11 mayo 2009

Horacio González/ Reflexión: Calificaciones

Calificaciones


Por Horacio González


para La Tecl@ Eñe


Nada más inocente que el boletín de calificaciones, si lo reencontramos en alguna búsqueda impalpable en lo que se ha sepultado de nuestros recuerdos infantiles. Las notas de desempeño surgían con un aire de santidad inapelable. Había que subirlas si eran bajas y cuidar las altas, que intervenían pródigamente en la formación del promedio. La cifra matemática maravillosamente simple que gobernaba nuestro aprendizaje, tenía consecuencias supremas que no hubiéramos sabido valorar atinadamente. Se trataba del mundo de juicios en que se nos sumergía, con su signo de superaciones –el alumno de diez- y sus hados punitivos –el que no pasaba de grado, el réprobo que no había superado la sublime barrera de enjuiciamientos y expedientes que yacían en el misterioso escritorio de la maestra.
Descontemos las astucias del que buscaba nota, del que escapaba con artes de apostador al veredicto mortal de un cero o de un uno –notas igualmente escarnecedoras- o del que realmente se presentaba ante nuestro admirado ludibrio como un tragalibros. La nota, la calificación, nos ponía en un cuadro operado por el destino, por los dioses ocultos de la fama, la vindicta o la reprobación. Esa fue la pedagogía sentenciosa que nos enseñaba que nuestros actos estaban sometidos a un catálogo de valoraciones cuya lógica final no era comprensible pero tampoco era necesario investigarla. Estaba ahí, tendida en el mundo, como el pan, los pirulines o los tinteros de cerámica que, con solo esperar una posibilidad nada remota de derrame, eran un estado real de turbia amenaza ante nuestros guardapolvos blancos.
¿Realmente es necesario escapar del enjuiciamiento? Artaud imaginó situaciones como ésas, la posibilidad de omitirnos del enjuiciamiento, algo que ni parece fácil –de hecho, la obra de Artaud está justificada por esa sorprendente imposibilidad- ni deja de provocar reflexiones literarias y morales teñidas de escepticismo. Por ejemplo, toda la obra de Borges intenta solucionar con una conjetura escéptica lo que Artaud pone como apertura hacia una locura redentora. Borges solía decir que en años de profesor de literatura inglesa apenas bochó a “dos alumnos” para lanzarse luego a trazar un panorama escandaloso de la imposibilidad del juicio. Por último, resolvía esta angustia al dejarse caer en una resignada ética personal: “sin embargo hay que castigar”, frase con la que condescendió a decir una palabra reprobatoria en la época del juicio a las juntas militares.
He pensado mucho sobre estos temas, ya al borde del fin de mi larga ya jornada de profesor. A nadie he bochado, siquiera notas bajas figuraron en mi cartera de eventualidades pedagógicas. No he sido un buen profesor; sí alguien que ocasionalmente fue elogiado por alguna de sus clases. No servía al sentimiento formativo de que el obstáculo es el otro que se presenta en un aceptable camino de rendimientos. No forjé la idea de escollo, emanada de un “no saber” que debía ser evaluado. Las evaluaciones formaron así parte de una indulgente negativa a calificar, aunque en mi caso en nombre de un llamado a la autoresponsabilidad. Enseñar –pensé- solo era suscitar por algún trabajo de parto, de sugestión clásica, la emergencia pública de algo que ya se sabía pero no atinaba a dársele forma.
Sin embargo, al rechazar así los amables signos de coersión educativa fui apenas un conferenciante, no un profesor. Con Artaud o con la desistencia borgeana a “otorgar premios y castigos”, no podía producir nada recordable en términos de aprendizajes situados, profesionales y efectivos. El Estado me ha pagado y yo hice eso. ¡Espero que esta confesión no perjudique el modo en que seré evaluado jubilatoriamente! No comprendí lo que con los años termina agradeciéndose. El rogorismo presente es visto con melancolía dadivosa por el futuro adulto responsable. En el “oficio humano” siempre se entiende tardíamente, es decir, con mayor profundidad, la “letra” engarzada en una obligación, cuyo extremo obvio es la “sangre”. La edad libertaria la rechaza y en la senectude suele mirársela como la necesaria aspereza de un tránsito existencial.
Pero a pesar de todo pienso que vivimos evaluando, solo que sin grillas ni cartapacios. Evaluamos en la imaginación informe de nuestros pensamientos secretos, y a veces, en noches de walpurgis de nuestra conciencia anómala. Ahí debemos tomar –quizás- una decisión fatal revelando que no estábamos excentos de los fallos de tasación de vidas, aplicando alguna norma a un condenado. Demostramos así que también había fracasado nuestra voluntad de omitirnos del “juicio de dios” en las aulas, pues estábamos provocándolo luego en los ambientes donde la realidad muestra su peso fatal. Así, se nos propone otra tarea. Ser “hombres justos” en círculos en los que habita la clasificación dura de las vidas. ¿Pero hay una instancia suprema que justifique esos jucios que no sean las meras normas de un mundo administrado?
Cuando se juzga el desempeño de un jugador de fútbol, los diarios del lunes son muy estrictos. Seis puntos puede lograr un Riquelme, aún habiendo jugado bien. Las notas que entrañan fuertes exigencias de rendimiento, hoy pueden interpretarse como un arco que va desde los ámbitos más condescendientes (en la Universidad, por ejemplo, y dentro de ellas, con mayor severidad en facultades de ciencias exactas que en las de humanidades), y progresivamente se van incrementando en los mundos laborales comunes, hasta ascender descarnadamente en los horizontes artísticos que reclaman lo recto absoluto del cuidado de sí, la danza, la ópera, la música que decide sus valores últimos en gloriosos virtuosismos.
Frente a ello, mejor colaborar –ahora reparo que no lo hice-, con lo que finalmente debe enseñar el enseñante. Esto es, que hay fuerzas implacables fuera de nuestra conciencia pedagógica. Debemos prepararnos frente al acoso del leviathan, de las meritocracias modernas o de los reclamos de eficiencia yoística. ¿Qué otra cosa debe enseñarse? Cuando un alumno protesta por la “baja nota”, en ese pequeño mercado del juicio, se presenta lo que la condición estudiantil está pidiendo. Ser juzgada o adjetivada y luego fundar el propio tribunal que funda el sí-mismo combatiente: ese sentimiento de que los sentimientos profundos brotan de algo que no es, hablando propiamente, un acto de conocimiento, sino algo más lóbrego y vigoroso, lo que perseguimos eternamente –mientras dure nuestra vida- respecto al arte de saber qué merecimos, qué logramos, qué agenciamos, qué parte de nuestros destinos trazaban, en las arcaicas calificaciones del boletín de cartón de nuestra escuela de barrio. Yo, señor, no he colaborado en esta misión.

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