29 octubre 2009

Canon/ Horacio González

Canon

por Horacio González

(para La Tecl@ Eñe)

Escuché mucho, en los últimos años, la palabra canon. Propia de alumnos de letras, su larga supervivencia desde los monasterios medievales hasta hoy, es lo que puede reconciliarnos con la astuta vejez de la lengua. Siempre estamos recobrando un pedazo antiguo de lo ya hablado, y a veces, sin que haya tantas diferencias de sentido entre el uso moderno y el antiguo.
Dicho esto, quiero referirme a un artículo de Beatriz Sarlo, “En el país de los fiscales ideológicos”, publicado a comienzos del mes de septiembre en La Nación. Los motivos de ese escrito son diversos, pero en esencia se trata de señalar un canon y argumentar su inadecuación. Para nombrarlo, deberíamos llamarlo canon “nacional popular”. Además, si como en todo canon, se tiende a forjar un deseo de perduración, el canon nacional popular imagina que no es suficiente el modo en que se halla implantado y continúa luchando para quebrar la injusticia con que se lo minusvalora. Pero no sería así, dice Beatriz Sarlo en réplica a Jorge Coscia: “En su primer discurso como secretario de cultura, repitió lo que repiten los custodios de la esencia: nunca habrá reconocimiento suficiente para los que a su vez supieron reconocer en el pueblo la verdad de la Nación. Siempre se hablará poco de Scalabrini Ortiz o de Rodolfo Walsh, aunque la Argentina tenga centros culturales, avenidas, plazas y bibliotecas que se inauguren homenajeando la Gran Tradición”.
Hay dos cosas aquí: una, la enumeración de los pobladores del canon, aquellos con derecho a definirlo y habitar en él, y otra, la particularidad (de todo canon, evidentemente), de considerarse objeto de atenciones escasas y como buen credo que afirma sustentarse en la tradición de los perseguidos, proseguir la obra de su resarcimiento. Lo hace con el recurso de señalar, como bien dice la autora, “que nunca habrá reconocimiento suficiente”.
Son dos asuntos que merecen que les sigamos prestando atención. En primer lugar, tenemos el tema de quienes forman el canon con derecho de vivir con plenitud en sus profundidades. La ilustración del artículo nos llama la atención y a ella quiero referirme. Se trata de un fotomontaje que apila un bombo con los colores azul y blanco, efigies de Perón y Evita, seis libros formando una pila encima del bombo –solo con nombres de autores: Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, John William Cooke, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos, y sobre ellos dos fotos: la del propio Coscia y la de Ricardo Forster.
Este tótem alegorizante, un patchwork que no se sustrae de una cuota de ironía deliberadamente kitsch, revela un cuidadoso trabajo de edición del comentario que se lee en el mencionado artículo de Sarlo. Lo citamos nuevamente. “Si bien Hernández Arregui y Puiggrós no son mencionados por el nuevo secretario de cultura Jorge Coscia, es imposible prescindir de ellos para hacer la historia de las ideas del peronismo juvenil setentista. Coscia se limita a una línea de esa Gran Tradición que mezcla cantantes, poetas del tango, escritores y publicistas: Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Cátulo Castillo, Hugo del Carril, Rodolfo Walsh, Enrique Discépolo, Homero Manzi, el uruguayo Methol Ferré, Jorge Abelardo Ramos, Jorge Spilimbergo, Blas Alberti, Norberto Galasso. La mención de estos cuatro últimos, para cualquiera que conozca las fracciones de la izquierda de los años sesenta y setenta, significa una sobre-representación del Partido Socialista de la Izquierda Nacional, fundado por Jorge Abelardo Ramos, compañero de ruta del peronismo hasta que su fundador terminó como embajador de Menem en México; ese partido fue también la primera estación política de Ernesto Laclau”.
De inmediato, Beatriz Sarlo describe los pensamientos de estos autores, considerados fiscales de las izquierdas y de la pequeña burguesia timorata, creadores de “mitos identitarios” y forjadores del gran peso que tiene la palabra tradición, pues se trata de censurar ni más ni menos que el apartamiento de una “esencia” ya aprobada por la gran tradición, esto es, la historia misma. De Ramos recuerda Sarlo su “gran pluma polémica”, remitiéndola a los artículos firmados como Víctor Almagro en el diario democracia, en los años anteriores a los sucesos de 1955. Lo llama “trotskista filoperonista”. La mención a Laclau no deja de ser picante, como alguien que en su primer “estación política” convivió con el Partido Socialista de la Izquierda Nacional, al que la articulista ve “sobre-representado” con las indicaciones de Galasso, Blas Alberti, el propio Ramos. Sin embargo, no indica a Methol Ferré, cuya mención debería agregarse en el mismo rubro. Todo revela un conocimiento íntimo de los territorios y mojones de época, al punto que los diseñadores de viñetas del diario La Nación pudieron darse el lujo de ser atentos y minuciosos al plasmarla alegóricamente. Otro diario que recogió el discurso de Coscia, al no saber quién era Blas Alberti –compañero de Ramos, profesor de antropología en la Facultad de Filosofía, cuando se encontraba en el edificio de la calle Independencia-, registró equivocadamente el nombre de Alberti y transcribió Alberdi. No estaba mal. Recogiendo la alta valoración que la izquierda nacional hacía de Juan Bautista Alberdi –sobretodo de sus postreros escritos económicos-, el autor de El crimen de la guerra también fue mencionado por Coscia en otros actos de sus primeros días como Secretario de Cultura.
Difícilmente un canon deje de ser un puesto desde el que se avizoran batallas, viejas y nuevas, tal como lo propuso Harold Bloom en sus libros sobre las luchas secretas que anidan en su interior. Es lógico que aún sigamos proponiendo en esos mismos términos la cuestión de lo canónico, que en suma, no es sino la reorganización permanente de las lecturas que hicimos en nombre de las lecturas que hacemos y haremos. Nadie deja se ser artífice de su propio canon ni nunca un canon deja de moverse en varias direcciones, hacia su cristalización o hacia su disolución. El canon “nacional popular” se encuentra hoy en estadios mucho más diseminados que los que sugiere el artículo de Beatriz Sarlo, aunque más no sea por lo que demuestra el retrato de Ricardo Forster que corona el altar pagano: como se sabe, este filósofo, amigo nuestro, se hizo conocido y apreciado en el medio universitario por sus trabajos de fino espíritu crítico sobre Walter Benjamin y otros pensadores judeo-alemanes de entreguerra. Su último libro, Los hermeneutas de la noche, examina las obras de los últimos avizoradores de la crisis de la razón: críticos literarios románticos, ficcionistas cabalísticos y poetas místicos, como Walter Benjamin, Paul Celan, Theodor W. Adorno, Gershom Scholem, Jorge Luis Borges y George Steiner. Desde luego, otro canon. ¿Dónde situarlo? Evidentemente, los cánones coexisten como las formas quebradizas del tiempo. A veces hay dos o más vetas en la consideración de un programa intelectual personal. A veces las vetas se confunden. A veces, en el extremo de esa conjugación de fervores diferentes, y en vista de que un canon no es una plaza fija de nombres sino que está siempre en construcción, se aminora la idea misma de canon hasta debilitarse al extremo, quedando despojados, en estado de ascética desnudez, unos pocos autores distantes entre sí, y acaso, apenas unas páginas de cada uno.
Extraigo de esta cuestión la pregunta de si es bueno tener un canon. Respondo prestamente que sí, a condición de dejar sus contornos en franca porosidad y estado de admisión de la novedad, y con una previsión que haría de cada nombre una estadía provisoria en el panteón. Los mausoleos políticos y literarios siempre se sacuden. Pasan a formar parte de sagas imprevistas cada vez que en el presente aparece un hecho conmocionante que revive al ignoto y silencia al reputado. Ningún pasado está a salvo y nadie está seguro en sus devociones. Por eso, no debería ser materia de objeción alguna la posesión de un canon ni deberían éstos dejar de estar sujetos a incesante revisión. Nada obsta mencionarlos en ocasiones solemnes –¿pero la solemnidad no surge tan solo al mencionarlos?-, ni las menciones lo harían parte de una declaración inamovible, “esencialista”, de artículos de fe.

El canon montado por La Nación a partir del artículo de Beatriz Sarlo es interesante en sí mismo. Solo en ese diario suelen aparecer sorprendidas comprobaciones de la existencia de los claustros “nacional populares”. Pero está tratado con ciertos prejuicios. El primero de ellos es el de presuponer que la experiencia de la izquierda nacional es una cerrada cartilla de aplicación a cualquier espacio histórico, antes que un fenómeno original de fusión entre marxismo de época y nacionalismo popular, que en Hernández Arregui cobró la forma de una hipótesis neohegeliana del avance de la racionalidad popular, que no estaba despojada de lejanos ecos lukacsianos, a pesar de la conocida renuencia de este autor a citar “autores europeos”. Este error deslucía su obra, a la que condenaba a desconocer sus fuentes mediatas, e incluso inmediatas. ¿Había diferencias entre Hernández Arregui y Jorge Abelardo Ramos? El primero elogia al segundo en La formación de la conciencia nacional, pero quien hubiera conocido personalmente a ambos –en mi caso, fugazmente- hubiera percibido que el primero era un espíritu grave, casi monástico, un intelectual que vivía en el seno de severos dictámenes de militancia, mientras que el segundo era de talante picaresco, graciosamente despreciativo y escritor que veía la historia como una agreste fanfarria. No puedo recordar sino con nostalgia las páginas de ambos, que leíamos con un sentimiento de devotos aprendices. Hoy, de uno de los primeros libros de Ramos, Crisis y resurrección de la literatura argentina, puedo decir que me sigue pareciendo atrevidamente simpático su título, pero que no está en condiciones –y quizás no lo estaba en su momento-, de resolver la cuestión del canon –otra vez la palabreja- en lo que se refiere a la reconstrucción del público lector popular-nacional a la luz de una nueva crítica.
Cierta vez, en una discusión en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando estaba en Independencia al 3000 –era el vetusto edificio de una congregación de monjas-, ante el discurso de alguien que denostaba a Ramos en una asamblea, Roberto Carri me dijo, deslizando rápidamente su sentencia, que “había que tener en cuenta que miles y miles habían entrado a la política por los libros de combate de Ramos… así que…”. Los nuevos peronistas y la antigua izquierda recelaban de Ramos, y Carri también, pero siempre era capaz de buscar un ángulo nuevo para expresar esas opiniones. Solía Carri ser gracioso y ácido y le gustaba definir un problema con una suerte de lonjazo chispeante, un fraseo irónico y conciso con una pepita conceptual en su interior. En otra oportunidad, caminando por la calle Corrientes, vimos una pila de libros de Hernández Arregui que acababan de salir: Nacionalismo y liberación. Rápido, Carri lanzó -creo que los periodistas escriben ahora “lanzó”-: “sería bueno saber si con títulos como éste uno ni termina enterándose que es el nacionalismo ni que es la liberación”. ¿Injusto Carri? Lo definiría como un hombre en busca del canon y en efecto, quería crear uno que le hubiese sido propio, y no podemos decir que no se haya acercado a ese hipnótico vellocino. Lo haría con su libro de ruptura: Isidro Velázquez. Lo había escrito a borbotones, con los restos de una ciencia cuestionada y una extraña proximidad con el género gauchesco que no había percibido cabalmente, pues llegaba desde la sociología, que seguía obrando en él como un límite. Por supuesto, en el libro estaban Fanon (y por esta vía Sartre) y un denostado (pero en el fondo incorporado) Eric Hobsbawn.
En su artículo, Beatriz Sarlo nombra a Ernesto Laclau dentro del canon de la izquierda nacional, puesto que se había iniciado en las filas del partido de Ramos, dirigiendo el periódico Lucha obrera en los años 60. El caso de este teórico de la retórica y del populismo es muy interesante, pues solo con incluirlo en el canon, como se lo hace, permite percibir la plasticidad de estas categorizaciones. Muchas veces se ha dicho que las complejas elaboraciones teóricas de Laclau proceden de aquellos años en los que el partido de Ramos pensaba en términos de “articulación” de diversas instancias, fundamentalmente la experiencia marxista “de indias” y la experiencia peronista “de la clase obrera”. Por supuesto, esta inicial intuición fue desplegada por Laclau a través de la lectura y reinterpretación radical de Althusser, Gramsci, Derrida y Levi-Strauss, en una apuesta teórica altamente riesgosa e imaginativa. No creo que esté muy equivocado el intento de remitir al actual pensamiento de Laclau a aquellos orígenes de la “izquierda nacional”, haciendo ahora la correspondiente salvedad sobre el modo completo en que se va desarrollando su pensamiento, hacia una teoría general de las retóricas políticas. Pero del modo que sea, la cuestión revela la esponjosidad y capacidad permanente de impregnación que tiene todo canon, aunque quizás Sarlo lo haya incorporado para crear efectos solamente irónicos. Las peripecias del pensamiento de Laclau revelan más de lo que creeríamos sobre el modo en que las trabazones conceptuales de los años sesenta argentinos se dispusieron en relación a las nuevas filosofías del lenguaje. Llamaríamos a eso el adelanto y reafirmación de un canon en una instancia superior.
En el artículo de Beatriz Sarlo se hacen enumeraciones que sin ser caóticas –no lo son para mí- en su aspecto de batiburrillo quieren sugerir que el canon que critica es heteróclito, o bien una serie que no se mira en ningún espejo de coherencia. Pero Cátulo Castillo, Hugo del Carril, Rodolfo Walsh, Enrique Discépolo, Homero Manzi, junto a la saga de la “izquierda nacional”, provienen de un sector muy explorado de la conmemoración popular, artística y social argentina. En este caso, opino que las adelantadas poéticas de estos autores, influídos por el modernismo, el simbolismo y un sutil decadentismo –con mucho de Rubén Darío detrás-, no solo proponen una cosecha llena de saltos e hiatos, como creo que deben ser estos agrupamientos de modo de hacerlos libres y autónomos de cualquier ritualismo oficial-, sino que revelan un principio elemental de la construcción de linajes, que es la autointerrupción. Walsh interrumpe ni más ni menos que a Borges; Hugo del Carril, por el contrario, itersecta a Manzi –hay que recordar Milonga triste, cantada por el primero y escrita por el segundo-, con lo que el canon queda en estado de incorporación incesante y contorno traslúcido. Siempre algo sale o está saliendo y algo entra o está entrando en él. Como un cuerpo invadido y sacrificado.
No concibo de otra manera el canon argentino reconstructivo del carácter de la crítica. La revista Contorno fue el último gran proyecto de ver el canon de una manera similar a la que proponemos. La revista Punto de vista, al parecer, fue más tímida, no cuestionó el de Contorno, pero su “Merleau-Pony” o su “Sartre” fueron Raymond Williams y Roland Barthes. Con esto quiero decir que por un lado, el canon admitía varias napas (la nacional con su “modernidad” literaria) y la de la crítica extraída de bibliografías que venían amasadas largamente por la crisis del “marxismo de superestructuras” y las nuevas sutilezas en la “interpretación de los signos”. Hace tiempo Ch. Fielding recuerdo que había publicado un anticanon respecto al que tenía a Macedonio Fernández como capitoste en vigilia constante, sin ojos abiertos. Proponía a Pepe Bianco como señal de cabecera. Sin desdeñar a esta figura exquisita y problemática, era perceptible el movimiento de debatir con el elenco de Piglia (Macedonio-Arlt-Borges) que sin embargo había conseguido un armazón persistente y accedido a un estadio novelesco cuya impresión fue larga y aún perdura: Respiración artificial. Quizás queda ahora como un navío flotando en un ensueño cercano que se mira a la distancia, pero no apto para la fácil travesura de dejarlo de lado de un plumazo improvisado, por gracioso que fuera. Fogwill ha decidido andar sin canon, por lo que ha sustituído los imperceptibles movimientos que se exigen para crearlo, por una autocelebración clonesca de su figura y un dolorido acto paródico de literaturas pulsionales de arcano sabor beatnik.
Reclamo ahora la atención al lector para un ejercicio de Canon que hicimos en la Biblioteca Nacional, a propósito de una addenda en la conocida historia de El Eternauta, de Héctor G. Osterheld. Con guión de Juan Sasturain y dibujos de Solano López (el dibujante del relato original), se relataba un giro de la narración clásica por el cual los resistentes que iban por avenida Santa Fé hacia Congreso, desvían en la calle Agüero hacia el norte y se topan con el edificio de la Biblioteca Nacional (era una fantasmagoría, el edificio es de comienzos de la década del noventa y El Eternauta está datado a fines de los cincuenta). Allí se da “la batalla de la Biblioteca Nacional” y en uno de sus episodios, una “Mano” ve sobre una mesa un conjunto de libros y los interpela a los resistentes –Juan Salvo, el físico Favalli, el obrero Menéndez, el historiador Mosca, el violinista Polsky- respecto a sus lecturas: ¿Esto leen? ¡Con razón su cultura es tan indescifrable, contradictoria! ¡Con razón los llevó a tantos errores!
Y sobre la mesa, en desorden, están los libros de Martínez Estrada (Radiografía de la Pampa), de Scalabrini, el Plan de Operaciones, Arlt, Marechal (Adán Buenosayres), Martín Fierro, Jauretche, Walsh, Girondo, Saldías, Borges, Manuel Gálvez… Es el canon de esta época turbulenta, al que Sasturain le ha puesto el picante de su experiencia de crítico próvido, que sabe mezclar las barajas y obtener de ellas los caminos alternativos de la actualidad. Así se retratan las diversas orientaciones contradictorias que caracterizan una cultura activa. El canon es contradicción, no linaje.
Retengamos la presencia de Radiografía de la pampa en esa construcción moral e intelectual que el Mano desprecia. Ese libro de 1933 sostiene una teoría sobre el clásico tema de “civilización y barbarie” que implica una honda innovación sobre este antagonismo que funda la rareza e inestabilidad de todas las culturas. Hacia su final, afirma que “triunfó la barbarie pero bajo la forma de civilización”. Esta retorsión de los términos sarmientinos arroja resultados inesperados para la interpretación de la historia nacional de luchas y lecciones de la cultura social en sus movimientos complejos. Se incluye ahí un juicio sobre el estado, la técnica, la oquedad de las instituciones, la salvación de la vida popular por la vía de ensalmos colectivos, las napas encubiertas del lenguaje en las que se juega la libertad o la sumisión, la posibilidad que surgiese, como tema de estructura profética, un agente desmistificador que volviera sobre sus pies las verdades que ahora se resisten de cientificismo, culturalismo y espectáculos del buen burgués. Sus ideas sobre el plano interior de los hechos sofocados por la razón instrumental, hicieron de Martínez Estrada un fácil blanco de los que, creyendo atacar al vitalismo, al nietzschismo con ingredientes bergsonianos, a un intuitivismo con vetas simmelianas, a un telurismos con apariencia irracionalista, atacaban a uno de los cimientos más importantes de la reconstrucción del lenguaje de la crítica social argentina.
Este lenguaje pasó cerca de las izquierdas sociales y lejos de la lengua nacional popular, que en la caracterizada figura de Arturo Jauretche, consideró a Martínez Estrada un pensador de lenguajes exógenos a la cuestión nacional, con raíces conservadoras agropecuarias, en razón de poseer el escritor una porción escueta de campo en las cercanías de Bahía Blanca, fruto del premio nacional de literatura por el libro que comentamos. Era una suerte de chisporroteo marxista del gran inventor del neogauchesco social del siglo veinte. Pero Jauretche sabía que no podía reducir a un determinismo económico el pensamiento de Radiografía de la pampa, como el del propio Jauretche mismo no podría reducirse a una encarnación de los intereses de la burguesía nacional. Se trataba de dos órdenes mentales y lingüísticos diferentes, que sin embargo tienen semejantes hipótesis de relación entre la crítica social y las corrientes culturales que formaron el país. Incluso, Martínez Estrada y Scalabrini Ortiz propugnan el mismo modelo de reflexión sobre las luchas: entre la autenticidad del subsuelo y la falsedad de las superficies en donde se dan las prácticas políticas y estatales cotidianas. Un psicogénesis de irrupción unía las dos esferas y marcaba el momento de la recuperación del ser social.
Es evidente que visto así, el canon nacional popular reclama a Martínez Estrada y este podría ingresar a ese canon, que ya no sería el mismo, exigido de abandonar las calcificadas trincheras intelectuales tal como estaban diseñadas hacia los años 60. En su artículo, Beatriz Sarlo, indica que el canon nacional que describe tan mordazmente, no consiste sino en un “mito identitario”, por lo tanto en una certeza fija que ya no está en condiciones de analizar problemas reales sino de una construcción imaginaria que vive de una leyenda de persecución, que de hecho ya no existe. Sin duda, considerar que una existencia vive la vida disminuída que le provoca una injusta persecusión, alimenta su voluntad de ser y perseverar. No ocurre nada diferente cuado se cita a Mitre, Alem o Juan B. Justo, aunque todos tengan múltiples sitiales conmemorativos en el espacio público, como Scalabrini Ortiz o en menor medida Jauretche, y es cierto que casi nada Puiggrós o Cooke. Pero no son olvidados. Por mi parte, concibo favorablemente un mito no identitario, sino lo que llamaría un “mito de lectura”, que es lo que hace florecer la interpretación inesperada y el cruce súbito, extemporáneo, de significados que parecían establecidos y no lo estaban. Es que en esencia, si hay canon capaz de actuar en la cabeza de los hombres del presente, siempre debe operar abierto a nuevos signos interpretantes. Borges es el ejemplo de cómo jugó con sus adoptados mitos de lectura–Stevenson, Coleridge, Chesterton, Macedonio- y los desmontó a todos con su poderosa idea de que cada obra nueva revisaba las raíces del establecimiento anterior, como una dialéctica maldita que repartía las cartas nuevamente. Borges fijó todos estos procedimientos en paradojas profundas, revisando la gauchesca –que en un primer momento le permitió asociarse a Jauretche- y los linajes argentinos en su completud, vacilando entre Martín Fierro y Facundo y poniendo, sin decirlo, su aventajada obra nueva como desarreglo general de la Gran Tradición –para usar la expresión de Sarlo.
En cuanto a esa tradición en su magna expresión, las corrientes nacional-populares no pueden eximirse de un igual trastorno: concretamente, si hablamos de la historiografía rosista, ya no puede considerarse más importante el buen libro de Ernesto Quesada, La época de Rosas –Quesada era bismarckiano- que el libro del antirrosista Ramos Mejía, Rosas y su tiempo. Esa Gran Tradición nació del liberalismo ilustrado, es una escisión del mitrismo, así como hoy el diario La Nación no puede originar de sí mismo nada más que una defensa descarnada del propietarismo económico en prosa corporativa, una mitología de clase amenazada y un periodismo cultural que intenta abarcar intereses más allá de sus fronteras victorianas, pero fracasa al reconcentrarse nuevamente en su misión de época, sofocar como sospechosa la renovación intelectual contemporánea. De todos modos, La Nación siempre se jactó de conocer a “su antagonista esencial”, pero en los últimos tiempos no consiguió más que demonizarlo al compás de las simplificaciones arrogantes de Aguinis o del integracionismo final aplicado a las derechas peronistas por “Mariano”, con complacencia de éstas. Me pareció que el artículo de Beatriz Sarlo encarna otra posibilidad polémica y creí que se abría, porque no, un ejercicio para ciertas apostillas en sede parroquial. Esto, más allá del espolón dirigido a la actualidad política que tiene su artículo. En él late no tan secretamente la invocación -cierto que con tintes de ironía fina- hacia cierto republicanismo político que el propio Perón pudiera haber encarnado mejor que quienes en su nombre lo invocan en el presente.
Pero no era ese mi tema. Me atraía mejor el tema de la construcción del canon de las novedades políticas que podrían surgir de las memorias nacional populares. No quiero olvidarme de Leónidas Lamborghini, que no lo trata como algo al que hay que quitarle o agregarle algún elemento, sino que lo revisa en su voz sofocada, en su aullido interno, para extraer un grito primigenio de una hojarasca de escritos mitológicos, folletinescos o estatales. El procedimiento es paródico, pero esto no sería novedad sino hubiera de por medio una fenomenología de rescate de la experiencia política originaria y olvidada. En cuanto a Favio, el uso del auto sacramental en el cine, asociándolo a la gesta peronista, le otorga a todo el paisaje social una irrealidad artística que lo vincula al gran emblema hagiográfico medieval –pero revolucionario en el modo en que él lo invoca. Daniel Santoro es otro ángulo del canon, Las imágenes augustas heredadas están hendidas por la parodia y marchan al cadalso como precio para gozar de una nueva vida. Las luchas sociales son comentadas por una concepción angélica y de lucha terrenal. La memoria caligráfica del peronismo obtiene un rasgo de blasfemia colegial y las esfinges nacionales forjan el carácter de un ideograma alegórico pero secretamente burlón. En la obra de Santoro la beatitud y la guerra surgen del peronismo tomado como un depósito de ruinas. En ese andurrial plagado de detritus, como si alguien hubiera destrozado un museo peronista y ahora se lo repara con una post-literalidad onírica, surgen imágenes aventuradas, desmomificadas y vueltas a momificar en un nivel superior. Hay un candor sobre el bien y el mal en Santoro, sobre el modo en que lo uno se convierte en lo otro, como placer oscuro del educador que dice enseñar lo níveo para coquetear con lo siniestro. ¿Es éste el otro canon peronista? Si lo es, es al precio de inhabilitarlo para la política pues le cierra su camino hacia la actualidad a fuerza de convertirlo en una iconografía universal sobre el drama de la institución política y de los mitos sociales. En ese sentido, sí, podría decirse que algún aspecto de lo actual –como autocrítica, seguro- puede irradiar esta gran obra pictórica.

Mejor sería no cerrar el canon, y un poco más allá, mejor sería no construirlos. Pero, al existir, nos reclaman póstumos fervores o aceptaciones ya catalogadas. Concibo la vida del canon como sigilosa y citable, casi una divina inutilidad. Pero los dioses bajos nos demandan. Quise partir del canon nacional popular, puesto que había sido invocado, y ponerlo en tratos más adecuados con la actualidad que nos rodea. Ella sí que es pura intensidad sin canon. Y éstos, por cierto, como catalogadores de los hechos nuevos, tienen preparada la etiqueta y el anaquel topográfico. La lucha de los cánones es un conflicto de anaqueles.

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