07 septiembre 2009

El Estado y sus relatos/ Todo lo que pidas/Sebastián Olaso

Todo lo que pidas


Por Sebastián Olaso


(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Aimée Zito Lema



Y todo lo que pidáis en oración, creyendo, lo recibiréis.
Mateo 21,22



Esa mañana de abril me desperté como tantas veces en aquellos tiempos, concentrado en los nuevos poderes que mi cuerpo adolescente se empecinaba en ofrecerme. O en imponerme. Y quizás esa mañana era una de las más indicadas para elucubrar acerca del poder, acerca de si mi cuerpo se estaba volviendo poderoso o de si algo poderoso estaba esclavizando mi cuerpo, apoderándose de mí, a la vez que me convencía de que el portador del poder era yo.
Pero no fue posible.
Mi padre entró a la habitación con el diario en la mano, y no pude escuchar lo que me decía: la radio, con un volumen considerablemente alto, me aturdió desde la cocina. La cara desencajada de mi padre, presa de una euforia que nunca más demostró, fue más que elocuente. Yo no sabía qué había pasado, qué estaba pasando, pero no me quedaron dudas de que se trataba de algo importante.
Y claro que era importante: Habíamos vencido al imperialismo británico. Eso decía el discurso oficial. Para nuestros gobernantes de turno no era necesario haber vencido nada, alcanzaba con hacernos creer en su ficción. Y eso fue sólo el comienzo: Muchos argentinos comenzamos a repetir como loros lo que se nos indicaba que repitiéramos. No sabíamos muy bien qué decíamos y no contábamos con la información adecuada: Como se supo apenas dos meses más tarde, los famosos comunicados eran ficcionales, manipulatorios, perversos. Pero mientras tanto, había millones de argentinos felices explicando que después de, en ese entonces, seis años de sangre, la dictadura se había redimido con un acto revolucionario, descomunalmente revolucionario, como pocas veces se había visto en la historia de la humanidad. Que los argentinos habíamos demostrado que teníamos fuerza y dignidad, que éramos soberanos, valientes, implacables. Que a partir de ahora, ya nadie nos subestimaría, finalmente seríamos reconocidos con justicia: como una nación con mayúsculas que merece el respeto, la consideración y la admiración de todo el mundo.
No fue necesario esperar demasiado para que la ficción no soportara su propio peso y la realidad nos fuera arrastrando hacia un agujero negro, con barcos hundidos, comunicados falsos, fervor popular por la violencia y la muerte, visita del papa y una rendición incomprensible para los ciudadanos confundidos. Sin embargo, recordemos, los gobernantes insistían en continuar con el desarrollo de la ficción. Los gobernantes indicaban y nosotros, una vez más, repetíamos, convencidos, que no había habido fallas en nuestra grandeza. Que había intereses de por medio, intereses extranjeros, que debían unirse (de a uno no iban a poder contra nosotros) para combatirnos. Estábamos dentro de un pequeño teatro de cartón, la República, aprendiendo de memoria los argumentos que los dictadores, devenidos en dramaturgos aficionados pero con un buen acceso a los medios, habían escrito para nosotros. Entonces, sin saber que estábamos en medio de una campaña publicitaria dirigida a nosotros mismos, fuimos actores y público a la vez, y postulábamos que había intereses extranjeros empecinados en que un gobierno como el que teníamos, devaluado ante los ojos del mundo por cuestiones que no comprendíamos, siguiera devaluado. O que eran los otros los que no comprendían y devaluaban injustamente al gobierno a partir de la ignorancia.
El empeño ficcional de la dictadura, además de crear un discurso ficcional, creaba ficciones a partir del silencio. A partir del vacío. A partir de la desaparición de ciudadanos, fundamentalmente (de más está decirlo) y también a partir de la desaparición de documentación, de palabras que nombraran lo que debían nombrar. Vivíamos en una ficción, porque los desaparecidos no desaparecieron: el aparato terrorista del Estado se tomó el trabajo de dar uno a uno todos los pasos necesarios para que esto sucediera. Y esto que sucedió se llama asesinato, ejecuciones sin juicio previo, violación de los derechos humanos, crímenes de lesa humanidad, terrorismo de Estado. Sin embargo, todos estos rótulos, que habrían servido para ayudarnos a comprender, desaparecieron también del discurso nacional y con ese vacío se hizo posible la continuidad de la dictadura. Dictadura: palabra que también desapareció, para ser reemplazada por el promisorio y loable lema de proceso de reconstrucción nacional. Promisorio y loable pero ficcional, claro, pero lo de ficcional todavía estaba en discusión.
Pero, en realidad, ¿había tanto fervor a favor de la dictadura? Más o menos. Lo tristemente cierto, lo trágico, lo vergonzosamente imperdonable, es que nos estaban instruyendo para que nos enfervorizáramos. Y no nos sucedió solamente esa vez. Y no nos sucede sólo a los argentinos. Y también es probable que pase mucho tiempo antes de que deje de suceder.
Recordemos el caso de la bomba de Hiroshima. Los estadounidenses jamás negaron el hecho. Pero su discurso ficcional hablaba (y habla, no nos olvidemos de que todavía habla) de un acto heroico que terminó con una guerra sangrienta y que, de paso, con un puñado de cientos de miles de muertos a causa de la bomba evitaron la muy trágica suma de cientos de miles de muertos que habríamos lamentado si la guerra hubiese continuado. El argumento no resiste el menor análisis. Con este discurso intentaron confundir a un mundo que opinaba que se había tratado de un genocidio, de una de las masacres más crueles de la historia. Sin embargo, muchos ciudadanos estadounidenses incorporaron este discurso ficcional del Estado, y por eso sigue vivo. Aunque sólo sea en su propio territorio, el discurso del papel heroico de Estados Unidos en Hiroshima sigue vivo.
Más allá de las diferencias entre una nación y otra, que pueden ser muchas y muy significativas, hay elementos comunes en la construcción del vínculo entre el Estado y los ciudadanos. Este vínculo tiene un primer eslabón, que es el discurso. Pero hay un elemento muy curioso anterior a los funcionarios de cada Estado y a la mirada de cada ciudadano en particular: Hacerse cargo de la tarea de administrar un Estado, de buscar alternativas para resolver los conflictos existentes, de evitar la aparición de conflictos nuevos, de estar atento a las necesidades y ofrecer modos de resolución, tomar esas responsabilidades de servicio social a gran escala, en muchos idiomas, se denomina asumir el poder.
La palabra poder está muy presente en el discurso de todos cuando nos referimos a los representantes de los ciudadanos, a los funcionarios del Estado. ¿Por qué esa palabra, que no se refiere a la función de un representante, ha tomado tal jerarquía? ¿Por qué no se habla de asumir el servicio, de asumir la responsabilidad de la administración o, mejor todavía, de asumir la representación?
Bien. Se trata de un mecanismo lingüístico más, uno como tantos, que evita decir lo que debe ser para decir lo que se pretende que sea. Y en algunos de estos casos, lo que se pretende que sea, para bien o para mal, es lo que termina siendo.
Los estados, gracias al poder que ostentan, más como una profecía autocumplida que como una actividad inherente a su esencia, son los grandes generadores de ficciones. ¿Como los escritores? No. Los escritores tienen un pacto ficcional con los lectores que los estados no tienen con los ciudadanos. Retomo lo que dije en el párrafo anterior y le doy una vuelta de tuerca: los estados se toman la atribución de crear ficciones, pero no revelan el carácter ficcional, no establecen ningún pacto de este tipo con los ciudadanos; simple o complicadamente, por necesidad o por abuso, crean a través de sus discursos ficciones que no asumirán como tales.
Quizás la más representativa de estas ficciones es la que imponen en tiempos previos a una guerra. Y durante. Y después. La guerra, según la ficción del Estado, es necesaria, heroica, salvadora. Quien note un oxímoron en la frase guerra salvadora, se verá en serios problemas: la lucidez atenta contra las ficciones del Estado y no será tolerada.
Quitando del medio el escollo que traen los lúcidos, quedamos los demás. Los que creemos en esas ficciones, los que tenemos la desgracia de ser manipulables. Y a veces, incluso, somos los encargados de hacer realidad la ficción.
Porque esto también sucede. Porque los verdaderos gestores del poder de un poderoso, en algunos casos, son los débiles. Donde manda capitán no manda marinero, dice el grumete. Si lo dijera el capitán, hasta sería comprensible. Pero ¿qué es lo que lleva al grumete a detener al marinero lúcido y de este modo favorecer al capitán? ¿Acaso el capitán se entera de las intenciones del marinero? Tenemos que admitirlo, tenemos que hacernos cargo: La mayoría de las veces, el capitán ni se entera. El grumete se encarga de hacer realidad el poder del capitán. El débil construye el poder del poderoso porque ha sido convencido. ¿Puede un grumete, entonces, allanarle el camino al capitán? Sí que puede. Sin saberlo, sin proponérselo, sin siquiera tener la voluntad de ser ejecutor o cómplice, el grumete puede ser un partícipe necesario. Y es inimputable en la mayoría de los casos, porque ha sido manipulado. Le han vendido pescado podrido. Le han impuesto la ficción.
¿A qué llegamos con esto? A que con las ficciones, los poderosos (y el poderoso por excelencia suele ser el Estado) construyen su poder. A que consiguen quién construya su poder. A que el poder se cimienta en esas ficciones. A que la ilusión de poder deja de ser ilusión si se encuentra un grumete adecuado. A que el discurso ficcional no siempre queda reducido a una locura descabellada, a un delirio, a una utopía, a una expresión de deseos.
El discurso cambia la realidad. La mentira se diluye por la fuerza del discurso. Miente, miente que algo quedará. Cuidado con lo que deseas, que puede hacerse realidad.
Pide, que todo lo que pidas te será dado. Esta frase, con diferencias de forma, está varias veces en la Biblia. Y parece que los estados saben mucho acerca de las escrituras. Sus discursos ficcionales no son otra cosa que pedidos de poder. O pedidos de reafirmación del poder. Confirmaciones de que conservan el poder que asumieron, de que asumimos que el poder lo tienen ellos. No sabemos si, como dice Mateo en la Biblia, se trata de un pedido en oración, creyendo. Quizás sólo sean pedidos ambiciosos, pedidos desesperados.
Como el pedido que hizo la dictadura, en aquel abril, cuando mi padre se sintió parte de un país digno y poderoso. Pero no había ningún poder. Había un pedido de recuperación del poder por parte de un gobierno agonizante.
Y el mecanismo era sencillo o complejo, se puso en marcha por necesidad o por abuso, pero fue un mecanismo discursivo. Pretendían el poder. Imponiendo su ficción, pidieron a los ciudadanos que se lo dieran. Y cuanto pidieron, nosotros dimos.
Sin embargo, lo que nosotros creímos que era poder, era sometimiento. Un sometimiento parecido al que ejercía mi cuerpo sobre mí. La diferencia radica en que un adolescente puede vanagloriarse del poder ilusorio que le otorga su cuerpo mientras lo somete, pero un adulto, mi padre por ejemplo, no perdió jamás la vergüenza del poder ilusorio con que lo había manipulado el Estado en manos de la dictadura.


Poeta

Agosto de 2009