Por Flavio Crescenzi*
(para La Tecl@ Eñe)
"Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las
criaturas que son aplastadas por ellas."
Rabindranath Tagore
Ilustración: Aimée Zito Lema
El Estado, por definición, se erige como absoluto, como verdad insoslayable. El concepto de verdad está ligado, por siglos de ejercicio filosófico, al concepto de razón, aspecto o nota que en su noción se extiende. Todo lo institucional se arroga el derecho a la verdad, amparándose en la razón que le da existencia y en el poder que emplea para perpetuarse como único discurso. El Estado es entonces un discurso de poder, un hiperbólico y colosal relato, historia pura. Pero este relato no admite disidencias y, si lo hace, es por considerar vulnerable al discurso antagonista, al punto de disolverlo en el propio a fuerza de succión. La ficción, supone una toma de distancia de la monumentalidad propuesta por el Estado y sus verdades y razones, se instala como arista subversiva, es alteridad al fin de cuentas. Si entendemos lo ficcional como discurso literario, corremos el riesgo de cristalizarlo hasta volverlo inoperante, pasible de coopción. Aun así, es en la literatura donde encontramos las herramientas para desentrañar este problema. La literatura o, mejor aún, la poesía (asumiendo el sentido abarcativo del término) es un discurso que excede lo meramente decorativo para apropiarse de otros fines, se vuelve estrategia de liberación o arma lingüística, "arma cargada de futuro".
Lo ficcional es invención, por lo tanto, al hablar de ficción, estamos refiriéndonos también al hecho ineludible de que una realidad nueva se ha creado reclamando su lugar definitivo en el campo de lo posible. Desde este punto de vista, toda novela o poema, es un contrarrelato oponiéndose al relato instituido, al relato del Estado como valor totalitario. Está claro que la capacidad revolucionaria del discurso poético perece en su fugacidad, en su constante rizomática, pero también se sabe que su fluir, su ingravidez, es parte activa del vector que la dirige, lo que le permite escabullirse de las redes discursivas del poder y enfrentarlo en un renovado ataque antes de fugarse una vez más. El poema tiene alma de guerrilla.
Ahora bien, si aceptamos la antinomia Estado-ficción, es porque deducimos una coerción imaginativa por parte del Estado. La excepción, lo diferente, aquella otredad que se bifurca como respuesta recurrente, sería, en sí, lo ficcional, lo que no acuerda con la verdad que, desde el Estado, se propaga. El dilema es nuevamente lingüístico. Por un lado, la univocidad que reivindica el Estado en su discurso; por el otro, la polisemia que el lenguaje poético defiende. He aquí, también, una paradoja más para contribuir con nuestro tópico: para la ficción literaria o poética el discurso del Estado no es genuino, es ficción que ya se impone. Decía Adorno, en una conferencia de 1962, que constituirse como sujeto emancipado equivaldría a trabajar sobre el lenguaje, enriquecerlo, darle un tono y diseño propios. Restituir el prestigio de las palabras de la tribu, parafraseando a Mallarmé.
El poeta, legislador del mundo según Shelley, es, merced a su desconfianza del lenguaje, una subjetividad soberana que procura proyectarse. Su ardid es la palabra y el dominio de la misma, su conciencia no está damnificada por los relatos sistémicos eternos. La verdad es eterna y el Estado, su único intérprete visible. Desenmascarar la ficción estatal es tarea ardua, pero no imposible. Para ello es necesario primero desenmascararnos a nosotros. La operación es, sin lugar a dudas, de cuño nietzscheano, algo semejante a su pedido de revertir todos los valores para presenciar un esperado renacer, transformación que se dará, del mismo modo, en el seno del lenguaje. Toda esperanza metafísica está alojada ahora en el lenguaje. Por más que le rehuyamos a los valores trascendentes por ser, quizás, faraónicos como el mismo Estado que estamos cuestionando, debemos posicionarnos en un frente que combata la pauperización espiritual causada por los entes dominantes.
No se puede evitar pensar que el drama moderno no es sino un conflicto de intereses discursivos. No debe extrañarnos que el poema, en su búsqueda constante de otras realidades, se convierta en un nicho de resistencia, en el idioma que doblega, desde su desinteresado acontecer, los dispositivos fundamentalistas del Estado (cultura, erudición, lógica, etc.). El arte es el camino que los espíritus libres deben seguir, siempre y cuando, no se trate de un arte instituido por el mismo entramado discursivo del Estado, es decir, de otra falacia que le sirva a la razón de caldo de cultivo. Los sujetos no concientizados son funcionales a este sistema de arbitrariedades y de yugos, transcurren ciegamente como en la caverna platónica. La cultura burguesa es la principal consumidora de esta farsa o ficción estatal que se presume inexpugnable. Carente del sentido de lo bello, día a día, continúa profundizando su mediocridad y su ignorancia. Quedará en el hombre decidir si desea o no habitar poéticamente este universo.
Lo ficcional es invención, por lo tanto, al hablar de ficción, estamos refiriéndonos también al hecho ineludible de que una realidad nueva se ha creado reclamando su lugar definitivo en el campo de lo posible. Desde este punto de vista, toda novela o poema, es un contrarrelato oponiéndose al relato instituido, al relato del Estado como valor totalitario. Está claro que la capacidad revolucionaria del discurso poético perece en su fugacidad, en su constante rizomática, pero también se sabe que su fluir, su ingravidez, es parte activa del vector que la dirige, lo que le permite escabullirse de las redes discursivas del poder y enfrentarlo en un renovado ataque antes de fugarse una vez más. El poema tiene alma de guerrilla.
Ahora bien, si aceptamos la antinomia Estado-ficción, es porque deducimos una coerción imaginativa por parte del Estado. La excepción, lo diferente, aquella otredad que se bifurca como respuesta recurrente, sería, en sí, lo ficcional, lo que no acuerda con la verdad que, desde el Estado, se propaga. El dilema es nuevamente lingüístico. Por un lado, la univocidad que reivindica el Estado en su discurso; por el otro, la polisemia que el lenguaje poético defiende. He aquí, también, una paradoja más para contribuir con nuestro tópico: para la ficción literaria o poética el discurso del Estado no es genuino, es ficción que ya se impone. Decía Adorno, en una conferencia de 1962, que constituirse como sujeto emancipado equivaldría a trabajar sobre el lenguaje, enriquecerlo, darle un tono y diseño propios. Restituir el prestigio de las palabras de la tribu, parafraseando a Mallarmé.
El poeta, legislador del mundo según Shelley, es, merced a su desconfianza del lenguaje, una subjetividad soberana que procura proyectarse. Su ardid es la palabra y el dominio de la misma, su conciencia no está damnificada por los relatos sistémicos eternos. La verdad es eterna y el Estado, su único intérprete visible. Desenmascarar la ficción estatal es tarea ardua, pero no imposible. Para ello es necesario primero desenmascararnos a nosotros. La operación es, sin lugar a dudas, de cuño nietzscheano, algo semejante a su pedido de revertir todos los valores para presenciar un esperado renacer, transformación que se dará, del mismo modo, en el seno del lenguaje. Toda esperanza metafísica está alojada ahora en el lenguaje. Por más que le rehuyamos a los valores trascendentes por ser, quizás, faraónicos como el mismo Estado que estamos cuestionando, debemos posicionarnos en un frente que combata la pauperización espiritual causada por los entes dominantes.
No se puede evitar pensar que el drama moderno no es sino un conflicto de intereses discursivos. No debe extrañarnos que el poema, en su búsqueda constante de otras realidades, se convierta en un nicho de resistencia, en el idioma que doblega, desde su desinteresado acontecer, los dispositivos fundamentalistas del Estado (cultura, erudición, lógica, etc.). El arte es el camino que los espíritus libres deben seguir, siempre y cuando, no se trate de un arte instituido por el mismo entramado discursivo del Estado, es decir, de otra falacia que le sirva a la razón de caldo de cultivo. Los sujetos no concientizados son funcionales a este sistema de arbitrariedades y de yugos, transcurren ciegamente como en la caverna platónica. La cultura burguesa es la principal consumidora de esta farsa o ficción estatal que se presume inexpugnable. Carente del sentido de lo bello, día a día, continúa profundizando su mediocridad y su ignorancia. Quedará en el hombre decidir si desea o no habitar poéticamente este universo.
*Poeta y Ensayista
Agosto de 2009