(para no dejar de Ser)
Por Claudio Díaz
(para La Tecl@ Eñe )
En este “nuevo mundo” envasado al vacío total, la humanidad ha ingresado a una etapa donde la vida aparece digitada desde las pantallas de la comunicación. Una sucesión de imágenes truncas, una especie de zapping publicitario donde todo vale pero a su vez casi nada tiene valor. Verdadero escenario de decadencia que lleva a preguntarnos si será posible construir otro tipo de existencia que no sea la que pretende modelar esta elite que ha decidido codificar la libertad, el amor, la virtud, los sentimientos más puros de la persona.
Ya no vivimos en el mundo que leíamos en los libros y manuales escolares, cuando calcábamos, con prolijidad, los mapas, y dibujábamos las fronteras entre los países, que coloreábamos con diferentes pinturitas. En el horno de las corporaciones transnacionales se empezaron a fundir los estados nacionales y surgen bloques geopolítico-económicos que borran los límites de nuestros hogares comunes. La globalización avasalladora, vehiculizada por esta verdadera sinarquía multimedia, produce disciplinamiento colectivo y uniformización cultural.
La moda, los códigos y lenguajes, los usos de consumo, las tecnologías coexisten en todos los puntos del globo: la globalización, claro. Casi que se puede oír la misma canción o engullir similar comida chatarra en puntos del planeta muy distantes entre sí. No es extraño, entonces, que en estos momentos surja, casi con desesperación, la pregunta por la identidad, la sed del ser, del recorte particular.
Diferenciarse y ser uno, pero no tanto como para quedar afuera. Parecerse y ser como todos, pero no tanto como para ser transparentes. ¿Cómo saber quién se es si uno es igual a todo el mundo? ¿Cómo recortar una identidad propia que a uno lo distinga del resto del mundo pero que, al mismo tiempo, lo mantenga cerca de los que son sus iguales? ¿Cómo diferenciarse y cómo ser igual?
Teníamos a la identidad nacional como indicador confiable de filiación a una matriz que nos comprende y nos contiene en raza y tradición, un determinismo histórico, una “imposición del destino” que nos lleva a ser como somos y nos impulsa a ser lo que debamos ser porque ya estamos condicionados por un origen y un común destino que nos aguarda a futuro, aunque sabiendo que venimos desde el fondo de UNA historia.
Pero los detentadores del poder trabajan para que esos valores comunes se pierdan. No nos dejan Ser. Y esto es lo primero que tenemos que reconocer para saber hacia dónde vamos. Ejercicio que implica aceptar que no vamos a poder construir nuestro mañana si no ahondamos en el ayer y en el hoy, y si dejamos de atender lo que nos corresponde como modelo propio de vida. Un país no es solamente una coyuntura económica. Un país es un proyecto cotidiano.
Por eso, y a contramano de lo que impulsan los concesionarios de la cultura, hay que pensar la historia en bloque y no en retazos. Como lo que es: una continuidad. Engarzando cada eslabón hasta formar la cadena. Porque nos enseñan a pensar los procesos históricos en miniatura. No se puede entender 1976 sin antes saber qué fue 1955. Que es lo que pasa con las nuevas generaciones, que “creen” que el drama nacional nació con Videla y Martínez de Hoz.
En igual sentido, no se puede entender a, por ejemplo, un Menem sin antes saber quién fue Sarmiento, más allá de que al prócer liberal se le quiera reconocer su apuesta por la educación (aunque pocas veces se recuerda que la instrucción que auspiciaba tenía una clara direccionalidad ideológico-cultural ahistórica porque no se asentaba sobre la matriz territorial. Por ello fue a contratar maestras a los Estados Unidos, para que enseñaran inglés y de paso atenuaran el predominio católico con sus creencias y prácticas protestantes).
Si los argentinos, sobre todo sus “capas medias”, llegaran a tomar nota de que la historia de un pueblo es la sucesión de búsquedas, logros y frustraciones para Ser, tal vez comprenderían que el proyecto de convertir a la Argentina en un terreno colonial es el mismo que se viene dando –con breves interrupciones- desde mediados del 1800, tras el triunfo del bando (o mejor dicho: de la banda…) de los unitarios.
Hay un intento permanente por disminuirnos, por hacernos creer que somos una “cagadita” que no le interesa a nadie. Política auspiciada desde afuera pero muy bien aceptada aquí adentro, como todo producto importado que seduce y sensibiliza a esas capas medias. ¿Qué es eso de creernos el ombligo del mundo cuando nadie se fija en nosotros? Esto nos lo vienen diciendo desde hace rato. Pero será así realmente?
¿Por qué, entonces, los poderes mundiales se preocupan tanto de nuestra existencia? ¿Por qué Churchill abre y cierra el momento más importante de la Argentina del siglo XX -es decir: los prolegómenos de 1945 y el capítulo final de 1955- con sentencias tan drásticas…? Vamos a recordarlas, por si acaso: “No dejen que Argentina se convierte en potencia. Arrastrará con ella a toda América Latina” (en Yalta, febrero de 1945). “La caída de Perón es el acontecimiento más importante para Gran Bretaña después de la victoria lograda en la Segunda Guerra” (en la Cámara de los Comunes, noviembre de 1955).
Si insistiéramos por este camino, ¿por qué una delegada del poder mundial como Jeanne Kirkpatrick (ex embajadora de Ronald Ragan ante la ONU), elaboró un ensayo sobre la “peligrosidad” que constituye el peronismo cuando presentó su tesis final para recibirse de politóloga en la Universidad de Maryland? ¿Por qué si el peronismo, y por extensión la Argentina, no le interesan a nadie, otra representente de esos intereses, Condoleeza Rice, pronunció en 2005 un discurso en Naciones Unidas el que remarcó que el inconveniente que presenta Iberoamérica es el tipo de populismo que prohijó el peronismo?
Vamos a dar por aceptado (aunque a muchos no nos guste exhibir esa actitud vanidosa) que es verdad que nos creemos el ombligo del mundo. Lo que habría que preguntarse es si la fanfarronería criolla, esa soberbia patriotera que nos sale por los poros de la piel, no será culpa de Borges, Cortázar y Piazzolla, de Maradona, Fangio y Monzón. Teniendo tipos así cualquiera se la puede creer, ¿no? Pero hay más. Uno también se interroga si la excesiva consideración que tenemos por nosotros mismos, políticamente hablando, no tendrá que ver con el hecho de que -no se sabe cómo miércoles pudo haber sucedido aquí, en el trasero del mundo- hayan nacido con diferencia de apenas 30 años Perón, Evita y el Che? Es mucho, ¿no? Encima, y salvando las distancias (pero salvándolas por muchos miles de kilómetros, ¡eh!) en el último lustro apareció un matrimonio que se las arregló para repartirse el poder. ¡Estos argentinos egocéntricos siempre tienen algo nuevo a mano para sorprender al mundo!
En todo caso sería bueno atender las reflexiones de un hombre de nuestra cultura, Abel Posse, al que nadie puede tachar de nacionalista egocéntrico. Las plantea en un libro interesantísimo acerca de la indocilidad de la Argentina para aceptar un papel subordinado en la historia de la humanidad, aun siendo muy joven como pueblo. El que fuera embajador en España hasta 2004 enumera lo que son verdaderos hitos de una conducta atípica para un país al que las potencias centrales habían programado para la dependencia.
Con permiso de Don Posse, entonces, reproducimos un fragmento de La santa locura de los argentinos (Emecé, 2006) que ilustra mucho mejor que nuestras palabras: “Lo cierto es que la rebeldía es la constante de nuestra historia. Es como una determinación genética: revolución e independencia que fueron no sólo un alzamiento contra España sino contra el orden mundial instaurado por Metternich y Talleyrand en el Congreso de Viena (1815, la Santa Alianza). Después las guerras de la independencia encabezadas por aquellos genios militares que fueron Bolívar y San Martín, considerados dos meros rebeldes con la cabeza puesta a precio por Europa (…). Más tarde Roca, expulsando al nuncio apostólico por haber opinado sobre nuestra de ley de enseñanza laica y obligatoria. Luego, con Irigoyen, un neutralismo justo y valiente pese a las presiones de los bien pensantes del mundo ‘civilizado’. Esta conducta la repiten en la Segunda Guerra Mundial los conservadores y los militares de la revolución del 43. Dos años después, cuando los Estados Unidos emergen como la superpotencia de Occidente, lanzamos el Braden o Perón. Y nos enfrentamos a la opinión mundial rompiendo el boicot contra España. Regalamos cereal cuando los bien pensantes de Occidente pretendían castigar a Franco, por su alianza con los nazis, hambreando al pueblo español (…) Décadas después, esa misma pasión por la independencia llevaría a un ministro ultraconservador de un gobierno militar a no plegarse al boicot cerealero contra la Unión Soviética (…)”.
Perdidos en un rincón austral del mundo, casi siempre a contramano y a contrapelo de todo, pues aquí seguimos. Con la obstinada manía de patalear cuando los espantapájaros del Nuevo Orden Mundial quieren venir a mandarnos como si fuésemos súbditos suyos. ¿No está bueno que seamos así…? Es decir: muchas veces ingenuos y confiados, pero luego indómitos… Porque queremos ser. Contra todo y contra todos.
Scalabrini Ortiz lo dijo con poesía: “¡Creer…! He allí toda la magia de la vida. Luchar por un alto fin es el goce mayor que se ofrece a la perspectiva del hombre. Luchar es, en cierta manera, sinónimo de vivir: se lucha con la gleba para extraer un puñado de trigo. Se lucha con el mar para transportar de un lado a otro del planeta mercaderías y ansiedades. Se lucha con la pluma. Se lucha con la espada. El que no lucha se estanca como el agua. Y el que se estanca, se pudre”.
Claudio Díaz
Agosto de 2009
Ya no vivimos en el mundo que leíamos en los libros y manuales escolares, cuando calcábamos, con prolijidad, los mapas, y dibujábamos las fronteras entre los países, que coloreábamos con diferentes pinturitas. En el horno de las corporaciones transnacionales se empezaron a fundir los estados nacionales y surgen bloques geopolítico-económicos que borran los límites de nuestros hogares comunes. La globalización avasalladora, vehiculizada por esta verdadera sinarquía multimedia, produce disciplinamiento colectivo y uniformización cultural.
La moda, los códigos y lenguajes, los usos de consumo, las tecnologías coexisten en todos los puntos del globo: la globalización, claro. Casi que se puede oír la misma canción o engullir similar comida chatarra en puntos del planeta muy distantes entre sí. No es extraño, entonces, que en estos momentos surja, casi con desesperación, la pregunta por la identidad, la sed del ser, del recorte particular.
Diferenciarse y ser uno, pero no tanto como para quedar afuera. Parecerse y ser como todos, pero no tanto como para ser transparentes. ¿Cómo saber quién se es si uno es igual a todo el mundo? ¿Cómo recortar una identidad propia que a uno lo distinga del resto del mundo pero que, al mismo tiempo, lo mantenga cerca de los que son sus iguales? ¿Cómo diferenciarse y cómo ser igual?
Teníamos a la identidad nacional como indicador confiable de filiación a una matriz que nos comprende y nos contiene en raza y tradición, un determinismo histórico, una “imposición del destino” que nos lleva a ser como somos y nos impulsa a ser lo que debamos ser porque ya estamos condicionados por un origen y un común destino que nos aguarda a futuro, aunque sabiendo que venimos desde el fondo de UNA historia.
Pero los detentadores del poder trabajan para que esos valores comunes se pierdan. No nos dejan Ser. Y esto es lo primero que tenemos que reconocer para saber hacia dónde vamos. Ejercicio que implica aceptar que no vamos a poder construir nuestro mañana si no ahondamos en el ayer y en el hoy, y si dejamos de atender lo que nos corresponde como modelo propio de vida. Un país no es solamente una coyuntura económica. Un país es un proyecto cotidiano.
Por eso, y a contramano de lo que impulsan los concesionarios de la cultura, hay que pensar la historia en bloque y no en retazos. Como lo que es: una continuidad. Engarzando cada eslabón hasta formar la cadena. Porque nos enseñan a pensar los procesos históricos en miniatura. No se puede entender 1976 sin antes saber qué fue 1955. Que es lo que pasa con las nuevas generaciones, que “creen” que el drama nacional nació con Videla y Martínez de Hoz.
En igual sentido, no se puede entender a, por ejemplo, un Menem sin antes saber quién fue Sarmiento, más allá de que al prócer liberal se le quiera reconocer su apuesta por la educación (aunque pocas veces se recuerda que la instrucción que auspiciaba tenía una clara direccionalidad ideológico-cultural ahistórica porque no se asentaba sobre la matriz territorial. Por ello fue a contratar maestras a los Estados Unidos, para que enseñaran inglés y de paso atenuaran el predominio católico con sus creencias y prácticas protestantes).
Si los argentinos, sobre todo sus “capas medias”, llegaran a tomar nota de que la historia de un pueblo es la sucesión de búsquedas, logros y frustraciones para Ser, tal vez comprenderían que el proyecto de convertir a la Argentina en un terreno colonial es el mismo que se viene dando –con breves interrupciones- desde mediados del 1800, tras el triunfo del bando (o mejor dicho: de la banda…) de los unitarios.
Hay un intento permanente por disminuirnos, por hacernos creer que somos una “cagadita” que no le interesa a nadie. Política auspiciada desde afuera pero muy bien aceptada aquí adentro, como todo producto importado que seduce y sensibiliza a esas capas medias. ¿Qué es eso de creernos el ombligo del mundo cuando nadie se fija en nosotros? Esto nos lo vienen diciendo desde hace rato. Pero será así realmente?
¿Por qué, entonces, los poderes mundiales se preocupan tanto de nuestra existencia? ¿Por qué Churchill abre y cierra el momento más importante de la Argentina del siglo XX -es decir: los prolegómenos de 1945 y el capítulo final de 1955- con sentencias tan drásticas…? Vamos a recordarlas, por si acaso: “No dejen que Argentina se convierte en potencia. Arrastrará con ella a toda América Latina” (en Yalta, febrero de 1945). “La caída de Perón es el acontecimiento más importante para Gran Bretaña después de la victoria lograda en la Segunda Guerra” (en la Cámara de los Comunes, noviembre de 1955).
Si insistiéramos por este camino, ¿por qué una delegada del poder mundial como Jeanne Kirkpatrick (ex embajadora de Ronald Ragan ante la ONU), elaboró un ensayo sobre la “peligrosidad” que constituye el peronismo cuando presentó su tesis final para recibirse de politóloga en la Universidad de Maryland? ¿Por qué si el peronismo, y por extensión la Argentina, no le interesan a nadie, otra representente de esos intereses, Condoleeza Rice, pronunció en 2005 un discurso en Naciones Unidas el que remarcó que el inconveniente que presenta Iberoamérica es el tipo de populismo que prohijó el peronismo?
Vamos a dar por aceptado (aunque a muchos no nos guste exhibir esa actitud vanidosa) que es verdad que nos creemos el ombligo del mundo. Lo que habría que preguntarse es si la fanfarronería criolla, esa soberbia patriotera que nos sale por los poros de la piel, no será culpa de Borges, Cortázar y Piazzolla, de Maradona, Fangio y Monzón. Teniendo tipos así cualquiera se la puede creer, ¿no? Pero hay más. Uno también se interroga si la excesiva consideración que tenemos por nosotros mismos, políticamente hablando, no tendrá que ver con el hecho de que -no se sabe cómo miércoles pudo haber sucedido aquí, en el trasero del mundo- hayan nacido con diferencia de apenas 30 años Perón, Evita y el Che? Es mucho, ¿no? Encima, y salvando las distancias (pero salvándolas por muchos miles de kilómetros, ¡eh!) en el último lustro apareció un matrimonio que se las arregló para repartirse el poder. ¡Estos argentinos egocéntricos siempre tienen algo nuevo a mano para sorprender al mundo!
En todo caso sería bueno atender las reflexiones de un hombre de nuestra cultura, Abel Posse, al que nadie puede tachar de nacionalista egocéntrico. Las plantea en un libro interesantísimo acerca de la indocilidad de la Argentina para aceptar un papel subordinado en la historia de la humanidad, aun siendo muy joven como pueblo. El que fuera embajador en España hasta 2004 enumera lo que son verdaderos hitos de una conducta atípica para un país al que las potencias centrales habían programado para la dependencia.
Con permiso de Don Posse, entonces, reproducimos un fragmento de La santa locura de los argentinos (Emecé, 2006) que ilustra mucho mejor que nuestras palabras: “Lo cierto es que la rebeldía es la constante de nuestra historia. Es como una determinación genética: revolución e independencia que fueron no sólo un alzamiento contra España sino contra el orden mundial instaurado por Metternich y Talleyrand en el Congreso de Viena (1815, la Santa Alianza). Después las guerras de la independencia encabezadas por aquellos genios militares que fueron Bolívar y San Martín, considerados dos meros rebeldes con la cabeza puesta a precio por Europa (…). Más tarde Roca, expulsando al nuncio apostólico por haber opinado sobre nuestra de ley de enseñanza laica y obligatoria. Luego, con Irigoyen, un neutralismo justo y valiente pese a las presiones de los bien pensantes del mundo ‘civilizado’. Esta conducta la repiten en la Segunda Guerra Mundial los conservadores y los militares de la revolución del 43. Dos años después, cuando los Estados Unidos emergen como la superpotencia de Occidente, lanzamos el Braden o Perón. Y nos enfrentamos a la opinión mundial rompiendo el boicot contra España. Regalamos cereal cuando los bien pensantes de Occidente pretendían castigar a Franco, por su alianza con los nazis, hambreando al pueblo español (…) Décadas después, esa misma pasión por la independencia llevaría a un ministro ultraconservador de un gobierno militar a no plegarse al boicot cerealero contra la Unión Soviética (…)”.
Perdidos en un rincón austral del mundo, casi siempre a contramano y a contrapelo de todo, pues aquí seguimos. Con la obstinada manía de patalear cuando los espantapájaros del Nuevo Orden Mundial quieren venir a mandarnos como si fuésemos súbditos suyos. ¿No está bueno que seamos así…? Es decir: muchas veces ingenuos y confiados, pero luego indómitos… Porque queremos ser. Contra todo y contra todos.
Scalabrini Ortiz lo dijo con poesía: “¡Creer…! He allí toda la magia de la vida. Luchar por un alto fin es el goce mayor que se ofrece a la perspectiva del hombre. Luchar es, en cierta manera, sinónimo de vivir: se lucha con la gleba para extraer un puñado de trigo. Se lucha con el mar para transportar de un lado a otro del planeta mercaderías y ansiedades. Se lucha con la pluma. Se lucha con la espada. El que no lucha se estanca como el agua. Y el que se estanca, se pudre”.
Claudio Díaz
Agosto de 2009