en esta ocasión, de la manera más desvergonzadamente interesada que se recuerde en las últimas décadas –ya que muchos de esos medios están por entero del lado que más conviene a sus intereses particularísimos–. Y, entiéndasenos bien: nada de todo esto, ninguna de estas opciones estratégicas, son algo para reprocharle al gobierno. Porque reprochárselas –al menos, de la manera en que lo ha hecho cierta “izquierda” dislocada o cierta intelectual(idad) bienpensante y ya ni siquiera “progre” que, pasándose de la raya, cruzó definitivamente la frontera hacia la derecha- sería, paradójicamente, hacerse demasiadas ilusiones sobre un gobierno que en ningún momento –y en esto hay que decir que ha sido sincero– prometió otra cosa que la continuidad –un poquitín más “ordenada” y “racional”– del capitalismo tal como lo conocemos desde hace ya mucho. Vale decir: un gobierno propiamente “reformista-burgués”, como se decía en tiempos menos eufemísticos. La situación, pues, no puede ser juzgada sino por lo que realmente es: una puja (no “distributiva” sino) interna de lo que en aquellos tiempos pre-eufemísticos se llamaba la “clase dominante”. Pero, pero: un gobierno legítimamente electo por la mayoría (y el autor de estas líneas no va a seguir aclarando que no pertenece a esa mayoría) no es, ese gobierno, directamente miembro de aquellas “clases dominantes”, aunque inevitablemente tienda a “actuar” sus intereses –bajo ese otro eufemismo de “gobernar para todos”, como si hacer política en una sociedad de clases no fuera elegir a quién va a beneficiar el gobierno “en última instancia”–. Y, en un contexto en el que no está a la vista ni es razonable prever en lo inmediato una alternativa consistente y radicalmente diferente para la sociedad, no queda más remedio que enfrentar la desagradable responsabilidad de tomar posición, no “a favor” de tal o cual gobierno, pero sí, decididamente, en contra del avance también muy decidido de lo que sería mucho peor; y si alguien nos chicanea con que terminamos optando por el “mal menor”, no quedará más remedio que recontra-chicanearlo exigiéndole que nos muestre dónde queda, aquí y ahora , el “bien” y su posibilidad de realización inmediata . Porque el peligro del mal “mayor” sí es inmediato. En estas últimas semanas se han condensado –y las condensaciones políticas condensan asimismo los tiempos de urgencia– potencialidades regresivas que muchos ingenuos creían sepultadas por un cuarto de siglo de funcionamiento formal de las sacrosantas “instituciones” (ingenuidad, por cierto, que todos los gobiernos, incluido este, han contribuido a fomentar). ¿Exageramos? Piénsese en los ¿cómo llamarlos? “síntomas”, “símbolos”, “indicadores”, y también y ante todo, claro, hechos, y/o una mezcla de todas esas cosas. Nunca en este cuarto de siglo la derecha (económica, social y cultural, y no solamente política) había ganado la calle -para nada “espontáneamente”, desde ya, pero no por ello menos auténticamente- con una “base de masas” tan importante –incluyendo, sí, a esos “pequeños productores” cuyas legítimas reivindicaciones fueron bastardeadas , incluso por ellos mismos, al rol de “mano de obra” de los grandes “dueños de la tierra”–, hasta el punto de transformarse, esa derecha heterogénea, en un verdadero movimiento social del cual mucho más oiremos hablar en adelante (¿y hay que recordar que los “movimientos sociales” no son siempre y necesariamente “de izquierda” o “populares”?). Y no solamente la calle, sino también el aire: nunca antes, y con las (cada vez más minoritarias) excepciones de siempre, había sido tan férreo el consenso “massmediático” para apoderarse del Verbo público –como lo dijo inspiradamente León Rozitchner– con el objeto de aturdir hasta el mínimo atisbo de un pensamiento autónomo, no digamos ya “crítico” (y tampoco es ajeno a esto el gobierno, que no ha dejado de deslizarse ocasionalmente en actitudes rayanas en la “censura”; pero sin duda que la censura factual y masiva cometida por los medios en esta ocasión ha supuesto una verdadera política digna de Goebbels). Nunca antes las cacerolas habían sido tan bien disfrazadas de diciembre de 2001 argentino cuando en verdad representan –en inesperado retorno a su auténtico “mito de origen”– un septiembre de 1973 chileno. Nunca antes –quizá con la parcial excepción de las infelices pascuas alfonsinas– había habido una tan oportuna coincidencia con un aniversario del 24 de marzo. Nunca antes había habido una tan puntual coincidencia con un meeting de lo más granado de la derecha internacional en la ciudad del monumento a la bandera. Y ya que de “internacionalismo” se trata (y tampoco el internacionalismo es necesariamente “de izquierda”; últimamente, globalización mediante, es más bien al revés), nunca antes había habido una coincidencia, digamos, tan “contextual” con las avanzadas desestabilizadoras –obviamente fogoneadas desde mucho más al Norte– sobre las “novedades” –no importa ahora lo que se piense de cada una de ellas– sudamericanas, desde las aventuras bélicas de Uribe en la frontera ecuatoriana (y por refracción, venezolana) hasta la feroz ofensiva oligárquico-separatista contra Evo Morales. Y nunca antes, de vuelta a casa, se había conseguido reimponer el absurdo, insostenible mito de que es el “campo” lo que ha construido a la “patria” (en una nefasta época esa construcción, se decía, había estado a cargo del Ejército Argentino, que era, al igual que el “campo”, incluso anterior a la nación: no deja de ser una asociación inquietante), cuando, e incluso sin meternos con los vericuetos de la larga duración de la historia, sabemos que hoy –lo acaba de demostrar impecablemente el economista Julio Sevares– su contribución al PBI es mínima. O el igual de inverosímil, anacrónico mito de que aquí estamos ante una batalla épica entre el “campo” y la “industria”, cuando hace ya también décadas que los intereses de esos dos sectores actualmente ultra-concentrados en anónimas sociedades multinacionales –que incluyen , y en lugar destacado, a la “indusdtria cultural” y a los medios, como también lo acaba de recordar Rozitchner- entrecruzan sus intereses de manera inextricable, bajo el comando a no mucha distancia de las grandes agro-químicas, los pools sembradores, o los trusts de exportación cerealera –una discusión que, conviene señalarlo, estuvo en general sistemáticamente ausente en las argumentaciones de ambas partes, más preocupadas por reeditar, a favor o en contra, el otro viejo mito de una “oligarquía vacuna” cuya solidez, al menos en su forma tradicional, hace rato que se disolvió en el aire. Y a propósito de esto último, que atañe a la caracterización de la estructura de clases en la Argentina actual, nunca antes –posiblemente desde el período 1946/55– se había desnudado de manera tan grosera y frontal la violencia (por ahora “discursiva”) de la ideología de odio clasista de la burguesía y también, y quizá sobre todo, de cierto sector de la llamada “clase media”: otro eufemismo para calificar la medianía y la mediocridad insanables de la tilinguísima pequeña burguesía recoletense o puertomaderera cuya máxima aspiración en la vida es conquistar la visagold para poder consumir en el shopping sin que los negritos molesten; es este odio visceral e incontrolable –con frecuencia travestido en corrección política, al menos hasta que aparece algún líder comme il faut al estilo Blumberg o Macri– y no alguna desinteresada –aunque fuera equivocada– defensa del mitificado “campo”, es ese clasismo-racismo él sí “espontáneo” el que constituye la verdadera motivación para participar en los “piquetes paquetes” de blancos , desentendiéndose totalmente de la “contradicción” (pero ellos no tienen “contradicciones”: son un bloque estólido de sentido común sin fisuras) de estar orgullosamente haciendo lo mismo contra lo cual putean cuando se les corta la huída por Figueroa Alcorta. Que nunca haya sido tan pertinente, pues, el análisis de clase para juzgar un conflicto, no significa en modo alguno (más bien significa lo contrario, si es que hacemos un verdadero y complejo análisis de clase) ejercer ningún reduccionismo de clase: las “clases altas” y las “clases medias” no tienen, es obvio, los mismos intereses materiales inmediatos; pero en la Argentina hace ya muchísimo (y es todo un gran tema para la psicología de las masas) que las segundas subordinaron sus intereses materiales a largo plazo a su patética, servil, identificación con los intereses de las primeras, y es por eso que tan a menudo han trabajado de “mano de obra” (más o menos consciente) de ellas, y en las peores causas (desde el genocidio de Roca hasta el “proceso”, pasando por los progroms –¿cómo es que todavía nadie hizo el chiste obligado con el significante “Pro-grom”?– de la Semana Trágica o la unión democrática). A los izquierdistas esquemáticos que se asombran del apoyo masivo a los “grandes productores” por parte de aquéllos que a la larga son perjudicados, siempre, por los verdaderos “intereses dominantes”, habría que recordarles que no hace falta siquiera ser un sofisticado marxista de la escuela de Frankfurt para entenderlo: bastaría citar la diferencia elemental –que constituye el ABC de la más básica sociología “estructural-funcionalista”– entre grupo de pertenencia y grupo de referencia. Pero si esto es así, se equivoca crasamente la primera mandataria al decir –como lo hizo en uno de sus discursos más importantes de las semanas pasadas- que lo que se juega en este conflicto nada tiene que ver con la lucha de clases. Una vez más, no cabe reprochárselo: ella es peronista, y por lo tanto lo cree sinceramente (si bien hemos conocido en el pasado muchos peronistas que, equivocada o acertadamente, lo eran justamente porque consideraban que históricamente la antinomia peronismo/antiperonismo había representado la “lucha de clases” tal como podía darse en la Argentina; pero dejemos por ahora ese debate harto más complicado). El problema es que crea que basta creerlo (o desearlo) para que la cosa no exista. No advierte, tal vez, la paradoja –por otra parte perfectamente explicable por la propia historia del peronismo histórico– de que el gobierno que ella preside, aunque en “última instancia” represente compleja y ambiguamente, y con algunos escarceos defensivos de la autonomía del Estado, los intereses estructurales de la “clase dominante”, para la ideología estrecha y palurda de esa clase dominante, que pocas veces ha hecho tan buenos negocios como en este último lustro, representa los intereses (¿habría que decir: “simbólicos”?) de las otras clases, y por lo tanto su gobierno es el chivo expiatorio del “odio de clase” en una época en que, por suerte, ya no pueden hacerse progroms masivos ni aplicarse científicos planes de exterminio colectivo. La clase dominante argentina (ya casi totalmente transnacionalizada, como decíamos, pero muy “argentina” en sus reflejos culturales de clase, de una ferocidad destacada incluso en la historia latinoamericana) está desde siempre, aunque con particular virulencia después del “proceso” y del decenio del menemato, acostumbrada a no tolerar ni siquiera aquellos tímidos escarceos “autonomistas” por parte de ningún gobierno (por lo menos, de ninguno “civil” y legalmente elegido: porque sí toleraron la mucha “autonomía” estatal de que gozaron las dictaduras militares para aplicar sus políticas económicas tanto como represivas). Aquella famosa consigna setentista –“Y llora, llora, la puta oligarquía, porque se viene la tercera tiranía”- era, entre otras cosas menos defendibles, una profunda ironía sobre el sempiterno tic de la burguesía, consistente en calificar de “tiránico”, “autoritario” o “dictatorial” (aunque en estos tiempos post-gramscianos de lenguaje eufemizado se diga “hegemónico”, como si la hegemonía no fuera el objeto mismo de la política) a cualquier gobierno, sea cual fuere su impronta política particular –lo hicieron con Irigoyen, con Perón, con Frondizi, con Illía, con Cámpora, con Alfonsín, y tuvieron su respiro con Menem-, que osara insinuar que algunas cositas menores las iba a decidir él. En todos esos casos, aunque parezca inverosímil, los acusaron de “comunistas”, “socialistas”, “nazifascistas” (toda esa bolsa de gatos se apelotona en el adjetivo “totalitarios”, jamás usado en, digamos, La Nación para calificar a las dictaduras militares) sólo porque intentaron tomar algunas decisiones que, sin ser claramente opuestas a los “intereses dominantes”, no representaban una obediencia automática y directa a los amos del Capital. Nada muy diferente está sucediendo ahora: puesto que llevamos un cuarto de siglo de democracia institucional, es en nombre de esa misma “democracia” (de una democracia que justamente nunca quiso enseñarle a los argentinos que por detrás de las instituciones sigue estando la “lucha de clases”, e incluso que ciertas formas institucionales son una cristalización del estado de la lucha de clases) que se usan los mismos (des)calificativos contra este gobierno, a quien se identifica, disparatadamente, como la otra parte en la “lucha de clases”. Y tal vez la presidenta, aunque oscuramente, intuya esto, y por ello se defiende –con toda razón, por otro lado- de lo que toma como una “acusación”. Pero, lo lamentamos: la lucha de clases no existe, pero que la hay, la hay. Irónicamente, muchos “progres”, al igual que este gobierno, creen que no la hay porque las masas verdaderamente populares no están movilizadas en una contraofensiva dirigida al avance de la derecha. Pero, primero: las clases dominantes también luchan, y casi siempre son ellas las que primero se movilizan: la aplicación sistemática, desde hace varias décadas, sea a punta de bayoneta o por políticas más “pacíficas”, de la reconversión capitalista denominada “neoliberal”, eso es la lucha de clases, emprendida por la clase dominante contra las dominadas y sus –aunque fueran magras– conquistas anteriores. Como lo es claramente, en esta coyuntura, el acto de mantener desabastecidos a los sectores populares, con la inevitable consecuencia posterior del aumento “artificial” de los precios (algo que, a decir verdad, viene ocurriendo indirectamente desde mucho antes, dadas las cuotas de exportación ayudadas por el dólar alto y el consiguiente desequilibrio entre oferta y demanda en el mercado interno). Y, segundo: si las masas populares están desmovilizadas y en buena medida carentes, ellas sí, de sus “reflejos de clase”, también es porque este gobierno (y sobre todo todos los anteriores, si bien este no ha hecho nada importante para subsanarlo, limitándose en este terreno a administrar lo ya acumulado) las ha desmovilizado, aún cuando en defensa propia le hubiera convenido, incluso con los riesgos que hubiera representado para un gobierno “reformista-burgués”, tenerlas a ellas en la calle antes que, pongamos, a D’Elía o Moyano (y se entenderá, suponemos, que con esos nombres estamos simplemente haciendo una taquigrafía, y no imputaciones a personas). Como no las ha movilizado, la ofensiva de clase de las fracciones más recalcitrantes de la burguesía fue contra su “adversario” visible, el gobierno: otra, y para nada menor, opción estratégica transformada en error táctico. En fin, para tratar de ir concluyendo (es una manera de decir: todo esto está muy lejos de estar concluido): no estamos –hay que ser claros– ante una batalla entre dos “modelos de país”; el modelo del gobierno no es, en lo esencial, sustancialmente distinto al de la Sociedad Rural (otra taquigrafía para hablar de las “clases dominantes”). Pero la derecha y sus adherentes ideológicos no van a tolerar la más mínima diferencia de “estilo” con su modelo, del cual creen ser los únicos dueños, y por lo tanto pretenden ser sus primeros benefactores. ¿Tomar conciencia de ello hará que el gobierno, aunque fuera, de nuevo, “en defensa propia”, pergeñe por fin un “modelo” diferente? Es imposible saberlo, aunque no parece lo más probable. Tiene razón Alejandro Kaufmann cuando dice que todo esto no nos ha hecho pasar a la “gran política”: lo demuestra, para tomar sólo una de las anécdotas más triviales, el ridículo debate sobre las caricaturas de Sábat, por el cual se nos pide que elijamos lo inelegible –si la presidenta se equivocó sin duda y también aquí de adversario, por otro lado no es del todo justo escudarse en la eterna excusa liberal de la “libertad de prensa” para contribuir objetivamente a alimentar el fuego de un clima ideológico frente al cual no se puede alegar la inocencia del “artista”–; pero también es cierto que, bien jugada, esta podría ser la ocasión de al menos atisbar ese pasaje a una suerte de “gran relato” de la política. De que nuestros debates principales ya no sean (aunque por supuesto habrá que seguir haciéndolos, en otra perspectiva) las mentiras del Indec o el dinero de Santa Cruz emigrado a Suiza –y muchísimo menos las aplicaciones de botox o el gusto vestimentario de una funcionaria pública–, sino los que atañen, efectivamente, al “modelo”, incluyendo un modelo (agroexportador o de otra naturaleza) integral y planificado a largo plazo para el “campo”. Pero si esta ofensiva de la derecha triunfa, esa ocasión se habrá perdido, posiblemente, por décadas. En las últimas semanas hubo, aunque todavía sea muy nebuloso, un cierto salto cualitativo en la situación política argentina. En este relativamente nuevo contexto, no podemos quedar atrapados (otra vez, sin que haya dejado de ser necesario tenerlas también) en las discusiones sobre los detalles “técnicos” del conflicto. Hoy, ahora, el problema central ya no son (y tal vez nunca lo fueron en serio) las benditas “retenciones”. En un registro “puramente” económico –lo acaba de demostrar Ricardo Aronskind– ya se está discutiendo la renta a futuro del 20 % de los “dueños” que controlan el 80% de la “tierra”, y no, o no centralmente, las retenciones actuales. Ya lo sabemos: ni el aumento de las retenciones móviles a las rentas extraordinarias del “campo” suponen, no digamos ya una medida “confiscatoria” (¡¡!!), sino ninguna “pérdida” importante para un “campo” que nunca ha ganado tan extraordinariamente; ni, del otro lado, es estrictamente cierto que las retenciones sean una medida ampliamente “redistributiva” que vaya a mejorar decisivamente la brutal injusticia social que aún campea en la Argentina. Pero esto último no significa que las retenciones (no, claro, por sí mismas, pero sí en la trama de una política nacional articulada que incluyera muchas otras medidas) no podrían y deberían contribuir a esa redistribución. Si la derecha gana la pulseada –también, y quizá sobre todo, la pulseada “ideológico-cultural”–, se habrá creado un peligroso antecedente de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía distributiva, y esto impediría, o al menos obstaculizaría gravemente, que este gobierno (si es que en algún momento reorienta sus opciones estratégicas) o cualquier otro gobierno futuro, sí utilizara las retenciones y/u otras medidas semejantes con fines redistributivos. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, una parte nada despreciable de la sociedad argentina habrá completado un enorme e integral giro a la derecha del cual difícilmente habrá retorno. De nuevo: ante la ausencia actual de esas masas “movilizadas” a favor de otro modelo (y de alguien que quiera y pueda movilizarlas en una dirección que no sea puramente “defensiva”) la situación obliga, a todo el que sienta una mínima responsabilidad ante aquella sociedad, a sentar con la mayor nitidez posible una posición. Insistamos: no necesariamente a favor del gobierno –aunque no faltarán los simplificadores que digan que “objetivamente” terminamos beneficiándolo, etcétera: allá ellos, no podemos hacernos cargo de todo lo que se dice–, sino inequívocamente en contra de intentonas que a esta altura ya nadie puede dudar que son intencionalmente o no (pero más bien sí) “desestabilizadoras”, “golpistas”, “reaccionarias” o como se las quiera llamar. Los “golpes”, se sabe también, ya no son hechos con tanques e infantería, pero no por eso han caducado en la noche de los tiempos: la especulación económica, la insidia mediática de las medias verdades y las enteras mentiras, la corrupción verbal de los epítetos clasistas y racistas (se ha llegado al límite de esa corrupción verbal, y por lo tanto conceptual, cuestionándole a algún personaje –probablemente cuestionable por otras razones- que su uso del epíteto blanco es “discriminatorio”: es casi como decir que un esclavo negro que insulta a su amo lo está ¡discriminando!), la confusión conciente de la parte con el todo –sea a favor o en contra del gobierno o del “campo”– suelen tener un efecto más lento pero incomparablemente más profundo que los mucho más visibles uniformes con charreteras. El gobierno deberá tomar cuidadosa nota de las “novedades” que se han producido. Y también, y sobre todo, deberemos hacerlo nosotros, los que –sin ser totalmente o siquiera en parte “pro-gobierno”– no tenemos derecho a equivocarnos sobre dónde está el peligro mayor. Sobre dónde estará: porque esto tregua o impasse o compás de espera, o como se quiera llamarlo– recién empieza.
Publicado en la edición digital de Confines
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