05 septiembre 2008

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Un pollo todos los domingos *

Por Guillermo Piro

¿Alguien recuerda todavía aquello de “estar en situación en la época”, aquello de que cada palabra tiene ecos? Sartre consideraba a Flaubert uno de los responsables de la represión que siguió a la Comuna, porque sencillamente no había escrito una sola línea para impedirla. Sin advertirme tendencias sartreanas más feroces que las de muchos, e incluso inferiores a las de varios, admito que tal afirmación de Sartre me resulta tentadora por lo justa.
La “culpabilidad” de Flaubert viene a cuento a raíz de los últimos acontecimientos y la participación de algunos escritores no ya en un debate inexistente, no ya en un reclamo imposible de cumplir o en la revisión de ciertos síntomas de la clase media porteña –clase a la que, por otra parte, todos los escritores pertenecen, o de la cual, más bien, son la cristalización más transparente– sino en la exigencia ciega, desesperada y maníaca de que no se recorten las pensiones vitalicias del premio municipal.
Los escritores y los campesinos tienen mucho en común. Enrique IV decía que los campesinos todo lo que quieren es tener un pollo en la mesa todos los domingos. Los escritores también quieren eso. Como los campesinos a veces ni siquiera son lo bastante sabios como para quedarse callados. Así como los campesinos tienen hijos para que cuando sean grandes los mantengan, los escritores escriben libros. Y alimentan sin parar una larga serie de equívocos: son convencionales y falsos como los campesinos que aparecen en las novelas de la vieja George Sand. Presidiarios inocentes, desgraciados retóricos, se muestran a sí mismos agotados por la fatiga de escribir, las manos en el teclado, mirando vagamente un monitor con las pupilas muertas. Hay que decirlo de una vez: el escritor reventando de necesidad, aullando de miseria inclinado sobre el escritorio, no existe. Sostener que es feliz resulta injusto, porque es cierto que para mantenerse es probable que necesite trabajar, o al menos robar, lo que es una manera de trabajar también. Pero coloquen enfrente de ese hombre o mujer que posee una casa o la alquila, que muchas veces tiene la compañía de un gato o un perro, que cosecha flores de su jardín, a cualquiera de los miserables que habitan las ciudades, esos afligidos vómitos incoercibles que literalmente no tienen donde caerse muertos. Por más desgraciado que sea el escritor, por lo menos escribe en su casa o en su estudio, se reconforta cada tanto con un inocente vino falsificado, la suciedad que lo rodea proviene de sus propias tripas o de las tripas de sus propios animales, y cuando vuelve a su vivienda abre las ventanas para que entre el aire y aspira las tonificantes brisas de la noche. En resumen: los escritores no son dignos de lástima cuando se compara su vida con la de los miles de indigentes que viven con nosotros y con la mayor parte de los obreros y empleados de las ciudades. Pero los escritores están hechos para comprender románticamente a sus hermanos, a sus parientes de establo. ¿Qué es un escritor? Un escritor no es más que un hombre o una mujer dotado de una recomendable habilidad en los dedos y de cierta agilidad en los ojos; el concepto del escritor como el mártir desconocido de una sociedad ingrata es completamente falso. Si son útiles, su utilidad reside justamente en su absoluta inutilidad. La literatura no sirve para nada, y es justamente eso lo que la hace tiernamente indispensable.
Dejando de lado esa utilidad dudosa, de la que los escritores no dudan, aunque el comienzo del 2002 dejó bien claro cuáles son los métodos a través de los cuales se consiguen cosas, los escritores siguen confiando en la recolección de firmas. En esos días una lluvia negra de e-mails las cosechaba exigiendo el no recorte de las pensiones vitalicias. Prototipo caricaturesco de la clase media, más clase media que la media, es decir, esa clase abyecta que todos conocemos, porque provenimos de allí, que ayer mismo volvió a invadir las calles pidiendo la apertura del corralito, aunque el precio –esto no lo dicen en vos alta– sea que nos gobierne Massera o Seineldín, no importa, incluso podría ser algo peor, Astíz, si está disponible, cualquiera que haga lo imposible, abrir el corral para que salgan las gallinas, no recurrieron a la cosecha de firmas para pedir la renuncia de un presidente que ellos mismos votaron y que era tan autista como ellos, ni para frenar la composición de un gabinete que día a día se parecía cada vez más a una asociación ilícita, ni para frenar la represión en la Plaza de Mayo, o en el Congreso, ni para llorar a los muertos o a los “chupados” de Rosario, ni para lamerle las heridas a los heridos. Hay que cuidar el bolsillo, señores, después de todo somos escritores, y a los escritores nos encanta comer pollo todos los domingos. Poco importa que un escritor que recibe el premio municipal no sea otra cosa que un ñoqui, alguien que todos los meses pasa por el cajero para cobrar un dinero a cambio de no hacer absolutamente nada. Poco importa lo que pase afuera, poco importa que sientan soplar en el cuello el aliento de la gran masa humana que hoy lo vigila y cuya fuerza es como la de ese revolver que con sólo desenfundarlo permite obtener lo que uno quiere. Hoy ni siquiera haría falta desenfundarlo: todos saben que existe. Pero ese revolver todo lo que quiere es que le abran el corralito, nada más. Y los escritores, todo lo que quieren, es comer pollo todos los domingos.
¿Esos son los autores argentinos que se obstinan tanto en promover LiterAr, planeando torturar a los chicos de las escuelas para “formar futuros lectores”? Probablemente los inventores de ese engendro se olvidan de algo fundamental, dejaron la escuela hace mucho: todo, todo lo que se aprende en la escuela está condenado a ser odiado, porque se lee por obligación; uno se hace lector “a pesar” de la escuela, no gracias a ella; en todo caso un buen modo de promover la “buena” literatura argentina sería ayudándoles a los chicos a que odien la “mala” literatura, enseñándoselas en la escuela. Hay bibliografía al menos para veinte generaciones. Aquellos chicos, cuando crezcan, pensando en los escritores argentinos de comienzos del 2002, pertenecientes a la clase media más denigrante y abyecta de la historia, ni siquiera podrán repetir aquellas palabras de Camus, “eran hombres que fornicaban y leían periódicos”. Probablemente forniquen, pero es indudable que los periódicos no los leen. Escriben en ellos, pero no los leen. Son así, desprecian las paradojas, pero las hacen. Desprecian los argumentos sencillos, pero los emplean. Aman la literatura, pero en realidad la odian.
Pero al menos los escritores les han enseñado a los chicos dos cosas que sería bueno que no olviden. Una: eso es lo que sucede cuando no se presta atención a lo que pasa alrededor; mientras el país se derrumbaba, mientras todo se hundía, ellos no pensaban en los que morían, de hambre o de balas. Pensaban en la guita, como cualquier vieja copetuda de Barrio Norte que este año no puede ir a veranear a Río de Janeiro; su única preocupación en momentos de crisis terminal, crónica, final, era que no le sacaran su sueldito de ñoqui. Dos: los escritores todo lo que quieren es comer pollo todos los domingos. Que sirva de lección a los chicos.
*El presente texto fue escrito en 2002

1 comentario:

  1. Eh, pero sacale el número de caracteres, que quedó al final!

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